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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (25 page)

—¿Y a qué hospital se me asigna? —don Eusebio interrumpió con brusquedad a su mujer.

—No se te asigna ninguno, estarás donde te necesiten.

—¿Y para eso es necesario tanto jaleo? —inquirió don Eusebio, irónico—. Me visto…

—Te vienes ahora mismo, y este jaleo, como tú lo llamas, es porque vamos a hacer un registro.

—No tienen derecho…

—¿Me lo vas a impedir tú?

—Pues claro que lo impediré. Llamaré a la policía…

—Sacadle de aquí, que se ponga a trabajar de inmediato.

Dos hombres empujaron a don Eusebio sin ningún miramiento.

—Tendré que vestirme…

—Así estás bien. No hace falta ir de etiqueta para cerrar las heridas de nuestros hombres por la metralla que les disparan los fachas. Vamos, llevadle al hospital de obreros, llevan días desbordados mientras este gandul duerme tan tranquilo en su casa.

Le sacaron a empujones, arrastrado, casi en volandas, aturdido, acompañado del llanto suplicante de doña Brígida, que le veía salir de casa descalzo y con su batín oscuro de seda. Sus dos hijas la sujetaban para evitar que se desplomase al suelo.

Las cuatro mujeres fueron obligadas a entrar en el salón.

Encendieron todas las luces de la casa, y los milicianos se desplegaron por las habitaciones, abriendo cajones, armarios y arcones, sacando todo de su interior, desparramando por el suelo ropa, enseres, fotos, recuerdos, exhibiendo la intimidad de la familia. Cada golpe, cada ruido de algo que se estampaba contra el suelo haciéndose añicos, estremecía a las mujeres, sentadas en el filo de los sillones de tapicería oscura con filigranas granates y doradas, rígidas, doña Brígida entre sus dos hijas, y en frente, en una butaca de madera, Joaquina, vigiladas por dos milicianas de aspecto hombruno que las apuntaban arrogantes con el fusil; mientras a su alrededor, el ruido ensordecedor de las cosas cayendo con estrépito, rompía la densidad del aire cargado de terror.

El que había hablado parecía el responsable del grupo. Se paseaba tranquilo por el salón; de vez en cuando salía y hablaba con alguno de los que trajinaban por la casa.

—¡Lo hemos encontrado!

Un hombre joven entró en la sala con una bolsa de tela en la mano. Doña Brígida se puso lívida.

—Estaba en el sitio indicado —le dijo al responsable, entregándole la saca—. Ya te dije que mi Petra no fallaba.

Las mujeres se miraron horrorizadas. Les había denunciado Petra. Ella sabía dónde se hallaba escondida esa bolsa de tela granate con todas las joyas, además de una importante cantidad de dinero (que dejó boquiabiertos a los avezados ladrones) que don Eusebio había sacado del banco a mediados de julio con la idea de llevarse efectivo a su veraneo en el norte; asimismo habían guardado en la bolsa todos los pagarés y bonos bancarios, lo que suponían una parte importante de los depósitos bancarios de los Cifuentes. Con la ayuda de Juanito y Carlos, se horadó un hueco en la pared que quedaba justo detrás del enorme armario ropero de la alcoba de matrimonio, un armario que no era fácil de mover si no era con el esfuerzo de varias personas. Allí se había escondido todo lo que ahora disfrutaban maravillados aquellos ladrones de mono y alpargata.

Pero las sorpresas desagradables no habían terminado. Una joven miliciana entró portando otro paquete en su mano, con una sonrisa triunfante.

—Estaba en la cocina, debajo de una baldosa, tal como dijo la Petra.

Doña Brígida se desvaneció sin fuerzas sobre el hombro de Teresa, que la recostó suavemente sobre el sillón.

—¿Voy a por las sales, señorita? —preguntó Joaquina, asustada.

—No —contestó Teresa, sin quitar ojo del botín que ya desparramaban por la mesa—, déjalo; así, al menos, estará un rato tranquila.

Teresa estaba rígida. Sus sentimientos encontrados se cruzaban en su mente, sin llegar a comprender el daño gratuito inferido por la criada a una familia con la que había convivido tantos años.

En el paquete que había en la cocina había más dinero, y todas los rosarios, estampas, medallas de oro y artículos varios de carácter religioso.

—Vaya panda de meapilas —dijo el que lo había traído, mientras inspeccionaba el contenido de su botín—. Mira, Lillo, mira qué colección de estampas, si tienen a todos los santos, y más vírgenes que un oratorio. Se merecen ir todos al paredón.

Rafael Lillo, el responsable de aquel comité, miro a Teresa durante un rato.

—Ellas se quedan.

—Pero, Lillo, aquí tenemos pruebas más que suficientes de lo que son esta gente…

—He dicho que se quedan —le interrumpió con voz tajante y autoritaria—. Coged todo lo que sea de valor y acabemos de una vez.

Teresa no dejaba de observar al hombre al que llamaban Lillo; era alto y delgado, el pelo rubio, los ojos claros, y una piel blanca y pecosa. Llevaba unas gafas de doctor con aire intelectual, que encajaban mal con la ropa poco elegante que vestía: pantalones de loneta oscuros y raídos, atados con una cuerda a la cintura, una camisa blanca, sucia y sudada; sus ojeras y la barba de varios días evidenciaban un cansancio acumulado.

Durante un buen rato, estuvieron sacando cuadros, algunos muebles, mantas, sábanas y todo lo que encontraron que pudiera tener cierto valor, o simplemente, cosas que no habían tenido nunca en sus manos, como parte de una colección de plumas estilográficas, que se repartieron con regocijo.

—Si yo no sé hacer la o con un canuto —rió uno, mirando la pluma sin saber siquiera como abrirla.

—Pues así aprendes, que con una de éstas se firman los menesteres de los ricos.

Una colección de pipas, unas figuras de marfil, una escribanía de nácar y nogal, todo fue saliendo de la casa, para meterlo en la camioneta de los milicianos.

Doña Brígida había recuperado la conciencia y, como las demás, se mantenía quieta, sin apenas respirar, mirando esquiva el trasiego de idas y venidas de aquel expolio.

Cuando por fin cerraron la puerta, el silencio envolvió la casa. Ninguna se movió, atentas a los ruidos procedentes de la escalera y de la calle. Teresa fue la primera que reaccionó. Se acercó al balcón y se asomó de soslayo. Se oyó el rugido de los motores, después, los acelerones se llevaron el ruido, dejando un silencio sepulcral en aquel salón despojado de sus atributos más cotidianos, desordenado, envuelto en una calma agarrotada. Se miraban unas a otras, con una apariencia entumecida, rígidas. Teresa salió al pasillo, sorteando todo lo que había por el suelo. Libros, papeles, ropa y objetos rotos se desparramaban a sus pies. Apenas podía dar un paso sin toparse con algo. Se acercó a la puerta de su habitación y quedó desolada. El colchón había desaparecido, sus vestidos esparcidos por todos los rincones, sus sombreros tirados sin cuidado, las cortinas rasgadas con malicia. Tragó saliva y la vista se le nubló. Sentía una punzada en el estómago que apenas la dejaba respirar. Con la mano en la boca para no gritar su rabia, se paseo lenta por la alcoba.

Oyó los lamentos quejumbrosos de su madre, relatando lastimosa sobre lo que se habían llevado, lo que se había roto, de lo que habían destrozado.

—Yo esto no lo aguanto más —relató Charito, indignada—, me voy con mis hermanos.

—Tú no vas a ninguna parte —la reprendió Teresa—. Ya nos podemos dar con un canto en los dientes de continuar vivos.

—Tú a mí no me das órdenes.

—¿Quieres callarte de una vez? —replicó Teresa, molesta ante la actitud de su hermana—. Y ayuda un poco, en vez de echar más leña al fuego, ¿es que no ves cómo está mamá?

—Teníamos que habernos ido de Madrid hace días. Carlos y Juan están con los vencedores, los únicos capaces de restablecer el orden y la autoridad, mientras nosotros permanecemos aquí, permitiendo que nos humillen, que nos ultrajen como miserables por una pandilla de grillados…

—¡Te he dicho que te calles! Sabrás tú quién puede poner orden o quién quitarlo. No tienes ni idea de las barbaridades que están cometiendo esos a los que tú llamas vencedores, esos que imponen el orden allá donde llegan matando a todo el que les planta cara, o simplemente al que sospechan que lo hace, o a su familia, a los maestros, a los que piensan de forma distinta a ellos. A nosotros nos humillan quitándonos el dinero o las cosas de valor, los sublevados humillan matando.

—¿Y tú cómo sabes todo eso?

La voz de su madre a su espalda le sobresaltó. Se giró y la vio allí, parada, mirándola con los ojos muy abiertos, atónita por lo que estaba contando su hija.

—¿Cómo sabes lo que hacen los sublevados?

—Tiene un novio anarquista, me lo dijo Carlitos. Se ven en una pensión en el centro.

Teresa miró a su hermana conteniendo sus ganas de abofetearla, pero tenía que afrontar la mirada fulminante y encendida de la madre.

—¿Es cierto eso?

—Es otra estupidez de Charito.

—Es verdad, madre, es ese compañero pobre de Mario.

—Calla un rato, nena, me interesa mucho lo que tiene que decir tu hermana.

—Puedes pensar lo que quieras, las noticias sobre lo que hacen los sublevados a los sitios donde llegan sale en la radio, cualquiera puede oírlo…

—No me digas lo que dicen por la radio. Dime quién te mete esas ideas en la cabeza; parece como si estuvieras de parte de los que nos han robado esta noche, los que se han llevado a tu padre descalzo y en pijama, y, no te olvides, que a esos a los que tú pareces defender tienen a tu hermano metido en la cárcel.

—Yo no defiendo nada, madre, sólo sé que se están cometiendo errores en un bando y en otro.

—¿Llamas errores al hecho de que tu hermano esté preso?

—Pues claro que es un error garrafal. Mi hermano no ha hecho nada.

—¿Y llamas errores a las muertes que cada día se están produciendo aquí, en Madrid, de gente buena, de monjas, curas, frailes, niños, mujeres? ¿Crees que eso es un error?

—Bueno, madre, no creo que sea el momento para discutir lo que es un error o no para mí. Será mejor que recojamos esto y empecemos a reaccionar.

—Sí, será mejor —añadió la madre, rígida e irónica—. Pero por tu bien y el de todos espero que te mantengas en el puesto que te corresponde. La cosa está clara: o estás contra esa gentuza que nos está destrozando la vida, o estás de su lado. Tú eliges. De ninguna manera voy a permitir que en esta casa se justifique la barbarie alegando que los otros también las cometen. No lo voy a consentir, ¿me oyes? Y ya hablaremos de ese Arturo cuando regrese tu padre.

—No hay nada que hablar sobre él.

—Eso ya lo veremos. Tu padre arreglará este asunto.

Teresa no replicó, no quería seguir con la conversación que no le llevaría a nada bueno. Dedicó una mirada desafiante a su hermana, que la respondió con un gesto desdeñoso.

La agenda

El viernes me levanté más temprano de lo normal. Quería salir con tiempo para evitar cualquier atasco que retrasara mi entrevista con Genoveva; sin embargo, no encontré ningún problema, así que eran las diez de la mañana cuando transitaba por las calles de Móstoles dispuesto a aparcar el coche y encontrarme de nuevo con la anciana. En mi cartera, además de mi cuaderno de notas y la foto fetiche de mis dos personajes, había introducido el listado de todos los facultativos del hospital de la Princesa en el año del inicio de la Guerra Civil. También me había preparado algunas preguntas surgidas después de darle vueltas a lo que me había contado en nuestro primer encuentro, que tal vez la anciana pudiera llegar a recordar.

Una vez aparcado el coche en el aparcamiento, me dirigí a mi destino caminando sin demasiada prisa; me detuve un instante en la fuente de los Peces y me recreé en sus imagen, en cómo debía ser su entorno setenta años atrás y en lo que guardaban aquellas piedras que abrazaban sus aguas. Me tomé un café observando pasar a la gente de un lado a otro con prisa, siempre con prisa; resultaba raro ver a alguien caminar despacio por las calles de una gran ciudad, y me gustaba buscar a ese ser singular con el fin de analizar su aspecto e intentar desentrañar sus razones para no ir al ritmo frenético del resto.

A las once en punto estaba frente al portal de Genoveva, revisando la hilera de los timbres. Recordaba que era el primero C. Pulsé el botón y sonó la peculiar tonalidad de los porteros automáticos. Con cierta impaciencia esperé escuchar la voz de Doris, pero nadie contestó. Presioné de nuevo, pensando que, tal vez, me hubiera equivocado de letra, pero en el momento en que retiré el dedo, se oyó una voz enlatada:

—¿Sí?

—Sí, hola, buenos días —acercaba mi boca al altavoz que había al final de la hilera de timbres—, vengo a ver a doña Genoveva?

—¿Quién llama?

Identifiqué la voz melosa de Doris.

—Doris, soy Ernesto Santamaría, la visité el otro día, no sé si me recuerda.

No obtuve respuesta. Me mantuve expectante pegado a la pared, mirando la columna de botones, hasta que de nuevo me habló Doris:

—Le abro.

A su voz le acompañó un pitido bronco, empujé la puerta y se abrió. Subí andando. Doris estaba en la entrada, sonriente.

—Buenos días —repetí al entrar.

—Buenos días, pase, pase, la está esperando. Está en la salita, donde el otro día —me indicó con la mano para que avanzara por el pasillo—. ¿Le apetece un café?

—Sólo si lo toma doña Genoveva.

—Pase, lo llevo en seguida.

Se metió en la cocina y yo me adentré hacia la salita. La anciana estaba de espaldas a la entrada, sentada en la mismo sillón que el día anterior, junto a la camilla, con los faldones de lana colocados sobre sus piernas y de frente al ventanal que mantenía las cortinas descorridas. Golpeé suavemente con los nudillos sobre la madera de la puerta.

—¿Se puede?

—Pase, pase. —Su voz desleída me pareció más débil que el otro día—. Me alegro de verle. Siéntese.

—¿Cómo se encuentra?

—Bueno, a estas edades mejor es que te duela algo, porque si no, como dice mi nieto, mal asunto.

Me senté y vi sobre la mesa una libreta de tapas de tela negra con las esquinas y bordes desgastados.

—¿Cómo han ido las pruebas?

—Bah, todo ha ido bien, dentro de lo que cabe, pero no hablemos de cosas de médicos y hospitales. Y usted, ¿qué tal le ha ido?, ¿ha conseguido alguna cosa más sobre la Mercedes y su marido?

—Bueno, poca cosa, la verdad; tengo un listado de todos los médicos que trabajaban en el hospital de la Princesa en el verano del 36. Como me dijo su nieto que conserva una agenda de su padre…

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