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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (30 page)

Ella encogió los hombros y miró hacia la puerta. Luego, volvió los ojos a Mario.

—No me queda otra elección.

Mario miró a su amigo muerto, le acarició la cabeza con delicadeza.

—Claro, mejor ser verdugo que no condenado.

Luisa se acercó a la pared y se sentó en el suelo poniendo sus brazos sobre las rodillas encogidas hacia su pecho. No iba armada. Vestía un mono azul desgastado con cremallera; le quedaba muy grande, y llevaba las mangas y las perneras plegadas con varios dobleces. Calzaba unas alpargatas sucias atadas a los tobillos huesudos con una cinta blanca, dejando al aire las pantorrillas morenas y algo mugrientas del polvo.

Mario la observaba desde el otro lado de la mesa de mármol.

—Hace quince días tuve visita de mi madre y de mi hermana. Quería darte las gracias.

—Conocí a tu hermana, y también a su novio.

—¿A Teresa? —preguntó sorprendido—. ¿Todavía sigue con ese socialista?

—¿Tiene algo de malo?

—No. En absoluto. Es un buen chico, lo conozco de la universidad. Pero no creo que mi padre, y mucho menos mi madre, le acepten como yerno, no lo creo, la verdad.

Mario se movió un paso, pero se detuvo mirando a Alberto, como si temiera dejarle solo. Volvió a tocarle la cabeza con ternura. Luego, despacio, se acercó hasta donde estaba ella y se sentó a su lado.

—Él no ha tenido visita de sus padres. Estoy convencido de que eso le debilitó más.

—Hay veces que los familiares esperan horas en la puerta y luego no pueden ver a los presos. Todo es un poco caótico. Hay demasiados responsables, y eso no es bueno para nadie.

—¿Cuánto tiempo crees que tardarán en llevárselo?

—Depende, pero ya te advierto que pueden pasar horas.

—No aguantaremos mucho tiempo en este sitio, con este calor; el olor ya empieza a ser insoportable.

—A todo se acostumbra uno. Pero si quieres, puedes volver a la galería.

—No. No le dejaré solo.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó Luisa, haciendo un gesto con la cabeza hacia el cadáver.

Mario fijó sus ojos en aquella superficie mortuoria en el que se dibujaba el perfil sereno de la muerte.

—Hace unos días empezó con fiebre muy alta, apenas probaba bocado; luego llegaron las diarreas. Se quedó sin fuerzas. Pedí un médico para que lo atendiera, pero nadie me hizo caso. Por lo visto, es la justicia que se imparte ahora, dejar morir a los enfermos.

No pudo evitar el tono de reproche, pero ella no se inmutó.

—Todos los médicos y sanitarios de Madrid están en los hospitales de sangre. Cada día llegan más heridos del frente, no dan abasto —le miró con franqueza—. No hay médicos aquí. Por eso no pudieron ayudar a tu amigo.

—Mi padre es médico, ¿sabes? Y he tenido que ver cómo mi mejor amigo se moría de unas diarreas en la más absoluta indigencia… Es todo tan injusto… —guardó un instante de desesperado mutismo, intentando tragar la realidad. Luego, miró a la chica, serio, inquisitivo—. ¿Por qué participas en esto?

Ella le mantuvo la mirada un rato, como si quisiera aseverar que no tenía nada que ver con la muerte de su amigo. Luego, se quedó mirando al vacío, arqueó las cejas y chascó la lengua.

—Tú perteneces a una familia rica, tienes el futuro asegurado desde que naciste; mi mundo es otro muy distinto en el que la palabra justicia no ha existido nunca.

—¿Y por eso merezco estar aquí, preso como un delincuente?

—Siempre hay víctimas en una revolución, unas veces les toca a unos, otras a otros.

—Y esta vez me ha tocado a mí… y a él —dijo, mirando hacia el cadáver de Alberto.

—Es un precio que hay que pagar.

—Demasiado caro, ¿no crees? Claro, tú qué vas a decir…

Ante el silencio de ella, él continuó su discurso, sin apenas fuerzas, sólo hablaba por expulsar fuera de sí la impotencia acumulada ante la incomprensión de lo que pasaba.

—Llevo un mes aquí metido y todavía nadie, nadie —repitió con vehemencia— me ha dicho qué delito he cometido. Han matado a mi amigo Fidel, y Alberto… —tragó saliva, con gesto abatido. Puso su cabeza entre las manos y miro a un cielo inexistente e imaginario—. No entiendo nada.

—Yo no pongo las normas, Mario.

—Ni yo tampoco las ponía antes, Luisa. ¿Cuántos hombres hay aquí encerrados? ¿Cuántos están como yo? Un día sales de tu casa y unos tíos te meten en una camioneta con letras pintadas, sin más explicaciones; te acusan de tener amigos fascistas… ¡Dios Santo! ¿Desde cuándo pensar es un delito?

—¿Qué estudias?

Le cogió de sorpresa lo trivial de la pregunta.

—¿Qué importa eso? ¿También es un delito estudiar?

—A mí me hubiera gustado estudiar arquitectura. ¿No estudiarás arquitectura?

Mario miró aquellos ojos negros, que parecían querer evadirse de la terrible tragedia. Respiró hondo y relajó el tono de voz, emitiendo un sonido casi gutural al hablar.

—Me falta un año para terminar Derecho.

—No me gustan las leyes, son demasiado frágiles, están hechas a voluntad de un grupo de zoquetes que no tienen ni idea de lo que necesita la gente —se volvió hacia él y le sonrió achicando sus enormes ojos—. A mí me gustaría construir edificios, puentes, torres, cosas que queden para siempre y que sean útiles.

Mario estaba anonadado ante la retahíla de aquella miliciana.

—Visto así, también son útiles las leyes para mantener el orden.

—El orden de unos pocos, los mismos que hacen esas leyes, siempre a su medida.

—¿Y los abogados? Seremos necesarios para defender los derechos…

—Los derechos de los ricos —le interrumpió con un tono irónico, retirándose el mechón de la mejilla y llevándolo detrás de la oreja—, porque si no tienes para pagar a un abogado tampoco tienes derechos.

—Las cosas no son tan simples —balbució Mario, incómodo.

—Si un asesino tiene dinero siempre habrá un abogado que lo defienda, y si es bueno, seguramente hasta se escaqueará de la cárcel. Pero si a un infeliz le pillan robando una gallina para comer, y no tiene dónde caerse muerto, ya se puede dar por perdido porque acabará condenado de por vida.

—No estoy de acuerdo.

—¿Defenderías a un delincuente, sabiendo que ha cometido un delito, si te paga bien?

—Todo el mundo tiene derecho a una defensa.

Ella le miró con sorna.

—¿En qué mundo vives? No tienes ni idea de lo que pasa ahí fuera.

—¿Es que tengo que pedir perdón de haber nacido en una familia con dinero? Eso tampoco se elige, ¿sabes?

—Has tenido la suerte de poder elegir la carrera, y de ir a la universidad. Yo nunca tendré esa oportunidad.

—Eres una mujer, ¿para qué quieres ir tú a la universidad?

Le miró un instante con un evidente gesto de reproche.

—Por eso estoy en este lado.

—Pero las mujeres no tenéis la misma capacidad para estudiar que los hombres, no es adecuado para vosotras. ¿Tú sabes lo difícil que es la carrera de arquitectura?

—No me conoces y ya me consideras una estúpida incapaz.

—No quería decir eso.

—Lo piensas, y no sólo eso, estás convencido de ello, no sólo de mí, sino de todas las mujeres.

Mario se sintió aturdido.

—Mi madre y mis hermanas no han tenido la necesidad de estudiar…

—Ni tus hermanas ni tu madre han tenido la oportunidad de elegir porque en esta sociedad sólo deciden los hombres.

Sonrió sarcástico.

—Te aseguro que, aunque tuvieran todos los permisos y aquiescencia de mi padre, no veo yo a las mujeres de mi casa recibiendo clases en la universidad…

En ese momento la puerta se abrió y un hombre asomó la cabeza.

—Ah, Luisa, estás ahí. Me ha dicho Cipri que llamase al camión para que se lleven al muerto.

—¿Tardará mucho?

—Acaba de llegar.

—Está bien, que vengan a buscarlo.

Mario y Luisa se levantaron pesadamente, como si la interrupción les hubiera disgustado.

El miliciano puso una expresión de asco y se tapó la nariz.

—Éste huele ya que apesta. No sé cómo podéis soportar el olor.

Desapareció de la puerta dejándola entreabierta. Luisa esperó un instante expectante, comprobando que se alejaba. Se puso frente a Mario y le miró con gesto grave.

—Mario, ¿confías en mí?

—No entiendo…

—¿Confías en mí? ¿Quieres salir de aquí?

—Claro.

—Pues escucha bien lo que voy a decirte porque no te lo volveré a repetir. A lo largo del día harán un registro en tu galería. Pase lo que pase en las próximas horas no des tu nombre sino el de Faustino Morales Corral; llevas encerrado en la cárcel desde hace seis meses porque asesinaste a tiros a dos guardas en una finca de La Guindalera.

Luisa tenía fijos sus ojos, negros y grandes, en los de Mario. Hablaba despacio, con voz muy baja pero clara, asegurándose de que él entendía todo lo que decía.

—Pase lo que pase, no digas que eres Mario Cifuentes, a partir de ahora eres Faustino Morales Corral, y en cuanto tengas oportunidad, di que te quieres afiliar a la CNT, y que quieres ir al frente a luchar contra los fascistas; recuérdalo, a la CNT, si te ofrecen la UGT recházalo, es la única forma de poder ayudarte.

—Pero ¿por qué?

Ella encogió los hombros y le mostró su sonrisa.

—Soy una chica lista. Siempre es bueno tener a un abogado como amigo.

Se oyeron unas voces por el pasillo que se acercaban, para desesperación de ambos.

—Luisa…

—Haz lo que te digo, estate atento y cuando tengas que identificarte procura mostrarte no como un niñato burgués sino como un asesino. Te aseguro que te va la vida en ello. Luego, déjate llevar.

Tuvo que callarse porque dos hombres irrumpieron en la sala mortuoria. El hedor pestilente de la muerte les obligó a girarse con un gesto de repugnancia; se colocaron sobre la nariz el pañuelo que llevaban anudado al cuello, mientras echaban pestes por la boca.

—¿Es a éste al que tenemos que llevarnos?

—Sí —contestó de inmediato Luisa, acercándose a la mesa de mármol.

Antes de que los dos milicianos cogieran el cuerpo de Alberto, Mario acarició su cabeza por última vez en una despedida definitiva.

—Tú, tienes que regresar a tu galería.

Comprendió el tono rudo y autoritario de Luisa.

Esperaron a que sacasen el cuerpo y abandonaron aquel cuarto. Fueron en silencio hasta la entrada de la galería número tres.

—Recuerda todo lo que te he dicho —le dijo, en voz muy baja, antes de llegar al control. Después, se dirigió a los funcionarios que hacían guardia—. Aquí os traigo a éste.

El que estaba en la puerta apenas le echó un vistazo, más pendiente de revisar de arriba abajo a Luisa. El sonido metálico de las cerraduras le devolvió a la realidad. Dio un par de pasos y la puerta se cerró a su espalda. Cabizbajo, recorrió el pasillo atestado de hombres y voces huecas que no le decían nada. Daba vueltas a las palabras de Luisa, sin dejar de repetirse el nombre que le había dicho y el crimen aplicado. No entendía nada, pero por pura supervivencia tenía que confiar en ella.

Llevaban varios días haciendo registros en busca de armas. A los presos comunes se les había ofrecido la posibilidad de salir en libertad si se alistaban a la milicia de la República. Eran muchos los que habían aceptado, y se estaba haciendo una selección de ellos. Mario pensó en la atrocidad de poner en libertad a ladrones, asesinos, condenados y maleantes de la peor calaña, para pasar a formar parte de un ejército. Aquello no podía salir bien.

En completa soledad, a pesar de estar rodeado de centenares de hombres, solos como él, se dispuso a afrontar el primer día sin Alberto, alertado por lo que pudiera pasar en las próximas horas, y en el nombre y datos que le había dado Luisa.

Rayaba el sol de mediodía de aquel sábado de agosto, sudaba por todo el cuerpo y le costaba respirar el aire seco, espeso, pastoso.

Capítulo 14

El viejo Manolo se volvió al oír el motor ronco de una camioneta que se acercaba. Una nube de polvo envolvía la bandera roja (con la hoz y el martillo pintado toscamente) que ondeaba en lo alto de la cabina. Supuso que trasladaba milicianos hasta algún frente, así que continuó caminando. Cuando el vehículo le rebasó, bajó la mirada al suelo, se caló el sombrero de paja, y apretó los labios para evitar tragar el polvo que había levantado a su paso. Lo vio alejarse; sin embargo, al llegar a la barbacana, en vez de continuar por la carretera, se desvió hacia el cementerio. Le pareció extraño. Llevaba el azadón sobre el hombro para unirse a sus sobrinos. Aquella mañana se había quedado en casa, durmiendo un poco más de la cuenta, porque había estado hasta bien entrada la madrugada escondiendo todas las cosas de valor, suyas y las de su hermana, en un agujero cavado en el patio, con el fin de evitar los robos y saqueos que ya se habían dado en algunas casas vacías. Por eso no había acudido a primera hora al campo con sus sobrinos. Ellos llevaban ya varias horas trabajando la tierra. Era casi mediodía, y al sol abrasador de finales de agosto se le unía una ligera brisa que hacía el aire seco más sofocante.

Manolo se detuvo cuando, a lo lejos, comprobó que el camión estaba detenido frente a la tapia del cementerio, en medio de la tierra cultivada, justo para ver cómo, a empujones, subían a sus dos sobrinos a la batea del camión. Echó a correr consciente de que se la jugaba. En los últimos tiempos, las cosas se habían enrarecido mucho. Todos recelaban de todos, nadie se fiaba de nadie en una tensa espera ante el imparable avance hacia Madrid de los sublevados, a pesar de que las autoridades insistían en que se les estaba plantando cara. Pero la realidad era que las carreteras se convertían a diario en una riada de refugiados camino de un exilio en su propia tierra, mujeres cargando a sus niños, viejos portando sobre una mula o un carro, o sobre sus flacos hombros, los hatos con toda su vida, hombres curtidos por el sol y el viento del campo acobardados por la brutalidad implacable de los rebeldes en cada pueblo conquistado, exterminando cualquier elemento ajeno a su causa. Muchos en Móstoles habían empezado a marcharse a lugares más seguros. Pero él lo tenía claro, nadie, ni sublevados ni republicanos, le sacarían de su casa si no era con los pies por delante.

El camión emprendió la marcha en dirección a él; se plantó en medio del camino y alzó los brazos para detenerlo. El sonido insistente del claxon no lo amedrentó y el conductor no tuvo más remedio que pisar el freno de forma brusca. Con el vehículo ya parado y en medio de la polvareda provocada por el frenazo, el hombre que iba al volante sacó medio cuerpo por la ventanilla y le espetó con enfado.

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