Cuidado con esa mujer (3 page)

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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

Poco a poco el sueño se apoderó de él y le arrastró a sus profundidades, como una marea que domina a una concha.

2

En la habitación de Evelyn se encendió la luz. Evelyn apartó la mano del interruptor y parpadeó mientras se incorporaba en la cama. Se preguntó qué era lo que la había despertado. Era desconcertante, porque la habitación estaba en silencio, todo estaba en silencio. Pero entonces, cuando la consciencia fue total, Evelyn supo lo que había sido: otra vez aquel ruido en la casa de al lado.

Lo de costumbre. El ruido en la casa vecina había subido de tono lo suficiente para privarla del sueño. Después de haberlo conseguido, el ruido había cesado. Evelyn estaba muy molesta. Se frotó los ojos, salió de la cama y fue al cuarto de baño. Se bebió un vaso de agua, sintiendo la frialdad del líquido correr por su interior.

De nuevo en la cama, Evelyn se puso las manos detrás de la cabeza y dejó correr los dedos por su cabello castaño. Hizo una mueca al recordar a una malhumorada anciana que había provocado un considerable alboroto en el mostrador ese día. Evelyn deseaba que la trasladaran de la sección de artículos de cristal a otra donde no hubiera nada interesante para las ancianas malhumoradas. Cosméticos o chucherías, o faldas y blusas juveniles, algo que le permitiera tratar con muchachas de su misma edad. Estaba harta y cansada de los artículos de cristal. Estaba harta y cansada del almacén, y de trabajar, y de muchas cosas.

Pronto tendría veinte años, y, ¿dónde estaba? ¿Quién era? Una chica llamada Evelyn Ervin, una chica muy delgada, o quizá delicada era una palabra que la definía mejor. Pequeña y delicada, pero, ¿había algo negativo en eso? Había muchos hombres a quienes atraían las chicas pequeñas y delicadas. El instinto masculino de proteger a lo exquisitamente frágil. Y ella realmente era exquisita cuando quería serlo. Los ojos grises, para empezar, la forma de su nariz, la forma de sus labios, todo.

Cuando quería serlo. Eso desorientaba. Una chica siempre debería querer parecer exquisita. Y sin embargo no se podía ser exquisita cuando se estaba relajada. Para ser exquisita tenía que manipular sus rasgos en respuesta a alguna persona o ambiente o situación especial. Saber cómo había que fruncir el ceño, expresar cierto placer o disgusto, apretar los labios o medir el grado de una sonrisa. Entrecerrar los ojos, levantar la cabeza con aire de duda o con desdén o con alegría.

A una edad temprana Evelyn había aprendido que estas expresiones tenían más fuerza que las palabras. Durante un tiempo, se había burlado de sí misma por adoptar esta estrategia. Y después, había ocasiones en que se odiaba a sí misma por ello, decidiendo dejarlo de una vez por todas. Pero no en los últimos tres años.

En los últimos tres años esto se había filtrado a través del proceso mecánico y ahora era completamente natural. El gesto de levantar la cabeza era involuntario, como parpadear.

Se sentó en la cama, mirándose las uñas de la mano, pensando en un tipo llamado Leonard Halvery. Un día, la semana anterior, se encontraba poniendo en orden un grupo de ceniceros de cristal pesado y levantó la vista, y vio a un hombre joven que le estaba sonriendo. Ella le devolvió la sonrisa y le preguntó si podía servirle en algo. Inmediatamente él compró dos ceniceros. Luego rondó cerca del mostrador durante un rato. Era una hora del día tranquila, y Evelyn no tenía nada que hacer en particular, así que le habló.

El joven volvió al día siguiente y, a las cinco, Evelyn telefoneó a casa para decir a Agnes que no iría a cenar.

Bien parecido, este Leonard Halvery. Y seguro de sí mismo. No realmente fresco, pero sí discretamente vanidoso. Bueno, a veces eso era atractivo en un hombre. Él era un poco mayor que ella, tenía treinta y tres, dijo, pero a Evelyn no le importaba. Le halagaba que se interesara por ella. Su padre era socio de una de las más antiguas y más grandes compañías de abogados de Filadelfia. Leonard se había graduado en la Facultad de Derecho de Virginia y trabajaba en la empresa de su padre. Conducía un reluciente Oldsmobile descapotable de color púrpura oscuro, con la capota marrón claro y la tapicería de cuero púrpura oscuro también. Vestía
tweed
grueso y suave o cheviot azul oscuro, camisas clásicas estilo Oxford o atrevido paño fino a rayas. Sus corbatas eran a cuadros escoceses o con las rayas del regimiento, o de un solo color, de seda apretada. Sus zapatos eran de cuero escocés de suela gruesa o con pespuntes, tipo mocasín.

Llevaba un balón de fútbol de oro en la cadena del reloj. De Dartmouth, dijo, donde jugaba de centro y recibía golpes por su querida vieja Dartmouth, pero realmente lo había pasado bien y todavía estaba en forma. Sí, señor; pesaba noventa y siete kilos metidos en un metro setenta y cinco de carne y músculo, y él estaba orgulloso de ello, y, ¿por qué no? El problema con la mayoría de hombres hoy en día era simplemente esto: los hombres no se daban cuenta de que su posesión más preciada era su propio cuerpo.

Evelyn tenía que admitirlo. Y no era en absoluto difícil de resumir; había algo limpio, potente y compacto en su aspecto. Tenía el pelo rubio oscuro, rizado, y lo llevaba muy bien cortado. Sus ojos eran de color azul oscuro, sanos. Tenía los dientes regulares y blancos, y todo él olía como a cuero. Evelyn se preguntó durante un tiempo qué era, hasta el día en que pasó por una elegante tienda para hombres y vio el escaparate. Una silla de montar bellamente labrada, rodeada de botellas de colonia y loción para después del afeitado, jabón de afeitar y enormes pastillas de jabón de baño, loción para el cabello y polvos de talco. Un lazo formaba las palabras: Montana Saddle. Tenía que conocerlo, aunque fuera caro. Probó el jabón de baño. Un dólar por un óvalo de jabón, pero lo valía, porque era eso. El olor que emanaba de Leonard Halvery era, sin lugar a dudas, Montana Saddle.

La primera noche la llevó a un lugar donde cenar costaba cuatro dólares. Después estuvieron en un bar decorado elegantemente y él pidió whisky de doce años. Se tomó nueve whiskies, bebiéndoselos con muy poquita soda cada uno. Evelyn paró al tercero. Ahora lo recordó; había tenido un poco de miedo. Con nueve whiskies en el cuerpo, probablemente estaría borracho.

Pero resultó que no lo estaba. Caminó con estabilidad, habló con naturalidad, tranquilamente, y condujo el coche con seguridad y facilidad. Era admirable, pensó Evelyn.

Y cuando se despidió, él le cogió las manos, sus grandes dedos con suavidad en los nudillos, sus pulgares apretándole las palmas. Sonrió débilmente y dijo:

—Quiero verte otra vez. —Hizo una pausa, se acercó a ella, y añadió—: Mañana por la noche —y sin esperar respuesta, dio media vuelta y bajó la escalera.

A la noche siguiente la fue a recoger a la tienda y otra vez la llevó a cenar. Otra vez fue un restaurante caro, más caro aún que el primero. Luego fueron al cine y, cuando salieron la llevó a un bar elegante, tranquilo, decorado al estilo colonial. Evelyn se tomó dos
sidecars y
él once whiskies. Salieron del bar hacia las doce y media. Desde el centro de la ciudad, él la llevó a casa por el River Drive. El descapotable color púrpura circulaba a ochenta kilómetros por hora, silencioso al lado del Schuylkill. Leonard tenía muy poco que decir, y Evelyn se preguntó si habría dicho o hecho algo que le había desagradado. Empezó a preocuparse por ello, y luego de repente se enfadó consigo misma por preocuparse por eso, y levantó un poco la cabeza y la mantuvo ahí.

Cuando Leonard se despidió de ella, no le puso las manos encima. No dijo nada de verla otra vez. Se limitó a desearle buenas noches y se fue.

Al día siguiente apareció de nuevo en la tienda. Llegó a mediodía y la llevó a almorzar. Salió con ella el sábado por la noche. El domingo la llevó a dar un paseo por el campo. El lunes llevó a su casa una caja de bombones de dos kilos y medio.

Esta noche era martes.

Evelyn estaba citada con él mañana por la noche. Pensar en mañana por la noche era pensar en riqueza color púrpura y en Montana Saddle, con el fondo de un nuevo vestido que había visto en un escaparate de Chestnut Street. Ella quería ese vestido y quería un sombrero nuevo, pero sólo cobraba dieciséis dólares a la semana y el vestido era muy caro. Su padre le compraría el vestido si se lo pedía, pero no se lo pediría, porque Clara lo descubriría y habría el mismo problema que la última vez. Sin ruido, toda rigidez y formalidad; era esa clase de problemas. La fórmula especial de Clara para crear problemas. El modo que tenía Clara de descubrirlo. El modo que tenía Clara de tantear, de rascar, de escarbar, con la tranquila severidad de quien está decidido a sacar el último trozo de carne de una cáscara de nuez.

Evelyn se retorció sobre su costado y apagó la luz. Sintió un confort limpio entre las blanquísimas sábanas, con el calor justo que proporcionaba la manta azul con ribete de satén. Evelyn permaneció tumbada de espaldas, respirando tranquilamente el dulce aire de primavera que entraba por las dos ventanas que había frente a la cama. Contempló la resplandeciente oscuridad; la noche era como la faceta muy pulida de alguna gigantesca gema color azul oscuro. Negro oscuro fuerte. El cheviot azul oscuro que quedaba tan bien sobre los hombros de Leonard Halvery. Sus anchos hombros. Sus gruesos brazos, sus gruesas muñecas, tan gruesas. Y sus manos, qué limpias eran sus manos, sus uñas pulcramente arregladas.

La suave riqueza de la voz de Leonard, la suave y suntuosa tapicería de cuero púrpura oscuro del descapotable púrpura, la riqueza de los grabados en los gruesos mangos de los cuchillos y tenedores de los restaurantes grandes y caros. Y el rico e indiferente zumbido del gran descapotable al deslizarse por la noche primaveral junto a la orilla del Schuylkill.

Y la suavidad, la maravillosa suavidad de la música que sonaba en la radio del coche, la delicadeza con que las manos de Leonard manipulaban el volante de plástico color espliego, el suave tintineo de los gruesos vasos altos, reluciendo sobre un fondo de suaves paredes de madera de arce. El majestuoso salón de coctelería situado en ángulo recto con Rittenhouse Square en el majestuoso centro de la ciudad de Filadelfia. Qué delicia.

Qué delicia vivir en un mundo de color. Estas espléndidas combinaciones como verde y oro, la piedra verde tan grande y firme en el centro del grueso anillo de oro de la clase de Dartmouth. O negro y oro, el cuerpo negro mate de la correa del reloj sobre el vello rubio de la gruesa muñeca de Leonard.

Evelyn cerró los ojos y vio los colores. Sonrió.

Oyó un ruido y sintió un escalofrío. Un ruido en las ventanas. Se estremeció otra vez. El ruido lo producían unas piedrecitas que golpeaban las ventanas, algunas de la cuales atravesaban el espacio abierto y caían al suelo. Evelyn tenía los ojos cerrados con fuerza.

Las piedras siguieron golpeando las ventanas.

Evelyn sacudió la cabeza, como si quisiera negar algo. Empezó a hacer girar la cabeza de un lado a otro sobre la almohada, y las piedras seguían golpeando las ventanas.

Evelyn se llevó una mano a la garganta, se estremeció otra vez y se incorporó. Luego todo sucedió velozmente, sin pensarlo. El armario y la bata. Y las zapatillas en los pies. La habitación, el oscuro pasillo, la escalera. El silencio de la casa en el piso de abajo, y la puerta trasera. Y Evelyn se quedó en lo alto de la escalinata, mirando hacia la ancha calle.

La luz indefinida de la luna bañaba la calle, franjas de azul luminoso que colgaban oblicuas de la densa quietud negra. Estas franjas parecían ensancharse al abrirse paso la luna a través de las nubes más altas, y su resplandor era completamente líquido, desparramando de modo gradual una corriente acuosa de reluciente azul por toda la calle. Recortada sobre ésta se veía la figura de un hombre joven.

El joven esperaba, a pocos metros del pie de la escalinata. Respiraba fuerte, con la boca abierta, los brazos sueltos a los costados mientras observaba a la muchacha acercarse a él.

Al principio bajó la escalera despacio. Luego corrió, saltó desde el cuarto escalón, fue a parar al cemento blanco y se precipitó hacia él mientras él se precipitaba hacia ella. La muchacha se abalanzó sobre su pecho, le rodeó con sus brazos, le atrajo hacia sí mientras él la atraía hacia sí. Se quedaron así quietos, latiendo con fuerza sus corazones, y luego ella levantó la cabeza y le miró.

A la luz de la luna se veía esto: un muchacho de unos veintisiete años, un muchacho delgado pero fuerte de peso medio. Pelo negro, muy negro y brillante. Era un pelo lacio y lo llevaba tal cual, pero con descuido.

Ella acercó las manos al rostro del joven. Susurró:

—¡Barry! ¡Oh, Barry!

En los brazos de él había ferocidad, y también en sus ojos y en sus labios. Los ojos de Evelyn ahora estaban cerrados, y era como si estuviera corriendo a través de las llamas. Era una llamarada fulgurante, como un torbellino. Sin embargo en el centro era fría, manando de un modo maravilloso, inmensamente maravilloso.

Él susurró:

—Sabía que responderías a mi señal.

—Barry, no quería hacerlo.

—Lo sé. Pero sabía que de todos modos vendrías.

—¿Cómo lo sabías?

—No sé explicarlo. Pero lo sabía. Todos estos años sabía que alguna noche volvería a arrojarte las piedras. Y sabía que vendrías a mí cuando las oyeras.

—Barry, me alegro tanto de haberlo hecho. Ha pasado tanto tiempo, tanto tiempo…

Evelyn se estremeció, pensando en los tres años que la habían separado de Barry. Pero estaban juntos otra vez, y aunque la esencia de lo que ahora tenía lugar era como un sueño, con la noche que les envolvía como un vapor negro —el escenario para un idilio— la realidad de ello superaba el sueño; ella sabía que él estaba allí, y se aferró a ello.

Aquel primer encuentro, tan claro ahora, aun cuando estaba bajo un cristal de extremo grosor y estaba gastado… Ella era una niña pequeña, que salía a tientas de la infancia y hacía muecas al muchachito de diez años. Y el muchachito se quedaba donde estaba y la miraba con el ceño fruncido.

Y después era una niña de cinco años, y le tiraba algo al muchacho. Era una jarra de vidrio. Se la arrojó y se escapó corriendo, pero él no la persiguió. Siempre era así. Él nunca la perseguía. Apenas si la miraba alguna vez. Y su infancia transcurrió de esta manera, una oscura beligerancia, una progresión de escenas en las que ella le hacía muecas y le arrojaba cosas, e incluso cuando recibió un corte en la cara, él no le hizo ningún caso.

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