Las trece rosas (17 page)

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Authors: Jesús Ferrero

Tags: #Histórico

Todas volvieron a mirarla llenas de asombro, mientras reflexionaban sobre sus palabras y sacaban consecuencias.

—¿Hemos de pensar que ha sido un milagro tu regreso al lenguaje? —preguntó Elena.

La Muda negó con la cabeza antes de añadir:

—No, no ha sido un milagro, a no ser que la rabia haga milagros.

—La Muda tiene razón. Yo se bien por qué me han elegido —comentó Avelina.

—No la tiene —se apresuró a decir Ana—. Unas están aquí por dejarse ver y otras por ocultarse. Han jugado como el diablo, y han disparado en todas las direcciones. Si lo piensas un poco, te puedes volver loca. Quizá estaban borrachos.

La Muda volvió a enmudecer.

—Espero ser menos que una sombra cuando llegue lo peor —dijo Avelina, que apenas había abierto la boca en toda la noche, y que permanecía inmóvil y rígida, sentada en un reclinatorio. No conseguía centrar la mirada en nada y todos sus pensamientos acababan conduciéndola al recuerdo de su padre.

—¡Qué callada has estado hasta ahora, casi tan callada como la Muda! —dijo Martina, con la intención de elevar un poco su ánimo.

Todas la miraron a la vez, y Avelina deseó que se la tragase el suelo de la capilla. Nunca se había sentido tan desdichada y tan sola, pero hacía horas que había decidido no comunicar a nadie la sospecha de que su padre podía estar en el pelotón de fusilamiento. Pensaba que ése iba a ser su último sacrificio: librar a sus amigas de su infierno.

Avelina se dio cuenta de que la seguían mirando, como si esperasen una respuesta, y empezó a sentirse culpable.

Eso era lo que más le dolía, y reventó en sollozos.

Martina se acercó a ella y la estuvo consolando hasta que dejó de sollozar. A su lado se hallaba Dionisia, que también se había sentado en un reclinatorio y había empezado a bordar unas mariposas en sus zapatillas.

—¿Sueñas con mariposas? —preguntó Joaquina en tono burlón.

Dionisia la miró ligeramente y dijo:

—Sueño con mariposas que van cayendo por un acantilado inmenso, entre embistes del viento que les va desgarrando las alas. Llegarán muertas al suelo y con las alas deshechas. ¿Te gustan mis sueños?

—Me encantan. ¿Por qué has elegido mariposas?

—Quizá porque mueren varias veces. ¿Crees que le gustarán a Pepa?

Joaquina meneó la cabeza con paciencia y dijo:

—Mucho, pero si bordas calaveras en las alas le gustarán todavía más.

Dionisia se echó a reír, y enseguida Ana. De pronto la risa se extendió. Se reían ciegamente y con ira, se reían como en una pesadilla, mirándose unas a otras se reían, viendo sus caras deformadas se reían.

Era una risa desesperante y de una fuerza a la que era inútil oponer resistencia, ya que hasta Carmen se entregó se entregó abiertamente a ella.

La risa había empezado a atravesar las paredes de la capilla y amenazaba con extenderse por toda la cárcel cuando llegó don Valeriano, el capellán, un hombre de avanzada edad y rasgos angulosos, que se asustó al verlas.

—Con la Iglesia hemos topado —murmuró Pilar, consiguiendo que las risas se multiplicaran.

—¡Os posee la risa de Satanás! —gritó don Valeriano.

—Pero ¿qué dice? —escupió Pilar.

—Sólo Satanás puede obligaros a reír en un momento así, cuando tendríais que pensar únicamente en Dios —añadió el sacerdote.

—¡Lárguese! —gritó Virtudes.

El capellán esbozó una sonrisa sufriente y continuó parado ante ellas. No parecía el mismo sacerdote de otras ocasiones. Esta vez miraba a las penadas de otra manera, como si se creyera con menos autoridad.

El silencio se fue haciendo cada vez más tenso, pero ni ellas ni el cura abrían la boca. Y de pronto, Elena se apartó del grupo.

—¿Deseas algo, hija?

Elena negó con la cabeza y empezó a balbucir:

—Es usted el muerto que tenía que aparecer, la cara de madera que aún tenía que aparecer…

Pero, hija mía, ¿sabes lo que dices?

Elena continuó:

—Es usted el que faltaba en esta ceremonia, lo sé… Porque a esta ceremonia tenía que acudir un muerto… —¿Un muerto?

—Sí, y es usted ese muerto.

—No te entiendo.

—Es usted el muerto que siempre aparece…

Mientras Elena hablaba, todas las demás asentían de forma involuntaria. Don Valeriano estaba acostumbrado a dominar a las presas, pero ahora su mirada delataba demasiada indecisión.

Elena siguió diciendo:

—Mi madre me contó una vez que, cuando alguien va a morir, aparece un muerto en forma de viviente. Es el heraldo de la muerte, va vestido de negro, y no lo conoce nadie… Es usted el muerto que tiembla y que no sabe que está muerto… Es usted el que tendría que pensar en Dios, sólo en Dios, y olvidarse del mundo, y no nosotras. Es usted el que ya está en las últimas, y no nosotras. Yo sé que fallará su corazón, yo sé que está fallando ya.

Don Valeriano miró a Elena con odio y con lástima.

—Eres una pobre loca, y ya sólo por eso no tendrías que estar aquí… Tienes una ventaja: los locos no se condenan, en parte porque ya viven en el infierno. Pero debieras confesarte, tú y las demás.

—¿Y qué quiere que confesemos? —inquirió Ana.

Virtudes dio un paso hacia él y murmuró:

—Yo sé a qué ha venido… La confesión que nos quiere hacer es en realidad el último interrogatorio, la última posibilidad de sacarnos información.

—¿No creéis en el secreto de confesión? —dijo él.

Algunas se echaron a reír. Ana le preguntó: —¿Sólo se le ocurre confesarnos? ¿No le parece triste?

—Vuestra historia no va a ser más triste que la mía —contestó el sacerdote—. Todas las historias son tristes desde que el mundo es mundo. Bendito el que tenga una historia alegre porque será el único. Una historia alegre ni siquiera la tuvo Dios cuando se hizo hombre. Si entras a formar parte de la humanidad, has de saber que ni siquiera siendo Dios saldrás ileso de la prueba.

—Ahórrese la retórica y las frases hechas —le aconsejó Pilar.

—¿Es retórico asegurar que del dolor no se libra ni Dios?

—Lo es —le dijo Pilar—, porque es justificar, además del dolor necesario, el dolor inútil, el dolor sin sentido y sin motivo que nos están provocando desde que nos detuvieron. No me hable del dolor, señor, y llegaremos antes al corazón del problema.

Don Valeriano calló. Durante unos instantes dio la impresión de ser un hombre perdido, hasta que reaccionó y salió de la capilla para entrevistarse con la directora, que en ese momento se hallaba en su despacho.

La directora, que, como Carmen, padecía del corazón, acababa de tomar sus gotas y se sentía mareada. Sobre su mesa se hallaban las instancias dirigidas a Capitanía solicitando clemencia y que una hora antes don Valeriano había prometido enviar por tratarse de la única persona en la cárcel que tenía autoridad para hacerlo a cualquier hora del día o de la noche.

—¿Y esas instancias? — preguntó el sacerdote—. ¿Por qué no las han mandado ya?

Verónica Carranza le miró con pesadumbre y murmuró:

—No van a salir de aquí.

—¿Por qué?

—¿Necesita que se lo diga? Ocúpese de la justicia de Dios y olvídese de la de los hombres.

—A usted le resulta al parecer muy fácil olvidarse de la justicia de Dios.

—Ni más fácil ni más difícil que a usted.

—Lo dudo muy seriamente. ¿Ha hecho algo para que las instancias salgan de la cárcel?

—Lo intenté hace dos horas.

—¿Y?

—Y no pudo ser.

—Se sentirá usted muy orgullosa.

—¿Me quiere sacar de quicio? ¿Aún no sabe que la lista es inmodificable y que están totalmente decididos a fusilar mañana a trece mujeres y a cuarenta y tres hombres? ¿Aún no sabe que esta vez quieren un buen escarmiento? ¿En qué mundo vive usted, alma de Dios? Querían veinte por cada muerto de Talavera, y no se va a cumplir la cifra. ¿Tengo que ser más explícita?

El sacerdote se quedó mudo. Verónica Carranza, que manipulaba nerviosamente un lapicero, miró a don Valeriano Con gravedad y añadió:

—Su misión esta noche es intentar que todas lleguen en gracia de Dios al paredón. Así que no se exceda en sus funciones y no me haga comulgar con ruedas de camión. ¿Cree usted que me bebo este cáliz con placer?

Don Valeriano le respondió con una mirada de asco y salió del despacho murmurando frases de ira. Luego se ocultó en la sacristía, donde apuró con avaricia un vaso de vino dulce, pensando que ya no tenía edad para someterse a semejantes tensiones. Algo más sereno, se acercó a la puerta entreabierta de la capilla y estuvo observando a las condenadas.

Ajenas a los pensamientos del capellán, las trece parecían haber llegado a una tranquilidad que quienes las observaban no acertaban a comprender, pues no parecía proceder de ninguna consigna ni de ninguna decisión común.

De pronto era como sí las trece hubiesen conformado un mundo tan cerrado como perfecto, en el que nadie más podía entrar, y hasta Avelina parecía reconciliada consigo misma y se había suavizado su mirada.

Ana fue observando todas las caras y tuvo la impresión, más bien angustiosa, de que todas estaban en el mismo espacio mental y no sólo en el mismo espacio material.

Ana miró a Julia, y pensó que su mirada era más trasparente que nunca. Julia la miró a su vez y sonrió levemente, Pero siguió en silencio. Era como si mil puertas se hubiesen cerrado y otras mil se hubiesen abierto. Y había ocurrido en un instante, sin que se diesen cuenta.

De repente, sin buscar encontraban. No había que comprender, no había que aceptar, no había que rechazar.

Bastaba con estar sin estar, con pensar sin pensar, con callar sin callar. Porque estando silenciosas hablaban más que antes, que de tanto hablar ya sólo expresaban silencio, ya sólo callaban.

Elena cerró los ojos y se creyó en medio de un bosque de árboles delgados y altos como abedules. Era un bosque muy extenso, en realidad era un bosque sin límites. Ella estaba en ese bosque, en cualquier lugar de ese bosque sin límites, sabiendo que cualquier lugar era el centro. Ella y las demás, ella y las otras doce. Lo extraño era que en aquel bosque no había más seres. Todos habían huido, intentando hallar los límites del bosque, y se habían quedado solas. No era el paraíso: era solamente un bosque infinito y las habían dejado solas.

Fue entonces cuando volvió a irrumpir don Valeriano para ordenarles que se tenían que confesar y que ya no quedaba tiempo.

Todas sintieron su voz como un ladrido y lo miraron con una desesperación que el sacerdote no supo interpretar.

Dionisia, que seguía con su bordado, miró vagamente a don Valeriano y dijo: —¿De modo que es usted el ángel que tiene la llave del abismo?

El sacerdote la miró con paciencia, se fijó en el bordado, movió levemente la cabeza y comentó:

—Sólo soy un siervo de Dios. No traigo ninguna llave, y menos la del abismo.

—¿Un siervo de Dios? Por ahí dicen que es usted su ministro.

—¿Y un ministro no es un siervo?

—Pero de muy alta graduación. Le felicito.

—Ahórrate los sarcasmos.

—No lo digo por sarcasmo —añadió Dionisia, sin apartar la mirada del bordado—. Usted es la prueba definitiva de que Dios está a punto de recibirnos, por eso envía antes a su cuerpo diplomático.

—No sigas, hija. Ya veo que tú no quieres hablar con Dios.

—No se confunda, señor ministro. Todavía no sé si quiero o no quiero hablar con Dios, pero sí sé que no quiero hablar con los miembros de su gobierno, sean o no ministros —declaró Dionisia, y continuó con su bordado.

Volvió la confusión. Unas asentían a las palabras de Dionisia y las aplaudían, otras no. De pronto, Blanca decidió confesarse. Siempre había reconocido que seguía siendo cristiana, y además no quería que el nuevo régimen acusase a su hijo de haber tenido una madre desalmada y complicaran su vida todavía más. Así que se apartó con don Valeriano a un rincón y se arrodillaron en dos reclinatorios enfrentados. Durante un instante, ambos se miraron como seres que de algún modo se reconocen, y el sacerdote hizo ademán de escuchar. Blanca quería confesarse, pero no sabía de qué. Al verla tan indecisa, don Valeriano dijo:

—No debemos juzgar a Dios por los atropellos que cometen los hombres… ¿Tienes algo que confesar?

Blanca continuó muda. El sacerdote añadió:

—Habla, hija, desahógate. Hay momentos en los que el silencio vale más que la palabra, y hay momentos en los que la palabra es preferible al silencio. Ahora estamos en uno de esos momentos.

A Blanca le dio la impresión de que aquello lo había oído en una obra de teatro y se sintió un tanto absurda, llevando a cabo una ceremonia que no acababa de resultarle tranquilizadora.

—He tenido malos pensamientos —acertó a decir.

—¿Muy malos?

Negó antes de sollozar.

Ni siquiera eso. Estoy llena de espanto.

—Yo más bien creo que estás llena de pena. Quedas perdonada y tu única penitencia será rezar un padre nuestro cuando estés ante el piquete. Es la única oración que puede aliviar ese trance.

Blanca acababa de confesarse cuando una de las trece, nadie ha querido identificar, miró al sacerdote y dijo con voz rotunda: —¡Hijo de perra!

—Pareces una endemoniada —murmuró don Valeriano.

—¡Hijo de puta! —dijo, matizando más, la que acababa de gritar.

—¿Se siente más en paz con Dios por haber confesado una? ¿Cuáles pueden ser nuestros pecados, según su criterio? ¿Los deseos impuros? ¿Los pensamientos impuros? ¿Los actos impuros? Es para morirse de risa.

—¡Cierra la boca y deja de blasfemar! —rugió María Anselma mientras el capellán se marchaba con cara de enfado. Un silencio agónico volvió a reinar en la sala. Las palabras del sacerdote habían ahuyentado al duende de la calma y casi lo había matado. ¿Por qué puerta volver a entrar en el bosque de la calma?

Se sintieron perdidas. Se escuchaban unas a otras sin oírse, se oían sin escucharse.

Hablaban todas a la vez, en un tono que tenía algo de salmodia, y entre todas conformaban un murmullo de colmena que crispaba a las guardianas. Bastaba con mirarlas para sentirse flotando en el jardín de la locura.

—¡Ya basta! —gritó María Anselma.

Todas se callaron a la vez y con una inmediatez extraña. Parecía una nueva fase del adiós, un nuevo movimiento dentro de un tiempo y un espacio tan adensados como ciegos. Ana dijo:

—Ahora me doy cuenta de que la vida es demasiado breve para arrepentirse.

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