Cuidado con esa mujer (6 page)

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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

Clara posó ante el espejo. Dio unas vueltas, se acercó al espejo, retrocedió, se acercó de nuevo y puso sus gruesos dedos en una cadera. Se miró el dedo de al lado del meñique. A su mente acudió un artículo de una revista que hablaba de la actual moda del topacio. Un topacio inmenso, montado en oro, flanqueado por pequeños diamantes, y resplandeciendo en aquel dedo. Sonrió y chasqueó los dedos, e hizo un gesto afirmativo ante el espejo.

4

Clara pasó la tarde en el centro de la ciudad, en las joyerías, viendo topacios.

La parte alta de la urbe estaba atestada de gente a las cinco y media, y Clara cogió un taxi para regresar a casa. Llevaba consigo tres revistas nuevas, dos de moda y una de cine. Llevaba también una caja de dos libras de caramelos y una lata de una nueva marca de sopa de alubias negras que un anuncio había descrito como «inimitable». También una botella grande de cierto perfume que se suponía que «transportaba a una selva tropical de Tahití». A Clara le gustaba ese perfume desde hacía muchos años. Lo llevaba en abundancia el día en que George Ervin la había visto por primera vez en la tienda.

Cuando Clara bajó del taxi, estaba pensando en la sopa. Se la tomaría para almorzar mañana, y en lugar de ir a la ciudad, mañana iría a ver una película en el barrio. Quizás había alguna que no había visto todavía, y si las había visto todas, quizás iría al centro. La sopa de alubias negras y una película en el centro y algunas compras más. O tal vez hubiera una conferencia en algún sitio. Dos dólares con almuerzo, y podría ponerse el sombrero rojo oscuro y negro, después de un baño con burbujas rosas. La vida era tan interesante y deliciosa como cada uno quería hacérsela.

Muy bien, pues, mañana a la ciudad, y se tomaría la sopa de alubias negras pasado mañana. Quizás iría alguien con ella a la conferencia. ¿Quién? No tenía amigas, y por un momento irreal se preguntó por qué no tenía amigas. Despachado ese pensamiento, se dijo que ella no necesitaba amigas. Ahora tenía todo lo que quería. Excepto un topacio enorme. Ahora mismo era lo que Clara quería. Y Clara lo tendría.

—Buenas noches, George.

—Hola, Clara.

—¿Cuándo has llegado a casa?

—Hace unos diez minutos.

—Pareces cansado.

—Lo estoy, Clara. Estoy muy cansado.

—Los ojos. Deberías hacer algo con tus ojos, George.

—No son los ojos. Es el trabajo.

—No deberías leer el periódico, George. Ya fuerzas bastante la vista todo el día. Quiero que vayas a ver a un médico, George. Deberías llevar un tipo de gafas especial.

—No me pasa nada en los ojos. Sólo es el trabajo. Supongo que todos los estadísticos sufren este problema.

—¿No te puedes pagar unas gafas?

—No te entiendo, Clara. ¿Qué te hace decir una cosa así?

—Bueno, me parece que sería la única razón lógica para que no fueras a ver a un especialista.

—Pues claro que puedo pagarme unas gafas.

—Bien, entonces, ¿puedes permitirte ver a un hombre como Warnbold?

—¿Quién es?

—Uno de los mejores. Es nuevo aquí, en Filadelfia, pero muy famoso en Suiza. El otro día estuve leyendo un artículo que hablaba de él, de las asombrosas intervenciones quirúrgicas en los ojos que ha realizado. Creo que sería una buena idea que le visitaras, George. Un hombre así podría ayudarte tremendamente.

—Pero Clara, de verdad que no me pasa nada en los ojos.

—¿Y tus dolores de cabeza?

—No me los provocan los ojos.

—Estas racionalizando, George. Quiero que me escuches. Quiero que te visite este Warnbold. Aun cuando cueste un poquito caro.

—Por favor, Clara. No es el dinero. Sólo es que realmente no les pasa nada a mis ojos. Como te he dicho, todos los estadísticos tienen este problema tarde o temprano, porque es necesario seguir largas columnas de tabulaciones y tablas de logaritmos. Naturalmente, los músculos de los ojos se fatigan, igual que los brazos del que cava zanjas están cansados al cabo de ocho horas de pico y pala. Claro que mis ojos parecen cansados. Pero no es más que eso. Sólo que están cansados. Si hubiera…

—Hay.

—Oh, Clara, por favor.

—George, estoy preocupada por ti. Por tus ojos. Quiero que hagas algo. Quiero que visites al Dr. Warnbold. Mañana.

—Ni hablar.

—George, mírame. ¿Tienes problemas de dinero?

—¿Qué demonios…? De verdad, Clara, no sé de dónde has sacado esa idea.

—Quiero que seas sincero conmigo, George.

—Lo soy. Siempre lo he sido.

—Y si tienes algún problema, yo debería ser la primera en conocerlo.

—Por supuesto, Clara.

—Bueno, entonces, ¿irás?

—Clara, esto es ridículo.

—¿De veras?

—Lo que quiero decir es…

—Me parece que sé perfectamente bien lo que quieres decir. Lo siento, George, si no he logrado limitar mis intereses a mis propios asuntos. Simplemente suponía que era mi deber…

—Oh, Clara, comprendo…

—Que era mi deber cuidar de ti, vigilar tu salud de todas las maneras posibles. Como te parece que tus ojos, igual que tu situación económica, no es asunto mío, no lo discutiré más.

—Clara, por favor…

—No lo discutiremos más, George.

—Clara, por favor, escúchame.

—George, este tema está zanjado.

—Por favor…

—El tema está zanjado. Si quieres hablar de alguna otra cosa, con gusto te escucharé.

Agnes entró en la sala de estar y anunció que la cena estaba a punto.

George subió al piso de arriba y llamó a la puerta de la habitación de Evelyn.

La cena está a punto, cariño.

—Ya voy, papá.

Evelyn apartó a un lado de la mesa los papeles beige de dibujo con lo que había estado trabajando, y colocó los carboncillos en una pequeña caja de hojalata. Desde hacía tres años su afición era dibujar al carboncillo. Esto le proporcionaba algo que hacer en su habitación, donde podía estar sola.

Se apresuró a bajar, se paró un momento ante la radio, paro no la tocó. Desde hacía tres años la radio no se había puesto a la hora de cenar. A Evelyn siempre le había gustado escuchar música de baile a la hora de la cena. Clara decía que el jazz era tonto y molestaba. Después de la cena, siempre se ponía la radio, y el comentarista de noticias favorito de Clara penetraba en la habitación. Pero durante la cena, la radio estaba callada, y Evelyn permanecía sentada pensando en las muchas canciones populares nuevas que no le era permitido escuchar.

Agnes estaba sirviendo sopa.

Evelyn se puso la servilleta sobre la falda.

—George miraba su plato.

—Buenas noches, Evelyn.

—Buenas noches, madre.

—Agnes, ten más cuidado. Pronto derramarás la sopa sobre el mantel.

—Lo siento, señora, yo…

—Está bien, Agnes. ¿No tienes hambre, Evelyn?

—Oh, sí, claro.

—No has probado la sopa.

Evelyn miró a su padre. Éste tenía la cabeza baja, vuelta a un lado, apartada de la mesa.

—¿Qué pasa, papá?

—Nada, querida. Sólo estoy un poco cansado. He tenido un día duro.

Clara se terminó la sopa. Alcanzó la ensaladera, llenó su plato de fresca y tersa lechuga y tomates y zanahoria cruda rallada y pimientos verdes y una mezcla de aceite y vinagre, receta propia.

Evelyn miró a Clara, y observó cómo la comida viajaba sistemáticamente del plato a su boca. Evelyn preguntó:

—¿Ocurre algo, papá?

—No, querida… de veras. —George cogió una cucharada de sopa.

Evelyn dijo:

—Papá, ¿estás seguro de que no ha ocurrido algo que te hace sentir mal?

Clara levantó la cabeza y vio que los ojos de Evelyn la enfocaban a ella. Volvió a su ensalada.

George estaba intentando comerse su sopa. Dijo:

—De veras, querida, sólo estoy cansado, como te he dicho.

Clara dijo:

—Imaginas cosas, ¿verdad, Evelyn?

—A veces.

—No es un buen hábito, Evelyn. Es…

—Pero no esta noche.

—¿Qué?

—Que no estoy imaginando cosas esta noche —dijo Evelyn.

—Explícame lo que quieres decir con eso —pidió Clara. Dejó su cuchillo y tenedor y se irguió, con la mirada clavada en el rostro de Evelyn.

George dijo:

—Oh, por favor, por favor…

—George, no quiero que te metas. Evelyn tiene algo en la cabeza y quiero saber lo que es. La chica ya me ha hecho afirmaciones preliminares, y ahora bien podría exponer el problema principal. Es decir —y Clara pasó la mirada de George a Evelyn y de nuevo a George—, a no ser que piense que sería mejor no hacerlo.

Agnes entró en el comedor, miró los platos frente a George y su hija, y volvió a la cocina.

Evelyn metió su cuchara en la sopa. Al principio no pudo saborearla. Gradualmente, el ritmo de comer ganó impulso y Evelyn estaba empezando a disfrutar del buen sabor de la sopa.

Y Clara lo observó, y esperó hasta que Evelyn pareció tener la mente centrada en el placer de comer la sopa. Y entonces Clara dijo:

—¿Y bien?

Evelyn sonrió. Dijo:

—¿Supones que tengo miedo de decir lo que estoy pensando? —Oyó el retintín de la cuchara de su padre contra el lateral del plato. Sus ojos miraron fijo a Clara y su sonrisa se endureció—. Conozco a mi padre. Soy parte de mi padre y por eso no me puede ocultar nada. Sé que algo le pasa.

—Evelyn. —Fue sobre todo una súplica, aunque George intentó que fuera severo.

Clara dijo:

—Déjala que continúe, George. Escuchemos la sabiduría de los jóvenes.

—No es sabiduría —replicó Evelyn—. Sólo es el conocer un estado de cosas.

—Evelyn, quiero que dejes esto inmediatamente —dijo George.

Evelyn clavó sus ojos en Clara y dijo:

—Hace mucho tiempo que no tengo la energía necesaria para hablar. Esa tienda, estar de pie todo el día, sirviendo a la gente, sus gustos idiotas y sus ridículos egos mientras están allí pavoneándose porque saben que yo tengo que servirles, tengo que ser mansa, y esa mansedumbre llega a convertirse en un hábito. Cuando llego a casa por la noche, eso es lo que veis, una chica trabajadora dócil y cansada. Pero esta noche notáis alguna diferencia, ¿no es verdad? Y os diré por qué. Hoy no he estado en la tienda todo el día. Me he ido a mediodía. Por qué me he ido y qué he hecho cuando me he ido no tiene nada que ver con esto. El hecho es el mismo: que esta noche no me siento mansa. Durante mucho tiempo he querido decirte algo, y ahora vas a oírlo. Estás torturando a mi padre.

Clara volvió la cabeza hacia la cocina y dijo:

—Agnes, estoy lista.

Llevándose un dedo a los labios, George tocó el codo de Evelyn. Cuando hubo atraído la atención de la muchacha, miró rápidamente hacia Clara para asegurarse de que ella no estaba mirando, y luego hizo un gesto negativo con la cabeza, frunciendo el ceño con aire reprobador y con temor.

Clara se llenó el plato con rosbif y puré de patatas y judías verdes. Untó el pan con abundante mantequilla, se inclinó sobre el plato y empezó a comer. Comía con apetito, aunque sus movimientos eran precisos y bien organizados. Se ponía pedazos de carne anchos y gruesos en la boca, seguidos de pan, y comía por separado el puré de patatas y las judías verdes.

George contemplaba su plato.

En la cocina, Agnes estaba sentada ante su pequeña mesa y miraba por la ventana.

Después de untar con mantequilla un tercer pedazo de pan, Clara volvió a llenarse el plato de ensalada, luego se sirvió una segunda ración de carne, patatas y salsa, mientras se felicitaba por el hecho de que Agnes fuera una excelente cocinera.

Evelyn iba comiendo despacio puré de patatas. Era fácil tragar el puré.

Clara examinó la mesa y decidió que quería más judías verdes. Y otra rodaja de carne. O dos. O quizás tres. Y ya que estaba en ello, bien podría comer igualmente un poco más de puré de patatas. Sólo un poquito más de ensalada, y probablemente había espacio para otro trozo de pan.

George hizo unos nuevos intentos de empezar a comer y finalmente dejó su cuchillo y tenedor.

Clara comió todo lo que tenía en su plato, se recostó en la silla y se secó los labios con la servilleta. Luego bajó las manos, se dio una palmadas en el estómago y dijo:

—Agnes, estoy lista.

Agnes entró presurosa en el comedor. George levantó la vista, sus ojos intercambiaron algo con los ojos de Agnes. Recordó de manera inconexa que muchas veces había intercambiado esa misma cosa con los ojos de Agnes, y preguntó qué era. Cerró los ojos y tembló interiormente y deseó ser niño otra vez.

El postre era budín de plátano. Clara cogió una cucharada de rico budín amarillo, y se llenó la boca con su deliciosa y suave exquisitez. Vació el plato de cristal rápidamente, lo apartó y dijo:

—Agnes, estoy lista.

Agnes acudió deprisa con el café.

Poco a poco, el buen sabor de la cocina de Agnes estaba imponiéndose en Evelyn. Ésta centró su atención en el plato.

Clara miró a Agnes y dijo:

—Tráeme los cigarrillos de la sala de estar. —Agitó el café, en el que había mucho azúcar y crema—. Y también tráeme el bote de bombones de menta.

Evelyn cogió otro pedazo de pan.

Y luego Clara encendió un cigarrillo, inhaló profundamente y dejó escapar el humo por la nariz. Se puso un bombón de menta sobre la lengua, lo hizo entrar en la boca y aspiró más humo, saboreando la mezcla del humo del tabaco y la fresca dulzura del chocolate y la menta. Después, recostándose otra vez, jugueteando con el cigarrillo, Clara miró a Evelyn, que ahora comía con normalidad.

Clara dijo:

—¿Y por qué dices que estoy torturando a tu padre?

Evelyn dejó caer el tenedor. Colocó el cuchillo en el borde de su plato. Miró a Clara.

—Por favor —dijo George—. Por favor, no empecemos otra vez.

—Sólo estamos continuando lo que habíamos dejado —dijo Clara—. Ahora, Evelyn, me gustaría que me explicaras eso que has dicho.

—Clara… —Fue un sonido ahogado, y George carraspeó—. Esto no es necesario, ¿verdad que no?

—Es sumamente necesario —dijo Clara—, Me parece que merezco una explicación.

—¿Por qué no podemos olvidarlo? —dijo George.

—Yo prefiero no olvidarlo —dijo Clara—. La chica ha empezado algo. Por el bien de su carácter, debería obligársela a terminarlo.

George miró a su hija.

—Bueno, querida, has… has dicho algo que no deberías haber dicho. Estoy seguro de que no querías decirlo, y si le dices a tu madre que lo lamentas…

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