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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (27 page)

—Ya le he dicho, don Hipólito, que en esta casa las normas las pongo yo —sentenció con firmeza—. Si no está conforme, ya sabe dónde tiene la puerta.

En ese momento, el sonido estridente del timbre sobresaltó a todos. Cándida miró extrañada a doña Matilde. No podía ser Arturo porque él tenía llave. Doña Matilde miró, instintivamente, el reloj de pared que marcaba el tictac en el silencio del comedor. Las nueve y media.

—¿Abro? —preguntó Cándida, aturdida.

—Abre.

Si hubiera sido en cualquier otra época nadie se hubiera extrañado porque podría ser cualquier cliente buscando habitación, sin embargo, una sombra de inquietud se incrustó en los ojos de todos los comensales.

El timbre volvió a retumbar dejando una resonancia enmudecida.

Cándida salió del comedor y recorrió el largo pasillo hasta llegar a la puerta, acelerando el paso pero sin llegar a correr. Abrió con cierto reparo que desapareció de inmediato al encontrarse con tres caras asustadas: dos mujeres desconocidas y al cuñado de doña Matilde, don Avelino, al que le costó ubicar unos segundos al no llevar la sotana, no tanto porque no entendiera desde un principio que en aquellos días ir por la ciudad con hábito religioso era como llevar una diana en el pecho, sino porque nunca se hubiera imaginado a aquel hombre vestido de otra forma que no fuera con el alzacuellos blanco y la vestidura talar negra. Parecía distinto con un simple pantalón de tela de color pardo atado a la cintura con un cordel engrasado y una camisa raída y sucia.

—Padre Avelino…

El hombre la hizo callar con un gesto de silencio instintivo y temeroso. Cándida encogió los hombros y se puso la mano en la boca.

Las dos mujeres que le acompañaban tenían el mismo aspecto mísero que él: astrosas, al punto del agotamiento, como si no hubieran comido ni dormido en varios días. Una debía de rondar los cincuenta y la otra apenas llegaba a los veinte. No llevaban más equipaje que un hato de tela de cuadros grises que portaba en su brazo la más joven. Ante la mirada atónita de la criada, los tres permanecían agarrados entre sí, como si se sostuvieran unos a otros sin posibilidad de soltarse.

—Hola, Candidita —dijo el hombre haciendo un esfuerzo por sonreír—, ¿mi cuñada Matilde se encuentra?

—Sí, claro; en seguida la aviso, pero pasen, pasen, no se queden ahí.

Cándida hizo pasar al recibidor a aquellas tres almas en pena; después, se dirigió al comedor donde todos esperaban impacientes.

—Doña Matilde, que salga usted.

—¿Quién es? —inquirió, pasando delicadamente la servilleta por la comisura de los labios.

La criada se acercó al lado de su señora como si quisiera decirle una confidencia.

—Es su cuñado, el padre Avelino, y viene sin la sotana y acompañado de dos mujeres.

A pesar de que lo había dicho muy bajito, todos habían oído las palabras de la criada.

—¿Un cura? —inquirió don Hipólito, sobresaltado—, ¿no pensará meterlo aquí? En los tiempos que corren, cobijar a un cura en una casa puede resultar una sentencia de muerte para los que vivan en ella.

Doña Matilde se levantó altiva y con serenidad contenida, colocando los puños sobre la mesa, le habló despacio como si quisiera que le entendiera cada una de sus palabras con toda precisión.

—Es mi casa, don Hipólito, y por muy cura que sea don Avelino es mi cuñado y como comprenderá usted le recibiré como se merece. Si tiene algún inconveniente, ya sabe lo que tiene que hacer.

Don Hipólito no contestó. Hizo un gesto petulante y centró la atención en su pieza de pescado que permanecía más solitaria que nunca en el centro del plato de loza.

—Si me disculpan un instante.

Doña Matilde salió al pasillo seguida de Cándida, dejando a todos envueltos en un silencio de miradas expectantes. Al llegar al recibidor, los tres visitantes se encontraban en la misma postura que los había dejado la criada: agarrados entre sí, como si hubieran hecho un pacto de no abandonarse uno a otro, de no separarse, de mantenerse unidos.

—Pero… Avelino… ¿qué haces aquí? —le miró de arriba abajo—. ¿Y tu sotana?

Sólo en ese momento, el hombre se soltó del brazo de la mujer para acercarse a doña Matilde, mucho más alta y más corpulenta que él. Intentó esbozar una sonrisa pero le salió una mueca forzada.

—Matilde, no tenemos adónde ir. Quieren matarnos. No vendría a molestarte si no fuera necesario…

Un amargo llanto ahogó sus palabras.

—Vamos, vamos, Avelino, aquí siempre eres bien recibido, ésta es tu casa, no tienes que justificar tu visita.

—Ellas son la hermana Felisa y la hermana Adoración, bueno, Dorita.

—¡Dos monjas! —exclamó Cándida, tapándose la boca con la mano, sorprendida porque tampoco ellas llevaban el hábito, sino unos vestidos livianos de flores, muy sencillos, y calzaban alpargatas.

Doña Matilde la miró con un leve gesto de reproche lo que le hizo dar un paso atrás con la cabeza gacha, mascullando una disculpa.

—Pertenecen a un convento de Clarisas de Badajoz. Las conocí en el tren, tuvieron que salir huyendo. Ya sabrás cómo están las cosas con respecto a los religiosos.

—Lo sé, lo sé, no tienes que explicarme nada, pero pensaba que sólo era aquí, en Madrid.

—Ellas tampoco tienen adónde ir y he pensado que tal vez tú las puedas acoger, al menos hasta que sepan dónde meterse. No pueden andar por la calle porque carecen de documentación. Hasta ahora hemos ido sorteando los controles porque se han hecho pasar por madre e hija y yo por hermano y tío. Si Dios no nos hubiera colocado en el mismo compartimento del tren no sé que hubiera sido de ellas.

—Anda, pasad al comedor, ya nos arreglaremos como sea.

Les costó moverse, por pura prudencia y por el terror (del que todavía no se habían despojado). Doña Matilde les obligó a enfilar el pasillo.

El hermano del difunto esposo de doña Matilde era párroco de un pequeño pueblo de Sevilla de apenas quinientos habitantes muy cercano a Usagre, el mismo pueblo del que ella procedía y que había abandonado a los diecisiete años para casarse con don Isidro, un viudo que le triplicaba la edad y que necesitaba de los cuidados de una mujer. A los pocos meses de su matrimonio, don Isidro cayó enfermo de tuberculosis y doña Matilde dedicó cinco años a cuidarle y atenderle hasta su muerte. Sola y sin hijos, lo único que le quedó fue el piso de la calle Hortaleza, propiedad de su difunto esposo, y una pequeña cantidad de dinero que no le duraría demasiado tiempo. Con gran parte de esos ahorros decidió poner en marcha la pensión de la que vivía desde hacía más de treinta años. Don Avelino visitaba muy de vez en cuando Madrid y cuando lo hacía se hospedaba en la pensión de su cuñada. Era un hombre de unos sesenta años, curtido por el aire sano del campo, de piel atezada por el sol, delicado en sus maneras y que siempre llevaba adherida sobre la sotana una fina capa del polvo de la tierra que pisaba.

—Cándida, pon tres platos en la mesa y saca otra vez la sopa.

—Queda muy poca.

—Lo que haya estará bien, y saca pan.

—No hay nada.

—Pues galletas, magdalenas, lo que haya. ¿No ves que vienen hambrientos?

Doña Matilde, una vez que Cándida se metió en la cocina, se puso delante de los tres visitantes y les guió hasta la puerta del comedor. Ella entró, pero los recién llegados se detuvieron, sin atreverse a cruzar el quicio, amedrentados ante las miradas de los comensales que seguían sentados.

—Creo que todos conocen a mi cuñado, Avelino; ellas son las hermanas Felisa y Adoración.

—¿Dos monjas?

La voz impertinente y molesta de don Hipólito interfirió el momento de la presentación, pero esta vez doña Matilde no le respondió.

—Vienen desde muy lejos y están cansados y hambrientos; me imagino que no tendrán inconveniente en que compartan nuestra mesa.

Maura fue la primera que se levantó para ir a su encuentro y ayudarles a ocupar un sitio en la mesa. Lo mismo hizo Lela y Julita. Don Saturnino se levantó como forma de cortesía, pero se quedó en su sitio, y don Hipólito ni siquiera se movió, mirando desconfiado a los recién llegados.

Antes de tomar asiento Dorita, le hizo una seña a don Avelino sobre el hato que llevaba colgado de su brazo. Éste lo cogió y le dijo a doña Matilde que lo escondiera.

—¿Qué es?

—Mi sotana —balbució, con gesto avergonzado y temeroso.

—¿Pero cómo la llevas encima, hombre? Podían haberte…

—Ya se lo advertimos nosotras —arguyó con voz dulce la hermana Felisa—, pero nos dijo, y en cierto modo tiene razón, que era como si le pidiesen que abandonase algo sagrado.

—Es mi sotana, Matilde, tú sabes que la llevo desde hace más de treinta años; sin ella no soy nadie.

Doña Matilde cogió el hato sin abrirlo y se lo tendió a Cándida, que acaba de entrar y dejaba sobre la mesa una bandeja con una sopera y dos platos con trozos de galletas, algunas almendras y un par de magdalenas.

—Escóndelo en lo alto de mi armario, detrás de las cajas.

La criada, con cara de susto, se acercó reticente; cogió el hato como si fuera algo peligroso, y se lo llevó. Mientras, los demás fueron tomando asiento ante la mirada consternada de doña Matilde. Después de un movimiento de sillas, platos, servilletas y cubiertos, la misma doña Matilde sirvió a los recién llegados un solo cucharón de sopa a cada uno.

Cándida entró para retirar la sopera.

—Señora, pescado no queda, a no ser que les sirva el boquerón que he reservado para el señorito Arturo.

—No queremos molestar —intervino la mujer más mayor, la que respondía al nombre de Felisa, antes de llevarse la primera cucharada de caldo humeante a la boca—, con esto estamos más que servidos, muchas gracias.

—Trae ese boquerón, anda. Seguro que a Arturo no le importará.

La criada salió del comedor para volver en seguida con el boquerón en un plato pequeño. Felisa sorbió la sopa lenta, pero Dorita se tragó en dos cucharadas el sopicaldo para luego dejar clavados sus ojos en aquel pez solitario que esperaba dueño. Don Avelino empujó el plato hasta colocarlo frente a ella y, ante su inicial reticencia, le indicó que comiera. Él, sin embargo, dio varias vueltas al plato con la cuchara sin llegar a llevársela a la boca; se le notaba cansado y alicaído. El resto de los comensales desmenuzaban con esmero el boquerón que tenían en el plato, intentando apurar cualquier resquicio adherido a las endebles espinas, todos excepto doña Matilde que no lo probó, manteniendo un gesto de preocupación, y don Hipólito al que sólo le quedaban las raspas, que escrutaba con suspicacia a los recién llegados.

—¿Qué es lo que ha pasado, Avelino? —inquirió doña Matilde en cuanto comprobó que su cuñado había acabado la sopa.

—Tuve que salir por piernas —contestó, dejando la cuchara sobre el plato vacío—. Venían a por mí y me libré gracias al aviso de unos vecinos que me escondieron en su pajar, jugándose la vida para salvar la mía.

—Estos rojos —espetó don Hipólito, displicente—. Ahora les ha dado por los curas y las monjas.

El sacerdote le miró lánguido.

—¿Qué entiende usted por rojos?

Don Hipólito se removió sorprendido por la pregunta, ya que pensaba que el cura vestido de paisano le daría sin dudarlo la razón a la crítica.

—Qué pregunta tiene usted… —balbució, inseguro—, pues ¿quiénes van a ser?, la chusma que forma la izquierda de ese país, esos ácratas desagradecidos que están destruyendo y masacrando todo lo que huela a incienso. No tienen respeto ni a las iglesias ni a los santos, y hacen correr como conejos a hombres de Dios como usted. Ésos son los rojos y, me imagino, que si viene de un pueblo pequeño, la cosa habrá sido más sangrante.

El hombre, compadeciéndose de su simpleza, desvió la mirada y esbozó una sonrisa triste.

—Sí que lo ha sido —dijo condescendiente—, diría yo que sangrante y terrible, pero no han sido los rojos, como usted les llama, los que han cometido las barbaridades más abominables que pueda usted llegar a imaginarse, sino los nacionales que tomaron el pueblo hace unos días, los mismos hombres que se vanaglorian de ser cristianos devotos, que asisten con disciplina castrense a las misas de campaña; de ellos he salido huyendo porque me habían sentenciado a muerte.

Se calló un instante, y don Hipólito se sintió como si de repente estuviera desnudo delante de todos, incómodo y nervioso.

—Bueno, alguna razón habrá para lo que usted está contando.

—Es cierto, había una razón: que no me habían matado los rojos, esos rojos que eran mis feligreses, el rebaño que Dios me había encomendado cuidar a pesar de que tuvieran ideas de izquierdas o fueran ácratas, anarquistas o sindicalistas. Yo, señor mío, no hago distingos en mi iglesia, ni paso lista de los que entran o faltan a ella. Para mí son todos hijos de Dios, sean de izquierdas o de derechas, tengas tierras o estén desposeídos de ellas, pasen hambre o haya abundancia en su mesa. Todos forman parte de mi parroquia y a todos me debo como hombre de Dios, dispuesto a ayudarles en todo lo que yo pueda para salvar su alma.

Don Hipólito intentó mantener las miradas reprobatorias de los comensales. Removió el cuello como si le ahogase el almidón del cuello de su camisa renegrida y se retrepó en su silla humillado en su pundonor.

Doña Matilde, dejando de lado la necedad de don Hipólito, instó inquieta a su cuñado.

—Pero, Avelino, cuenta, ¿dinos lo que ha ocurrido?

—Eso, cuente —le animó don Saturnino, con una evidente expresión de interés y atención—. Cuéntenos qué está pasando fuera de Madrid. Aquí tenemos noticias muy vagas y me temo que bastante tergiversadas de todo. Los periódicos y la radio son muy parcos en noticias, y las que dan son cuanto menos sospechosas. ¿Es verdad que las tropas de Franco avanzan a marchas forzadas, o como se nos dice en Madrid, la sublevación se desvanece como fuegos de artificio? ¿Son ciertas las barbaridades que cuentan sobre los moros?

—El alzamiento de las tropas de Marruecos apenas alteró la vida en el pueblo. Los únicos cambios fueron la formación en el ayuntamiento de un comité de defensa de la República, y algunos jóvenes, un poco más exaltados, que se marcharon a Badajoz para luchar de forma más activa contra la sublevación. Allí todos los vecinos nos conocemos y se sabe de qué pie cojea cada uno. Los monárquicos y los votantes de derechas se mantuvieron encerrados en sus casas, algunos se marcharon del pueblo el mismo día que se confirmó el levantamiento, pero lo cierto es que la rutina en los días siguientes apenas cambió. Yo continué con las misas, las novenas y con mi iglesia; los hombres que tenían tierra que labrar siguieron levantándose al amanecer para ir al campo, los jornaleros acudían al tajo, los parados a la plaza a esperar y las mujeres continuaron con sus quehaceres en las casas o lavando la ropa en el caño. Cada uno en su sitio. A los tres días se presentó en el pueblo un grupo de unos veinte milicianos. Nos detuvieron a mí, al pobre don Antonio, el médico —le aclaró a su cuñada, mientras ella afirmaba con la cabeza—, a doña Isadora, ¿no sé si te acuerdas de ella?, la dueña del casino —continuó, porque doña Matilde afirmó de inmediato dando a entender que lo recordaba a la perfección—, y a una docena más de hombres y mujeres, por ser de derechas, por tener propiedades o por reconocer su asistencia a la misa diaria.

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