Leonard chilló y las manos se le soltaron del volante. Se arrojó las manos a la cara y volvió a chillar.
Clara guió el coche hacia George.
Clara vio la cara de George entre los faros y que se tapaba los ojos con los brazos. Clara apretó el acelerador y sonrió. Leonard seguía chillando.
El parachoques golpeó a George bajo las rodillas. Cuando cayó al suelo, el parachoques le golpeó otra vez. Fue arrojado debajo del coche y arrastrado.
Clara guiaba el coche, con el pie en el acelerador. Sabía que el cuerpo estaba debajo del coche, y apretó el acelerador a fondo e hizo girar el volante a la derecha, a la izquierda, a la derecha otra vez, intentando llevar el cuerpo bajo las ruedas.
El cuerpo fue arrastrado casi cien metros, y luego fue lanzado a la rueda trasera izquierda y ésta le pasó por encima de las piernas. Y el cuerpo se quedó en el centro de la calzada. Empezó a brotar sangre formando un charco que brillaba en la oscura calle.
El descapotable púrpura se alejó a toda velocidad, torciendo en una esquina y ganando velocidad y girando otra vez y acelerando y girando y girando otra vez.
Y después, el descapotable púrpura torció por una calle estrecha y empezó a ir despacio.
—¿Qué ha ocurrido? —dijo Leonard.
—¿No sabes lo que ha ocurrido?
—Hemos atropellado a alguien, ¿verdad?
—Sí, Leonard, has atropellado a alguien.
—Pero no puedo hacer esto. No puedo huir y dejarle allí.
—Lo estás haciendo.
—Regresaré —dijo Leonard—. Regresaré y le recogeré.
—No le servirá de nada que le recojas. Le has matado.
Leonard respiraba muy rápido. Dijo:
—Volveré y le recogeré y le llevaré a un hospital. Le recogeré y le llevaré. Le recogeré.
El coche se detuvo en el centro de la calle, dio una sacudida, se detuvo, dio otra sacudida y se paró. Leonard apoyó la cabeza sobre el volante.
—Este no es lugar para aparcar el coche —dijo Clara.
—¿Qué has hecho? —dijo Leonard—, Oh, ¿qué he hecho?
—Has atropellado a un hombre —dijo Clara—, Le has matado. Será mejor que acerques el coche al bordillo.
—Oh —dijo Leonard—, ¿qué he hecho? No podía hacerlo. No podía…
Puso el motor en marcha. Aparcó el coche junto al bordillo.
Clara dijo:
—Bueno, no puedes hacer nada ahora.
Leonard miró a Clara y dijo:
—¿Por qué has hecho girar el volante?
—Ibas directo hacia él.
—Estaba intentando apartarme de él —gritó Leonard—. Tú has tirado del volante y me has llevado directo hacia él.
—Será mejor que te domines —dijo Clara—. Tú conduces este coche. Tú has atropellado a un hombre y le has matado.
—No digas eso —dijo Leonard—, No me digas que yo lo he hecho. Yo no lo he hecho. No lo he hecho, no…
—Lo has hecho y has huido. Si te excitas y pierdes el control de ti mismo, es posible que te encuentres metido en dificultades. Tuerce por aquí y llévame cerca de Broad Street para que pueda encontrar un taxi…
—¿Qué debo hacer? —gritó Leonard.
—Baja la voz. Deja de comportarte de ese modo.
—¿Qué debo hacer? Oh, ¿por qué ha tenido que pasar esto? No estaba borracho. Tú sabes que no estaba borracho. Sólo he tomado dos copas antes de salir de casa. ¿Estaba borracho? No lo estaba. Sé cuándo estoy borracho, y no lo estaba. No pueden decir que estaba borracho. Mira, voy a ir a la comisaría de policía y les diré que este hombre ha salido corriendo en mitad de la calle…
—No lo harás —dijo Clara.
—¿Por qué no?
—No te creerán. No es cierto, el hombre no ha salido corriendo al centro de la calle, el hombre estaba cruzando la calle y había un ceda el paso y tú no deberías haber conducido tan deprisa. Cuando empiecen a hacer preguntas, te lo harán admitir y resultará peor para ti. Ahora escúchame…
—¿Qué voy a hacer?
—Vas a escucharme —dijo Clara—. Me dejarás cerca de Broad Street para que pueda coger un taxi. El taxi me dejará a una manzana o dos de casa e iré a pie el resto del camino. Tú utilizarás calles secundarias y lejos de Broad Street cuando regreses a tu casa. Meterás el coche en el garaje.
—Eso haré —dijo Leonard—. Meter el coche en el garaje y entrar en casa…
—Cállate y escúchame. Cuando tengas el coche en el garaje, te quitarás el abrigo y empezarás a trabajar en el coche. Revisa cada centímetro. Asegúrate de que no hay ni una gota de sangre…
Leonard empezó a sollozar.
—Cállate —dijo Clara.
Leonard sollozaba en voz alta.
—He dicho que te calles —grito Clara—. Calla inmediatamente.
Leonard jadeó, y se giró hacia Clara y preguntó:
—¿Por qué has tirado del volante?
—Otro comentario como ése y tendrás mucho que lamentar. Si la policía te pilla ahora, estarás en un buen lío. El aliento te huele a alcohol y aquella esquina estaba muy iluminada. No tienes excusa. Ninguna excusa.
—Has tirado del volante —dijo Leonard.
—¿De verdad?
—Has tirado del volante.
Clara puso la mano en el tirador de la puerta.
—Muy bien —dijo—, si insistes en ponerte histérico…
—No —gritó Leonard, cuando Clara empezaba a abrir la portezuela—. No puedes irte así. Estás metida en el lío.
—¿Ah, sí?
—Sí —dijo Leonard—. Estabas en el coche conmigo y has tirado del volante.
—¿Eso he hecho? ¿De verdad?
Leonard miró fijamente a Clara. Y Clara sonreía.
Leonard giró la cabeza y apretó la cara contra la tapicería de cuero púrpura oscuro y se echó a llorar de nuevo.
—¿Quieres que te ayude? —preguntó Clara.
—Sí —dijo Leonard entre sollozos—. Por favor. Por favor, ayúdame. Dime lo que tengo que hacer.
—Escúchame, Leonard. Si me escuchas, si haces exactamente lo que te diga, no tendrás ningún problema.
—¿No me cogerán?
—Si tienes cuidado y si sigues todas mis instrucciones, no te cogerán. Ahora escucha. Haz que mañana te duela algo y quédate en casa durante unos días. No saques el coche para nada y no lo dejes prestado a nadie. Y cuando lo saques, revísalo otra vez. Ponte debajo y asegúrate de que no hay restos de ropa.
Leonard dejó escapar un sonido largo y tembloroso.
—Esto es todo lo que hay que hacer —dijo Clara—. Me pondré en contacto contigo por teléfono dentro de tres días. Te llamaré el sábado a las siete de la tarde.
—Guardaré el coche en el garaje —dijo Leonard—. Tendré mucho cuidado, como has dicho. Y te escucharé, Clara. Haré todo lo que me digas. Nunca me he encontrado en ningún problema semejante. Nunca había matado a nadie. Oh, Clara, Clara…
—Deja de llorar —dijo Clara.
—Pero Clara, he matado a ese hombre. Le he matado…
—Sí, y es una pena. Pero ya ha ocurrido y no puedes hacer nada excepto evitar tener más problemas.
—¿Qué vas a hacer tu?
—¿Qué esperas que haga? —dijo Clara.
—Quiero decir, ¿no lamentas esto? ¿No estás trastornada? No pareces trastornada. Actúas como si fuera algo que no te afecta en absoluto.
—Leonard, mírame. Soy una mujer, y me siento peor que tú aún. Pero me doy cuenta de que al menos uno de nosotros debe conservar algo parecido a la calma. Si los dos nos desmoronamos, será un desastre.
—Tienes razón —farfulló Leonard—, Cuánta razón tienes.
Entre sollozos, entre largos y jadeantes suspiros de pesar, miraba a Clara con una mezcla de temor y adoración en los ojos.
—Dame tu número de teléfono —dijo Clara—. Te llamaré dentro de tres días. No dejes que esto te supere. No es tan malo como piensas. Si me escuchas, no te pasará nada. Haz lo que yo te digo y contrólate. Ahora deja de llorar y dame tu número de teléfono. He dicho que dejes de llorar…
—Sí, Clara. Haré lo que tú digas.
Clara se quedó en la esquina y contempló el descapotable púrpura cuando se alejó velozmente por la calle. Era como una enorme cucaracha púrpura, escabullándose por una calle secundaria. Y Clara sonrió.
El cansancio se introdujo en los miembros de Barry. Estaba pensando en todas las cosas que tenía que hacer antes de ir a la cama. No muchas, en realidad, pero parecían una multitud de tareas que llevarían mucho tiempo. Meter el coche en el garaje, caminar todo el callejón, cruzar la puerta de la calle. Entrar en casa y subir la escalera y todo lo demás, los preliminares del sueño.
Le iría bien dormir. Pensaba en lo puro y ligero y suave que era el aire esta noche y qué agradable sería notarlo en la cara y los pulmones en la oscuridad primaveral mientras se iba quedando dormido. Pensaba en la preciosa sustancia del sueño mientras su coche se deslizaba por la calle, y de repente sacó el pie del acelerador y apretó con fuerza el pedal del freno.
De un salto bajó del coche.
Echó a correr hacia la forma que brillaba negra y blanca y roja a pocos metros del bordillo. Al pisar la roja humedad se estremeció y trató de hacerse creer a sí mismo que no era realmente esto.
Luego aquello se movió un poco.
Barry se estremeció otra vez. Quería alejarse de allí. Oyó un sonido que aquello hacía. El sonido era un gorgoteo, y después se oyó un gemido, y después hubo otro gorgoteo y la cosa se movió otra vez mientras seguía gorgoteando. Se oyó un sonido crujiente y chirriante. Barry se inclinó y le vio la cara.
Barry se inclinó un poco más y reconoció a George Ervin.
Por un momento se preguntó cómo iba a levantar a Ervin y meterle en el coche. Luego se dijo que sería mejor llamar a una ambulancia. Luego, otra vez, quizás sería más conveniente que metiera a Ervin en el coche y lo llevara rápidamente a un hospital.
Ervin gemía.
Al colocarse en el otro lado para adoptar la mejor posición posible para levantar a Ervin, Barry vio la sangre. Se miró las manos y meneó la cabeza lentamente. Cerró los ojos, los apretó con fuerza esperando que otro coche se acercara por la calle y poder tener así a alguien que le ayudara en esto. Pero eran más de las tres de la madrugada, y la calle estaba vacía, silenciosa, indiferente. Barry se inclinó y puso las manos en el cuerpo y empezó a levantarlo, y luego jadeó y apartó las manos y se estremeció.
Miró la cara de George Ervin y los ojos de Ervin sobresalían y la boca estaba torcida. Ervin estaba intentando decir algo.
A Barry le pareció que los ojos de Ervin le suplicaban que se acercara más. Se inclinó sobre el rostro de Ervin. De los labios de Ervin surgió otro gemido.
Luego, ahogándose, Ervin emitió unos sonidos que podían haber sido palabras y terminaron con algo que sonaba como «…lo ha hecho…lo ha hecho.»
Hubo otro gorgoteo. Se hizo más fuerte. Fue subiendo hasta convertirse en un estertor que cesó bruscamente cuando la cabeza de Ervin cayó a un lado, y el cuerpo de Ervin se quedó rígido.
Barry miró la cara del cadáver.
Los ojos todavía estaban desorbitados, estaban muy abiertos y miraban hacia arriba, y el blanco brillaba como si fuera esmalte blanco muy pulido. Y la boca estaba abierta, las comisuras de los labios partidos inclinados hacia arriba, de tal modo que parecía como si la cara estuviera riendo.
Dos semanas después del funeral las disposiciones legales estuvieron completas. Clara lo recibió todo. Se encontraba en la sala de estar con Evelyn y estaba contando lo que había ocurrido por la tarde en las oficinas de la compañía de seguros y en el banco y en el despacho del abogado.
—Pero quiero que recuerdes esto —dijo—. Aunque está a mi nombre, es tuyo igual que mío. Voy a ocuparme de que tengas todo lo que quieras. Siempre.
—Has sido buena conmigo.
—Siempre seré buena contigo. Siempre cuidaré de ti como si fueras hija mía. Y ahora quiero que sigas mi consejo. Quiero que pienses en este asunto claramente. Y con sensatez. Olvida tu pena. Empieza a salir otra vez.
—Oh, todavía no.
—¿Por qué no? ¿Sirve de algo andar por la casa y abatirse?
—Madre, ¿cómo puedo salir? ¿Cómo puedo bailar? ¿O reír?
—No te será difícil. Eres joven, Evelyn. Quiero que aproveches al máximo estos años. Estos años deben ser plenos. Deben resplandecer.
—Pero no me parece bien…
—Escúchame. Si pensara que no estaba bien, ¿te diría todo esto? ¿No tienes ninguna fe en lo que yo pienso que está bien?
—Claro que sí.
—Entonces no debes dudar de mí cuando señalo lo que es mejor para ti.
—Lo siento, madre.
—No quiero que lo sientas. No quiero que estés triste. Quiero que me sonrías. Vamos, Evelyn, sonríeme. ¿Sabes una cosa, querida?, eres una chica bonita. Muy bonita. Y cuando empieces a salir otra vez, serás inmensamente popular.
—No estoy segura de quererlo.
—Todas las chicas quieren ser populares. No hay excepciones.
—Madre, ¿te das cuenta de que Leonard no me ha llamado en todo este tiempo?
—¿Leonard? Ah, sí, Leonard Halvery.
—Sé que no es el momento de hablar de estas cosas, pero aun así me preocupa.
—¿Te sientes mal por eso?
—Mucho.
—Bueno, Evelyn, no sé. No conozco muy bien a ese Leonard Halvery. Por lo que he visto de él, parece ser un joven bastante estable y reservado. No retraído, en realidad, pero más o menos rígido. Quizás necesita que le desafíen un poco más.
—No sé a qué te refieres.
—Bueno, el ángulo de la popularidad. Me refiero a la popularidad. Quiero decir que cuando empieces a atraer a otros jóvenes, no cabe duda de que Leonard se dará cuenta de que no te tiene segura. El interés de los otros aumentará tu valor para él. ¿Me sigues?
—Oh, sí. Ahora lo entiendo.
—Bien. Y debes hacer planes según esto. Lo que quiero que hagas, Evelyn, es que cojas la costumbre de mirar estos asuntos más o menos objetivamente. Hacer una representación mental, para que sepas con exactitud adónde vas y cómo llegarás. Ahora te pondré en marcha. La meta parece ser Leonard. Y el problema inmediato es hacer que Leonard se acerque más a ti. El método, como es lógico, se basa en aumentar tu atractivo hacia los hombres.
—¿No es un poco artificial, eso?
—En absoluto. Mientras tú reconozcas la meta, no hay nada artificial en la estrategia inteligente. Y es perfectamente natural y sano para una mujer considerar con persistencia su aspecto físico. En tu caso, bueno… estás muy delgada. Demasiado delgada. Pero con la ropa adecuada, te será fácil aportar esbeltez a tu figura. Y también está tu cara. Es bonita, sí, pero es de un tipo simple.