Cuidado con esa mujer

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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

David Goodis

CUIDADO CON ESA MUJER

(Behold This Woman, 1947)

1

Los vecinos estaban peleando otra vez. Eran las dos de la madrugada. George Ervin lo vio cuando abrió los ojos y miró la esfera luminosa del despertador.

Ervin, de cuarenta y siete años, era técnico en estadística y trabajaba para una empresa de inversiones bancarias en Walnut Street. Tenía una altura media, y un peso algo más que medio. Hasta hacía pocos años, su cabello había sido castaño oscuro. Ahora tenía muchas canas, y las sienes completamente blancas. También su piel había sido morena, porque caminaba mucho, jugaba a golf los domingos en la cancha pública y se sentaba en la gradería de sol los sábados por la tarde. Todavía quería hacer estas cosas, pero no las hacía, y por eso su tez era pálida y sin brillo, y su rostro tenía arrugas y surcos. Se estaba volviendo cada vez más panzudo, aunque su cara seguía siendo delgada.

Miró los resplandecientes números verdes de la esfera del despertador. Aparte de esto, la habitación estaba completamente sumida en la oscuridad, una cámara oscura de extraño debate entre el estridente ruido de los vecinos de al lado y la profunda y plácida respiración de Clara, su segunda esposa.

Ervin escuchó el ruido de los vecinos. Se oía con claridad, porque estas casas estaban adosadas, pegadas la una a la otra, separadas tan sólo por una pared las viviendas y las historias familiares.

Ervin oyó al señor Kinnett que decía:

—Te romperé la cabeza. Siempre has tenido suficiente comida, y un techo sobre tu cabeza, ¿no? El chico siempre ha tenido lo que ha querido, ¿no?

—Claro —gritó la señora Kinnett—. El chico ha tenido todo lo que ha querido. Pero él nunca ha querido nada. Cuando todos los niños de este bloque tenían una bicicleta de dos ruedas, ¿qué tenía nuestro hijo?

—Siempre me echas eso en cara —dijo el señor Kinnett—. Sabes que no tenía dinero suficiente para comprarle esa bicicleta. ¿Sabes cuándo era esto? Mira atrás y recuerda. Era en mil novecientos veintinueve. ¿Recuerdas lo que ocurrió en mil novecientos veintinueve?

Ervin también recordó el año mil novecientos veintinueve. Él nunca había especulado mucho. No es que no hubiera querido hacerlo, sino que simplemente no había tenido dinero. Al parecer, sin llegar a tener lujos, siempre se las había apañado para gastarse hasta el último centavo. Esto en cierta manera le divertía, porque se ganaba la vida como estadístico, siguiendo el rastro a tendencias y sumas, y lo hacía muy bien. Pero no podía seguir el rastro a sus propios asuntos financieros. Y compraba sin analizar. Compraba todo lo que le apetecía, lo que a su esposa Julia le apetecía, lo que a su hija Evelyn le apetecía. Y así, como no tenía mucho que perder, no recibió un golpe demasiado duro en mil novecientos veintinueve, en lo que al dinero se refería. Pero en ese año perdió a Julia.

Julia había dejado pasar demasiado tiempo sin hacer caso de un dolor de estómago. Tuvo peritonitis y murió. Ervin fue de un lado a otro viendo a los que habían perdido todo su dinero. Les vio murmurar para sus adentros. Les vio llorar. Vio a un hombre que se acercaba tambaleante a una ventana de la doceava planta de un edificio de oficinas del centro, y que se desmayó antes de llegar a ella. Ervin contempló todo esto y suspiró profundamente, y sacudió la cabeza confundido. Era demasiado para él. Estaba muy cansado. Deseaba poder dormir durante unos cuantos años.

Se había casado con Julia cuando tenía veintiséis años. Y ella tenía veinte entonces; era una chiquilla callada, muy delgada, casi bonita, pero demasiado tímida para ponerlo de manifiesto realmente. Tenía el cabello castaño claro, brillante. Al principio, él siempre se decía que no quería atarse, y de todas maneras sólo ganaba veintidós con cincuenta a la semana y sus padres no podían darle nada, y sería difícil. Se preguntaba por qué necesitaba casarse. Miraba a su alrededor y veía que todo el mundo estaba casado, y pensaba que quizás había algo en el matrimonio que él no comprendía. Aunque la razón fundamental era evidente, pensaba mucho en ello, y había noches en que permanecía despierto discutiendo consigo mismo. La costumbre de casarse era algo sobre lo que reflexionar, algo que estudiar desde muchos ángulos distintos. Y no obstante, la idea de Julia distaba enormemente de este modelo geométrico de casarse y vivir con una mujer el resto de la vida. La idea de Julia era algo bueno y puro, algo que eliminaba todas las consideraciones prácticas. Pero no había empuje, no había vigor en la idea de Julia. Y Ervin tenía miedo, y no quería atarse.

Dos años después de casarse con Julia, efectuó una inversión en una compañía que lanzaba un artilugio de cocina. Resultó ser una buena cosa. Ervin ganó una suma considerable y pudo comprar una de las casas adosadas que se habían construido en esta parte más nueva de la ciudad. No era exactamente las afueras, pero las aceras tenían esa blancura suburbana, había vegetación aquí y allá, un pequeño cuadrado de césped bien cuidado enfrente de cada casita. Y las calles eran de asfalto liso, más anchas que las calles del centro de la ciudad, y mucho más limpias.

George y Julia eran felices en su pequeño hogar. Vivían modestamente, salvo algunas veces en que tenían una temporada de exuberancia y se escapaban juntos un fin de semana a la playa. Era maravilloso saber que se marchaban juntos y que regresarían juntos. Era maravilloso estar juntos, siempre juntos por la noche, en invierno, en el calor de su propio hogar. Hacían muchas cosas juntos. Jugaban a las damas. Les gustaban los mismos programas de radio, al menos eso era lo que se decían. Y se decían que les gustaban las mismas películas de cine, los mismos platos. Cuando tenían una discusión, ésta transcurría principalmente entre ruegos y risas, quizá de vez en cuando algún lamento.

No tenían muchos amigos. Eran gente tranquila, y la gente tranquila nunca acumula muchos amigos y nunca se preocupa por ello. Realmente no necesitaban amigos, en especial después de que naciera Evelyn. Ellos tres formaban un pequeño mundo. George era tan feliz, que a veces pensaba en su esposa y en su pequeña Evelyn y las lágrimas acudían a sus ojos. Y cada noche, cuando regresaba a casa después del trabajo, su felicidad era inconmensurable.

Julia tuvo otro hijo, pero murió a los pocos días de nacer. Julia casi perdió la razón, y George pasó momentos difíciles con ella. A él le hubiera gustado tener otro niño, pero ella no quería. Decía que podría morir. Empezó a sufrir períodos de llanto. Decía que no podía soportar la idea de la muerte, y que si tenía otro bebé y éste moría, ella también moriría. Esa manera de hablar enojaba a George, pero cuando mostraba su enfado, Julia se echaba a llorar. Él le daba unas palmaditas cariñosas en la espalda y se decía que su esposa era una cobarde, una pobre cobarde, tan dulce, tan buena, tan frágil y preciosa.

En la casa de al lado el señor Kinnett estaba diciendo:

—…y toda tu familia.

—¿Qué te ha hecho mi familia?

—Muchas cosas.

—¿Qué? —exigió la señora Kinnett—. Dime un mal negocio que mi familia te haya proporcionado jamás.

—Tú.

—Espero que caigas muerto por lo que has dicho.

—Te diré una cosa —gritó el señor Kinnett—, y quiero que la entiendas. La próxima vez que alguien de tu familia empiece a promover alguna transacción conmigo, se la tiraré a la cabeza. Y si no te gusta, también te tiraré a ti.

La señora Kinnett se echó a llorar. Dijo:

—Si me voy, Barry se irá conmigo. Mi hijo Barry no me dejará morir de hambre.

—¿Quién te va a dejar morir de hambre? ¿Alguna vez te he hecho pasar hambre?

—Si me voy —anunció la señora Kinnett—, mi hijo se va conmigo. Él no me dejará morir en las calles. Él se ocupará de que su madre esté cuidada. Aunque tenga que cavar zanjas, él hará que su madre tenga suficiente para comer.

—Oh, cierra el pico ya.

—Mi hijo no me dejará morir en la calle. No me abandonará. Se quedará con su madre, porque sabe que siempre ha sido una buena madre para él. Le ha criado desde que era un bebé.

—Espérate aquí —gritó el señor Kinnett—, que voy a salir a buscarte una medalla. Hablas tanto que pareces una ignorante. No tienes cerebro. Me atrevo a apostar a que no pasaste del jardín de infancia.

—Eres un mentiroso. Eres un sucio mentiroso…

—Deja de chillar —dijo el señor Kinnett con un grito—. Que Dios me ayude, si no cierras el pico…

—Vamos, mátame. ¿Por qué no me matas? ¿Por qué no te deshaces de mí? Lo han hecho antes. Destrózame y méteme en un baúl…

—Escúchame —dijo el señor Kinnett—. Si sigues hablando así, te parto la boca.

—Adelante, pégame. Mátame y méteme en un baúl, no me importa. ¿Para qué tengo que vivir, de todas maneras? Esta casa. Limpio esta casa día tras día con mis manos y de rodillas. Friego los suelos y lavo los platos y me parto la espalda en el lavadero. ¿Para qué? ¿Por qué no tengo una chica que me ayude con el trabajo de la casa?

—¿Te estás volviendo loca? Ya tienes una chica.

—Me refiero a una criada, no a una pequeña imbécil que viene después de la escuela y se queda ahí mirando las paredes. El otro día le dije que preparara una ensalada, y en lugar de aceite utilizó aceite para la máquina de coser. Si no lo hubiera probado antes de la cena, ahora estaríamos todos en el hospital. No puedo soportarlo más. ¿Por qué no me muero ya?

—¿Por qué demonios no te callas ya?

La señora Kinnett lloraba con todas sus fuerzas. El sonido del llanto iba y venía, como si la mujer estuviera paseando por la habitación. El llanto alcanzó un punto elevado, y luego ella lo interrumpió para decir:

—Ya verás. Barry prosperará. Trabaja mucho y estudia mucho, y algún día será un gran hombre. Y es listo. Tiene cerebro. Eso ha salido de mí, su madre. Es un buen chico, mi Barry.

Ervin contemplaba la oscuridad, recordando cómo Julia solía ponerle los labios sobre las pestañas, como si los suaves pétalos de las flores del naranjo se posaran en sus ojos. Recordaba cómo ella le hablaba por la noche, fluyendo su voz, apagándose las palabras a medida que el sueño la arrastraba. Pero ella seguía hablando, y al cabo de un rato las frases perdían coherencia, y su voz era muy baja, más débil que un susurro.

Era como una canción de cuna sin melodía, y George, sin darse cuenta, imaginaba cosas bonitas, maravillosas, con lo que su medio dormida Julia decía. En la oscuridad él la escuchaba, sin oír nada más, ni siquiera las discusiones de la casa de al lado.

Ahora recordaba. Recordó una noche, cuando hacía tres años que había muerto, en que despertó e imaginó que ella le estaba hablando. En ese momento recordaba cómo fue. Al principio se había sentido asustado. Había salido de la cama, encendido las luces, temblado un rato en la silenciosa habitación. Luego fue al cuarto de baño y bebió un vaso de agua. Volvió al dormitorio, apagó la luz y, pensativo, se metió otra vez en la cama que en otro tiempo había compartido con Julia.

Durante un rato no se oyó nada. Luego, de nuevo, ella empezó a hablarle. El miedo regresó a él, pero lo apartó, porque ahora estaba seguro de que era Julia que le hablaba desde algún lugar y que quería que oyera lo que le estaba diciendo.

Le preguntó por Evelyn. ¿Todo iba bien? ¿Cómo le iba el colegio? Que estudiara. Que se cepillara los dientes al menos dos veces al día. ¿Agnes seguía trabajando en casa, o había una chica nueva?

Le dijo que escuchara con atención. Lo siguiente era de lo más importante. Lo siguiente se refería a él. Su salud. ¿Todavía no había solucionado lo del riñón? ¿Seguía padeciendo aquellos dolores de cabeza? Quizá tenía alguna relación con el problema del riñón. Si el médico que tenía ahora no hacía nada, debería ir a un especialista. Por lo demás, ¿cómo se sentía? ¿Se cuidaba bien? No salía mucho, ¿verdad? No era que pusiera objeciones de tipo moral, pero su salud se resentiría si trasnochaba.

Debería encontrar una mujer buena y casarse otra vez.

Julia lo repitió. La voz medio dormida de su esposa muerta lo repitió suavemente, una y otra vez, como una enfermera dulce y eficiente que le dijera al paciente que se tomara la medicina, le dijo que necesitaba una esposa y Evelyn necesitaba una madre. Julia siguió repitiéndolo, y de forma gradual su voz fue adquiriendo fuerza. Había algo diferente en ella. George cayó del ensoñecedor acantilado, aterrizó con dureza y se dio cuenta de que aquella voz era la suya propia.

Esa idea se había estado formando hacía tiempo en su mente y por fin se había revelado por completo. No había querido dar ese paso él solo. Queriendo conocer lo que Julia pensaba, se había forzado a sí mismo a creer que ella realmente le visitaba por la noche y le hablaba. Y que estaba de acuerdo con él. Necesitaba una esposa, y Evelyn necesitaba una madre.

Aquella noche, recordó, estaba lloviendo: la suave y persistente lluvia de primavera. Y en primavera, cuatro años más tarde, se había casado con Clara Reeve.

En la casa de al lado, el señor Kinnett gritó:

—Un hombre puede aguantar hasta cierto límite nada más. Hay un momento en que le llega al cuello y le ahoga. Todo el día me mato a trabajar en ese taller. Hoy casi me he destrozado un dedo en una máquina. Trabajo y trabajo y trabajo…

—Si hubieras utilizado la cabeza cuando tenías dinero, hoy dispondrías de tu propio taller. Nuestra casa sería grande y Barry no tendría que trabajar en la fábrica por la noche para pagarse la escuela. Pero no, cuando tenías dinero…

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