Las tres heridas (20 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Sin embargo, no podía desvelar sus nombre, sabía que los matarían sin preguntar. No estaba dispuesto a cargar con eso sobre su conciencia.

—Ninguno de los que conozco pertenece a la Falange.

El juez puso un gesto defraudado. Chasqueó los labios.

—Ay, Mario Cifuentes. Creía que estaba hablando con un hombre inteligente, pero ya veo que eres como todos, falto de entendimiento. ¿Estás seguro? Mira que todavía estás a tiempo… —calló por un instante, con un ademán de espera. Al ver que Mario bajaba la mirada al suelo, dio un largo suspiro y continuó hablando—. Tú lo has querido. Pero antes de perderte de vista he de decirte dos cosas: la primera, es que tenemos a tu amigo Fidel en la lista de afiliados de la Falange, además de otros diez más que asisten a las mismas clases que tú; y quiero que sepas una cosa, no me gusta la gente que miente. La segunda es que no te pego un tiro en la frente ahora mismo porque te ha salvado un pajarito. Por lo visto, alguien que te aprecia mucho. Así que ya puedes dar gracias a que tienes amigos en este lado, que si no estabas muerto —se detuvo un instante, serio. Luego bajó la mirada hacia sus manos, como si le costase dejarlo marchar, y con voz potente y firme, gritó—: ¡Sacadle fuera de mi vista!

Mario apenas se resistió. Salieron y recorrieron el camino de regreso a su lugar de encierro. Por los pasillos vacíos, respiró el grato aroma infantil de las gomas de borrar y las pinturas de colores. Sin embargo, al abrir la puerta donde lo esperaban Fidel y Alberto se escapó un olor hediondo que le obligó a volver la cara, sin poder evitar el gesto de asco.

Lo empujaron adentro y señalaron a Fidel con el máuser.

—Tú, acompáñanos.

Los dos amigos se miraron un instante. Mario pudo ver el miedo en sus ojos. Le apretó el hombro y salió.

En cuanto se quedaron solos, Alberto le acució para que le dijera lo que le habían dicho, pero Mario estaba ausente, apenas oía las palabras de su amigo. Le dolía la cabeza y se sentía aturdido. Sentados, lentamente, como si tuvieran todo el tiempo del mundo por delante, le fue contando lo sucedido. Luego, los dos se sumieron en un silencio espeso, envuelto en la incertidumbre, en la terrible espera de un destino inquietante.

Mario miró hacia el ventanuco que se encontraba por encima de su cabeza. Estaba anocheciendo. Habían pasado tres días sin noticias de Fidel. A Alberto le habían subido para interrogarle a las pocas horas de haberse llevado a Fidel. Cuando lo devolvieron, después de varias horas, parecía un despojo humano. Le habían dado golpes por todo el cuerpo. Dolorido, se acurrucó en el regazo de Mario, sin llegar a mirarle. Sin decir nada. Mario respetó el silencio. Al rato, sintió que su cuerpo se estremecía por el llanto; Mario tomó en sus pulmones el aire viciado. Alberto lloró durante mucho rato, amparado por el mutismo de su amigo. Apenas hablaban, no tenían fuerzas; con el paso de las horas, habían ido perdiendo la esperanza de salir rápido de aquella ratonera en la que se encontraban. No descansaban, porque tenían que dormir sobre el suelo, sucio y pegajoso, y les dolían todos los huesos. La puerta sólo se abría por las mañanas; les permitían salir al baño, primero a uno y luego a otro. Como única comida les daban un trozo de pan seco y un caldo oscuro con garbanzos. Aunque el primer día lo rechazaron al considerarlo asqueroso, al final comprendieron que era la única forma de sobrevivir, ya que ignoraban cuánto tiempo iban a estar allí; así que se lo comían haciendo un esfuerzo, bebiendo aquel brebaje con la nariz tapada, no sólo porque estuviera asqueroso, sino también porque era difícil llevarse algo al estómago con el hedor asfixiante que flotaba en el ambiente, y al que no se acostumbraban.

El ruido seco y chirriante del cerrojo los arrancó de su apatía. No era la hora habitual. Mario levantó la cabeza. Tenía la esperanza de que por fin trajeran a Fidel.

Dos hombres armados, vestidos con el mono azul ajustado con los correajes de soldado, aparecieron tras la puerta.

—¡Dios, qué peste hay aquí!

El hecho de abrir la puerta les suponía a Mario y a Alberto poder respirar aire algo más fresco.

—¿Es que nadie se ha preocupado de mantener un poco limpio esto?

—Somos soldados, no limpiadoras —terció alguien al que Mario no podía ver.

—Vamos, sacadlos de ahí. Hay que curarlos y adecentarlos un poco antes del traslado, que no se diga que no cuidamos a los detenidos. Y dadles algo de comer y un poco de agua, parece que no hubieran comido en años.

La voz autoritaria de aquel hombre le pareció a Mario la más celestial y generosa del mundo. Bebieron varios vasos de agua y comieron pan blanco con chocolate. Les dieron un pantalón y una camisa, y les dejaron lavarse y asearse. Mario comprobó que la camisa olía a sudor y que el pantalón tenía varias manchas de grasa. Sin embargo, no dijo nada, prefería aquella ropa a la suya, que ya le resultaba pegajosa por el sudor y la suciedad acumulados en aquel cuchitril. También le vendaron su brazo, y a Alberto le curaron los cortes de la cara. Toda aquella intendencia la realizaron dos mujeres vestidas de milicianas con los correajes, como si fueran soldados. La más joven fue la que se encargó de vendar el brazo a Mario.

—¿Puedes avisar a mi familia? —le preguntó en un susurro.

Ella le hizo una seña para que se mantuviera callado, pero no dejaba de mirarle mientras enrollaba cuidadosamente la venda. Mario la observaba. Era una mujer de las que cortejaría si no estuviera en aquellas condiciones extremas y extrañas. Su pelo era negro y lo recogía a ambos lados de la cabeza con horquillas; tenía la piel blanca y delicada, las manos finas y sus labios eran carnosos, dulces, pero sobre todo tenía unos ojos negros que no dejaban de mirarle. Llegaron incluso a sonreírse, esbozando un pequeño gesto apenas perceptible, como una manera de distender aquella tensión.

Un hombre asomó la cabeza por la puerta.

—Vamos, ya está aquí la camioneta.

—¿Adónde nos llevan? —preguntó Mario, cuando salían.

—A la Modelo —le contestó uno de los milicianos que les custodiaban.

—¿Puedo avisar a mi familia?

—Sigue andando y calla. Ya se enterarán.

Alberto sólo murmuraba quejidos. Caminaba con dificultad ayudado por dos hombres que llevaban la pistola terciada en el cinto. Mario se acordó de Fidel.

—¿Y mi amigo, dónde está el que venía con nosotros?

El miliciano que abría el cortejo con un papel en la mano le preguntó:

—¿Te refieres a tu amigo el fascista?

—Fidel Rodríguez Salas —insistió Mario—, hace días que se lo llevaron y no sabemos nada de él.

—No te preocupes por él, le llevaron a dar un paseo.

—Pero ¿dónde está ahora? —porfió, embargado por la ingenuidad de la esperanza.

—Criando malvas, me imagino.

Mario se detuvo en seco, pero en seguida lo empujaron para que continuase. Sintió una punzada en el estómago que le resultó dolorosa. Cuando salieron a la calle aspiró con desasosiego el aire fresco y seco. Era de noche, y apenas se veía nada porque las farolas de gas quedaban alejadas; el único punto de referencia eran las luces encendidas de una camioneta a cuya parte de atrás los subieron a él y a Alberto. Junto a ellos se colocaron dos milicianos como vigilantes.

Se oyó la voz de una mujer que le hablaba al conductor.

—Voy con vosotros, así me dejas en casa.

—Sube atrás —añadió el conductor.

Mario reconoció en la penumbra a la chica que le había curado. Subió con agilidad y se sentó junto a él. El vehículo se puso en marcha con un fuerte acelerón e inició un viaje por las calles oscuras de un Madrid relegado para Mario. Iba sentado al fondo, junto a la cabina, enfrente de Alberto; a su lado, la chica, y al otro extremo, los dos milicianos que intentaban encender un cigarro, meneados por los traqueteos de una conducción torpe y demasiado rápida. Charlaban de cosas tan vanas como el calor o de la mala calidad del tabaco. Hablaban sin gana, sin tema, mirando las calles vacías que iban quedando atrás, dando profundas caladas y soltando el humo azulado que se escapaba rápido, difuminándose al salir de los labios.

Envuelto en el zarandeo a veces brusco, Mario tardó en reaccionar cuando la chica le habló en un susurro.

—Dime dónde vives, intentaré avisar a tu familia.

La miró un instante e intuyó su cara; luego, nervioso, echó una ojeada a los dos milicianos, que seguían empeñados en lo terrible del bochorno de aquella noche de julio.

—Calle del General Martínez Campos, número 25, principal derecha.

Quedó callado, sacudido por una curva tomada con demasiada velocidad, observando de reojo a esa chica con cara de ángel disfrazada de hombre que le quería ayudar. Después de tantos días de humillante soledad, de silencios incomprensibles, en medio de aquella sinrazón, por fin había alguien que se dignaba a ayudarle. Notó que la emoción le subía por la garganta y tragó saliva, pero le fue imposible evitar que la imagen de aquel rostro angelical se le nublase en sus ojos.

—Gracias —murmuró.

Ella sólo esbozó una sonrisa.

Era noche cerrada y apenas veía tramos de calles oscuras o poco iluminadas por el tenue fulgor de las farolas de gas a través de la lona, abierta por los milicianos, asomados por ella como si estuvieran en una balconada. Calculó que tardaron una media hora desde que salieron del lugar de su encierro hasta que el vehículo se detuvo. Descendieron todos menos la chica. Mario se volvió hacia ella e intentó decirle algo, pero ella desvió la mirada bruscamente, derrengándose en el asiento sin ningún cuidado, aparentando despreciar su presencia.

Se encontraban delante de la cárcel Modelo. El edificio de entrada se erguía ante ellos en la oscuridad, como si fuera a tragárselos para siempre. Mario sintió un escalofrío. A quince minutos, sus padres y hermanos estarían preguntándose por su paradero. «Mi pobre madre —pensó—, cuánto estará penando.»

El que llevaba el papel en la mano, habló con el guardia que había salido a recibirles. Luego, los dejaron bajo la custodia de tres funcionarios de prisiones. Los milicianos subieron de nuevo a la camioneta y se marcharon, dejando la estela del ruido renqueante del motor, alejándose poco a poco.

Mario y Alberto pasaron su primera noche en la cárcel Modelo en un pabellón de entrada. Aquello les pareció un paraíso después de la terrible experiencia que habían vivido en los últimos días. Por fin pudieron comer caliente y dormir en una colchoneta. En cuanto su cara tocó la tela áspera del colchón, Mario cayó en un profundo sueño.

Capítulo 9

Petra llegó de la calle relatando entre dientes. Entró en la cocina y soltó el capacho vacío. Había ido a hacer la compra diaria y, por segundo día, se volvía de vacío. Cada vez era más complicado encontrar algo digno que echar a la olla, y lo poco que había tenía unos precios desorbitados y se acababa en seguida. Pero, más que al hambre, temía los desaires de doña Brígida; pareciera que fuera ella la culpable del desabastecimiento que sufría la ciudad.

En cuanto la oyó llegar, doña Brígida se precipitó a la cocina, ansiosa.

—¿Qué, has sido más lista hoy, o te has estado paseando por ahí con ese pavo que te ronda?

—Señora, no me falte, que yo la tengo un respeto.

—¿Que si has traído los mandados?

Petrita, con cara de circunstancias, le enseñó el cenacho vacío.

—No hay nada, señora, nada de nada. El tendero de Bravo Murillo ni siquiera ha abierto; dicen que se marchó de noche y con media casa a cuestas. El que está en Santa Engracia tiene la tienda abierta, pero sus estanterías están más limpias que una patena; de ése, dice la gente que el muy bribón lo ha guardado todo a la espera de que la escasez haga de oro lo que venda.

—¿Y la leche? —preguntó doña Brígida, con desespero.

—Ya le he dicho, señora, nada, no hay nada.

—¿Y el panadero, tampoco ha hecho pan?

—Me ha dicho que hizo algunas barras con la poca harina de que disponía, pero cuando yo he llegado le aseguro que no quedaban ni las migas.

—Pero ¿cuándo sale la gente a comprar?

—Creo que hacen cola desde la madrugada.

—Pues mañana te vas antes del amanecer —sentenció doña Brígida—, y tú Joaquina, lo mismo, os ponéis cada una en una cola.

—Pero, señora…

—Ni se te ocurra discutirme, Petrita. Habrá que comer, digo yo, y no pensarás que baje yo a comprar.

Charito entró en la cocina. La falta de alimento ya empezaba a notarse en la alacena de forma alarmante, y la llegada de Petra estaba envuelta en la esperanza de comer algo más variado, ya que desde hacía días no había leche, ni pan, ni verduras, ni tampoco carne ni pescado, y el aceite ya empezaba a escasear. Doña Brígida no tenía la costumbre de acumular mucha comida en la alacena, así controlaba que no hubiera excesos ni hurtos por parte de las criadas, muy dadas, según ella, a sisar si veían abundancia acumulada en los estantes. Prefería enviar a Petrita a hacer la compra diaria, con una lista en la mano y el dinero bien contado; después tenía que darle cuentas de todo lo gastado, sin perdonarle nunca ni un solo céntimo. La escasez en una casa en la que nunca había faltado de nada empezaba a hacer mella en el ánimo de los más impacientes.

Charito abrió el cenacho de esparto y miró al interior. Se volvió hacia Petra con los ojos encendidos de rabia, arqueando las cejas con gesto indignado.

—¿No has traído nada?

La cocinera reprimió una mueca de desdén. La niña era más insoportable que la madre.

—Ya le he dicho a su señora madre, que no hay nada —respondió con cierto retintín.

—Eres una inútil y una incompetente, Petrita, sé que hay otras más listas que tú que no hacen pasar hambre a sus señores. Tú lo que quieres es matarnos de hambre.

—¿Cómo voy a querer yo eso, señorita Charito?

—Madre, me moriré si comemos otra vez lentejas.

—No te vas a morir por comer lentejas, y sal de la cocina, tengo que pensar qué hacer hoy de comida, tu padre se va a poner hecho un basilisco, sin su pan, sin su leche con café, otra vez sin el chocolate de la tarde; Santo Cielo, las magdalenas, ya verás cuando sepa que tampoco hoy hay magdalenas.

—Pues yo quiero carne con patatas —protestó Charito, sin hacer caso a su madre.

—¿Y si bajas más hacia el centro? —insistió doña Brígida ignorando la rabieta de su hija—. A lo mejor hay más cosas en las tiendas del centro.

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