Las tres heridas (26 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

—Ésta es —añadió interrumpiéndome y señalando lo que ya había identificado yo como la agenda.

—A ver si, entre la información que me han dado y lo que hay escrito en la agenda, consigo identificar el nombre del médico en cuya casa estuvieron. No sé si servirá de algo, pero en algún sentido he de moverme.

Se me quedó mirando un rato como si no me hubiera entendido. En ese momento, entró Doris con una bandeja sobre la que había dispuesto dos tazas, una cafetera de acero inoxidable algo requemada, una jarrita de leche que humeaba, el azucarero y un platito con pastas. Para que la muchacha pudiera colocar el café sobre la mesa, Genoveva retiró la agenda y la mantuvo en su regazo. Cuando terminó, se marchó con la bandeja vacía.

—Cierra, hija, que se escapa el calor —le dijo antes de que saliera de la sala. Luego se dirigió a mí—. ¿Qué me decía?

La serví el café mientras hablaba.

—La agenda de su padre que usted conserva, que puede que me ayude a encontrar algún rastro del lugar de Madrid donde se trasladaron Mercedes y su madre en el verano del 36.

La separó de su regazo como si la hubiera descubierto.

—Ah, sí, la agenda. Mi padre era un hombre muy organizado para sus cosas, todo lo apuntaba para no olvidarlo. Cuando conocía a algún colega, fuera de donde fuese, tomaba nota de su teléfono, su domicilio, su especialidad y el lugar en el que trabajaba.

Alcé las cejas con una sonrisa vivaz. Si lo que estaba diciendo era cierto, mi campo de búsqueda quedaría reducido a los que ejercieran su profesión en La Princesa. La anciana, ajena a mi expresión, continuó hablando.

—Antes, los médicos de los pueblos se enfrentaban a enfermedades que a veces no sabían resolver, y tener contactos de colegas especialistas que le ayudasen a un buen diagnóstico era, en muchos casos, vital para el enfermo, y eso mi padre lo tenía siempre muy claro; era muy buen médico, muy bueno, sí señor, no es que lo diga yo, que lo decía todo el pueblo, se le respetaba mucho. Era un buen hombre y un gran médico.

—No me cabe la menor duda, Genoveva.

Mantenía la agenda en sus manos, pero tampoco me atrevía a pedírsela. Pensé en hacerle algunas de las preguntas que me había preparado.

—Genoveva, ¿sabe usted qué edad tendrían en el momento de la foto Mercedes y Andrés?

—La Mercedes era diez años mayor que yo, justitos, lo sé porque ella cumplía los años el 1 de abril, un día antes que yo. Del Andrés no me acuerdo, era más pequeño que su hermano Clemente, debía tener unos… —dudó un instante, intentando recordar— tres o cuatro años más que la Mercedes, pero ya le digo que de él no me acuerdo.

Lo apunté de inmediato. Con una fecha posible de nacimiento podría ir al Registro Civil y pedir información al menos sobre Mercedes, y tirando de ella, también podría llegar a conocer todo sobre la filiación de Andrés.

—Si usted tenía diez años en el 36, entonces nació en el 26, ¿no es así?

—El 2 de abril de 1926, sí señor, ochenta y cuatro años voy a cumplir este año.

—Ya me gustaría a mí llegar a su edad tan bien como usted.

—Qué fácil es decir eso cuando aún no se han cumplido los cuarenta.

—Se equivoca, ya los cumplí, el año pasado, voy como un rayo a por los cuarenta y uno.

—Le queda mucho por delante, y gracias a Dios, los de su generación no han padecido las carencias que tuvimos que pasar nosotros, y yo no puedo quejarme, válgame el cielo, no me faltó nunca un plato de garbanzos que llevarme a la boca, excepto en los años de la guerra que nadie tenía de nada.

Di el último sorbo a mi café. Ella me vio e hizo lo mismo.

—¿Está bueno?

La contesté con una afirmación rotunda.

—Me dice mi nieto que no debo tomar café —se me acercó desdoblando una sonrisa pícara—, pero yo no le hago ni caso, siempre me ha gustado mucho el café y a mis años no voy a renunciar a uno de los pocos placeres que me permite mi mundo limitado; si me muero, al menos que sea con un buen café, ¿no cree?

—Estoy completamente de acuerdo con usted, Genoveva, pero también comprendo que su nieto quiera cuidarla.

—Bah, pamplinas. Mi padre vivió hasta los noventa, fumaba como un carretero. Cuando tenía sesenta años le prohibieron el tabaco y el alcohol. Ni lo uno ni lo otro dejó, y mire que era médico y tenía que dar ejemplo, pero decía que si tenía que morirse que fuera con un cigarrillo en una mano y un buen vino de Casa Fermín en la otra —se paró un instante. Yo cogí una pasta y la mastiqué despacio—. Ahora que miento a Fermín, me viene a la memoria… —quedó de nuevo callada, con los dedos sobre la boca, repasando lo que había removido aquel nombre en sus recuerdos—, Fermín Sánchez estuvo preso con los dos hermanos, sí…, estuvo con ellos. Lo detuvieron cuando quería entrar en Madrid, y acabó en el mismo sitio que los dos brunitos.

—¿Quién es Fermín Sánchez?

—Tenía una tasca de vinos en la calle del Cristo; yo iba allí de pequeña a comprar el vino para mi padre. Era buen amigo del tío Manolo, la tasca estaba justo enfrente de su casa, y cuando no estaba en el campo se pasaba las horas muertas allí metido.

—¿Cree que sería posible hablar con él?

Me miró con una sonrisa blanda.

—Fermín murió hace más de treinta años, al poquito de morirse mi padre; pero el nieto todavía vive, debe de rondar los sesenta, porque su padre era de mi edad.

—¿Cree que sabrá algo de este asunto?

Me acordé de la nula información que me pudo dar el propio nieto de Genoveva. Era un salto de dos generaciones, y mucha gente de la mía, como lo era Carlos Godino, apenas prestamos oídos a lo que cuentan los viejos, y sobre todo en lo referente a la guerra. No hay tiempo para escuchar las vivencias de los que ya han pasado por la vida con la experiencia cargada a sus hombros, dispuestos a enseñarnos a no errar en los mismos fallos que sufrieron ellos. Una pena, pensé.

Ante mi pregunta, ella encogió los hombros.

—No le puedo decir.

—¿Y sabe dónde puedo encontrarlo?

—¿A ése?, en el cementerio viejo, el que está en el centro del pueblo. Es el sepulturero.

Con letra rápida apunté todos los datos.

—¿Y su nombre?

—Ay, ¿cómo se llamaba este chico? —frunció el entrecejo, cavilando—. No me acuerdo de su nombre, pero le llaman el Camposanto.

—Sabiendo que es el sepulturero y que le llaman el Camposanto, no creo que tenga problemas en dar con él.

—No se preocupe, allí no se pierde usted.

—¿Dónde está el cementerio? ¿Tengo que coger el coche?

—No, nada de coche, si está a dos pasos de aquí. Es el cementerio antiguo, el parroquial; está bajando el Pradillo, a la izquierda; no tiene pérdida. Ahora por la mañana, hasta la una por lo menos, está abierto, allí le encuentra seguro.

Miré hacia la agenda que mantenía sobre su regazo.

—Genoveva, ¿me permite ver la agenda de su padre?

Miró la libreta con gesto despistado.

—Ah, sí, tome, si la tenía aquí para usted, qué tonta —me la tendió por encima de la mesa—. Tenga usted cuidado con ella, mi padre decía que era su memoria. —Me di cuenta de que miraba la agenda, que ya tenía en mis manos, con una inmensa ternura—. Cuando mis padres me faltaron conservé algunas cosas suyas, naderías sin ningún valor. Le parecerá una tontuna de viejo, pero me da la sensación de que algo de ellos se queda impregnado en esas cosas que fueron suyas, y así, llevo mejor su ausencia.

Desplegué una sonrisa abierta.

—No es ninguna tontuna, y mucho menos de viejo. Yo pienso igual que usted, y por eso me gusta ir los domingos al Rastro, para buscar cosas sin importancia aparente que pertenecieron a otros, como la foto y las cartas de Mercedes y Andrés.

Nos quedamos en silencio, y yo aproveché para abrir con mucho cuidado aquel tesoro paterno. Como me había anunciado Carlos Godino, lo poco que atisbé fueron hojas atiborradas de letra menuda, escrita con pluma, en apariencia imposible de descifrar. Estaba seguro de que sólo me permitiría ojear la agenda delante de ella, por eso me sorprendió cuando me dijo:

—Llévesela el tiempo que quiera.

—Pero… —sonreí azorado— ¿de verdad no le importa?

—Así tendrá otra excusa para venir a visitarme, me hace usted mucha compañía, ¿sabe? Lo peor de hacerse viejo es que nadie te pone oídos. —Sus ojos cansados se dejaron caer en un vacío languidecido—. A los jóvenes de ahora todo lo que suene a viejo no les interesa.

—Pues, si le sirve de algo, Genoveva, yo estoy encantado de escucharla y de ponerle oídos, y me está sirviendo de muchísima ayuda. No sé dónde me llevará esta historia, pero estoy seguro de que si no hubiera sido por usted se habría quedado en nada.

Me sonrió agradecida.

—Devuélvamela cuando quiera, pero no tarde mucho, piense que mi tiempo es limitado.

—Bueno, nadie tenemos el tiempo asegurado.

—En eso tiene razón. Pero yo, a diferencia de usted, tengo ya todos los números de la lotería.

—No se preocupe, la cuidaré como un tesoro y se la devolveré en cuanto la revise.

—Sé que lo hará.

Capítulo 12

Doña Matilde se sentó cuando Cándida entró portando la sopera humeante. A la mesa, esperando la cena, se encontraban todos los huéspedes de la pensión, excepto Arturo, que había avisado de que no le esperasen, algo que le empezaba a preocupar a doña Matilde porque su ausencia (actitud poco habitual en él) se había vuelto una costumbre en los últimos días. Maura y su nieta Lela estaban sentadas en el lado derecho, frente a ellas estaba don Hipólito. A su lado se encontraba Saturnino Manzanero, profesor interino del Colegio de la Paloma. Don Saturnino había pasado de los treinta años y, muy a su pesar, permanecía soltero; era poco agraciado, parco en palabras, aburrido y bastante tacaño, por lo que las pocas chicas que se le arrimaban apenas le duraban un par de meses, hartas de paseos eternos Gran Vía arriba y Gran Vía abajo, sin nada más que hablar que el tiempo que hacía, el calor o el frío, sin un café que llevarse a la boca ni un mísero bollo suizo que calmase la gusa. Llevaba en la pensión tres años; procedía de un pueblo de Cáceres al que apenas regresaba, por falta de medios para el traslado y porque aprovechaba las vacaciones para quedarse encerrado en su cuarto preparando las oposiciones para una cátedra de instituto, a la que aspiraba con un anhelo frustrante desde que obtuvo su licenciatura.

Al otro extremo de la mesa, frente a doña Matilde, se sentaba Julia Crespo, una mujer de veinticinco años que se ganaba malamente la vida en una pescadería del mercado. Su presencia se intuía de inmediato porque el olor a pescado formaba parte de su aroma habitual. Aprovechando las nuevas leyes, se había divorciado de un marido que la molía a palos provocándole, además del cuerpo dolorido, dos abortos en menos de un año; pero su atrevimiento le costó tener que salir de su pueblo con una mano delante y otra detrás, para buscarse la vida en Madrid. Llevaba ocho meses bajo los maternales cuidados de doña Matilde, y como siempre tenía dificultades para pagar el mes compensaba los atrasos, incluso las faltas de pago, llevando algo de pescado que le sisaba a la dueña de la pescadería, aprovechando que era ella la que se quedaba cada tarde a limpiar el puesto y a cerrarlo. Por lo tanto, desde que Julita había entrado en la pensión, en la cena casi siempre había un plato de pescado.

Había otros clientes habituales que no se encontraban en la pensión en esas fechas, dos estudiantes universitarios que regresaban a sus casas para pasar los meses de verano, y un funcionario de prisiones, don Críspulo, que estaba de baja por la tisis, y que, por prescripción médica, se había trasladado a Oviedo a casa de un tío suyo para una recuperación más rápida.

Doña Matilde observaba a Cándida sirviendo la sopa. Era tan clara que había cierto jolgorio cuando a alguno de los comensales le caía algún fideo.

—A ver si se termina esta pesadilla —dijo doña Matilde, algo azarada, por el sopicaldo que se estaba sirviendo—, todo escasea, y cada vez resulta más complicado llenar la cesta.

—Ya no hay ni leche en los hospitales de la Gota de Leche —apuntó Cándida.

—Todo esto se arregla en cuanto las tropas del general Franco entren en Madrid —dijo don Hipólito, contundente.

—No lo creo yo así —contestó de inmediato don Saturnino—. Ese Franco no nos traerá nada más que miseria, y si no, al tiempo.

—Más miseria que tenemos con este Gobierno de ineptos no podemos tener.

—No le niego yo que dificultades están teniendo, pero ha de admitir, amigo Hipólito, que la República está promoviendo cambios que intentan mejorar los vicios que sufre esta sociedad nuestra. Lo malo es que hay cosas que están demasiado arraigadas y resulta muy complicado hacerlas de la noche a la mañana.

—A mí me gusta la República esa —terció Julita, sorbiendo la sopa.

Don Hipólito hizo una mueca despectiva.

—Si ya lo digo yo, las mujeres son duras de mollera, sí señor.

—Oiga, a mí no me falte…

—Bueno, ya está bien —dijo doña Matilde—. En la mesa no se habla de política. Cada cual que se quede con sus ideas.

Las miradas esquivas se escondieron en el fondo de los platos, y lo único que se oyó durante un rato fue el ruido de las cucharas chocando contra la loza.

Cándida retiró los platos hondos, y luego fue sirviendo unos boquerones que había traído Julita. Apenas llegaban a diez piezas, por lo tanto, la escasez era evidente.

—Sirve dos a la niña, y otro guárdaselo a Arturito.

—Eso no lo veo justo —espetó don Hipólito—. En esta casa las normas no se cumplen igual para unos que para otros. Si yo falto a la cena, me quedo sin cenar.

—Usted se calla, don Hipólito, porque en esta casa, como usted dice, hay normas, y resulta que esas normas las pongo yo como me da la gana.

—Pues insisto en que no es justo. Si ese gañán socialista anda por ahí haciendo fechorías contra la gente decente, no hay porqué guardarle ni una raspa.

—Eso ha estado de más —espetó don Saturnino, incómodo—, ¿no cree, usted?

—No lo creo, y estoy seguro de que me quedo corto. Ciegos están los que no quieren ver.

La mirada de doña Matilde le fulminó, pero don Hipólito no se amedrentó.

—Si él tiene cena, yo exijo que se me dé postre.

Doña Matilde cerró lentamente los ojos para contener la ira que le recorría el cuerpo. Había veces que aquel hombre la sacaba de sus casillas, porque llegaba a ser ruin y rastrero en temas como el dinero, la comida, el agua caliente asignada, el trato dado a cada uno; siempre estaba poniendo pegas por todo, protestaba por cualquier nimiedad, por insignificancias banales que alteraban las relaciones entre los huéspedes. Doña Matilde procuraba aplicar las reglas de convivencia con rectitud y su trato a los clientes, sobre todo con los que pasaban temporadas largas en su casa, era amable y cercana, siempre respetando las distancias, evitando, en la medida de lo posible, los lógicos inconvenientes de lo cotidiano. La única excepción era Arturo Erralde; él no era un huésped como los demás, le consideraba como un hijo, y todos lo sabían.

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