Las tres heridas (53 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

—¿Y su nombre? ¿Me podría dar su nombre? A lo mejor la puedo localizar si me da sus datos.

Se detuvo en seco, y me miró con el mismo recelo que al principio.

—¿Es que le interesa la buhardilla?

—Es posible —mentí sin ningún rubor—. Con algunas reformas, sería un buen estudio.

Me miró como si fuera un bicho raro, y moviendo la cabeza de un lado a otro como si no me entendiera, continuó su descenso en silencio. Cuando sus pies se posaron sobre el rellano, dio un profundo suspiro como si hubiera hecho un enorme esfuerzo. A pesar de la gélida temperatura en la escalera, la mujer sudaba y respiraba con dificultad, aspirando el aire por la boca abierta.

—¿Cada cuánto tiempo la llama? —insistí, intentando sacarle la información.

—Uy, muy de vez en cuando, a gusto pueden pasar años; y todo muy rápido, no se crea usted: «Marcelina, ¿ha subido usted al piso últimamente?», y yo le digo que sí, porque es verdad que de vez en cuando subo, pero muy de vez en cuando, ¿sabe usted? Porque ya ha visto lo que me cuesta. Y si le digo que hay goteras, ella me dice: «Bueno, no se preocupe usted, ya iré por allí a ver.» Y así vamos.

—Sí que las hay.

—Ya le digo yo —corroboró, monótona.

—Marcelina, dígame el nombre de la dueña, le prometo que no la molestaré más.

—No, si no es usted molestia. Su nombre completo es Teresa Cifuentes Martín, pero ya le digo que yo no la he visto nunca por aquí…

Mis ojos casi se salen de sus órbitas y mi boca se abrió como si tuviera un resorte.

—¿Teresa Cifuentes Martín? —la interrumpí.

—Sí, señor, así se llama. Pero no sé yo cómo va a poder ponerse en contacto con ella, yo si quiere, cuando vuelva a llamar le digo que está usted interesado pero, ya le digo, lo mismo llama mañana, que dentro de un año.

—Teresa Cifuentes Martín —repetí lentamente, mirando al vacío, como si realizase un conjuro con su nombre. Puse mi mano en el pecho, a la altura de donde guardaba el sobre con la foto robada, notando el batir de mi corazón. En cierto modo comprendí el porqué de la foto en aquella buhardilla, incluso del sobre con el membrete del doctor Cifuentes, pensando de nuevo en que todo una era pura casualidad, muy conveniente, pero casualidad al fin y al cabo.

—Le voy a contar una cosa —me dijo con una sonrisa taimada—, pero que conste que de mi boca no ha salido ni una sola palabra.

Se marcó con la yema de los dedos una cruz sobre los labios apretados, y yo lo afirmé, como si estuviéramos haciendo un pacto de silencio. Torció la cara a un lado y a otro la cabeza como si no quisiera que nadie la oyera y se me acercó tanto que me llegó a la nariz un olor fétido a sudor reseco. Procuré mantener la compostura y la respiración.

—Por lo visto, en esa buhardilla, esta mujer, la tal Teresa Cifuentes, tuvo escondido a un novio rojo después de la guerra. Eso se lo he oído yo hablar a mi madre con las vecinas. Aquí la mayoría son más viejos que Matusalén, y llevan viviendo toda la vida en estos pisos, y se sabe todo de todos.

Me hablaba muy bajito, en un susurro ronco, alzando las cejas como si me estuviera confesando una confidencia importante.

—¿Y sabe qué pasó con ese novio rojo que escondió aquí?

—Creo que se lo llevaron preso. Por lo visto alguien lo denunció. Nunca se confirmó quién lo había hecho; mi madre decía que era cosa del señor Froilán, el del primero A, que era muy de Franco, ¿sabe usted? Yo, la verdad le digo, no sé cómo sería el hombre, porque murió cuando yo era muy chica, pero el hijo, no se puede usted imaginar qué prenda —se acercó aún más y me susurró—, una mala persona, se lo digo yo, malo, malo; y la mujer no le cuento, otra igual, lleva unos aires de marquesa, toda tiesa y emperejilada, y luego es más agarrada que un chotis, no suelta una propina ni aunque la arrastren.

—¿Y no sabrá el nombre del novio?

—Uy, no tengo ni idea. Lo mismo algunas de las vecinas se acuerdan, pero no sé…

Pensé en el nombre a quien se dedicaban los libros: Arturo, y en el paquete que le habían enviado estaba el apellido Erralde, así que no cabía duda, el novio rojo de Teresa Cifuentes debía de llamarse Arturo Erralde.

Me quedé mirando al vacío, aturdido. La portera extendió la mano al botón del ascensor. En seguida se oyó el zumbido de la puesta en marcha del motor. Reaccioné y la miré con una sonrisa obligada.

—Bueno, ya sí que no la molesto más. De verdad que se lo agradezco mucho. Yo bajaré por la escalera.

—Sí, será lo mejor, bastante tiene la máquina con soportar mi peso, y usted está muy ágil. Ale, vaya usted con Dios.

Bajé las escaleras a saltos y salí de aquel portal oscuro con la cabeza a punto de estallar. Una fina lluvia empezó a caer y corrí hasta llegar a casa. Necesitaba pensar y poner en orden todo lo que estaba pasando. De repente, en los últimos días (justo desde que había adquirido aquella caja de hojalata) todas las personas con las que me iba encontrando (de una manera algo extraña y hasta misteriosa) tenían algo que ver con Mercedes Manrique y su marido.

Puse mi mano en mi pecho, palpando el sobre oculto, tomé aire y miré al cielo.

Capítulo 20

En el sopor del sueño, Teresa oyó el primer timbrazo del teléfono, el segundo apenas sonó porque alguien descolgó. Mercedes y ella se habían pasado toda la mañana en la Dirección General de Seguridad, de pie, esperando alguna noticia de sus padres. La tarde anterior no habían conseguido nada; cuando llegaron a la DGS ya no las dejaron pasar; era tarde, y las emplazaron para el día siguiente porque nadie podía atenderlas. Agotadas y desoladas por no haber conseguido nada, regresaron a casa. Por la noche resultaba muy peligroso moverse por la ciudad, las calles permanecían a oscuras para evitar que la luz pudiera indicar un objetivo a los aviones de los sublevados. Así que no les quedó más remedio que esperar al día siguiente. Se levantaron al amanecer, y se plantaron en la DGS dispuestas a no moverse hasta que alguien pudiera atenderlas. Después de esperar durante más de ocho horas en una sala abarrotada de gente con la misma intención de encontrar a alguno de los suyos, soportando un calor infernal, de pie o sentados en incómodas bancadas de madera, el apellido Cifuentes retumbó de boca de un guardia con pinta de bonachón, gordo y con el cuello empapado de sudor. En un principio, apenas reaccionaron, incrédulas de lo que habían escuchado; ante la falta de respuesta, el hombre alzó el cuello y gritó con más fuerza: ¿Hay algún familiar de Eusebio Cifuentes? Teresa, entonces, acertó a alzar la mano y se levantó de un brinco, entre el susto y la ansiedad por conocer alguna noticia. Los que seguían a la espera las miraban esquivos, con sentimientos encontrados. Cuando estuvieron frente al hombre les indicó que le siguieran. Salieron a un pasillo amplio e iluminado con una luz blanquecina. También allí se acumulaban rostros cansados, expectantes, pacientes, ojos cargados de incertidumbre, secos de llanto por una brusca despedida o por la súbita desaparición de sus seres queridos. El hombre que les había llamado, se volvió hacia ellas y miró a una y a otra, preguntando otra vez si eran familia de Eusebio Cifuentes. «Es mi padre», se había apresurado Teresa a contestar. «Sus padres saldrán en unas horas» «¿Cómo están?», preguntó ansiosa por saber su estado. «No estoy autorizado a decir nada más. Váyanse a casa y esperen allí.» Sin dar ocasión de réplica, el hombre les dio la espalda y se alejó esquivando a todo ser viviente que se encontraba en su camino. En un principio dudaron si quedarse por si acaso había alguna otra novedad, pero lo cierto era que Mercedes tenía los pies embotados, y Teresa se sentía mareada como consecuencia del calor que se respiraba en aquel edificio y la sed que apenas la dejaba tragar la saliva, escasa y pastosa. Por eso habían decidido regresar a casa y esperar noticias.

Nada más llegar, lo primero que preguntó Teresa era si había llamado Arturo. Ante la contestación negativa de Joaquina y de Charo, llamó a la pensión; le cogió el teléfono don Hipólito para decirle que Arturo no estaba y que doña Matilde no podía ponerse porque estaba echada. Le insistió en el recado de que Arturo la llamase con urgencia. Su decepción aumentaba con el transcurrir de las horas sin saber nada de él. Rumiaba con aflicción las acusaciones de Charito en su contra, y, muy a su pesar, ante la falta de noticias, le resultaba difícil evitar la duda.

El timbrazo del teléfono la había despertado, y pensó que podía ser él; con los ojos cerrados esperó por si oía acercarse a su hermana, o Joaquina, para avisarla de que tenía una llamada, pero no pasó nada. La casa estaba envuelta en un extraño silencio, un silencio espeso, calinoso, roto por el eco isócrono y monótono del reloj que seguía presidiendo el salón, o por algún golpe de Joaquina en su trasteo cotidiano.

Abrió los ojos y vio a Mercedes que leía sentada junto a la ventana. Le hizo gracia la postura, el libro sobre su barriga y las piernas reposando sobre el escabel de madera acolchado y forrado con la misma tela que las cortinas.

Se removió en la cama haciendo crujir los muelles; Mercedes se sobresaltó, bajó los pies al suelo de inmediato, puso el libro sobre sus rodillas y se colocó en posición erguida, muy seria, como si la hubieran pillado haciendo algo malo.

Teresa se incorporó.

—Me he quedado dormida.

—Debías estar muy cansada.

—¿Tú no duermes?

—Lo he intentado, pero me cuesta mucho. —Mercedes se tocó la tripa—. El bebé se mueve mucho, además, no consigo acostumbrarme a este calor. En mi casa los muros son de adobe y tienen casi un metro de anchura; apenas se nota el calor de la calle.

—¿Nunca habías estado en Madrid?

—Es la primera vez que salgo de Móstoles. Todo es muy distinto. Demasiada gente, demasiados coches, demasiados edificios…, bueno, demasiado de todo. Incluso creo que aquí la gente camina más deprisa, ¿no crees?

—Es posible que tengas razón. La única experiencia que tengo fuera de Madrid son los veranos que pasamos en una casa a unos kilómetros de Santander. Allí tenemos demasiado de todo, lo contrario que aquí: demasiado campo, demasiado mar, demasiado silencio, demasiada soledad, demasiado aburrimiento. No soporto tanta tranquilidad.

Las dos rieron con tibieza.

Teresa hizo un gesto hacia el libro que tenía en sus rodillas.

—¿Te gusta?

Mercedes la miró desconcertada. Luego, bajó los ojos al libro y lo cogió entre sus manos.

—Ah, sí, perdona que lo haya cogido, lo tenías aquí…

—¿Te está gustando la historia? —insistió Teresa.

—Sí. Es una historia preciosa, un poco triste. Me conmueve lo que le pasa a Dantès.

—¿Quién es Dantès?

—Edmond Dantès, el protagonista. Es un buen chico que está muy enamorado y tiene un futuro prometedor y feliz. Pero el mismo día de su boda lo detienen por una denuncia falsa de los que consideraba sus amigos, y lo encierran de por vida en una prisión horrible, en medio del mar. Allí conoce a un hombre que lleva más tiempo que él y que parece un loco, pero que le enseña muchas cosas.

—Parece muy interesante.

—Lo es.

Teresa la miró extrañada.

—¿Te gustaba ir a la escuela? Yo la odiaba. Era todo tan aburrido.

Mercedes se rió, sorprendida.

—Nunca fui a la escuela. Con mi madre aprendí lo básico, las letras y los números, y una maestra de Móstoles me enseñó a comprender lo que leía, a escribir bien, sin faltas de ortografía y con buena letra, y utilizando una redacción correcta. Se llama Amanda, es muy inteligente y tiene muchos libros. El de
El conde de Montecristo
lo tenía en francés, ella también sabe francés. Tiene otros muchos, una estantería que ocupaba toda una pared de arriba abajo, toda llena de libros. No he visto en mi vida tantos libros juntos. Antes de casarme, cuando iba a su casa, me dejaba entrar en esa habitación y podía coger el que quisiera. Me gusta mucho leer.

Teresa suspiró cansina.

—A mí me aburre soberanamente; sin embargo, Arturo se muere por tener un libro entre sus manos, le da lo mismo de lo que sea, todo le gusta. Sueña con llegar a ser un escritor de los grandes, y que un día sus novelas sean leídas por mucha gente, anhela pasar a la historia más allá de su propia existencia.

Mercedes alzó las cejas como sorprendida.

—¿No me dijiste que ha estudiado para abogado?

—Bueno, de algo hay que vivir. Su padre se lo pidió antes de morir —la miró y encogió los hombros—. Los padres piden cosas muy raras.

—¿Y ha escrito algo? Doña Amanda ha escrito cuentos y relatos cortos, ah, y algunos poemas; era tan bonito lo que decía con tan poquitas palabras. A mí me parece una cosa increíble eso de la poesía.

—Arturo por ahora sólo lo intenta. Ya te digo que todo eso de la literatura me aburre soberanamente. Hace poco ha conocido a un escritor importante, que le está animando para que escriba una novela. Yo no le quito la ilusión, pero lo de escribir me da a mí que no da para vivir y mantener una familia, así que tengo la esperanza de que se le pase cuando se meta en el trajín del despacho, con juicios, demandas y esas cosas que llevan los abogados.

—Yo lo único que he escrito ha sido un diario. Lo empecé cuando me puse de novia con Andrés, pero desde que me he casado no he vuelo a escribir nada. También hice muchas redacciones que doña Amanda me mandaba, pero, lo mismo, cuando me casé dejé todo eso. Una mujer tiene muchas tareas que atender en la casa.

—Te regalo el libro.

Mercedes la miró sorprendida. Abrió la boca para luego cerrarla. Miró el libro y luego volvió sus ojos a Teresa.

—No puedo aceptarlo.

—¿Por qué no? Es un regalo.

—Yo…, yo nunca he tenido un libro mío.

—Pues ya es hora de que lo tengas; dice Arturo que los libros son el patrimonio más preciado que una persona pueda llegar a poseer;
El conde de Montecristo
será el primer ejemplar de tu biblioteca. Además, te lo regalo con la condición de que me cuentes la historia cuando lo termines de leer. ¿De acuerdo?

Mercedes sonrió y aceptó encantada. La sola idea de tener un libro de esa envergadura la conmovía. Lo miró y lo tocó como si fuera un preciado tesoro, algo delicado, una hermosa joya. Lo cogió sin disimular su emoción, con un mohín candoroso dibujado en su rostro. Lo puso sobre su pecho y lo abrazó con sus manos, y un gracias pletórico se escapó de sus labios.

Teresa salió de la alcoba y buscó a su hermana en el salón.

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