Cuando no pudo más porque el corazón le latía mucho más aprisa de lo que podía soportar y ya no le quedaba aliento para respirar, se detuvo y se giró sobre sus pasos; lo único que se veía era una negrura inmensa y un silencio tétrico, interrumpido por su respiración descompensada, hiriente, asfixiada. Se dejó caer al suelo, boca arriba, mirando al cielo estrellado, aspirando aire y soltándolo mucho más deprisa de lo normal. Esperaba en cualquier momento un crujido, un chasquido, alguna señal que le indicase que le habían dado caza, pero no pasó nada. Estuvo allí quieto, inmóvil, cerró los ojos y esperó, tomando aire y expeliéndolo, notando el alocado latido de su corazón.
Abrió los ojos y se incorporó. Había sudado tanto por la carrera que estaba empapado, y el dolor del hombro le resultaba insoportable. Notó la camisa mojada, pero no era sólo del sudor. Debía de estar sangrando mucho. Miró a su alrededor. Veía mejor porque sus ojos se le habían acostumbrado a la oscuridad. No se oía nada, ni se veía ningún movimiento extraño. Se levantó despacio, con una sensación de mareo. Tenía que encontrar algún sitio en el que refugiarse antes de que amaneciera, era muy probable que con la luz del día iniciaran una batida para buscarle, y si caía desvanecido en medio del campo le cazarían sin problemas. Inició la marcha hacia el norte, guiado por las estrellas, intentando atisbar la carretera. A lo lejos le pareció percibir una luz y se dirigió hacia ella, angustiado porque sentía muy debilitadas sus piernas y las fuerzas le estaban abandonando.
Llegó exhausto a un pueblo y se adentró por sus calles solitarias en las que la tensión del silencio quedaba de vez en cuando interrumpido por los ladridos de algún perro. Miró al horizonte. Estaba a punto de amanecer, tenía que esconderse en algún sitio. Trepó con dificultad por una tapia y se dejó caer al otro lado. Quedó sentado, agazapado en un rincón desconocido y oscuro. Cerró los ojos y, sólo entonces, se dejó vencer por la inconsciencia.
Guardé la agenda en mi carpeta con sumo cuidado bajo la atenta mirada de la anciana. Luego, me despedí de ella, reiterándole mi promesa de devolvérsela en perfecto estado. Salí del portal satisfecho. Cuando enfilé la calle, me volví y miré hacia el ventanal por el que vislumbré a Genoveva, que me observaba sonriente. Alcé la mano a modo de despedida. Aquella anciana me enternecía, tenía esa apariencia quebradiza que, sin embargo, quedaba curtida por tantos acontecimientos vividos, experiencias pasadas de una vida apurada casi hasta el final.
Un tibio sol apenas calentaba el gélido frío de enero, lo suficiente como para que la gente caminase más altiva, menos encogida, con la cara alzada. Siguiendo las indicaciones de Genoveva bajé por la calle del Pradillo, y al llegar a una rotonda continué recto unos cincuenta metros más; en seguida atisbé, a mi izquierda, la tapia del cementerio con algunas cruces de sus tumbas despuntando por encima de ella. Bordeé el muro desnudo para dar con la puerta de acceso. Miré alrededor y pensé en lo que debió de ser Móstoles en los tiempos en los que Mercedes y Andrés, y el tío Manolo, y Clemente, y Fermín Sánchez, o la misma Genoveva de niña, se movían por calles de tierra, lindantes con huertas y campos de labor. A ojos de los que convivieron en aquel pueblo de apenas tres mil habitantes, debía de resultar cuanto menos chocante la transformación sufrida de aquellos caminos y sembrados, hoy convertidos en avenidas y calles asfaltadas, en edificios de pisos, en locales con reclamos de mil colores, bares y cafeterías. Y en el centro de todo aquel fenómeno de asfalto, ladrillo, luces de neón y ruido, había quedado, como una especie de milagro, el cementerio, enclaustrado por aquella pared enjalbegada a modo de muralla protectora de sus exangües habitantes a cualquier agresión procedente del mundo de los vivos, facilitando el descanso de los que yacen para siempre en el seno de su tierra.
La puerta de hierro —de doble hoja, pintada de negro, la mitad superior de barrotes verticales, la parte baja de chapa— estaba abierta de par en par. Una mujer, enlutada de pies a cabeza, entró delante de mí, con paso firme, segura del lugar al que se dirigía, al contrario que yo, lento, indeciso, vacilante. Observé cómo se alejaba por el paseo central hasta que torció hacia la derecha y se situó frente a una lápida, y allí se quedó quieta, reverenciando a sus muertos. Eché un vistazo alrededor. No me agradaban mucho los cementerios; tanta quietud me hacía pensar en que algún día tendría que acompañar a todos los que ya pasaron la barrera de la muerte y, aunque sabía que era algo irremediable y hasta necesario llegado el tiempo, no podía dejar de sentir un escalofrío de rechazo. Cuando murió Aurora, no fui consciente de su enterramiento; todo lo preparó su padre, mi suegro, él me preguntó que si quería hacerlo yo, que él lo entendería, al fin y al cabo era mi esposa; yo le dije que no tenía ningún interés, ni intención, ni sabía ni quería ocuparme de su enterramiento, y él alegó que ya había pasado por aquello, que él había tenido que dar sepultura a la suya, a su esposa, que todavía no era mi suegra cuando murió, y a la que apenas conocí porque un cáncer muy similar al que luego se llevó a Aurora, la mató al poco de empezar mi relación con su hija, la que luego sería mi esposa. Por eso mi relación con los cementerios seguía siendo ajena, porque cuando tuve la oportunidad, no quise o no pude o no supe hacerla natural, concomitante con la vida, la muerte y la vida van siempre juntas, inexorablemente, pero yo seguí sintiendo ese rechazo de lo que no se quiere que llegue, al menos por el momento, tal vez más adelante sí lo desearía, sí querría acercarme a ella, o no me daría miedo, o temor, infundado, cobarde, infantil incluso, pero temor al fin.
Al traspasar el umbral de la puerta, avanzando un poco hacia el interior, el mundo de los vivos se quedó a mi espalda y, lentamente, me adentré al territorio de los muertos. Recorrí con la mirada el reducido recinto amurallado. Parecía una alfombra de lápidas y cruces de distintos tamaños y formas, abigarrados unos junto a otros, aprovechando al máximo cada centímetro de suelo disponible; algunos árboles salpicaban de tonos verdes y pardos el color desleído del mármol y la piedra; más allá de la tapia, en el lado de los vivos, se erguían los edificios con sus balcones y ventanas, ojos ciegos y silentes del espectáculo mortuorio. Un estrecho paseo central —interrumpido, más o menos en su mitad, al haber sido invadido por más tumbas y mausoleos— servía de eje divisorio a la luctuosa jungla: el terreno más pequeño a mi izquierda, extendiéndose hacia la derecha la mayor parte de las sepulturas. Además de la mujer que había visto entrar y que ahora limpiaba afanosa la superficie de la losa, otras tres más se desparramaban por el camposanto como siluetas de negro en aquel laxo silencio. Al fondo, junto a la tapia, atisbé a un hombre que realizaba trabajos de albañilería. Decidí acercarme, atravesando los estrechos pasillos formados entre las caóticas hileras de sepulturas, tan apiñadas entre sí que había tramos en los que apenas podía poner los pies si no era pisando parte de la tumbas, lo que me provocaba cierto reparo.
—Buenos días —dije cuando le tenía a unos metros de distancia. Él se giró un instante, y siguió a lo suyo. Estaba enfoscando una parte de la tapia y se oía el rascar del yeso bajo la llana al extenderlo sobre la superficie—. ¿Sabe dónde puedo encontrar al sepulturero?
—Yo soy el sepulturero.
—¿Es usted el nieto de Fermín Sánchez, el que tenía una taberna que se llamaba Casa Fermín?
Mientras hablaba no dejó de lanzar mortero sobre la superficie.
—Diga lo que quiere, que hoy tengo tarea —se calló un instante para mirar el reloj—. En poco tiempo llegará un difunto y, aquí, ellos siempre tienen prioridad a los vivos.
—Soy Ernesto Santamaría —me adelanté hacia él con la mano tendida, pero se me quedó inerte en el aire—. Me ha hablado de usted Genoveva, la hija de don Honorio, el médico; tiene un nieto que se llama Carlos Godino…
—Sé quién es la Genoveva.
Me interrumpió con la voz recia y, con cierta reticencia, me estrechó por fin la mano. Su tacto era áspero y basto como si hubiera agarrado el tronco de un árbol.
—No quisiera interrumpirlo.
—Lo está haciendo, ya le he dicho que tengo mucha tarea.
—Puedo esperar lo que sea necesario. No le entretendré demasiado, pero tengo interés en hablar con usted, si no tiene inconveniente.
Tenía la piel cetrina, arrugada, casi apergaminada; de cara enjuta, con los ojos muy juntos y las cejas muy pobladas. No era muy alto y su aparente corpulencia se la proporcionaba las capas que debía llevar para protegerse del frío bajo el jersey de lana deshilachado de color gris. Su pelo era cano, abundante, rizado con algún mechón negro; con barba de dos días, parecía viejo, cansado de la vida, como si hiciera mella en él el continuo contacto con la muerte y con el sufrimiento que genera a los que no tienen más remedio que aceptar el adiós definitivo.
—¿Qué es lo que quiere?
—¿Le dicen algo los nombres de Andrés Abad Rodríguez y Mercedes Manrique Sánchez?
—Mercedes Manrique Sánchez está enterrada aquí. Antes de Navidad trajeron los restos desde Galicia.
Me quedé mirándolo, absorto. De repente, Mercedes, o al menos una parte de ella, se me había presentado en algo más que en la imagen de una foto.
—¿Mercedes Manrique está enterrada aquí?
—Sí, señor. En una tumba de aquel lado —levantó el brazo y señaló—, delante de la capilla que ve usted allí.
Me volví hacia donde me apuntaba; justo en ese momento, un grupo de gente empezaba a amontonarse en la entrada.
—Le voy a tener que dejar —me dijo, mirando de nuevo su viejo reloj de pulsera—. El difunto está a punto de llegar.
—¿Puedo esperarle?
Se había agachado a recoger los instrumentos de trabajo y, al oírme, alzó la cabeza para mirarme sin llegar a levantarse.
—Si usted quiere, pero es posible que tarde; el muerto era muy conocido del pueblo, vendrá mucha gente.
Me sorprendió que hablase de Móstoles como de un pueblo.
—No me importa —añadí—, le esperaré, si no tiene inconveniente.
—Yo ninguno, usted sabrá.
Se alejó hacia el otro extremo del cementerio.
Me volví a mirar a la gente que entraba, pausados, distraídos, hablando entre ellos en un murmullo ascendente; algunos se saludaban como si hiciera mucho tiempo que no se veían. Frente a la capilla (en realidad era un altar cubierto con un alpendre enfoscado de blanco, adosado a la tapia que rodeaba el recinto, con una cubierta de tejas), atisbé a una mujer y una niña que parecían estar al pie de una tumba. El tumulto cada vez más numeroso —una marea oscura que lentamente invadía la quietud del camposanto— apenas me permitía entreverlas, pero me pareció que la niña era Natalia, mi vecina. Pensé que tal vez tuvieran algún familiar enterrado y decidí acercarme. Tenía que ir mirando el terreno que pisaba, zigzaguear cediendo el paso a los que se adentraban al lugar en el que iba a producirse el enterramiento (di por hecho, indeliberadamente, que ellos tenían preferencia). Cuando por fin llegué al paseo central, eran tantos los que accedían que me costó atravesar la riada humana para llegar al lugar donde había visto a mis vecinas; cuando lo conseguí, para mi decepción, ya no estaban allí. Me tuve que apartar porque justo en ese instante entraba el féretro por la puerta —una caja de madera marrón oscura— portada sobre los hombros de seis hombres jóvenes, cabizbajos, dos de traje y corbata negra, y los otros con vaqueros y chaquetones. La mayoría llevaban gafas de sol intentando ocultar su dolor o velar, aunque fuera detrás de la oscuridad de los cristales, la cruda realidad de la pérdida; unos iban con los ojos clavados en el suelo que pisaban, otros con la vista al cielo, tomando el aire que parecía faltarles; alguno de ellos llevaba el paso cambiado, lo que provocaba el vaivén irregular del ataúd. Un silencio solemne enmudeció el rumor de voces que vadeaba entre los presentes, incluso pareció quedar amortiguado el ruido más allá de la puerta, en el lado de los vivos. Con la mirada fija en el avance altivo del féretro, flanqueado por la marea compacta de los que pretendían seguir su paso, pude ver, ya en la calle, a la anciana y a la niña que, justo en ese momento, se volvió hacia la entrada y pude verle la cara. En efecto era Natalia. A contracorriente, intenté salir, pero los gestos reprobatorios de la gente me hicieron desistir. Me alejé del tránsito de acompañantes y me acerqué hacia la capilla. El enjambre de tumbas era una locura, unas ascendían de la tierra majestuosas, revestidas de placas de mármol gris, negro o blanco, con letras doradas o plateadas incrustadas sobre la piedra, o bien talladas en su superficie con cincel y martillo; otras permanecían a ras de tierra, sin mármol que las cubriera, con una simple lápida de baldosines o de rasilla, quebrada por el paso del tiempo; en algunas sólo se vislumbraba la tierra algo abultada como único indicador de que bajo ella yacían restos relegados ya de cualquier recuerdo. Había algunas sin nombre, o con sólo una cruz de hierro clavada en la tierra con frases escritas a mano con pintura blanca en plaquitas de hierro: «Tu mujer y tus hijos no te olvidan»; nada más, ningún nombre de aquel al que, esa esposa y esos hijos, no olvidaban, ninguna fecha que indicase cuándo se inició ese olvido; sólo la cruz y la tierra abultada como prueba de su deceso. Paseé la vista por aquellas tumbas, caminando lento, dejando atrás el cortejo fúnebre que se iba alejando hacia el fondo, donde ya les esperaba el sepulturero. De pronto me detuve en seco. Mis ojos quedaron clavados en un nombre toscamente tallado: Mercedes Manrique Sánchez. No tenía lápida de mármol, ni se alzaba del suelo con alguna construcción de ladrillos o placas para acotar su terreno; sólo estaba la tierra hinchada, recientemente removida, sobre el que se había dispuesto (en evidente provisionalidad) una pequeña placa hecha de rasilla y yeso, en cuya superficie aprovechando su blandura inicial, se había grabado el nombre con algo punzante, quedando, al secarse, las letras petrificadas. Tal y como me había adelantado el sepulturero, allí estaban depositados los restos de Mercedes. Miré las sepulturas de alrededor, y me pregunté cuál de ellas estarían visitando mis vecinas. Seguí paseando tranquilo, dispuesto a esperar lo que fuera necesario para poder hablar con tranquilidad de la sepultura descubierta de uno de mis personajes.
Una vez que el féretro fue depositado en el fondo de la yacija, la oscura marea de acompañantes se removió, esta vez hacia la entrada. En la puerta se colocaron cinco hombres en fila, y de inmediato, como si todo estuviera premeditado, se formó una cola que empezó a desfilar ante ellos para ofrecerles su apoyo y su pésame. Ya no había silencio, una vez en traspasado el umbral del camposanto, como si fueran conscientes de que estaban de nuevo en el espacio de los vivos, la gente hablaba, reía y se saludaba o se despedía con irreverente efusión.