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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (36 page)

Gumersindo no reaccionó al principio, como si el viejo le hubiera dicho que me desvelase un secreto que nunca pensó que se fuera a descubrir. Pero atisbé cómo el viejo cogía la mano a su yerno y apretaba con sus dedos largos y contraídos, mirándolo insistente, asintiendo con sus ojos blandos.

—Voy a acompañarlo a la puerta. Ahora vuelvo.

—No tardes —advirtió Herminia—, que luego se te hace tarde.

—Ya lo sé, mujer, no repitas tanto las cosas.

Llegamos a la puerta, yo mismo abrí y salí a la calle. Entonces me volví hacia el sepulturero que, desde el quicio de la entrada, me miraba serio, con un visaje de gravedad que no le había visto antes.

—¿Qué ocurre, Gumer?

—Nada, ¿qué va a ocurrir?

Su actitud había cambiado radicalmente, mostrándose reacio a mi presencia.

—¿Qué le ha dicho su suegro? —insistí.

—Nada que a usted le importe.

—Si es algo referente a Andrés Abad y Mercedes Manrique sí que me importa y mucho.

—¿Es usted familiar o tiene algo que ver con ellos?

—No. Lo cierto es que…

—Pues entonces, no hay nada que contar.

Su gesto pasivo, imperturbable, me desconcertó. Parecía incómodo con mi presencia, como si hubiera removido algo olvidado en el tiempo y que se resistía a destapar.

—Tengo mucho interés en todo esto —insistí.

Movió la cabeza de un lado a otro.

—Mi mujer tiene razón, no ha sido buena idea traerlo. Será mejor que se olvide de todo esto. Vamos a dejar en paz a los muertos.

La voz de Herminia llamándolo fue la clave para cortar la conversación, cerró la puerta y me quedé en medio de la acera, aturdido.

Capítulo 16

Mario abrió los ojos y lo primero que vio fue a una mujer vestida de negro con un mandil de colores grises; doblaba ropa que sacaba de un cesto de mimbre situado a sus pies para colocarla sobre una mesa de madera. Estaba tan concentrada en sus tareas que no se percató que la miraba. Moviendo los ojos, Mario miró a su alrededor; se hallaba tumbado sobre un colchón de lana mullida, en una habitación aireada, encalada y fresca; frente a él se abría una ventana pequeña, por la que penetraba la intensidad del sol de mediodía o de primeras horas de la tarde. Las partículas de polvo se mantenían en suspensión en el haz de luz, dando a la alcoba un ambiente sosegado entre la claridad y la penumbra que se formaba en los rincones. No había más muebles ni enseres aparte de la cama, la robusta mesa y un banco corrido en el que estaba sentada la mujer. Mario tragó saliva y sintió la garganta seca como el esparto. Intentó levantarse pero un fuerte dolor lo paralizó, emitiendo un quejido lastimero; al oírlo, la mujer se volvió hacia él, dejó lo que tenía en las manos, se levantó y se acercó a su lado.

—Procura no moverte, chico, no vaya a ser que te vuelva a sangrar la herida.

Tenía la cara redonda y rugosa, el pelo encanecido divido en dos crenchas tirantes e iguales, recogido con un moño a la altura de la nuca, lo que le daba una expresión áspera y adusta.

—¿Dónde estoy?

—En Móstoles. A salvo. ¿Cómo te encuentras?

Mario pensó un instante en su estado, en cómo había llegado hasta allí, en el origen del dolor que tenía en la espalda a la altura del hombro.

—Me duele.

—No me extraña, hijo, don Honorio te ha sacado una bala. Según él, si entra un poquito más, te llega al corazón.

En ese momento entró en la alcoba un hombre de unos sesenta años, delgado, enjuto y huesudo, con su boina calada y ese aspecto rudo y despegado de los campesinos curtidos por la tierra y el sol.

—¿Ya se ha despertado? —preguntó inexpresivo.

—Acaba de hacerlo —contestó la mujer que de nuevo trajinaba con la ropa del cenacho.

El hombre se acercó hasta Mario con paso lento.

—¿Cómo estás?

—Dolorido.

—Es normal. El médico no se explica cómo pudiste saltar la tapia. Has perdido mucha sangre.

Mario frunció el ceño y miró a su alrededor.

—¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Te encontré en el patio, medio muerto. Ya le puedes dar gracias a don Honorio, si no fuera por la mano que tiene a estas horas estarías criando malvas.

La mujer cargó el cesto con la ropa colocándolo sobre su oronda cadera.

—Le voy a traer un caldo, me dijo don Honorio que tomase uno en cuanto despertase.

—Voy yo a decirle que se pase por aquí. Tú, mientras, descansa, y sobre todo no te muevas, al menos hasta que venga el médico.

Mario se quedó solo. Tenía la mirada clavada en el techo encalado, de superficie irregular, del que colgaba un cable retorcido con una bombilla tiznada. Oía a la mujer hablando con otra en alguna estancia dentro de la casa, y golpes secos de loza, como si estuvieran colocando platos o tazas. Al rato, entró en la alcoba una mujer mucho más joven y que, por lo abultado de su vientre, estaba embarazada. Era morena y guapa, aunque Mario pensó que tenía el aire rancio de las chicas de los pueblos que las diferenciaba de esa sofisticación más propia de las de Madrid. Llevaba un tazón de loza blanca que humeaba, con un paño colgado en la muñeca. Caminaba despacio, para evitar tropezar y verter el contenido de la taza.

—Hola, Faustino —dijo sonriendo, sin perder el equilibrio de lo que portaba—, me alegro de que estés mejor.

Mario recordó entonces el salvoconducto en el que ponía el nombre de Faustino.

—Te traigo un caldo de gallina que levanta a los muertos. Te vendrá bien.

Dejó el tazón en la mesa y se acercó a la cama, con una sonrisa servicial.

—Deja que te ayude.

Le colocó una almohada en la cabecera y Mario se fue incorporando, poco a poco, resoplando para tragarse el dolor que le ardía en la espalda. Cuando consiguió reclinarse sobre las almohadas, cerró los ojos desfallecido, como si hubiera hecho un esfuerzo titánico.

—Espera, espera un poco —le dijo a la mujer cuando la vio acercarse con el caldo—. Creo que me estoy mareando.

—No me extraña, apenas te hemos podido alimentar con algo de líquido, tienes que estar muy débil.

Esperó paciente, a su lado, hasta que recuperó la estabilidad. Sorbió el caldo despacio, sintiendo el sabor cálido y salado pasar por su garganta, que le reconfortaba su estómago y aliviaba su debilidad.

—Gracias. Estaba muy bueno. ¿Cómo te llamas?

—Mercedes, mi madre es la que ha salido con la ropa, ella se llama Nicolasa, y el hombre que ha ido a buscar al médico es el tío Manolo, bueno, Manolo. Es el tío de mi marido, y ésta es su casa.

Mientras hablaba, le recomponía la cama como si fuera una atenta enfermera. Cuando se acercó para colocarle el embozo, Mario aspiró el aroma a limpio de su cuerpo.

—Nos tienes que decir a quién debemos avisar. Llevas aquí dos días, con mucha fiebre, a veces hasta delirando. Has estado muy mal, creíamos que no salías. Dinos dónde vive tu familia y daremos aviso de que estás bien —su gesto se quebró y desvió la mirada—, seguro que estarán muy preocupados por ti. Sólo sabemos que te llamas Faustino Morales Corral —calló un instante y le miró de reojo, algo esquiva—, y que vienes de la Modelo.

—No me llamo Faustino Morales —dijo mirándola a los ojos—. Mi nombre es Mario Cifuentes Martín, y vivo en Madrid.

Mercedes abrió la boca para decir algo, pero se mantuvo callada cuando oyó las voces de su madre, de Manolo y del médico que ya se acercaban. Don Honorio entró el primero, con paso firme, sonriente, portando un maletín negro. Era mucho más alto que el tío Manolo, más orondo, calvo, con un bigote minúsculo. Llevaba una chaqueta abierta marrón del mismo color que los pantalones, camisa clara abrochada hasta el cuello, pero sin corbata ni sombrero. Mercedes se apartó prudente, con gesto contrariado, y cogió el maletín que, sin mirarla, le tendía don Honorio.

—¿Cómo está mi paciente? —tomó la muñeca de Mario y, con los ojos puestos en un reloj que se había sacado del bolsillo de la chaqueta, sintiendo el pálpito de sus venas, se mantuvo a la espera unos segundos. Luego le tocó la frente y le observó los ojos—. Ya casi no tienes fiebre. ¿Ha comido algo?

—Se ha tomado todo el caldo —respondió Mercedes en seguida.

—Eso está bien. Ahora debes alimentarte, pero poquito a poquito, que vayas recuperando las fuerzas. Deja que te vea la herida.

Con delicadeza, le obligó a girarse hacia la pared. Mario tenía el torso desnudo, y sólo se cubría con una ligera sábana de algodón y una colcha fina de ganchillo. Don Honorio le retiró el vendaje que tenía y le palpó, provocando un quejido apenas contenido.

—¿Duele mucho?

—Se soporta.

—Cicatriza bien, no te apures.

Mientras que lo estuvo curando, nadie habló. Cuando le cubrió la herida, lo ayudó a volverse para quedar de nuevo reclinado.

—Bueno, Faustino, pues esto es cuestión de unos días.

—No se llama Faustino —dijo Mercedes, con voz queda.

Las miradas se intercambiaron en silencio.

—Pero… —balbució don Honorio, sorprendido—, cuando te encontramos llevabas encima un salvoconducto…

—Utilicé un nombre falso para escapar…

—Ya entiendo —añadió el médico, con gesto circunspecto—. Entonces, ¿nos vas a decir quién eres?

—Me llamo Mario Cifuentes Martín, vivo en Madrid, con mis padres y mis hermanos. Llevo desde finales de julio preso en la Modelo, pero les aseguro que no soy ningún delincuente. Lo cierto es que desconozco la razón de mi encierro… bueno, me dijeron que tenía amigos fascistas. Pero no he hecho nada, pueden creerme, y de política lo único que sé es lo que se habla en la universidad donde estudio Derecho —en su mente debilitada, buscaba palabras que lo justificasen ante aquella gente a la que no conocía—. Mi padre es médico y…

—¿Tu padre es médico?

—Sí. Eusebio Cifuentes Barrios. Trabaja en el hospital de la Princesa.

—Lo conozco.

Mario sonrió como si estuviera presenciando un milagro.

—¿Conoce usted a mi padre?

—Sí, hemos coincidido en varias ocasiones. Si no me falla la memoria, se dedica a traer niños al mundo —Mario afirmó, sonriente—. Le avisaré de que estás aquí, pero dime una cosa, ¿cómo has podido escapar?

Mario detalló cómo había salido de la cárcel y cómo había huido cuando detuvieron el camión que le llevaba al frente con otra identidad.

—Lo que no sé es cómo he llegado hasta aquí —añadió, mirando a su alrededor.

—Manolo te encontró afuera, en el patio. Debiste saltar, y ahí te quedaste. Ahora estás en su casa, bien atendido por él, y por Nicolasa y Mercedes. Puedes estar tranquilo, son buena gente. Yo soy Honorio Torrejón, médico de Móstoles. Te cuidaremos lo mejor que podamos, y más sabiendo quién eres.

—Avise a mis padres, se lo suplico, estarán muy intranquilos con lo que pasó en la cárcel. No quiero pensar lo que estará pasando, sobre todo mi madre.

—No te preocupes, pero hay que ser muy cauto. Eres un preso político, y, para esta gente, eres mucho más peligroso que el peor de los criminales. Seguro que te estarán buscando por la zona. No puedo utilizar el teléfono, no me fío de las líneas —se quedó pensativo un rato—. Ya buscaré la forma de dar aviso a tu padre sin que nadie corra peligro.

—No quiero importunar, me iré en cuanto me pueda levantar…

—No te preocupes. Nadie sabe qué estás aquí, salvo nosotros. No debes moverte durante unos días, primero porque estás muy débil, y luego porque no te conviene andar por ahí. Hay muchos controles de aquí a Madrid, y como te pillen los milicianos no dudes que te darán el tiro de gracia.

Mario asintió con un gesto. Don Honorio dio algunos consejos a las dos mujeres para el cuidado del herido, y luego salió con Manolo de la casa.

—Me preocupa, Manolo, corréis mucho peligro las mujeres y tú; lo deben estar buscando hasta por debajo de las piedras.

—Habilitaré la cueva, por si acaso.

—Escóndelo ahí, es mejor. Estará más fresco y tú no correrás el riesgo de que le encuentren en tu casa. Si llegan a descubrir que cobijas a un evadido…

—Nadie lo sabe.

—De todas formas, es mejor que lo bajes a la cueva, por si acaso.

—Más me preocupa la Mercedes…

—Y a mí, a mí también… —don Honorio le miró con gesto grave, se volvió un instante hacia la casa para cerciorarse de que ninguna de las dos mujeres andaba cerca, y sólo entonces le habló en voz muy baja—. No te he dicho nada para no preocuparos, pero ayer por la noche estuvieron en casa de Nicolasa.

—¿Quiénes?

—Qué más da. El caso es que buscaban a Mercedes. Les dijimos que la madre y la hija se habían ido fuera de Móstoles. En principio se conformaron, pero —tomó aire con una mueca de inquietud— hay que sacarla de Móstoles cuanto antes. Cualquiera puede dar el chivatazo, ahora no se puede uno fiar ni de su sombra.

El viejo Manolo movió la cabeza.

—No tienen a dónde ir, Honorio —chistó los labios y enarcó las cejas mirando hacia la casa—. Por si acaso las diré que se escondan en la cueva con el chico.

—Haz lo que estimes conveniente —se quedó pensativo un rato—. Es posible que esta misma tarde pueda tener una solución para ella. Ya te contaré.

Don Honorio se despidió de Manolo y subió por la calle de las Vacas, en dirección a su casa. Se sentó en su escritorio y buscó una agenda en la que guardaba un listado de teléfonos, nombres y direcciones de sus colegas, amigos y conocidos. Su mujer le preguntó por Nicolasa y Mercedes. Por recomendación de su marido, no las veía desde el día que se llevaron a Andrés y Clemente, y ni siquiera le había dicho a ella que mantenían a un hombre herido en la casa. Era muy peligroso y lo mejor en los tiempos que corrían era no saber. Buscó el nombre de Eusebio Cifuentes. Descolgó el auricular y pidió a la telefonista que le pusiera en comunicación con el número que tenía delante.

—¿Cuánto tardará?

—No lo sé, señor, las comunicaciones están muy mal, es posible que se demore algo más de la cuenta.

—Haga todo lo que esté en su mano, señorita, es muy urgente.

El teléfono sólo dio un par de timbrazos; Genoveva lo cogió antes de que su padre llegase a él.

—Sí, un momento.

La niña le tendió el pesado auricular a su padre.

—Es la llamada que has solicitado a Madrid.

Don Honorio cogió el aparato y se lo colocó en la oreja. Se sentó a la espera de la señal que conectaba con el número de los Cifuentes.

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