Las tres heridas (42 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Arturo les dio lo que tenía en su mochila: media barra de pan y una tableta de chocolate negro.

—Gracias. Con las prisas no nos dimos cuenta ni de tomar provisiones. Llevamos horas caminando. ¿No te importa que me siente? Estoy agotado.

—Claro…

—Pensé que no lo conseguiríamos. Hay mucho militar por toda la sierra, hemos tenido que dar varios rodeos para no darnos de narices con esos fascistas. La que están organizando, es terrible. ¿Quieres un cigarro?

—Gracias.

Sender sacó una cajetilla arrugada, cogió un pitillo, y se lo entregó. Mientras que Arturo sacaba otro, Sender encendió de nuevo la llama para prender el tabaco. El matrimonio que le acompañaba, algo más alejado, hablaban entre ellos en susurros. Parecían agotados.

—¿Hay mucho jaleo por esta zona? —le preguntó.

—No podría decirle —le daba reparo tutearle. Era el premio Nacional de Literatura—. Hoy es el primer día que estoy en el frente.

—¿Y cómo están las cosas en Madrid?

—No muy bien. Hay demasiado descontrol en las calles, y me da la sensación de que el Gobierno está paralizado. No reacciona con contundencia y las cosas se están yendo de las manos. Hay gente que se está tomando la justicia por su mano.

—Bueno, no creo que sea esto peor que la guerra de África.

—No sé cómo fue esa guerra, pero espero que esto acabe pronto.

—¿Cómo te llamas?

—Arturo Erralde.

—¿Y a qué te dedicas, Arturo?

—Acabo de terminar Derecho.

—Ah, entonces estoy ante un flamante abogado.

—Bueno, dejémoslo en simple abogado.

—Debe de ser muy interesante todo eso de las leyes y los juicios.

—Lo cierto es que todo lo referente al Derecho, incluidas las leyes y los juicios, me resulta tedioso y aburrido, pero de algo hay que vivir.

—¿Si no te gusta Derecho, por qué has estudiado la carrera?

Arturo esbozó una sonrisa nostálgica.

—Mi padre quería que fuera abogado. Decía que los abogados viven muy bien, que tienen todo resuelto porque siempre habrá pleitos que defender, y que conociendo las leyes nadie me engañaría. Murió hace mucho tiempo, y yo… bueno, él quería que fuera abogado y ya lo soy.

—Comprendo —musitó Sender, aspirando el humo del cigarro—. Y a ti, ¿qué te hubiera gustado ser si tu padre no hubiera augurado tu futuro como abogado?

Lo miró largamente en la oscuridad antes de contestar.

—Escritor.

—Vaya, ¿te gusta escribir? Yo soy…

—Sé quién es usted. He leído todas sus novelas, la última, la de
Míster Witt en el cantón
la leí hace sólo un par de meses. En cuanto llegó a la biblioteca, recién salida de la editorial.

—Es muy grato conocer a un lector.

—Ojalá pudiera transmitir tanto con la escritura como lo hace usted.

—No me trates de usted, que no soy ningún señorito. Háblame de tú. Te lo ruego.

Arturo no dijo nada.

—¿Qué años tienes?

—Veintidós.

—¿Y tienes algo publicado?

—No, no, qué más quisiera yo. He hecho algunos artículos en una revista de la Facultad, sobre temas de leyes y cosas así, y tengo escritos dos relatos cortos y varios cuentos, pero nada serio.

—¿No te atreves con la novela?

—Bueno, me da un poco de vértigo, escribir me gusta, pero no creo que eso sea suficiente, no estoy seguro de que sirva para esto.

—Pues si realmente quieres ser escritor, no te va a quedar más remedio que vencer ese vértigo y arrojarte al vacío. Podrás ser un picapleitos toda tu vida, llegar a ser un buen abogado, pero si lo que te gusta es escribir y no lo haces, nunca estarás satisfecho. Ésa es la carga que acarrea todo el que lleva las letras inyectadas en la venas. Escribir se hace tan necesario como respirar.

—Lo sé…

—Entonces escribe. Lo demás no importa; si publicas o no, no depende de ti, sin embargo, todo lo que tú escribas será tuyo, y eso nadie te lo podrá arrebatar.

Arturo se puso el pitillo en los labios y aspiró. Sintió el picor seco de la bocanada atravesar su garganta. Luego, escupió la saliva pastosa.

—Yo necesito escribir, lo deseo con toda mi alma, pero hay algo en lo que escribo que no me termina de convencer… es una inseguridad que me anula, me bloquea… no sé cómo explicarlo.

Sender apuró su cigarro tanto que casi se quema la yema de los dedos. Luego lo arrojó al suelo y lo aplastó con la suela de su zapato.

—Mira, Arturo, en cierto modo, mis amigos y yo te debemos la vida, podrías habernos disparado y no lo hiciste; estoy en deuda contigo…

—No te equivoques, ha sido el miedo más que otra cosa. Me temblaban tanto las manos que hubiera sido incapaz de apretar el gatillo.

—Me da lo mismo lo que haya sido, el caso es que no me has disparado. A cambio de esa oportunidad que me ha concedido tu miedo, si te parece, puedo revisar lo que escribes y darte mi humilde opinión sobre ello. Tal vez, eso te ayude a decidir si vales o no para esto.

—¿Lo harías?

La conversación se alargó hasta que llegó la camioneta con el miliciano que le iba a sustituir en la guardia. Arturo presentó a los tres huidos al responsable del batallón, y, por fin, a primera hora de la mañana, llegaron a Madrid sanos y salvos. A los dos días de este fortuito encuentro, recibió la visita de Sender en la pensión La Distinguida, y le invitó a que le acompañase para presentarle a toda la intelectualidad que había quedado en Madrid. De ese modo, y gracias a una guerra estúpida que denostaba, se había introducido en ese círculo de escritores al que nunca creyó ni siquiera poder acercarse. A pesar de lo terrible del momento, de los muertos que a veces se encontraba por las calles, de las noticias de compañeros asesinados o desaparecidos, ya fuera en las cunetas de un tiro en la cabeza o en el frente de un obús incrustado en el vientre, a pesar de todo el drama que emergía a su alrededor, se sentía culpablemente afortunado.

El sonido ronco y vibrante del teléfono le arrancó de sus pensamientos. Cerró el libro y lo dejó sobre la mesa junto a las cuartillas emborronadas de palabras en su inútil intento de pergeñar esa novela que se le resistía. Oyó la voz queda de doña Matilde, sus pasos lentos acercarse por el pasillo, y el sonido de los nudillos golpeando suavemente la puerta.

—Arturo, es Teresa, que si puedes ponerte.

Abrió la puerta sin contestar.

—Está al aparato. Anda, hijo, atiéndela.

Arturo avanzó por el pasillo, seguido de doña Matilde, que andaba cansina, como si arrastrase el alma a cada paso.

—Pobrecita —murmuró para sí misma—, lo que tienen que estar pasando.

Entraron en el salón; Arturo se dirigió al rincón donde estaba el teléfono descolgado. Doña Matilde se sentó en el sillón y cogió la costura para continuar con su labor. Estaba terminando una chaqueta de lana gris oscura para Arturo. Le vendría bien para ir a su nuevo trabajo en el despacho de ese abogado tan importante; tendría que ir elegante, pero también abrigado. Junto a la ventana, Maura leía un libro con unas gafas minúsculas que pendían de su escueta nariz, y su nieta Manuela, sentada en la mesa, con gesto de aplicación, resolvía las cuentas que le había puesto su abuela. Arturo tomó el aparato depositado sobre un velador de mármol.

—Teresa, dime.

Se mantuvo atento y en silencio a lo que Teresa le decía.

—Iba a salir —de nuevo calló un instante—. Está bien, te esperaré, pero no tardes.

Se despidió con un escueto «adiós».

—¿Sabe algo de su hermano Mario? —preguntó doña Matilde cuando colgó el auricular.

—No lo sé, viene para acá, dice que tiene que contarme algo que no puede decirme por teléfono.

—Pobrecillos, deben de estar padeciendo una angustia terrible. Con todo lo que está cayendo. Dios Santo, cuando acabará esto.

—No sé, es todo muy raro. De la cárcel no se ha podido esfumar, y ya se ha identificado a todos los que murieron a raíz de lo del sábado. Es muy extraño que no aparezca. Hay que pensar que la falta de noticias son buenas noticias, al menos queda la esperanza —miró a Manuela de reojo y la sonrió—. Tú piensas lo mismo que yo, ¿a que sí?

La niña levantó los ojos un instante para mirarlo con una sonrisa lúcida, sagaz, para volver a enfrascarse de inmediato en sus tarea.

—Dios quiera que tengas razón, hijo, Dios lo quiera…, un chico tan joven… con tanto futuro, qué pena.

Arturo regresó a su habitación, abatido, se dejó caer sobre la cama. Le preocupaba mucho la falta de noticias de Mario. Había oído a uno de los milicianos que vigilaban la cárcel que, la misma noche del sábado, uno de los presos se había fugado metido en una camioneta que se dirigía al frente de Talavera, que lo habían descubierto y se lo habían cargado de un tiro en pleno campo, antes de llegar al río Guadarrama. Pero no había conseguido encontrar nada fiable, sólo ese rumor de boca de un solo hombre, y el miedo a levantar cualquier sospecha le hacía en exceso prudente en sus indagaciones. Por eso no le había querido decir nada a Teresa. Si se había fugado y le habían matado, no tardaría en aparecer su nombre en alguna lista. Llevaba dos días acudiendo a la calle Santo Domingo, para intentar encontrar, entre el espanto de las caras de los muertos, la foto de Mario. Si se había escapado, lo más seguro era que no llevase la identificación encima, y su foto podría estar a la espera de ser identificada en alguno de esos horribles álbumes que estremecían al más frío de los humanos. También había marcado el número 16531 que el Gobierno había habilitado con el fin de facilitar información a las familias que buscaban a sus desaparecidos en aquel infierno de muerte en el que se había convertido Madrid en las últimas semanas. Todo había sido inútil. Mario no aparecía ni vivo ni muerto.

Capítulo 18

Derrotado, don Eusebio se dejó caer en el sillón con el sobre en la mano. Todo a su alrededor le resultaba molesto, estaba tan hastiado que la sola presencia de su mujer le provocaba un mal humor irrefrenable; su único deseo era estar solo, en silencio, cerrar los ojos, descansar.

Miró el sobre. Lo abrió rasgando el papel y leyó lentamente la nota firmada por don Honorio, médico de Móstoles. Lo recordaba bien: alto, grueso, con bigote oscuro y poco pelo; su ropa olía a tomillo, a tierra. Su último encuentro había sido a principios de año, después de las Navidades, en un congreso sobre patologías del corazón y su cirugía organizado por el hospital de la Princesa. Rememoró su voz recia, firme, contundente. Cuando terminó de leer, suspiró agradecido: Mario estaba vivo. La noticia relajó su ánimo. Cerró los ojos, por fin podía hacerlo; su cabeza, recostada sobre el sillón, se ladeó hacia un lado, precipitado a un sueño inevitable. El papel, escrito con letra apretada y trazos retorcidos, se deslizó de entre sus dedos hasta caer al suelo. Ni siquiera sintió el ligero chirrido de la puerta.

Teresa se asomó prudente. Le vio dormido, y, muy despacio, entró y cerró tras de sí para evitar que su madre les interrumpiera con su habitual inoportunidad. Se acercó con pasos lentos, intentado amortiguar el crujir de la madera bajo sus pies. Recogió el papel del suelo y leyó lo que ya sabía. Con él en la mano, se sentó a su lado, y sólo entonces, su padre abrió los ojos sin llegar a moverse, como si todavía no hubiera desconectado su conciencia de la realidad y el ligero movimiento de los muelles bajo el peso de su hija le hubiera removido de los brazos de Morfeo. La miró con gesto neutro, impertérrito, ausente de una existencia que no le pertenecía y en la que se veía inmerso desde hacía semanas.

—Padre, yo sé quién puede ir a ver a Mario sin peligro para nadie.

—No puedo pensar… estoy roto, hija, esta situación me supera, no sé si voy a resistir…

—Descansa, papá, déjeme actuar a mí.

Don Eusebio cerró de nuevo los ojos, ignorando las palabras de Teresa. Durante un rato, se mantuvo callado.

—Tú no puedes hacer nada —musitó sin fuerza en la voz.

Teresa no contestó, no quería contrariar a su padre, no era el momento.

—¿Dónde están esas dos mujeres que pretenden quedarse en mi casa?

—La madre está en la cocina, con Joaquina. La hija descansa en mi habitación.

Don Eusebio abrió los ojos con un visaje de sorpresa. Sin moverse, sonrió con sorna torciendo la boca.

—Esto sí que es bueno. —Parecía tan fatigado que las palabras resbalaban por sus labios, lánguidas—. No han perdido ni un minuto en ocupar posiciones.

—No es eso, padre, Mercedes está embarazada.

—¿Embarazada? Lo que nos faltaba.

—Necesitan un lugar donde esconderse. No podemos abandonarlas.

—Esto no es una casa de caridad, Teresa. Me cuesta admitirlo, pero en eso tu madre tiene razón. No estamos para recibir a nadie, y mucho menos a dos desconocidas. Las cosas se me están complicando demasiado; tenemos que salir de Madrid. Si nos quedamos, acabarán por matarnos. Estoy a expensas de mequetrefes incontrolados, eso sí, armados. Se les nota que han de contener sus ansias para no apretar el gatillo, y si no lo han hecho ya es porque les sirvo —hablaba abstraído, con la mirada perdida, como si sus pensamientos, desbordados por la situación, se le escapasen de los labios—. Teníamos que habernos ido cuando empezó esto. Ahora todo es tan complicado. Se necesitan papeles, y para que te den papeles tienes que hacer favores y pagar, y yo poco puedo ofrecer porque esos malnacidos me han robado todo.

—Papá, esto no puede durar mucho. Tenemos que aguantar…

—¡Qué sabrás tú de aguantar! —la interrumpió hastiado—. Eres tan ignorante como tu madre. No sabéis nada ni entendéis nada —hizo un pausa y esbozó una mueca irónica, dejando de nuevo la mirada perdida en la nada de su propia desesperación—, y el problema es que ahora que os han dado alas os ha dado por opinar a todas, como si fuerais hombres. Pretendéis ser iguales que nosotros…, estúpidas ilusas. Hasta que no se os vuelva a meter en vereda este país seguirá cayendo al abismo. No merecéis ni un solo derecho: ni voto, ni mayoría de edad, ni nada. Se creen todas esas descaradas que por ir con pantalones por la calle se convierten en seres iguales a un hombre. Si Dios hubiera querido hacernos iguales lo habría hecho desde el principio. Tanto derecho y tanta igualdad, cada uno en su lugar, que así ha sido siempre y así ha de ser para que esto funcione.

—Las mujeres también somos personas…

—¡Una mierda es lo que sois, igual que lo habéis sido siempre, igual que lo seréis siempre!

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