Cuidado con esa mujer (20 page)

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Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

—¿Ordinaria?

—No, sólo simple. Un experto en belleza con talento puede hacer cambios sorprendentes. Vendrás conmigo a la ciudad mañana y daremos los primeros pasos. Por supuesto perderás un día de clase, pero valdrá la pena.

Y Clara pensó para sí que también valdría la pena efectuar ese gasto. Mucho dinero para todo esto, pero el resultado sería una radiante Evelyn. Los jóvenes acudirían a ella como moscas, y poco a poco, quizás incluso rápidamente, Leonard Halvery sería olvidado. Por supuesto, existía una partícula de posibilidad de que Leonard resultara atraído, ya que era el tipo que remueve el ego activamente ante la vista de cualquier chica bonita. Pero ahora él no haría nada porque estaba atrapado en una tela de araña y sabía lo que le convenía.

Y Clara recordó sus selecciones anteriores del vestuario de Evelyn. Los vestidos feos y sencillos, los colores apagados y los modelos sin ninguna gracia. Interesante para Leonard; quizás le producía una admiración callada. Pero sin duda no le magnetizaba.

Sin embargo, el nuevo vestuario derramaría encanto sobre Evelyn. No cabía duda de que con los tratamientos de belleza adecuados, los peinados y cosméticos correctos, la moda y las joyas, la chica podría convertirse en una criatura verdaderamente devastadora. Y funcionando bajo las órdenes de Clara, seleccionaría entre sus muchos admiradores, y al final concedería su mano. Y entonces, casada, sin duda no sería ningún obstáculo. En verdad estaría en la posición auxiliar correcta, esperando el mando. Evelyn, sin lugar a dudas, resultaría ser una encantadora pequeña herramienta, deliciosamente flexible.

Clara felicitó a Clara. Recordó que pensamientos idénticos a éstos habían cruzado por su mente en otro momento, cuando seleccionaba los vestidos feos y sencillos para Evelyn. En aquellos días, sin embargo, no había esperado que sus planes respecto a Leonard resultaran tan convenientes. Pero ahora que miraba atrás, podía recordar que en algunos casos, durante la elaboración de sus planes, había pensado que algo de naturaleza drástica sería necesario al final. En aquella época, la naturaleza exacta de esa necesidad drástica era un interrogante. Y, sin embargo, todo eso era algo insignificante ahora, porque esa cosa ya había sido cumplida.

Clara alcanzó una gran caja de fruta confitada y se llevó un pedazo de piña azucarada a los labios. Masticando despacio, dijo:

—Dentro de una semana serás una persona nueva. Sí, chiquilla, estarás radiante.

Masticó la piña a fondo, tragó la pulpa jugosa y dulce, y cogió de la caja una gran ciruela glaseada.

Evelyn miró al suelo. Se puso las manos sobre el regazo. Se miró las manos. Llevaba las uñas pulcramente pintadas y el color era un clásico coral pálido. Evelyn empezó a preguntarse qué aspecto tendrían sus uñas con el nuevo tono que estaba de moda conocido como naranja negro.

En la cocina, Agnes estaba inclinada sobre el fregadero y poco a poco giró la cabeza para poder echar un vistazo a lo que estaba sucediendo en la sala de estar. Ya había oído suficiente, de modo que ahora sus labios estaban fuertemente apretados y las arrugas de la garganta estiradas; era lo único que podía hacer para evitar que se le escapara un grito. Se rogó a sí misma que esperara.

Durante muchos días se había rogado que esperara. Se había estado diciendo que tarde o temprano se presentaría una oportunidad, y en esa ocasión haría lo que había estado deseando hacer durante tanto tiempo.

Agnes volvió a su trabajo en el fregadero. Luego limpió el resto de la cocina, y después bajó al sótano. Había más trabajo en los lavaderos y arreglando cosas en el armario de cedro y algo de plancha y de costura.

A punto para dormir, Agnes entró en su habitación; el espacio que había sido carbonera antes de que se instalara la estufa de petróleo. Se desvistió y volvió al lavadero y se enjabonó la cara y el cuello y los brazos. Se lavó los dientes, cogió agua fresca con la palma de la mano y se la llevó a la boca para bebería hasta que la frescura se derramó en su interior, lavándole el polvo y el cansancio del trabajo de la casa que parecía coagularse dentro de ella durante todo el día, casi asfixiándola cuando la jornada terminaba. Al regresar a su cuarto, miró su cama con cariño, luego se arrojó sobre ella, cerró los ojos y respiró profundamente, solazándose en la relajación completa.

Durante casi una hora Agnes permaneció en esta posición, sin apenas moverse.

La bombilla que colgaba de un cable relucía blanca sobre su cabeza.

Agnes no dormía. Nunca se permitía quedarse dormida en seguida. Tan precioso era el descanso nocturno para ella, que lo tomaba como un licor delicioso, inhalando su sabor antes de beberlo, y bebiéndolo luego lentamente.

Después puso el despertador a las seis, apagó la luz, suspiró agradecida mientras su cuerpo se ponía en contacto con el colchón, y hundió la cabeza en la almohada. Sus labios se movieron despacio al decir ella sus oraciones de la noche.

Y luego se entregó al sueño.

La oscuridad se extendía enfrente de Agnes, y ella caminó a su través y la oscuridad se convirtió en un sendero estrecho. Al frente había más oscuridad, fresca y acariciadora, silenciosa y dulcemente densa y amable. Quieta y vacía y compuesta de nada, poseyendo no obstante un movimiento flotante y una melodía, y un peso de pluma y una forma definida. Redonda, y aun así alargada y que se extendía hasta lejos, desplegándose muy por delante, prolongándose, extendida oscura y lejos y al frente, muy lejos al frente. Se prolongaba y se extendía, ganando oscuridad sobre su propia oscuridad y expandiéndose. Silenciosa dentro de su propia melodía e ingrávida dentro de su propio peso. Esférica dentro de su redondez pero alargándose para ganar más oscuridad dentro de su propia oscuridad, y siempre prolongándose y extendiéndose, saliendo al lugar y el tiempo de la infinitud. La oscuridad era vacía y sin fin, y era la oscuridad de la espera.

Sólo había la oscuridad, plana y quieta, sin sonido, sin presión. Luego fue cobrando movimiento, y fue separándose de sí misma, apartándose de sí misma. En ella había sonido. Un sonido crujiente. Un murmullo tras el crujido. Unos golpecitos tras el murmullo. En la oscuridad que se desplegaba de su propia oscuridad había movimiento.

Y Agnes estaba despierta.

Se estremeció. Se incorporó en la cama y se dejó despertar por completo, abrir los ojos. Luego, rápidamente, alargó el brazo y tiró de la cuerda y la luz relumbró blanca en la bombilla. Pero la luz no iluminaba todo el sótano; había oscuridad en la parte de atrás y Agnes tenía miedo. Tiró de la cuerda, tiró otra vez y la luz se apagó. Cerró los ojos y se recostó en la almohada, se dijo que era mejor conciliar de nuevo el sueño.

El miedo se fue apoderando de ella. Algo superior al miedo la hacía permanecer despierta, y al final la obligó a abrir los ojos. Otra vez alargó el brazo hacia la cuerda, tratando de encender la luz. Antes de poder conseguirlo, estaba fuera de la cama, avanzando en el oscuro sótano.

Agnes quería estar fuera de este sótano y fuera de esta casa. Llegó a la parte trasera del sótano. Cuando abrió la puerta y salió al callejón, un brillante destello le dio en los ojos. Eran los faros de un automóvil que circulaba por el oscuro callejón.

El automóvil retrocedió, luego giró, aún en marcha atrás, y finalmente se puso de frente a la puerta del garaje de la casa de los Kinnett. El motor latió, subió el tono, luego descendió hasta casi un zumbido. La portezuela del coche se abrió lentamente y Barry salió de él. Barry se quedó quieto. Estaba mirando la figura alta y delgada, una vaga blancura, que había en el oscuro callejón.

Agnes no se movió.

Barry se acercó a ella, esperando que le dijera algo.

Ella no dijo nada. No se movió.

Barry dijo:

—¿Qué está haciendo aquí fuera?

—Te conozco —dijo Agnes—. Te llamas Barry.

—¿Qué está haciendo aquí fuera a estas horas de la noche?

—Te conozco desde que eras un niño —dijo Agnes—. Solía mirarte a ti y al resto de los niños, cuando jugabais aquí, en este mismo callejón. Una vez te dije que te alejaras de las cuerdas de tender la ropa o te echaría agua encima.

—¿Qué ocurre? —preguntó Barry—, ¿Qué le preocupa?

—Nada —contestó Agnes—. Estoy bien. ¿Crees que es demasiado tarde?

—¿Demasiado tarde para qué?

—Para hacer algo —dijo Agnes—. Tenemos que hacer algo. No podemos olvidarnos de aquello. No, no podemos. Tenemos que hacer algo. Y no es demasiado tarde. Pero si esperamos, si tenemos miedo, entonces sí será demasiado tarde.

—¿Qué es lo que va a hacer, que me incluye a mí?

—Por supuesto. Tú fuiste quien encontró el cuerpo.

—¿Significa eso algo?

—Leí lo que decían los periódicos.

—Oiga —dijo Barry—, ¿Por qué no vuelve a la cama?

—Yo la seguí.

—¿Siguió a quién?

—A Clara.

—¿Cuándo?

—Aquella noche.

—Está bien —dijo Barry—. Escucharé.

—La vi salir de casa. Iba a reunirse con un amigo de Evelyn. Lo que yo quería hacer era tener algo en contra de ella, porque…

—Espere —dijo Barry—, quiero entender esto. ¿Qué hombre?

—Un amigo de Evelyn.

—¿Y la esposa de Ervin iba tras este hombre?

—Eso es lo que a mí me pareció. Yo quería asegurarme. Salí fuera y corrí por el callejón y la seguí hasta la calle, y allí había un coche. Estaba aparcado y le esperaba. Ella subió.

—¿Qué más?

—Me quede allí y vi que el coche se marchaba. Luego regresé a casa.

—Y usted está segura de que fue la misma noche.

—¿Crees que olvidaré jamás aquella noche?

Barry se cruzó de brazos. Bajó la cabeza. Dijo:

—Así que, ¿qué piensa usted?

—Ella lo hizo. ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras fijamente? ¿Qué sabes?

—¿Adónde quiere llegar? ¿Qué se supone que yo sé?

—Tú encontraste el cuerpo. Y aún estaba vivo cuando le encontraste. ¿Qué le dijiste a la policía?

—Les dije que iba conduciendo y vi el cuerpo. Estaba preparándome para meterle en el coche y llevarle a un hospital, pero antes de que pudiera hacer nada ya estaba muerto. Y hubo una cosa que no les dije porque no estaba seguro de ello.

Agnes puso sus largos dedos sobre los hombros de Barry y dijo:

—Dímelo.

—Está bien —dijo Barry—. Él dijo algo.

—¿Qué dijo? Dímelo… exactamente.

—Dijo esto: «…lo ha hecho…lo ha hecho».

Agnes se llevó las manos enlazadas a la boca abierta, tratando de detener el grito que le subía por la garganta. El grito atravesó los blancos nudillos que apretaba con fuerza contra los dientes, y el grito fue bajo y como un gemido y fue subiendo hasta convertirse en un grito mientras Agnes se tambaleaba hacia atrás.

Parecía a punto de caer. Barry la cogió acercándose a ella de un salto. Le costó mantenerla en pie.

—Está bien —dijo él—. Quizás ahora podamos acertar. Quizás él la vio en el coche justo antes de ser atropellado. Analicemos el coche. ¿De qué color era?

—No lo podía ver. Era oscuro.

Barry la soltó. Dijo:

—Eso acaba el asunto. No puedo comparecer ante un tribunal y jurar lo que él dijo exactamente. No podemos convertir esto en un caso. Será mejor que olvidemos todo el asunto.

—El coche era púrpura —dijo Agnes—. Tenía que serlo.

—Me acaba de decir que no pudo ver de qué color era.

—Lo sé. No pude verlo. Pero sé que era púrpura.

Agnes no dijo nada más. Se apartó de él reculando, giró lentamente y se dirigió hacia la casa.

Incapaz de dormir, Evelyn agradecía no obstante descansar el cuerpo y los ojos mientras su mente jugueteaba con las ideas que Clara había instalado en ella. Estaba bien que algo agradable y alegre ocupara el lugar de la pena. El período de luto estaba a punto de terminar, y ahora el camino de su existencia había cambiado de rumbo, y se estaba embarcando en un nuevo y excitante viaje. Desde luego, no había nada temerario en la idea. Clara lo había ejemplarizado bien y con esmero. Se basaba en principios sensatos y suficientemente estables. Clara era maravillosa. Clara tenía encanto y dignidad y un gran conocimiento. Clara poseía amabilidad y una profunda comprensión, y era compasiva sin la adulación y efusión de costumbre. En todo lo que Clara hacía, en todo lo que Clara decía, había método y decisión, y por encima de todo lo demás había lógica. Y ser guiada por Clara, ser gobernada en realidad por alguien como Clara, era sin duda un privilegio.

Evelyn podía ver el tiempo que se extendía ante ella, tentador como el esplendor de una mesa puesta para un banquete. Podía oír la música y podía ver la seda. Podía captar el aroma del perfume. El destello de un zapato de cuero negro deslizándose por un piso encerado bajo los arbustos invertidos de los candelabros. Y las orquídeas verde pálido. Los pequeños sombreros hongos que algunas chicas llevaban cuando cabalgaban. Las brillantes chaquetas rojas de los hombres montados sobre sus caballos, a punto para la cacería. Y las columnas blancas de la finca de alguien en Carolina del Norte, quizás algún día su finca. Las pistas de tenis y las piscinas. Los salones de baile y los de cóctel. La carrera sobre ancho y blanco cemento hasta la magnífica ciudad a ciento cuarenta kilómetros de distancia. Las camelias bajo celofán. El teléfono sonando y el zumbido de una voz masculina intentando, galante, paliar su súplica con un grado medido de suavidad, una elección de frases indiferentemente cómicas. El teléfono sonando siempre. Las voces masculinas suplicantes.

Sin duda tendrían buenas razones para suplicar, y tendrían buenas razones para atesorar cada momento con alguien tan encantador. Porque el encanto y la fragilidad estarían mezclados con una indiferencia completamente relajada, una frialdad sin desagrado. Ése sería el reto.

Con cuánta ansia aceptarían ellos el reto. Cuán fascinados estarían. Y cada uno tendría plena confianza en poder ganar el premio. Ella no tenía ninguna duda de eso. No dudaba de su capacidad para analizarles, cada uno en su momento, para comprender cada motivo, para prever cada movimiento, el giro de cualquier conversación. Sería un juego delicioso, con magníficos trofeos para el ganador. Y ella no podía sino ganar. Sabiendo esto, Evelyn se dio cuenta de que esa capacidad, ese don real había sido durante mucho tiempo una posesión. Podía recordar los diversos casos en que se había manifestado. Podía recordar cómo había sofocado ella ese don, cómo a veces lo había temido, odiado. Pero ahora, dominaba en su interior y ya no sería inútil. Clara había puesto el motor en marcha, y éste ya funcionaba con un zumbido ansioso al mirar Evelyn hacia los días de esplendor.

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