Las tres heridas (35 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Sonreí blandamente; sabía que un hombre como aquél con un trabajo como el que había desarrollado, el mío le iba a sonar como mínimo a chanza, si no a otra cosa peor.

—Escribo novelas.

—Ah, sí, ya me dijo antes… —me miró un instante al bies, con una mueca en los labios—. Es la primera vez que conozco a un escritor.

—No sé si es bueno o no…

—¿Y ha escrito muchas?

—Algunas he escrito, pero sólo me han publicado una.

—¿Y con eso se vive? Quiero decir, si se vive bien.

—No, Gumersindo, no se vive, ni bien ni mal, subsisto de una pensión de mi esposa; lo suficiente como para que pueda dedicarme a esto sin pensar en llegar a final de mes.

Me miró con el ceño fruncido y esgrimió una mueca irónica.

—¿No me diga que vive de la mujer?

—Bueno, no exactamente, ella… ella murió hace cinco años.

—Ah… —frunció el ceño—, lo siento… —añadió contrariado—, le acompaño en el sentimiento.

Sonreí. Era una reacción habitual en alguna gente; en cuanto hablaba de mi viudez, se les cambiaba el rostro, tornándosele mustio, o tenso, o grave, como si estuvieran obligados a aparentar tristeza ante un hecho que yo había superado hacía tiempo, y me decían lo mismo, o algo parecido, que me acompañaban en el sentimiento, o que lo sentían. Por eso no le dije nada. Sólo un escueto gracias seguido de su nombre.

—No me llame Gumersindo, que no me hago, además, nadie me llama así si no es para decirme algo malo.

—¿En su casa también le llaman por el mote?

—No, la mujer y el abuelo me llaman Gumer, yo creo que son los únicos.

—Entonces, si usted me permite, le llamaré Gumer.

Me miró condescendiente.

—Llámeme como quiera.

Cuando llegamos a la altura de la fuente de los Peces miré hacia el ventanal de Genoveva.

—Ahí vive Genoveva, la abuela de Carlos Godino.

—Ya, ya lo sé. En esta esquina estaba la casa de don Honorio. Anda que no he venido veces de chico a buscarlo. Mi padre pasó una enfermedad muy mala, y el hombre se portó muy bien, venía a casa cada vez que lo necesitaba, ya fuera de día o de noche, era un buen hombre.

Habíamos caminado unos cincuenta metros calle arriba, hasta que se detuvo ante una casa baja de dos alturas, enjalbegada de blanco, con un balconcillo estrecho sobre la entrada, como uno de las últimas muestras arquitectónicas que todavía quedaban del pueblo que fue en un pasado no muy remoto.

—Ésta es mi casa. Espero que mi suegro esté despierto, últimamente no hace más que dormitar.

Sacó una llave y la introdujo en la cerradura. Nada más abrir la puerta, llamó a voz en grito:

—¡Herminia! Pase, pase —me indicó con la mano—. ¡Herminia!

—Estoy en la cocina.

La voz templada de una mujer se oyó cercana.

—Traigo visita para tu padre.

Hubo un silencio y, en seguida, Herminia sacó la cabeza por una puerta.

—¿Quién dices que viene?

—Este señor quiere hablar con tu padre.

La mujer me miró de arriba abajo.

—¿Y usted qué quiere de mi padre?

—No seas burra, Herminia. Viene a preguntarle de la guerra.

—Uy, bueno está mi padre para esas cosas —dijo, sin ocultar que mi presencia le resultaba desagradable.

—¿Está en la sala?

—Ahí está, pero le estoy preparando la comida.

—No se preocupe, señora —aduje, algo amedrentado por la situación—, no molestaré mucho.

—Usted no molesta, hombre, pase. Si es que la Herminia es muy bruta, muy buena pero muy bruta.

La mujer hizo una mueca y se metió de nuevo a la cocina de donde se escapaba un intenso aroma a caldo de verduras.

—Pase, voy a presentarle a Eugenio, el mejor enterrador que ha tenido Móstoles en su historia.

Entramos en una salita en la que reinaba un calor exagerado respecto del recibidor. Allí se encontraba un hombre consumido, casi esquelético, con los ojos hundidos y los pómulos salientes cubiertos por una fina capa de piel moteada de manchas oscuras que destacaban más por la palidez marmórea de la tez. Apenas le quedaban cuatro pelos que caían, bien peinados, a un lado del cráneo brillante y desigual. Llevaba puesto un pijama de color claro con un ribete azul oscuro y, al igual que Genoveva, ocultaba sus piernas bajo la calidez de las faldas de una camilla. Sus ojos cristalinos me miraron, curiosos. Esbozó una sonrisa.

—Abuelo, le traigo una visita, para que luego diga que no es usted importante.

Yo me quedé un paso por detrás, en una prudente espera. La sala era pequeña, con la camilla, dos butacas iguales —en una de las cuales estaba el anciano—, una banqueta de madera, dos sillas, y un arcón con seis cajones. No había cuadros, ni cortinas en la ventana enrejada que daba a la calle por la que habíamos llegado. Aquella desnudez en las paredes encaladas, el aire cargado y reseco debido al calor procedente de algún brasero que debía de haber bajo las faldillas de la mesa, junto a la visión decrépita del anciano que debía de rondar el siglo de vida, parecían haber anclado a sus habitantes en años pretéritos, en los que las tardes frías de invierno transcurrían en silencio, con el sonido isócrono de un reloj antiguo, mientras miraban pasar la vida desde aquel lado de la ventana, ajenos al mundo, a la espera del final.

—¿Quién viene? —dijo el anciano con voz cascada, tan tenue y débil que parecía la de un niño asustado.

—Este hombre, que quiere saber cosas que pasó usted en la guerra.

—¿En la guerra? —apenas esbozó una leve sonrisa, y la frente se le arrugó—. Si eso fue ya hace mucho tiempo. ¿Para qué quiere saber cosas de la guerra?

El yerno se le acercó al oído con el fin de que entendiera lo que le decía. Comprendí que era un poco sordo.

—Es un escritor. De los que escriben novelas.

Me dio la impresión de que había un poco de sorna en sus palabras, pero tampoco me importó demasiado.

—Pues que escriba —añadió el viejo con voz quebrada y temblona—. Eso está muy bien…, que escriba —se quedaba callado, con la mirada perdida, ausente, hasta que volvía de nuevo—. Yo aprendí a escribir y a leer en la guerra, me enseñó un cura. Si no hubiera sido por eso no aprendo, ya ve usted. Luego me ha servido de poco, lo de escribir digo, porque la verdad es que he escrito muy poco en mi vida, con saber el lugar de cada sepultura me bastaba. Sin necesidad de leerlas, me conocía los nombres de todas las lápidas; sabía dónde estaba cada cual.

Hablaba ensimismado, lento, con voz ronca, rasgada, cansada.

Gumersindo se volvió hacia mí y me invitó a que me aproximase.

—Siéntese en esa silla, y acérquese todo lo que pueda porque está más sordo que una tapia. Tendrá usted que gritarle un poco para que entienda lo que le dice.

Me senté y me acerqué sonriente, tratando de mostrar amabilidad en mis gestos; mientras, el anciano me observaba curioso, con una mueca laxa en los labios.

—Buenos días, don Eugenio, encantado de conocerlo, soy Ernesto Santamaría.

—Uy, como le hable usted así, no terminamos nunca —el Camposanto se acercó al oído de su suegro y le dijo despacio y en voz alta—: este señor quiere saber si conociste a… —me miró con gesto de interrogación. Yo reaccioné de inmediato y le di los nombres y apellidos de Andrés y Mercedes.

Cuando oyó los nombres, el viejo frunció el ceño, irguió el gesto y miró a su yerno alertado y sorprendido.

—Ése es uno de los Brunitos.

—Si no me han informado mal —dije alzando la voz y acercándome al rostro del anciano para que me oyera bien—, vivían en la calle de la Iglesia, al lado de la que era la casa de don Honorio, el médico, y de su hija Genoveva.

El hombre se quedó mirándome, absorto. Luego dirigió sus ojos blandos al yerno, ignorando mi presencia.

—¿Qué dice que quiere saber de los Brunitos?

Yo le respondí, aunque la pregunta no me la había formulado a mí, era como si hubiera elegido como único interlocutor a su yerno.

—Después de la guerra, Andrés desapareció, y quiero saber qué le ocurrió.

Noté que el anciano estaba reacio a mis palabras, y alertado, miraba a su yerno; Gumer también se dio cuenta.

—Andrés Abad era de los Brunitos, el hijo de la María, —movía la mano raquítica, casi esquelética, agarrotada por la deformación de los huesos, parecía que se le iba a descoyuntar el brazo del cuerpo—, la que se quedó viuda del Zacarías, allá por el 30, Tabique le llamaban. A ése le ayudé yo a mi padre a enterrarlo. La María murió durante la guerra, se decía que de pena porque los rojos se llevaron a los dos hijos.

—¿Pero se acuerda de lo que les pasó después de la guerra a Andrés o de su esposa, Mercedes Manrique? —insistí—. Ella era hija de una mujer que se llamaba Nicolasa.

El hombre arrugó los labios y encogió los hombros, como si se escondiera de mí. Desvió la mirada hacia su yerno y luego la dejó perdida en la nada. Entonces, intervino Gumer.

—Fueron malos tiempos —se paró un instante para coger la banqueta de madera y sentarse frente a mí—. A su padre —hizo un gesto hacia el anciano— se lo mataron los rojos en julio del 36; le acusaron de haber escondido a unos cuantos fascistas en el cementerio. Con quince años, Eugenio tuvo que hacerse cargo del cementerio; los dos hermanos mayores se fueron al frente, él se libró precisamente porque se encargaba de enterrar a los muertos, los del pueblo o los que venían de fuera a morir aquí. De los dos hermanos, a uno lo mataron en la batalla de Brunete. El otro, cuando terminó la guerra, regresó confiado de que no había hecho nada más que cumplir con su obligación, no pensó en exiliarse; pero nada más pisar el pueblo le cogieron y, con otros tres, le fusilaron junto a la tapia, donde está ahora la puerta de entrada, ahí cayeron, y ahí los enterraron, fuera del camposanto, porque decían los meapilas de los fachas que eran rojos, y los rojos no podían recibir sepultura en terreno sagrado, los muy cabrones… —dejó la vista perdida, con una expresión de resentimiento heredado—. Yo no sé si era rojo o azul, pero me da a mí que con diecinueve años que tenía el chaval pocas ideas de unos u otros debía de tener; le tocó el bando equivocado, ésa fue su desgracia —me di cuenta de que los ojos del anciano se habían perdido en los recuerdos removidos por las palabras de su yerno, el rostro flácido, ido, como ausente—. Imagínese lo que debió de ser: pasar todos los días por delante del terreno donde sabes que está tu hermano sepultado, en tierra no sagrada, como si fuera un perro.

Se detuvo un instante y esbozó una leve sonrisa. Se acercó al viejo para hablarle al oído con voz fuerte.

—Abuelo, ¿verdad que durante el tiempo que estuvo sepultado su hermano fuera del camposanto, en el terreno donde estaban crecía la hierba casi la altura de un hombre?

El anciano le miró alzando las ralas cejas, e hizo un gesto de conformidad.

—Pero las cosas de los muertos duelen mucho, ¿sabe? —continuó Gumer, dirigiéndose de nuevo hacia mí sin llegar a mirarme—, y la sangre tira, y al cabo de los meses, uno al que llamaban el Chato, harto de ver a su madre acudir a escondidas a la tapia del cementerio para rezar por el alma del hijo arrojado de la Gloria antes de entrar en ella, se junto con otros dos más, desenterraron los restos de los cuatro fusilados y los depositaron en una tumba dentro del cementerio. Alguien los denunció. Los fusilaron a los tres, porque ninguno de los tres dijo dónde habían metido los restos. Mi suegro se libró porque esos días estuvo metido en cama con lumbago, que si no se lo llevan también por delante…

—¿Qué le estás contando? —Herminia irrumpió en la estancia, arrancándome de forma brutal del relato de aquel hombre que había absorbido toda mi atención.

—Nada, mujer, cosas de tu padre.

—No me gusta que cuentes esas cosas. Son muy tristes. Mira, ya has conseguido hacerlo llorar.

No me había dado cuenta, pero el anciano tenía los ojos cristalinos, brillantes, empapados de lágrimas que le manaban resbalando por las mejillas hasta quedar pendientes en la quijada enjuta y saliente. Los agujeros de la nariz le brillaban.

—No llore, padre —le extrajo un pañuelo del bolsillo del pijama y le limpió la nariz como si estuviera limpiando una encimera, mientras murmuraba la retahíla—: será posible…

El anciano, con la mano temblorosa, le quitó el pañuelo y se lo pasó por la cara.

La mujer no disimuló su enfado.

—Ya tenemos bastante encima como para que también tengamos que tirar de las cosas de la guerra y de lo que vino después de ella. Lo pasado, pasado está.

—No era mi intención molestar a su padre —me disculpé, incómodo.

La mujer ignoró tanto mi presencia como mis palabras de disculpa, dándome a entender que sí estaba molestando.

—Vamos, padre, que le voy a dar la comida, que hoy tiene usted el puré que le gusta.

Me levanté y miré a Gumersindo que, resignado, también se puso en pie.

—Será mejor que me vaya.

Herminia, aparentando que le colocaba la chaquetilla del pijama, se había situado entre el anciano y yo, dándome la espalda premeditadamente y de forma descarada. Yo me alejé y me dirigí hacia la puerta, seguido de Gumersindo. Herminia salió casi arrollándome, en dirección a la cocina. Cuando lo íbamos a hacer nosotros, la voz del anciano nos detuvo.

—Gumer.

Hizo un gesto al yerno para que se acercase a él y le susurró algo al oído. No podía ver la cara del viejo que quedaba oculta detrás del rostro de Gumer, pero sí vi los ojos de éste, volverse hacia mí, sorprendido por lo que estaba oyendo. Agudicé el oído todo lo que pude y algo de Andrés pude escuchar.

Yerno y suegro se miraron un instante en silencio, y el yerno le habló:

—No se preocupe, abuelo…

—Cuéntaselo, ya poco importa —encogió los hombros, conforme—. A mí me da igual…

Se calló cuando Herminia entró en la estancia con un mantel bajo el brazo y unos cubiertos en la mano. El yerno se puso sutilmente los dedos sobre los labios para que mantuviera silencio, no tanto por mi presencia —atendiendo al gesto que hizo hacia ella— como por la de la mujer, afanada en colocar el mantel de cuadros rojos y blancos sobre la mesa. Los dos hombres se quedaron un rato mirándose como si se estuvieran dando la conformidad uno a otro.

El viejo asintió con un ligero gesto.

—Hala, Gumer —intervino ella, con muestras claras de impaciencia—, despide a este señor que le tengo que dar de comer, y luego se hace tarde.

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