Las tres heridas (39 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

—Gracias por todo —musitó.

—¿Estás cómoda?

Afirmó con la cabeza.

—¿De cuánto estás?

—Casi he cumplido los ocho meses. Si todo va bien, el parto será a finales de septiembre o principios de octubre. Eso me dijo don Honorio.

—¿Y qué prefieres, niño o niña?

Mercedes sonrió.

—A mí me da lo mismo, con tal de que venga sano. Pero Andrés quiere un niño.

—¿Andrés es tu marido?

Ella afirmó con un gesto de tristeza. Levantó la mano y miró la foto. Luego se la tendió.

—¿Es él? —preguntó Teresa, acercándose y cogiendo el retrato.

—Nos la hicieron el 19 de julio, en la fuente de los Peces.

—Es muy guapo —le devolvió la foto—. ¿Le echas mucho de menos?

—Me muero sin él —murmuró Mercedes, conteniendo la emoción.

—¿Te importa que me quede aquí contigo? No me apetece nada la compañía de mi madre.

—Es tu casa y tu habitación, ¿cómo me iba a importar?

Se sentó a los pies de la cama. Un silencio sereno se mantuvo entre las dos mujeres.

—Y tú, ¿tienes novio?

—Se puede decir que sí, aunque a escondidas de mis padres.

—Debe de ser muy difícil una relación así.

—Bueno, no es lo mejor, pero le quiero y no voy a permitir que me separen de él porque a mi madre no le guste.

—¿Tan feo es? —preguntó sonriendo.

—Todo lo contrario, es guapo, apuesto, inteligente y abogado; en septiembre empezará como pasante en uno de los despachos más prestigiosos de Madrid.

—¿Y qué problema tiene para que no le guste a tus padres?

—Para mi madre Arturo tiene los peores defectos que pueda tener un hombre: además de ser pobre, es republicano y socialista, un rojo, como los llaman ahora.

—Ya, entiendo… ¿y qué piensas hacer?

—Él quiere que nos casemos en cuanto cumpla la mayoría de edad, incluso sin el consentimiento de mis padres.

—¿Y no puedes convencerlos?

—Lo veo difícil. Incluso si le llegasen a admitir como novio formal, nuestra boda sería imposible; Arturo nunca se casaría por la Iglesia, y mi madre nunca aceptaría un matrimonio civil. En ambos casos, son ideas incuestionables.

—Pero a lo mejor si tú se lo pides a Arturo…

—Nunca le pediría que se casara por la Iglesia. Dejaría demasiado de sí mismo, y eso tampoco me interesa; y te digo una cosa, yo, en el fondo, estoy de acuerdo con él; prefiero el matrimonio civil, por si acaso la cosa sale mal. Ahora como existe el divorcio…

—Pues yo me he casado para toda la vida. Haría cualquier cosa para estar al lado de Andrés. Nunca se me ha pasado por la cabeza que pueda salir mal.

Teresa la miró lánguida.

—Yo no tengo las cosas tan claras. El futuro que se me presenta con Arturo es tan incierto.

—Un abogado vive muy bien. Al menos el de Móstoles es un señorito.

—Creo que en el fondo mi padre tiene razón: soy incapaz de abandonar una vida de comodidades para seguir a un hombre como Arturo.

—Pero ¿tú le quieres?

Teresa levantó la mirada hacia el techo con una sonrisa estúpida.

—Le quiero muchísimo. Le admiro. Es tan… es tan apuesto, habla tan bien. Parece tan fuerte, tan firme en todo lo que defiende.

—Pues tienes lo suficiente para ser feliz. ¿De qué te sirven el dinero y las comodidades si no eres feliz?

—Me lo vas a contar a mí que tengo el ejemplo vivo de lo que me estás diciendo en mi propia madre. Pero dejemos mi vida —se descalzó y subió los pies al colchón, pegando las rodillas al pecho y abrazando sus piernas—. Dime una cosa, Mercedes, ¿no tienes ni idea de dónde puede estar tu marido? Si estuviera en Madrid, es posible que Arturo pueda hacer algo por él.

—No hemos tenido noticias suyas desde que se lo llevaron.

—De todas formas, me vas a dar su nombre y se lo diré. Él tiene muchos contactos. Si está de su mano, seguro que nos dice algo, al menos de cómo se encuentra y dónde está.

Mercedes se incorporó como si el cansancio de su cuerpo hubiera desaparecido y la tripa ya no le resultase pesada. Las dos mujeres quedaron la una frente a la otra.

—¿Lo harías? ¿Harías eso por mí?

—Claro.

—Gracias, Teresa, te lo agradezco tanto.

—Bueno, no he hecho nada…

—Has hecho mucho.

Teresa se sintió complacida por la ilusión que sus palabras habían provocado en Mercedes. Sabía que Arturo tenía contactos, pero también sabía de lo complicado y peligroso que era, no ya interceder, si no simplemente preguntar por la identidad de alguien que resultase sospechoso de ser afecto a la sublevación.

—Dime una cosa, ¿tu marido y tu cuñado tienen algo que ver con la política?

Mercedes sonrió con desgana.

—Lo único que han hecho en su vida es trabajar para sacar adelante su casa. No entienden de partidos, ni de política, ni de revoluciones. Se los han llevado por orden de un hombre que no les quiere bien. Tan sólo por eso. El mismo que me busca a mí.

Teresa quiso cambiar de conversación.

—Tienes que disculpar a mi madre, últimamente está muy nerviosa. Entre lo de Mario, el trato que está recibiendo mi padre, y para colmo, hace unos días estuvieron haciendo un registro; se llevaron todo lo que teníamos de valor, y lo malo de todo es que fue por la denuncia de Petrita, una cocinera que ha estado años en esta casa y que se marchó enfurruñada con mi madre, cómo no; fue muy desagradable.

—He oído cosas horribles sobre esos registros nocturnos.

—Lo llaman registro, pero en realidad lo que hacen es robar. Arramplaron con todo lo que había de valor, hasta los colchones se llevaron, eso sí, nos los devolvieron al día siguiente gracias a la intervención de Arturo —se rió con sarcasmo—. Mi madre llegó a decir que había sido él mismo el que había provocado el registro para luego ayudarnos y quedar como un héroe —sonrió, lánguida con la mirada perdida—. A veces puede llegar a ser muy mezquina, ya la irás conociendo. Intenta apartarte de ella, es mucho más inofensiva de lo que parece.

—No queremos molestar, pero no sabíamos adónde ir, y Mario dijo que no habría ningún inconveniente…

—No me tienes que justificar nada. A mí me es suficiente con que hayáis acogido y cuidado de mi hermano.

—¿Estás segura de que tu madre nos dejará quedarnos?

Teresa miró a Mercedes, se apretó las rodillas contra el pecho y acercó la cara hacia ella sonriendo.

—Si os echa a vosotras me tendrá que echar a mí.

—Entonces seríamos tres sin sitio a donde ir —se miró la tripa y se la tocó—, bueno, cuatro. Pobrecito, en qué mal momento llega al mundo.

—Todo esto acabará pronto. Ten confianza. Dice Arturo que es cuestión de un par de semanas.

Mercedes dio un profundo suspiro.

—Espero que tengas razón, me gustaría que mi hijo naciera en Móstoles, en casa. Hasta el día del bautizo habíamos pensado. Lo teníamos todo preparado, pero ahora…, no sé qué va a ser de nosotros. Tengo tanto miedo.

Las dos mujeres estaban sentadas sobre la cama, con las piernas flexionadas, frente a frente, en una agradable penumbra, a pesar del calor que hacía espeso el aire. No se oía ningún ruido en la calle, como si el bochorno de mediodía hubiera apagado el ritmo de la ciudad.

Teresa había pensado llamar a Arturo y contarle la situación. Estaba ansiosa por darle la noticia de que Mario estaba vivo, y creyó que, tal vez, él podría, con mayor facilidad y menor peligro, acercarse a Móstoles para verlo y comprobar su estado. Se fiaba de esas dos mujeres, de lo que decían, pero su novio gozaba de una posición de privilegio que estaba dispuesta a aprovechar. Ya había comprobado la capacidad de influencia que tenía. A pesar del registro brutal que habían sufrido, Teresa se sentía segura gracias a su relación con él, una relación que seguía manteniendo oculta a sus padres. Cuando le habló a Arturo de que al responsable le llamaban Lillo, le dijo que intentaría arreglarlo. Al día siguiente de la desagradable visita de los milicianos, otro grupo de hombres se presentaron en la casa, pero esta vez para devolver algunos de los muebles saqueados, además de los colchones, todos excepto el de una de las camas del dormitorio de Mario, que había sido entregado a un hospital de sangre de los que proliferaban por todo Madrid. Por supuesto, de las joyas, el dinero, los pagarés y otros objetos de valor, así como sábanas, mantas y ropa, no se volvió a saber nada.

Después de meditarlo, decidió consultar su idea con Mercedes.

—Estoy de acuerdo contigo en que ninguno de nosotros debe ir a Móstoles para ver a mi hermano, por la seguridad de todos, pero ¿y si fuera alguien que no levantase sospechas?

—¿Qué quieres decir?

—No creas que no me fío de vosotras, en cuanto a que mi hermano está herido y en casa de ese hombre…

—Del tío Manolo —puntualizó al verla dudar.

—Es por convencer a mis padres. Verás, Arturo, además de ser mi novio es amigo de mi hermano. Se mueve sin problemas por todo Madrid, puede salir y entrar sin que nadie le ponga trabas. Se encarga de recuperar obras de arte y objetos de valor de iglesias, palacios o casas vacías de Madrid y los alrededores. No sé si sabes que aquí se han cometido verdaderos sacrilegios con las iglesias y conventos, los han quemado casi todos, y han sido muy pocas las obras de arte que se han podido recuperar de esos primeros saqueos. El caso es que podría ir hasta Móstoles y traer noticias a mis padres, tal vez de su mano, y como amigo de Mario, se convenzan de la situación.

Mercedes la miró lánguida.

—No sé, Teresa. No sé si será una buena idea —se quedó un instante pensativa—. Puedes hacer una cosa, dile que vaya primero a ver a don Honorio, lo encontrará sin problemas, todo el mundo en el pueblo lo conoce. Si quieres, le puedo escribir una nota explicándole quién es Arturo, para que sepa que no hay problema. Que sea él quien decida sobre si conviene o no ir a ver a Mario. Don Honorio sabrá lo que es mejor para todos.

—Lo haremos como tú dices —de un salto se levantó y cogió una cuartilla y un lapicero. La cortó por la mitad y le tendió una de las partes—. Toma, escríbele al médico lo que creas conveniente. Y aquí pon el nombre de tu marido y de tu cuñado.

Se calló al oír la puerta de la calle. Esperó un instante. Los inconfundibles pasos de su padre —antes briosos y firmes, ahora cansinos y arrastrados— sonaron en el suelo del pasillo. De inmediato, les siguió el taconeo hueco y rápido de doña Brígida.

Mercedes le entregó los papeles a Teresa, y ésta los metió en su bolso.

—Ahora te dejo que descanses un rato, ha venido mi padre. Iré a ver cómo se toma todo esto.

Mercedes la agarró del brazo.

—Gracias, Teresa. Gracias por tu compañía.

Teresa sujetó envolvente la mano de Mercedes, y sonrió serena.

—Descansa, y no te preocupes, todo saldrá bien.

Cuando salió de la alcoba, ya se oían los gritos de don Eusebio para hacer callar la aguda e impertinente voz de su esposa. Se quedó quieta para ver pasar a su padre por delante de ella seguido muy de cerca por su madre. Ni siquiera la miró. Nunca había sido un hombre con el que se pudiera charlar. Además, en los últimos días, desde que le obligaban a trabajar sin límite de horas en condiciones ínfimas y por un sueldo irrisorio, llegaba a casa como abstraído, ausente, como si quisiera evadirse de forma consciente de lo que estaba viviendo. Teresa comprobó que llevaba la carta del médico de Móstoles en la mano. Al llegar al final del pasillo, en vez de meterse al salón, como era su costumbre, giró hacia su despacho, cerrando en las mismas narices de doña Brígida con un sonoro portazo. Después, un silencio tenso envolvió la casa. Teresa permanecía inmóvil en la puerta de su alcoba; desde la cocina, con gesto de pasmo, asomaban tímidamente las cabezas de la señora Nicolasa y de Joaquina. Delante de la recia puerta del despacho, como si de repente se hubiera encontrando con un muro infranqueable, doña Brígida se mantenía inmóvil, incapaz de reaccionar, de nuevo humillada. Sumisa, miró a un lado y a otro para bajar los ojos al suelo; tomó aire hinchando el pecho, levantó la barbilla y, con la dignidad herida, se dio la media vuelta y se metió al salón.

Teresa tenía sus dudas sobre la reacción de su padre; sabía que era a él al que debía convencer de que no podía dejar a aquellas dos mujeres en un desamparo calculado y frío, y sobre todo ingrato. No tenían adónde ir, no podían echarlas como pretendía su madre. A veces se mostraba tan injusta con los demás que llegaba a avergonzarse de ella.

Doña Brígida, sin embargo, al contrario que Teresa, estaba convencida de que su marido pondría a todo el mundo en su sitio. Él la acompañaría a buscar a su hijo Mario para traérselo a casa, y, por supuesto, echaría a la calle a esas dos mujeres que pretendían aprovecharse de una situación obligada de confusión. Él impondría la cordura.

La lápida

El cielo se había tornado plomizo, cubierto de nubes brunas que parecían precipitar el anochecer. Noté la humedad del aire en mis mejillas, y eché a andar con paso rápido hacia la fuente de los Peces; si no me daba prisa me pillaría la lluvia amenazante, y no quería que la agenda de Genoveva —que llevaba cuidadosamente metida en mi carpeta— corriera ningún peligro de mojarse. Con el cuello de mi chaquetón subido hasta las orejas, ocultándome de la gélida brisa —si se mantenía así, era posible que nevase—, ascendí por la cuesta que llevaba a la Ermita en busca del coche. No dejaba de darle vueltas a todo lo que había pasado aquella mañana. Estaba convencido de que lo que había contado Eugenio a su yerno, y que había hecho cambiar su actitud hacia mí, era algo relacionado con Mercedes o Andrés. Me había quedado con las ganas, y me concomía la curiosidad de saber lo que el anciano le dijo.

La historia de los dos personajes de la foto no sólo parecía buena para escribirla, sino que empezaba a ser muy intrigante, o al menos, extrañamente providencial, teniendo en cuenta que —después de años desaparecida— hacía un mes escaso que se habían traslados los restos de ella al cementerio. Pensé en llamar a los marmolistas para preguntar si sabían algo más sobre la lápida que estaban preparando para Mercedes. Mi cabeza bullía con todo lo sucedido. Pagué el aparcamiento y, en cuanto me senté en el coche, comprobé si el móvil tenía cobertura. Marqué el número del marmolista.

—Buenos días —contesté a la voz de un hombre que dijo: «Mármoles la Mostolense, dígame»—. Verá, el sepulturero del cementerio antiguo de Móstoles me ha dado su teléfono; quería saber si tienen pendiente una lápida con el nombre de Mercedes Manrique Sánchez.

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