Las tres heridas (70 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

De repente, su conciencia le reveló todo lo que la guerra le había arrebatado: su madre, su hijo, su casa; su hogar y su familia habían sido tragadas por aquella lucha absurda en la que nada tenía que ver. La desesperanza se clavó en su pecho y sintió un ahogo al imaginar la posibilidad de no volver a ver a Andrés, de no sentir nunca más su abrazo, de quedar privada de su presencia.

Teresa bajó del coche, se acercó a su lado y pasó el brazo por su hombro para consolarla.

—¿Qué piensas hacer ahora?

La pregunta fue cándida. Sin un sitio en el que vivir, el regreso se complicaba, al menos de momento.

—No lo sé… —las lágrimas se desbordaron de sus ojos, pero tragó saliva y consiguió controlar el llanto—. No sé nada…, ni entiendo nada…

A paso lento, custodiada por el abrazo de su amiga, se acercó a la puerta. Estaba arrancada del marco y caía hacia un lado. El interior era un montón de escombros formado por los cascotes y restos de maderas y vigas de lo que antes era el techo y parte del sobrado. Por el hueco, como una herida sangrante, se atisbaba el cielo azul de primavera. Avanzó con la intención de entrar en la casa.

—Será mejor que no lo hagas —le advirtió Jorge—. Puede ser peligroso.

Mercedes se detuvo y se volvió hacia él.

—Pero ahí están mis cosas, mis enseres…, los recuerdos de mi madre, de mi padre.

—Desengáñate —añadió, acercándose con las manos metidas en los bolsillo—, no encontrarás nada. Lo más probable es que lo hayan saqueado todo —se calló un instante, para asomarse a la puerta como si estuviera comprobando los daños—. Además, podrías resultar herida, y en cierto modo me siento responsable de tu seguridad.

—Pues entra tú —le dijo Teresa, resuelta.

Jorge la miró un instante, luego miró a Mercedes, se irguió como un pavo real y afirmó.

—Está bien. Esperad aquí, ¿de acuerdo? Iré a ver si hay algo que merezca la pena rescatar.

Mercedes lo vio entrar a lo que antes era el distribuidor que daba acceso a todas las estancias de la casa. Caminando entre los restos del techo, pisando con cuidado, se asomó primero a la cocina. Salió y negó con la cabeza, «loza rota y poco más», dijo. Con el mismo resultado, se asomó al cuarto de estar, a la despensa y a la alcoba de la señora Nicolasa.

—¿Hay algo ahí? —preguntó ansiosa cuando lo vio asomarse.

—Han dejado las patas de la cama. Debieron hacer trizas el armario, seguramente para hacer fuego.

Cuando desaparecía de la vista, Teresa y Mercedes permanecían alertas oyendo el crujir de sus pasos o algún que otro ruido seco. Cruzó el zaguán trastabillando entre los escombros. Suspendida en el aire danzaba una nube de polvo que se adhería a su impoluta camisa azul y tiznaba sus botas relucientes. Se asomó al quicio de la última puerta.

—Aquí no queda ni la cama. Todo está vacío o inservible. No queda más remedio que empezar desde los cimientos, muchos lo van a tener que hacer, pero lo conseguiremos, entre todos levantaremos esta casa y todas las que han caído por esta guerra. Entre todos encumbraremos España al lugar que se merece.

Mercedes no se inmutó, miraba al interior intentando asumir aquella terrible visión de destrucción. Teresa la apretó contra sí.

—Puedes quedarte en casa el tiempo que quieras. Sabes que estoy a tu lado.

—Lo he perdido todo… —su voz temblorosa conmovía a Teresa—, mi única esperanza es encontrar a Andrés…, Teresa —la miró como si la estuviera suplicando—, ¿y si lo he perdido a él también?

—No digas eso…

En ese momento, Jorge salió de la casa, sacudiéndose la camisa y los pantalones. Teresa se apartó para que pudiera salir y le espetó:

—Jorge, ¿sabes cómo podríamos encontrar a su marido?

—¿No tenéis ni idea de dónde ha podido estar todo este tiempo?

—¡Vamos a ver al tío Manolo! —dijo Mercedes de repente, con el rostro iluminado—. Puede que haya recibido noticias suyas.

Subieron al coche y se dirigieron a marcha lenta hasta la casa del viejo Manolo. Al bajar del coche, Mercedes oyó el chasquido seco del hacha al cortar la leña, luego un silencio, para dar paso de nuevo al sonido del corte; suspiró tranquila porque durante el trayecto había pensado en la posibilidad de encontrar la casa vacía o derruida como la suya. Jorge se quedó junto al coche lustrando sus botas con un paño, mientras Mercedes, seguida de Teresa, se acercó hasta la puerta del patio y la empujó. El viejo estaba de espaldas. El chirriar de los goznes le alertó y se volvió aferrando el segur como si se hubiera puesto en guardia. Cuando la vio se quedó quieto, mirándola con fijeza, manteniendo una expresión neutra, como si no la reconociera.

—Tío Manolo, soy yo, ¿no me conoce?

El segur cayó al suelo.

—Dios Santo, Mercedes, claro que te conozco —avanzó hacia ella sobrecogido—, ¿cómo no voy a conocerte si te he visto nacer? Santo Cielo, hija, por fin has vuelto.

Su aspecto había cambiado poco, continuaba igual de enjuto y delgado, igual de viejo y arrugado.

—¿Te acuerdas de Teresa, la hermana de Mario?

—Sí. Claro que la recuerdo. ¿Lo consiguió?

Teresa afirmó con una amplia sonrisa de satisfacción.

—Me alegro, es un buen muchacho. Espero que esta guerra no le haya cambiado.

—Estoy segura de que no.

El tío Manolo se dirigió a Mercedes, y cogiéndola de las manos, le preguntó:

—Te veo bien… algo más flaca. Sé que habéis pasado mucha hambre en Madrid ¿Cómo habéis venido?

—Nos ha traído un joven muy amable. —Mercedes calló, y bajó los ojos al suelo—. Tío, he pasado por la casa…

—No te preocupes por la casa, la levantaremos de nuevo…

—¿Y Andrés, sabe usted algo? Desde el día que se lo llevaron no he vuelto a saber nada de él.

Las manos se apretaron y los dos contuvieron la emoción. Los ojos del anciano se volvieron vidriosos y esbozó una leve sonrisa de esperanza.

—El Andrés estuvo aquí hace apenas un mes.

La cara de Mercedes se iluminó y su sonrisa se abrió, poco a poco, ensanchando su rostro. Miró a Teresa que también sonreía, feliz.

—Entonces, ¿está vivo…? —balbució, mientras el viejo afirmaba, apretando aún más sus manos, como si quisiera con la presión manifestar su alegría—, está vivo, Dios mío, está vivo.

Le contó la visita nocturna y clandestina que le hizo Andrés. La razón por la que tuvo que regresar. No le habló del mal estado en el que estaba, ni de su desesperanza, ni de la desesperación que le había llevado a desear la muerte si no hubiera sido por su recuerdo. Intentó suavizar en lo posible su situación. De poco o nada servía contar toda la verdad en aquel momento.

—Espero que muy pronto todos estén de regreso. Ven, tengo algo que darte.

Teresa se quedó fuera, prudente, a la espera, mientras los dos entraron a la casa. Mercedes aspiró el aire con fruición, el aroma a la madera quemada de la chimenea que mantenía encendido un rescoldo. Miró todo alrededor, agradecida por estar allí de nuevo. El anciano abrió un cajón y sacó unos sobres atados con una cinta. Se los tendió y ella, antes de cogerlos, le miró alzando las cejas.

—¿Son suyas?

El viejo afirmó.

—Llegaron a cuentagotas, a lo largo de varios meses. Siento no habértelas hecho llegar, pero no sabía adónde. Don Honorio se marchó a Madrid poco antes de que entrasen los nacionales, y a partir de entonces, ya no he tenido noticias tuyas, ni sabía tu dirección exacta, ni siquiera sabía si seguías en Madrid.

—¿Sabe lo de mi madre?

Su gesto se tornó grave. Afirmó.

—Sí, me lo dijo don Honorio, y lo del hijo también.

—¿Lo sabe Andrés?

El viejo la miró con ojos lánguidos; encogió los hombros y chascó la lengua.

—¿Qué podía hacer, hija? Me preguntó. No podía mentirle.

Mercedes cogió los sobres y los llevó a su regazo, apretando contra su pecho el papel escrito como si quisiera sentir la presencia de su autor. Oyeron unas voces fuera. Teresa hablaba con Jorge.

—Mercedes —Teresa gritó desde el patio—, dice Jorge que tenemos que regresar a Madrid.

—¿Vuelves para Madrid? —le preguntó el anciano, extrañado.

—Sí, pero regresaré en unos días. No quiero dejar sola a Teresa, su familia se tuvo que marchar a Buenos Aires; en cuanto todo esto se aclare un poco me imagino que regresarán. Ha sido muy buena conmigo. Aquí, poco o nada puedo hacer por encontrar a Andrés si no es sentarme a esperar, y llevo ya mucho tiempo de espera, demasiado tiempo. Teresa me ha dicho que me ayudará a buscarlo. Ahora, sus hermanos tienen mucha influencia.

—¿Y si regresa? No te encontrará.

—Le apunto la dirección y el teléfono para que me llame o me escriba si tuviera alguna noticia.

Cogió un viejo lápiz que siempre estaba en el revellín de la chimenea, junto a las sartenes, y en un trozo de papel de estraza que había sobre la mesa escribió el domicilio y el teléfono de Teresa.

—Puedes quedarte aquí conmigo hasta que reconstruyamos la casa —insistió.

—Será así cuando regrese. Pero ahora que pueden ayudarme, prefiero hacer algo en Madrid a seguir esperando. Me volvería loca.

Tuvieron que despedirse porque Jorge insistía en la necesidad de partir. Nada más montar en el coche, Mercedes le explicó a Jorge todo lo que le había contado el viejo Manolo sobre la visita de Andrés, la localización, un lugar cerca de las Rozas, y un dispensario abandonado en medio del campo, próximo a la carretera de La Coruña.

—Con esos datos daré con él —dijo él con firmeza—. No te preocupes. Me encargaré de ello personalmente.

Las llevó hasta la puerta de la casa en la calle del General Martínez Campos. Justo cuando estaban descendiendo del coche, aparecieron tres vehículos negros, impolutos; frenaron, uno detrás de otro, pegados al de Jorge; la puerta delantera del primero de ellos se abrió. Teresa no podía creérselo.

—¡Mario! —se lanzó hacia él y lo abrazó—. Pero… ¡qué guapo estás! Si parece que has crecido.

—Tú, sin embargo, estás muy flaca y desmejorada —su voz había perdido la dulzura recordada.

—Aquí se ha pasado mucha hambre —replicó.

Las puertas de los coches que habían llegado se abrían y se cerraban con golpes secos al descender del interior sus ocupantes. Teresa se giró y sus ojos se toparon con la figura de su hermano Juan. Tardó en reconocer su imagen, ya no tenía el aspecto de niño que se mantenía intacto en su recuerdo: su rostro se había vuelto rudo, sus mandíbulas habían ensanchado, su pelo, antes suelto y libre, ahora se pegaba al cráneo peinado hacia atrás apelmazado con brillantina, lucía además un bigote finamente delineado, que le daba un aspecto distante y áspero. La mayoría de los hombres llevaban el uniforme de la Falange, igual que el de Jorge Vela, que al ver a Mario se había cuadrado alzando el brazo como si hubiera visto a un dios.

Teresa se acercó hacia Juan y le esbozó una sonrisa. La última vez que lo vio recibió de él una bofetada.

—Hola, Juan.

—Hola, Teresa. ¿Cómo estás?

Se acercaron tímidos y se besaron, como si recelasen el uno del otro.

Teresa miró a Mario y luego de nuevo a Juan.

—¿Y Carlitos, no viene con vosotros?

—Carlos está en el coche.

Miró al interior del que Mario y Juan habían bajado, pero estaba vacío. Se acercó al que estaba estacionado detrás y atisbó la figura de Carlos en su interior. Se asomó y lo vio de perfil, la mirada ausente, hacia adelante, la barbilla alzada con una falsa dignidad; las manos sobre las rodillas, sin moverse, ignorando la presencia de su hermana. Oyó un ruido metálico y en la parte de atrás del coche, un joven flecha, de aspecto enjuto, perfectamente uniformado y afeitado, armaba con movimientos enérgicos una silla de ruedas. Sintió una punzada en el estómago. El corazón se le aceleró y se dirigió a Mario.

—¿Qué le ha pasado?

—Nuestro hermano es un héroe de guerra, un valiente que ha sufrido los efectos de la contienda. Ha sido condecorado por el mismísimo Caudillo en reconocimiento a su entrega a la causa nacional. Debemos sentirnos muy orgullosos de él y cuidarlo para que su vida sea lo mejor posible.

Teresa miraba absorta a su hermano mientras hablaba. Su rostro serio tenía un visaje distante, como si no le afectase. Cuando la silla estuvo montada, el conductor la puso junto a la puerta del coche, la abrió y lo sacó en volandas como si fuera una piltrafa. Teresa, al verlo, tuvo ganas de llorar. Sus piernas estaban muertas y parecía que bajo la tela de los pantalones tan sólo hubiera huesos. Una vez colocado en la silla, Teresa se acercó a él y se agachó para verle la cara.

—Carlos, Carlitos… —sus ojos buscaron los de su hermano, pero se encontró con una mirada tan fría que le heló la sangre. Tragó saliva porque sentía la garganta seca—. Carlos, pero… ¿qué te han hecho?

Carlos no contestó. Bajó la mirada a sus manos temblonas, azorado.

—Déjalo tranquilo —dijo Mario—, está cansado; el viaje ha sido muy largo. Subamos a casa. Quiero darme un baño y comer algo.

—No sé si habrá agua, la cortan constantemente y sin avisar, y cuando hay, no tenemos con qué calentarla, y de comer no hay nada, apenas un puñado de lentejas.

—Martínez, ocúpese de eso, rápido.

—Sí, señor —contestó uno de los hombres con marcialidad. Se cuadró, alzó la mano, se montó en uno de los coches y se marchó.

Cuando todos entraban en el portal (una docena de hombres, los más jóvenes, portando maletas, cajas y maletines), Teresa oyó a su espalda la voz de Jorge Vela que, prudente, la llamaba. Esperó a que todos estuvieran dentro.

—Tenías que haberme dicho que eras hermana de Mario Cifuentes. —Teresa no dijo nada, su pensamiento estaba en la silla de ruedas que empujaba el joven falangista—. ¿Podré verte otro día? —le preguntó seguro y sonriente—. Me encantaría invitarte a tomar un refresco.

Teresa le miró aturdida, estuvo a punto de decirle que tenía novio, pero no lo hizo.

—Gracias por el viaje, Jorge, has sido muy amable —en ese momento, Mercedes se cruzó delante de ella. Como si de repente regresara a la realidad, miró a Jorge y le dijo—: ¿Buscarás a Andrés?

—Por supuesto, no lo dudes, y ahora con más motivo sabiendo quién me lo solicita.

De repente, se cuadró, juntó con un sonido seco la parte trasera de los talones y levantó la mano con un vehemente arriba España, para luego volver a relajarse.

—Pero ¿qué haces? —preguntó Teresa, atónita.

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