Read Las tres heridas Online

Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (69 page)

El timbre resonó rompiendo la quietud de la casa. Se oyó el paso arrastrado de Cándida dirigirse a la puerta. De inmediato, la criada avisó a Arturo.

—Es la señorita Teresa, viene con la Mercedes.

Fue a su encuentro. Teresa se lanzó hacia él y le abrazó sin ocultar su entusiasmo.

—Venimos a buscarte, Arturo.

—¿Y adónde pretendes que vayamos?

—A la calle, ya hay camiones de soldados nacionales entrando por la Castellana. La gente está de fiesta. Todo ha terminado. La guerra se acaba.

Mercedes permanecía a un lado, prudente. Arturo la saludó estrechando su hombro. Su actitud comedida contrastaba con la exaltación de Teresa.

—Le he dicho a Mercedes que hoy mismo nos vamos a Móstoles.

Arturo la miró, ceñudo.

—No te precipites, Teresa. Esperar un poco a ver cómo van las cosas. No nos podemos fiar de nada.

—No hay de qué preocuparse. He tenido noticias de Mario —sus ojos se abrieron como si se fueran a salir de las órbitas y su sonrisa se abrió aún más, intentando mostrar su alegría—. En cualquier momento se presenta en casa con los mellizos. Ya ha avisado a mis padres para que vayan preparando la vuelta.

Arturo no reaccionaba al entusiasmo de Teresa, no podía, era incapaz de sonreír siquiera. Suspiró cansino.

—No sé, Teresa…

—La guerra ha terminado, Arturo. Vamos a la calle, hace un día fantástico…

—No me encuentro muy bien —interrumpió negando con la cabeza. Se llevó la mano al cuello—. Me duele la garganta. Prefiero no salir.

La sonrisa de Teresa se quedó congelada; miró a Arturo y luego a Mercedes.

Cándida avanzó por el pasillo con una bandeja llena de tazas.

—¿Un poquito de achicoria? Es de calidad, no creáis.

Doña Matilde les recibió en el salón con una sonrisa serena; con ella estaban Manuela (convertida en una joven alta y en exceso delgada), su abuela Maura y don Saturnino. Faltaba don Hipólito que había salido a la calle al albur de las voces que decían que las tropas de Franco ya estaban entrando en Madrid. Junto a Teresa, era el único que estaba eufórico con la llegada de la paz previsible, gloriosa, magnánima. Los demás, percibían el final de otra manera. La paz llegaría, pero no para todos; el miedo que unos días atrás acuciaba a unos, ahora inquietaba a otros. Don Saturnino estaba muy preocupado. Desde el principio de la guerra, el colegio en el que impartía clases se convirtió en un cuartel, sin embargo, a pesar de los bombardeos, el hambre, incluso la orfandad, había continuado dando clases gracias al empeño del Ministerio de Instrucción Pública, con el fin de que los niños no perdieran la oportunidad de aprender y estuvieran recogidos en escuelas que se montaban en cualquier piso, edificio o caserón abandonado que pudiera albergar con cierta garantía a colegiales en edad de aprender. Pero con el triunfo de los nacionales, y sobre todo con la derrota de los republicanos, don Saturnino temía por su suerte. Había malos augurios para gente como él, a pesar de no haber disparado un solo tiro en toda la guerra; como otros muchos españoles, se había afiliado al sindicato de UGT de la enseñanza con la única finalidad de poder comer, trabajar y sobrevivir en un Madrid sitiado desde el 36; además, pertenecía también a los trabajadores dependientes de un Ministerio de la República. De acuerdo con la Ley de Responsabilidades Políticas, tenía todas las papeletas para ser, como mínimo, depurado. Había pensado huir, pero no sabía adónde, y tampoco tenía medios. No podía volver a su pueblo porque fue tomado por los nacionales desde el principio, y allí estaría mucho más expuesto al peligro de las envidias vecinales que en la ciudad. Así que había decidido quedarse y esperar que la sangre no llegase al río, y que al final se respetase la labor de un humilde profesor que se había dedicado toda la guerra a enseñar las letras y las cifras a niños menores de diez años.

A doña Matilde se le complicaron las cosas cuando, en enero del año 37, un Decreto del Gobierno obligó a las casas de huéspedes a hacer una ficha con los datos de todos los inquilinos que se hospedaban, así como los que abandonaban el establecimiento. Bajo su custodia, seguían ocultos don Avelino, su cuñado sacerdote, y Felisa y Dori, las dos monjas que se presentaron con él. La situación se hizo insostenible y peligrosa para todos, así que contactaron con el Auxilio Azul. A través de ellos, solicitaron asilo en la embajada de Chile, y en el verano del 37 consiguieron la evacuación a Francia. A esta aventura se les unió Julia Crespo, que se había quedado sin trabajo cuando la dueña de la pescadería desapareció sin dejar rastro a finales del 36. Los cuatro se establecieron sin problemas: don Avelino, el cuñado de doña Matilde, se mantuvo todo el tiempo en una parroquia a las afueras de Toulousse, acogido por un sacerdote conocido; las dos monjas se refugiaron en una casa de caridad que había cerca de la frontera, y que daba cobijo a todos los que, como ellas, huían de una muerte segura; y Julita conoció a un tratante francés con cierta fortuna y se casó con él. Cada mes, a escondidas de su esposo, enviaba dinero y víveres a la pensión; gracias a eso, y a lo que Arturo llevaba cuando regresaba a Madrid desde el frente, fueron sorteando el hambre doña Matilde, Lela, Maura y don Hipólito, éste sin sueldo alguno desde que fue incautado el periódico y, por tanto, sin posibilidad de pagar ni una sola peseta a doña Matilde. Don Saturnino, por su parte y muy a su pesar, entregaba a doña Matilde casi la totalidad de su exiguo sueldo, para poder comprar comida y jabón (único «lujo» que se permitían cuando lo había en las tiendas).

Teresa y Mercedes tomaron una taza humeante de achicoria y salieron a la calle. Tenían pensado ir a Móstoles en cuanto tuvieran oportunidad, a pesar de las advertencias de Arturo. Los sentimientos de Mercedes eran contradictorios, por una parte deseaba el regreso a su casa, pero, por otra, lo temía porque todo había cambiado, nada se parecía a lo que tenía y a lo que era cuando salió de su casa; su madre había muerto y le llevaba flores a una fosa común en el cementerio del Este; no sabía nada de Andrés, nadie le había dado noticias desde que se lo llevaron; y el recuerdo de su hijo le dolía más que nada, un hijo que le anunciaron muerto, pero al que sentía vivir como si todavía lo tuviera en sus entrañas. Lo único que la había mantenido viva tantos meses de miedo y miseria había sido la esperanza de encontrarse con Andrés y emprender de nuevo una vida truncada en el verano de 1936.

El gentío parecía arrebatado por una euforia que contagiaba el ánimo. Niños, mujeres y ancianos, jaleaban el paso de los hombres que, poco a poco, iban penetrando en Madrid por el norte, ocupando la amplitud del paseo de la Castellana; unos a pie, otros montados en camiones, apretujados unos a otros, todos con el saludo romano, la mano alzada, abierta, vitoreando a Franco y España, cantando el
Cara al Sol
o
La Canción del Legionario
; las caras desbordaban una felicidad deseada, ansiada, en apariencia recuperada. Apenas podían abrirse paso entre la marabunta que seguía el ritmo del cortejo soldadesco, vitoreando su paso marcial y sonriente. Muchas ventanas lucían la bandera nacional (la bicolor, roja y gualda, desapareciendo todas las tricolores republicanas), como si hubieran estado esperando el momento de colgarlas, mantones de Manila, colgaduras, colchas de brocados, cualquier cosa para escenificar el gozo desbordado de la población agotada, ansiosa por recibir al ejército liberador.

Teresa se impregnó de nuevo del entusiasmo que se movía a su alrededor. Caminaban agarradas de la mano para evitar perderse en medio aquella algarabía. Mercedes observaba el espectáculo aturdida, tímida, sin atreverse aún a mostrar ese arrebato del final. Por fin llegaba la paz, pensaba, pero era una paz envenenada, había demasiado odio, demasiado miedo, demasiadas pérdidas, demasiadas ausencias.

Llegaron a Cibeles y allí el entusiasmo estaba al borde del paroxismo. El espectáculo de la Gran Vía se unía al que ya descendía por la Castellana desde el antiguo Hipódromo: camiones cargados de soldados nacionales bajaban envueltos en banderas y vítores, siempre con los brazos enhiestos, la mano estirada, rígida como si quisieran tocar el sol; todos gritaban con el mismo gesto vivas a Franco y arribas a España.

Un grupo de falangistas uniformados de pies a cabeza charlaban apoyados en un coche. Cuando pasaron por delante, las piropearon. Sin pensarlo, Teresa tiró de Mercedes y se dirigió a ellos. Sonrientes, se irguieron al verlas llegar.

—¿Qué tal, preciosas?

—¿Sabéis cómo podríamos llegar hasta Móstoles? —Teresa preguntó de forma directa.

—¿Para qué quieres tú ir a Móstoles? —preguntó el más alto, dando un paso hacia adelante con un ademán seductor y mostrando una sonrisa en los labios.

—Mi amiga vivía allí y quiere saber cómo está su casa, y si ha regresado su marido. Le cogieron preso los rojos en el verano del 36, y desde entonces no sabe nada de él.

El hombre miró a Mercedes con gesto de interés.

—No te preocupes por tu marido, daremos con él, y se le recompensará por el sacrificio y sufrimiento que le hayan hecho padecer esa piojera marxista.

—No sé… —Mercedes balbuceó, con los ojos vidriosos—, no sé si está vivo o muerto.

—Haremos una cosa, si queréis, yo os puedo llevar hasta Móstoles, pero antes de la noche tengo que estar de vuelta.

Teresa y Mercedes se miraron y se sonrieron.

—¿Lo harías? —preguntaron casi al unísono.

El falangista se echó a un lado, abrió la puerta del coche y las invitó a que subieran. Los demás lisonjeaban al que se había lanzado. Ellas no lo dudaron. Entraron en el auto y se agarraron de la mano nerviosas. El joven se subió al volante, y mirando a través del retrovisor dijo:

—Mi nombre es Jorge Vela. Y vosotras, preciosidades, ¿puedo saber cómo os llamáis?

Después de decirle el nombre, encendió el motor y se pusieron en marcha. Era simpático, educado en sus maneras, galante y muy atractivo. Tenía la piel curtida por el sol y el aire, y la cabellera planchada de brillantina destacaba su pelo negro. Los brazos eran musculosos, sus manos fuertes, grandes, y en el cuello, largo y fibroso, le sobresalía la nuez pronunciada que subía y bajaba, otorgándole un aspecto interesante y duro. El coche avanzaba lento, porque el gentío impedía mayor velocidad. Tuvo que detenerse en seis controles, pero en cuanto los soldados le veían, se cuadraban, juntaban los talones y alzaban en brazo con marcialidad. Luego se llevaban la mano a la frente y, solícitos, le daban paso.

La carretera estaba atestada de camiones, coches y tropas de diferentes batallones: tabores de moros con su indumentaria especial, falangistas, zapadores, todos esperaban impacientes la entrada triunfal a Madrid. También vieron a otros que mostraban una intensa desesperación, reflejada en sus ojos asustados, que huían sin saber muy bien de qué y hacia dónde.

Jorge les señaló la hilera de camiones aparcados con víveres, preparados para ser distribuidos entre la población.

—Decían que todo era un bulo —dijo Teresa, agachando la cabeza para ver a través de la ventanilla.

—Franco nunca miente —afirmó con severidad—. Se acabó el hambre, la miseria y la cochambre que la República y los que la defienden instalaron en este país; a partir de ahora será nuestro Caudillo el que dirija España con mano firme, y acabará con las hordas de rojos que tanto sufrimiento ha provocado al pueblo español.

Mercedes se sobrecogió cuando lo escuchó hablar así. Había cambiado el tono, y el gesto, antes relajado y sonriente, se había vuelto serio, grave, incluso los músculos de su cuello y de sus manos (agarradas al volante) se tensaron como si desprendieran rabia. Teresa, sin embargo, apenas percibió el cambio, o no le dio importancia, porque no dejó de observar por la ventanilla el espectáculo de camisas azules, boinas rojas, uniformes con sus correajes relucientes, mantas cruzadas al pecho, botas limpias y rostros afeitados, nutridos y sonrientes. Desde hacía meses, su idea de la felicidad pasaba por ese día, por la irremediable salida de unos para que entrasen otros. Le embriagaba el entusiasmo derrochado. A Mercedes le sorprendía la deformación que la guerra provocaba en la forma de pensar, de juzgar el pasado, de mirar el presente o afrontar el futuro; por un lado, unos veían espectros y brujas por todas partes a los que echar la culpa de todos los males del mundo, incluidos los infligidos por ellos mismos, hallando siempre justificación a sus propias atrocidades; sin embargo, otros parecían sufrir de repente una ceguera con el único fin de evadirse del compromiso de la protesta, evitando así mezclarse en asuntos que, según ellos, no les afectaban, en definitiva, para mirar hacia otro lado a pesar de que, lo que esté sucediendo delante de sus narices, fuera la más grave de las injusticias.

Después de más de una hora de camino, por fin llegaron a Móstoles. Mercedes estaba muy nerviosa; se adentraron en las calles desiertas y aparentemente abandonadas, siguiendo sus indicaciones para llegar hasta su casa. Apenas hablaban, más pendientes de girar a la derecha o a la izquierda o continuar recto. Algunos edificios aparecían derruidos por efecto de los bombardeos; no la extrañó demasiado; había tenido noticias de que antes de la entrada de los nacionales en noviembre del 36 hubo ataques aéreos. Aquella visión era más de lo mismo, las secuelas de la guerra, la costumbre de percibir como algo habitual la destrucción y la muerte. Cuando llegó a la esquina de su calle, le pidió que se detuviera. El vehículo frenó suavemente. En silencio, envueltos en una tensa inmovilidad, mirando al frente, sin salir del coche, como si tuvieran miedo de que se hiciera real lo que había fuera, Teresa y Mercedes mantenían los ojos fijos a través del parabrisas. Jorge se giró hacia ellas. Al ver la expresión de sus rostros, se volvió para observar el punto hacia donde miraban con tanta intensidad, con un anhelo enardecido, inquieto. Una de las casas del centro de la calle tenía el techo caído; la fachada se mantenía en pie, pero el derrumbe interior era evidente.

—¿Es ésa tu casa?

Ella afirmó apenas. Su barbilla tembló. Jorge abrió la puerta y descendió del coche.

—Éstas son las secuelas de una lucha a muerte por recuperar la libertad. Tenemos mucho trabajo por delante para volver a levantar España, más grande y más libre.

La voz de Jorge resonaba hueca, lejana en el oído de Mercedes, como si los ruidos le llegasen mitigados para evitarle mayor daño. Aturdida, bajó del coche. No se le había pasado por la cabeza que su casa pudiera haber sido una de las afectadas por las bombas. Era una casa humilde, vacía de cualquier elemento sospechoso, de cualquier enemigo, a nadie beneficiaba su ruina. El convencimiento de que los obuses siempre afectaban a otros era un elemento de defensa para evitar que el miedo desbordase el ánimo y bloquee el anhelo de supervivencia. Lo había aprendido después de sufrir muchos desbordamientos, de haber pasado mucho miedo con el ruido, primero de las sirenas que anunciaban lo que después llegaba: el estruendo de la bombas, el temblor de las paredes, el resquebrajamiento del techo que aparentemente protege la vida y que, en muchas ocasiones, se había convertido para muchos en su propia sepultura. Al principio corrían despavoridas hacia el refugio, con el tiempo las carreras se fueron haciendo más tranquilas. A veces, la elección llegaba a ser complicada: el riesgo a morir sepultado en un refugio, o reventado por una bomba. Hasta que llegó un momento en el que ya ni siquiera salían, a pesar de las sirenas, a pesar de la sacudida más o menos lejana del estallido, continuaban con su vida normal, manteniendo un silencio prudente, miradas esquivas, pendientes, atentas a recibir, o no, la descarga mortal, hasta que de nuevo se oía la sirena indicando que todo había pasado, al menos por el momento.

Other books

Renegade Rupture by J. C. Fiske
Shadows of the Silver Screen by Edge, Christopher
Star Struck by Laurelin Paige
El Rabino by Noah Gordon
Breathless by Kelly Martin