Las puertas templarias (11 page)

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Authors: Javier Sierra

Lorsque ce sera le plein de l’An

Mille qui vient après l’An Mille

L’homme saura quel est l’esprit

de toute chose.

La pierre ou l’eau, le corps de

l’animal ou le regará de l’autre.

Il aura percé les secrets que les

Dieux anciens possédaient

Et il poussera porte après porte

dans le labyrinthe de la vie

nouvelle.
[21]

Un denso silencio rodeó a los tres hombres en cuanto el hermano Basilio terminó de recitar. La sacristía permaneció muda durante unos segundos, los suficientes para que el hermano bibliotecario apartara su gesto orante del rostro y cayera de rodillas frente al patriarca.

—Ya no recuerdo más, eminencia. Lo siento —se excusó.

—No importa; levantaos. Es lo que pensaba.

—¿Lo que pensaba? ¿Qué quiere decir?

Rogelio, al ver el rostro grave de los dos ancianos, no pudo morderse por más tiempo la lengua.

—¡Ah! ¡Mi buen Rogelio! Os he convocado a ambos porque creo que la señal está en el mensaje que me has traído —exclamó el obispo—. Y es una señal acorde con los tiempos, que sólo tú, entre todos los monjes de nuestra comunidad, estás preparado para valorar.

—No comprendo.

—Ayer, un satélite especializado en cartografía terrestre detectó varias emisiones no identificadas de lo que parecen haces de microondas de alta resolución lanzadas al espacio desde diferentes puntos de Francia —leyó.

—Sigo sin entender qué...

—Todo indica —prosiguió Teodoro— que esos puntos se corresponden con exactitud a importantes catedrales y centros ceremoniales católicos, construidos durante el siglo XII, en la época de Juan de Jerusalén. Lo verdaderamente extraordinario es que el satélite no ha podido captar la forma de las catedrales, sino poderosas siluetas radiantes en su lugar.

—¡Teodoro! —exclamó el anciano Basilio alzando los brazos; nunca le habían visto así—. ¡Las puertas se abren! «El hombre empujará una puerta tras otra.» ¿No lo comprendéis?

Rogelio los miró desconcertado.

—Eso parece —aceptó el obispo sin perder de vista al joven monje, que se frotaba los ojos con los puños como si pudiera así afinar sus entendederas—. Por lo poco que sabemos, el caballero Juan fue iniciado en un secreto peculiar del que venimos oyendo hablar hace siglos en nuestra orden, pero del que nadie todavía nos ha ofrecido evidencias concretas.

—Un secreto, ¿qué secreto?

—Al parecer, Juan y los otros ocho soldados que fundaron los Pobres Caballeros de Cristo, germen de los posteriores templarios, fueron puestos al corriente de la ubicación exacta de ciertos enclaves en los que era posible ascender al reino de los cielos sin perder el cuerpo físico, y regresar después embebido de una sabiduría infinita. Puertas al cielo, en definitiva.

Tras una breve pausa, el obispo continuó:

—Después de recibir ese conocimiento, la máxima obsesión de aquellos caballeros fue conquistar tales reductos y sellar definitivamente las «puertas» para que nadie inapropiado pudiera acceder por ellas a saberes que no le correspondían.

—Y se acuñaron leyendas terribles para protegerlas —apostilló Basilio.

—No les fue difícil —remató Teodoro—. A fin de cuentas la historia no era nueva. ¿Acaso no fue la ingestión del fruto del árbol de la ciencia, del bien y del mal, lo que condenó a los hombres a su condición de mortales? Aquellas puertas, nueva versión de la manzana maldita, sólo podrían haber sido puestas en la Tierra por Lucifer en persona, y había que sellarlas y vigilarlas.

—Como hicieron los yezidíes.

—¿Los yezidíes? —los ojos de Rogelio casi se le salían de las órbitas—. Lo siento, yo no...

Teodoro le sonrió como si se apiadara de la ignorancia de su joven monje.

—Los yezidíes son una escisión del Islam surgida al amparo de un califa del siglo once llamado Yezid —se explicó—. Hoy viven confinados en el norte de Irak, en la zona kurda, y profesan una religión en la que conceden mayor poder al príncipe del mal que al del bien. Si hemos de creer en sus tradiciones, ellos también fueron iniciados en un secreto similar al de los templarios aproximadamente en las mismas fechas.

—Entonces, ¿también conocen las «puertas»? —murmuró el hermano Rogelio espantado.


Otras
puertas —le atajó Basilio, cogiéndole de una mano—. Para los yezidíes se trata de lugares instaurados por Lucifer para extender desde ellos su poder entre los hombres. Están marcados por siete torres distribuidas por todo el mundo, que imitan la forma de la Osa Mayor
[22]
.

—Es como un reflejo especular de la creación. Lo de arriba es lo divino; su proyección inversa, abajo, corresponde a lo maligno.

—Y esa proyección, ¿también es aplicable a las catedrales francesas?

—Naturalmente, hermano —el tono del bibliotecario se hizo más paternalista que nunca—. Los «secretos de los antiguos dioses» a los que alude Juan tienen que ver con ese saber. En cada rincón del mundo se erigieron puertas imitando constelaciones del firmamento. Su uso fue olvidado por todos, salvo por unos pocos que preservaron ese conocimiento. En Francia, por ejemplo, la constelación regente es la de Virgo y ése es el patrón que imitan sus catedrales dedicadas a la Virgen.

—El mensaje dice algo más.

La silueta oblonga del patriarca se balanceó suavemente hacia el incensario de plata que colgaba junto a la puerta de la sacristía. Tras cargarlo, y sin añadir ni una palabra a su último comentario, giró sobre sus talones adoptando un gesto severo. Ni la barba pudo disimularlo.

—Uno de los ingenieros del Centro Nacional de Estudios Espaciales francés que diseñó el satélite que ha descubierto la orientación de las «puertas» parece que está dispuesto a llegar al fondo del asunto. No sé si comprenden la gravedad de lo que les digo: revelar este secreto al mundo en estos momentos equivale a convertir las puertas en focos de investigación científica. ¡Sería como si Lucifer colocara la manzana del árbol de la ciencia otra vez frente a nosotros para pecar!

—¿Y qué podemos hacer?

—Para eso te necesito, hermano Rogelio. Partirás mañana mismo hacia Lyon, y desde allí seguirás de cerca las actividades de este ingeniero. Según este informe —el obispo volvió a señalar el mensaje electrónico—, se dispone a viajar a Vézelay para iniciar su investigación.

Teodoro abrió los ojos de par en par, como si algún detalle de aquel mensaje le hubiera pasado por alto.

—Claro, ¡Vézelay!

—Eminencia, ¿qué tiene de particular ese lugar?

—Allí fue donde nació Juan de Jerusalén.

LETIZIA

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Michel nada más terminar de marcar los diez dígitos del teléfono móvil de Letizia. Nunca la había llamado a ese número pero, contra toda sana lógica, se lo sabía de memoria. Mientras el auricular crujía tratando de encontrar línea, una extraña inquietud se iba apoderando de él. Era ridículo. Aunque hacía ya tiempo que había salido de su vida, era evidente que aquella mujer de profundos ojos azules seguía cautivándole, provocándole sensaciones contradictorias y, por encima de todo, estremeciéndole hasta la médula sólo con su recuerdo.

—¿Diga? ¿Quién es?

Una voz suave sobresaltó al ingeniero.

—Letizia, soy Michel... ¿Te acuerdas? —vaciló.

—¿Michel?

—Michel Témoin...

—¡Michel! —exclamó por fin—. Perdóname, pero no esperaba tu llamada. ¡Cuánto tiempo sin saber nada de ti!

—Soy yo quien debe disculparse por llamarte a este número.

—En absoluto. Dime, ¿ocurre algo?

—Bueno... He pensado que como voy a pasar cerca de Orléans en unos pocos días, tal vez podamos buscar un hueco para tomar un café y charlar. Me gustaría comentarte un par de cosas, en las que quizá podrías echarme una mano.

—¿Trabajo?

—Algo así.

—Ya veo —suspiró—. No cambiarás nunca, ¿verdad?

Letizia había abandonado Toulouse al poco de encontrar a su nuevo novio, instalándose después en la ciudad natal de Juana de Arco, al otro extremo del país. Siempre echó la culpa de la ruptura a la obsesiva manera que Michel tenía de llevar sus asuntos laborales, arrinconando todo lo que fuera personal o familiar a un segundo plano. En realidad, su drástica decisión de poner kilómetros de por medio les había venido bien a los dos, sobre todo al ingeniero, que no hubiera podido soportar encontrarse a su mujer en brazos de otro en cualquiera de los parques junto al río Ariège.

—¿Y bien? ¿De qué se trata esta vez? —preguntó Letizia suspicaz.

—Aunque te parezca raro, debo visitar varias catedrales góticas para completar un informe que estoy preparando para el CNES, y me gustaría poder consultarte algunos detalles de tipo arquitectónico. Tú eres historiadora, y ya sabes que siempre me he encontrado un poco perdido en ese terreno. Además, necesito alguien de confianza y, claro, pensé en ti.

—¿Tú? ¿De catedrales? —Letizia rompió a reír de esa manera que sólo había escuchado en ella—. Pues claro que te ayudaré. Eso no puedo perdérmelo. ¿Y adónde piensas ir primero?

—A Vézelay. Te estoy llamando desde una gasolinera, en la nacional 951. Creo que llegaré allí dentro de media hora o así.

—¡Vézelay! Lo conozco bien. Marcel tiene una casita muy cerca de allí, en Tharot. Era de sus padres, y vamos bastante a esa zona los fines de semana. Es una región preciosa. Te gustará. Pero allí... —añadió un tanto extrañada—, allí no hay ninguna catedral.

Un retortijón en el estómago hizo apretar los dientes al ingeniero cuando escuchó el nombre de Marcel. Evidentemente, todavía seguía con aquel técnico del tres al cuarto.

—Sé que Vézelay no tiene catedral —se repuso—, pero forma también parte de mi estudio. En fin, es largo de explicar.

—Lo comprendo.

—¿Y no sabrás decirme, por casualidad, a quién podría dirigirme para hacerle algunas preguntas sobre la iglesia de Sainte Madeleine?

—¿La Madeleine? ¡Por supuesto! —Letizia utilizó ese tono de autosuficiencia de quien lo sabe todo—. Es la joya arquitectónica del lugar, ¿sabes? Tiene un coro de estilo gótico primitivo impresionante, y toda la iglesia es una interesante mezcla entre el románico más avanzado y el gótico más simple, como si sus arquitectos hubieran ensayado allí lo que habría de ser el posterior estilo de las grandes catedrales.

—¿En serio?

—Sí —se disparó Letizia—. Además, allí mismo fue donde san Bernardo convocó a los nobles de la región para organizar la segunda cruzada contra Tierra Santa. De eso deben de saber mucho los religiosos de la Fraternité Monastique de Jerusalem, que son los que cuidan ahora de la iglesia. Puedes preguntar por el padre Pierre, que es todo un sabio, y que vive en la misma plaza de la iglesia. No te costará encontrarle.

Michel anotó todas aquellas indicaciones en un pequeño bloc de notas, mientras Letizia le abordaba por otro lado.

—¿Y hasta cuándo te quedarás en Vézelay?

—Seguramente hasta el miércoles.

—Eso es pasado mañana.

—Sí —remató—. Me quedaré en el hotel
La Palombière
, en la
place du Champ de Foire
.

—Lo conozco. Si recordara algo que pudiera serte útil te llamaría allí sin falta.

Michel se mordió la lengua. No podía, no debía decirle «gracias, cariño», ni siquiera insinuar lo mucho que le hubiera gustado compartir con ella aquel viaje, aunque fuera eso lo que le brotara del corazón. Por el contrario, se despidió de Letizia lo más neutramente que pudo y, tratando de enterrar con diligencia sus fantasmas, volvió a subir al coche para recorrer los escasos 40 kilómetros que le quedaban aún hasta su destino.

Las últimas curvas fueron las peores. Empinado y serpenteante, el acceso a la «colina eterna» —como la llamaban los peregrinos que utilizaban el lugar en la Edad Media como punto de partida para su ruta sagrada hacia Santiago de Compostela— se hizo duro hasta para el moderno motor de inyección del Suzuki. Cuando, por fin, Michel coronó aquella pendiente, recién entrado en Vézelay, la carretera se dividió en dos frente a él.

La Palombière
estaba a mano derecha. Era una casona del siglo XVIII engullida por madreselvas esplendorosas que, a decir verdad, estaba integrada dentro de un conjunto urbano mucho más moderno de lo que esperaba encontrar allí. Ingenuamente, el ingeniero se había imaginado una especie de ciudadela medieval parecida a Carcasona, pero allí lo único verdaderamente antiguo era una puerta de piedra de arco ahusado, encastrada en una torre en mal estado que, probablemente, debió de pertenecer a las antiguas murallas defensivas del lugar cuando éste aún se llamaba Vercellacum.

Después de aparcar, Michel tomó su maleta y una bolsa con cámaras fotográficas, y tras ser instruido por la propietaria del establecimiento en el uso de un cierre electrónico que permitía subir a las habitaciones directamente desde la calle —sólo había que marcar el número 1863 en un panel electrónico similar a los del CNES—, abandonó el hotel rumbo al centro.

Michel se aseguró de que llevaba encima la copia ampliada de la fotografía CAE 990111 del ERS, en la que se veía el trazado de una línea ligeramente sinuosa que no podía corresponder más que a la calle principal de Vézelay, y la dobló en dos. No hacía falta ser demasiado listo para saber que aquella línea casi recta de la imagen debía corresponderse con la amplia travesía que nacía bajo el arco de piedra que tenía frente a él.

Ascendió a buen paso.

La avenida, sembrada de pequeños restaurantes y tiendas de recuerdos, le dejó casi sin aliento. Al final de aquella cuesta interminable, una enorme fachada de piedra, coronada por una espléndida torre maciza de cuatro cuerpos terminada en plano, se abría majestuosa en el centro de una plaza acogedora en la que brillaba con luz propia un tímpano sembrado de extrañas escenas. Perfectamente orientada de este a oeste, la luz del sol descendiendo por el extremo opuesto del templo enmascaraba algunos de los detalles más hermosos de su imaginería.

La mole le impactó.

En el aparcamiento que cubre buena parte de aquella placita, el ingeniero desplegó la foto del satélite. No quería cometer ningún error.

Tras un par de comprobaciones elementales tratando de imaginar cómo serían los tejados de las casas vistos desde el ERS, situó la mancha blanca de la toma en relación a las viviendas contiguas. Pronto se dio cuenta de la también muy precisa orientación este-oeste que seguían las líneas de aquella «irregularidad», respetando escrupulosamente la orientación de la propia iglesia. No había duda: la anomalía tapaba exactamente la parcela sobre la que se erigía el templo de Sainte Madeleine. Y nada más.

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