Las tres heridas (65 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

El domingo me levanté temprano. Por la mañana me paseé, como era mi costumbre, por las calles del Rastro, dejé pasar las horas más lentas que otros días, hice algunas compras, un cuadro pequeño que podía ir muy bien en el salón, una lámpara en apariencia inservible pero que me resultó algo sofisticada, y unas postales de los años cuarenta. Cuando me quise dar cuenta estaban empezando a recoger y desmantelar los puestos. Regresé a casa y esperé la hora, impaciente. Me disponía a salir de casa para mi extraño encuentro con Damián, cuando sonó el móvil. Me estaba poniendo el abrigo y, con él sobre mis hombros, respondí.

—¿Sí?

La voz de Teresa Cifuentes me aceleró el latido del corazón. Tiré el abrigo como si me molestase su peso para oír con claridad la voz de la anciana.

—Dígame. Sí… ¿En su casa, mañana a las cinco? Sí, permítame que coja un bolígrafo.

Me temblaba la mano de los nervios, y con torpeza, abrí el cuaderno.

—Sí, dígame la dirección. Calle del General Martínez Campos, número 25, principal derecha —repetí mientras escribía—. Allí estaré.

Colgué el teléfono y descubrí el reflejo de mi rostro en el espejo de la entrada. Tenía una sensación extraña que asfixiaba la euforia de mi encuentro con la mujer que parecía ser el nexo que lo uniría todo.

Miré el reloj y salí de casa; pasaban veinte minutos de las cinco. Un lánguido atardecer invernal iniciaba su despliegue por las calles que estallaban en fulgores cada vez más luminosos a medida que la oscuridad se adueñaba de un cielo gris, plomizo, que apenas se atisbaba por las brechas de los edificios. La ciudad se movía en una lenta caravana de domingo, de tarde fría de niebla y vaharadas blanquecinas expulsadas por la boca de los paseantes, abultados por efecto de las lanas y abrigos en que se envolvían, desprovistos de la presteza del diario cotidiano. Salí de Madrid sin abandonar, en ningún momento, ese halo luminoso de brillos, colores fulgurantes y refulgencias. Llegué a Móstoles y fui directo al aparcamiento frente a los juzgados, colmado de coches pero siempre solitario, embargado de sombras extrañas que se formaban por los destellos discontinuos de los fluorescentes a punto de fenecer.

Llegué a mi cita con diez minutos de antelación. La puerta del cementerio todavía estaba abierta. Di unos pasos al interior y me detuve. La noche otorgaba al lugar un aspecto distinto, más opaco, más lúgubre, con los mármoles emergiendo de la tierra fría, oscura, estéril. Eché un vistazo rápido y no vi a nadie. Estaba solo. Miré a mi espalda, como si tuviera miedo de quedar encerrado en ese mundo de muertos. No había más ruido que el rumor estridente de un remolino de papeles y hojas secas, movidas a un lado y a otro a merced del aire que, de cuando en cuando, desataba una ráfaga helada. Paso a paso, sintiendo la calidez del aliento acariciar mi rostro, me adentré en aquel mundo tétrico de silencio. Quedé al cobijo del árbol que parecía el centro de aquel extraño universo, velado por sus ramas y su imponente sombra nocturna. Al girarme vi que Damián cerraba la puerta desde el interior. No sabía de dónde había salido, si estaba afuera y había entrado detrás de mí, o si se hallaba dentro oculto en algún recoveco invisible a mis ojos. Echó la llave, miró un instante hacia la calle con las manos agarradas a los barrotes, y luego se volvió y avanzó hacia mí, despacio, con la desgana cargada sobre sus hombros. Llevaba puesto el mono de otros días, a cuerpo, con el cuello al descubierto como si el frío pasara de él sin rozarlo. Yo, sin embargo, estaba entumecido por el aire gélido que parecía penetrar a través de los tejidos de mi ropa y llegar a mi cuerpo indefenso.

—Hola, Damián. ¿Cómo estás?

—Bien.

—Bueno, ¿qué es eso que quieres enseñarme?

—Cuando me dé los cincuenta euros.

—Primero me lo dices, luego te doy el dinero.

—¿Y si no me lo da?

—Yo siempre cumplo lo que prometo.

—Que yo recuerde, no me ha prometido nada.

Sonreí para mí y desvié la mirada hacia la verja cerrada.

—Lo tienes fácil. Si no te pago, no me abres.

Damián se giró hacia la puerta, como si comprobase que, efectivamente, la había cerrado. Encogió los hombros y chascó los labios.

—Venga conmigo.

La luz de las farolas, demasiado lejanas, apenas llegaba al terreno que pisaba, por lo que a cada paso tanteaba un hueco firme para avanzar. Damián, sin embargo, se movía entre aquella selva sepulcral con la facilidad de un gamo en pleno campo. Me sacó mucha distancia. De vez en cuando, levantaba la vista del suelo para comprobar que se dirigía al rincón más alejado, hacia la pequeña construcción de los nichos. Me esperaba sentado en una de las lápidas que se alzaban casi un metro de la tierra. La oscuridad allí era mayor porque apenas llegaba una leve claridad de las farolas de la calle.

Me quedé frente a él, esperando. Pero Damián no se inmutó.

—Bueno, cuéntame.

—El dinero.

Resoplé con desgana, saqué la cartera y le di los cincuenta euros.

Él sonrió ladino, se levantó y se los guardó en el bolsillo. Delante de nosotros se erguía, adosada al muro que nos separaba de la calle, la única construcción de nichos que tenía el cementerio: cuatro pisos por siete oquedades. Para acceder hasta ella, había que descender tres escalones a una especie de triángulo hundido: en un lado los nichos, enfrente una pared de más de dos metros de altura, y para cerrar el polígono, la grada por donde habíamos descendido. Se adelantó y se situó en el vértice, quedando casi oculto en la oscuridad.

Me quedé parado, remiso a los extraños movimientos de Damián. Por un momento, desconfié de sus intenciones. Apenas percibía un muro con pequeñas hornacinas cuadradas, oscuras, algunas tenían floreros colgados a cada lado.

—¿Me quieres decir qué hacemos aquí? —pregunté molesto.

—Acérquese.

Lo hice despacio. Sólo entonces, cuando me sintió cerca, se puso en cuclillas y señaló uno de los nichos de los que estaban a ras de suelo, esquinado, casi oculto en un rincón.

—¿Ve este nicho?

—Pues, si te digo la verdad, veo poco.

—En estos nichos de aquí sólo se pueden meter cajas de niños muy pequeños o urnas de incinerados, o con los restos ya consumidos. No cabe otra cosa.

Era cierto. Resultaba imposible introducir una caja de muerto porque el ángulo con la pared era muy cerrado y no había espacio.

—Ya, y ¿qué me quieres decir con eso?

—En este nicho hay algo.

Me agaché doblando el cuerpo hacia la hornacina, pero la oscuridad a ras de suelo era casi absoluta.

—¿Me vas a decir lo que hay?

—Es que yo no lo sé.

Solté una leve risa, como si el aire se me hubiera escapado de la boca. Me incorporé.

—¿Me estás tomando el pelo?

—No.

Damián se irguió.

—Hace unos días vino una vieja con una caja. Habló con el Camposanto, y cuando cerramos, me dijo que me quedase porque había que hacer un trabajo. Tuvimos que abrir este nicho, y ahí se quedó la caja. El Camposanto me dio cien euros y me dijo que a callar.

Se me vino a la mente la caja de cinc de la que me había hablado Martina, la que quería traer Manuela Giraldo Carou para ser enterrada en la sepultura de Mercedes y Andrés, pero pensé en que era demasiada casualidad.

—¿Y qué contenía esa caja?

—Eso es lo que no sé, pero le aseguro que restos no eran.

—¿Sabes quién es la mujer que trajo la caja?

—La meiga.

Alcé las cejas entre la sorpresa y el desconcierto de no saber, realmente, si estaba ante un tonto o ante un listo que me estaba tomando el pelo, además de sacarme el dinero.

—No sabía que en Móstoles había meigas.

—No es de Móstoles. Vive muy lejos de aquí, en Galicia, en una casa aislada en medio del bosque; dicen que en esa casa sólo viven mujeres, y que generación tras generación se quedan preñadas, pero nadie ha visto hombre alguno viviendo con ellas.

—¿Quién te ha contado todo eso?

—El Camposanto.

Resoplé e intenté contenerme.

—A ver, Damián, ¿tú me has visto a mí cara de gilipollas o qué?

—Si no me cree es su problema. Y la cara de gilipollas sabrá usted si la tiene o no. Yo le digo que en ese nicho hay una caja que trajo la meiga.

—¿Tú sabes lo que es una meiga?

—Una bruja, pero no una bruja mala, sino una de las que adivinan el futuro con sólo verte los ojos, y miran al bies.

—¿Que miran al bies…? —no podía ver mi gesto de guasa por la falta de luz.

—Sí, que pueden echar maldiciones y mal de ojo y esas cosas de las brujas. Pero también pueden ayudar. La mayoría de las meigas son buenas, no hacen daño, eso dice el Camposanto.

—Y la meiga que trajo la caja, ¿es buena, o de la que mira al bies?

Damián se dio cuenta de que no le estaba tomando en serio y se molestó.

—Le estoy diciendo la verdad. Esa mujer es una meiga. ¿Es que usted no ha oído hablar nunca de meigas? Tan listo que se cree.

Se hizo un silencio.

—Y tú, ¿crees en ellas?

—Claro que creo. Pregúntele al Camposanto. Una vez le advirtió de algo que iba a suceder, y sucedió. Él cree en sus poderes a pies juntillas —se hizo una cruz en sus labios como si me estuviera jurando algo muy en serio—. Estos días se ha paseado por aquí; deja flores en la tumba de esa Mercedes por la que usted pregunta, la que trajeron antes de la Navidad.

—¿Cómo es esa meiga?

—Vieja —respondió con una seguridad arrolladora—. Las meigas siempre son viejas.

—¿Acompañada de una niña de unos diez años, con pelo largo?

Apenas atisbaba su rostro, pero percibí su sorpresa.

—¿Las ha visto? ¿Ha visto a la meiga?

Suspiré cansino.

—Me temo que sí, Damián, he visto a la meiga.

No tuve dudas de que mis vecinas eran las meigas, y que la meiga anciana se llamaba Manuela Giraldo Carou; por alguna razón, al no conseguir el permiso de Teresa Cifuentes para abrir la tumba de Andrés, había llegado a algún acuerdo con el sepulturero (con propina incluida) para depositar la caja en un nicho. En cuanto a su contenido, pensé que pudiera ser el bebé muerto que parió Mercedes.

—El Camposanto dice que la niña también ha heredado los poderes de adivinación. A mí me da mucho respeto, ¿a usted no?

—Sí, Damián, a mí también me dan mucho respeto esas cosas —repliqué circunspecto—. Entonces, ¿tú qué crees que hay en ese nicho?

—Ya le he dicho que no lo sé, es usted duro de cabeza.

—Puede que sea eso —añadí con cierta sorna.

Nos mantuvimos un rato en silencio. Observé la silueta oscura de su perfil envuelto en el aliento blanquecino que se escapaba de su boca. Me asaltó una curiosidad ladina.

—Damián, ¿no te gustaría abrir esa lápida y comprobar qué esconde?

El chico me miró. Percibí el brillo de sus ojos en la oscuridad.

—Eso no se puede hacer.

—Nadie tiene por qué enterarse. Quedará entre tú y yo. Abres el nicho, vemos lo que esconde, y vuelves a cerrarlo.

—Eso es profanar una tumba…, si me pillan, me echan a la puta calle y me busco un lío —me habló con desagrado, echándome en cara el peligro al que le exponía.

—Profanaríamos una tumba si contuviera un difunto, pero tú has dicho que esa caja no era de un muerto.

—De eso estoy seguro. Un muerto no es.

—Entonces, no haremos nada irrespetuoso ni ilegal, sólo miraremos lo que contiene esa misteriosa caja de cinc, y la volveremos a dejar en su sitio.

De nuevo un silencio, cavilante. Presumía sus dudas, y me sorprendí de mi osadía.

—Bueno, qué, ¿te atreves?

—Si nos ven…

—Eres el ayudante del sepulturero, puedes alegar que estás arreglando unos desperfectos. No creo que sea tan difícil.

—No lo es —contestó, ofendido—. Sólo es rasilla y yeso.

—Entonces…

Las ganas podían más que su conciencia. Lo mismo me ocurría a mí. Aquella historia me había despertado una faceta completamente desconocida. El discurso de Rosa empezaba a hacerme efecto, incluso iba un poco más lejos, como si me estuviera transmutando al personaje de una novela de género, arrojando de mi conciencia cualquier escrúpulo por conseguir un fin perseguido.

—Lo hago si me da otros cien. La cosa tiene mucha enjundia.

Me quedé mirándole. Luego, bajé los ojos al nicho. Saqué la cartera y le di veinte. Él lo miró en la oscuridad y me lo tendió con la intención de devolvérmelo.

—Cien.

Negué con la cabeza y cogí el billete, sintiendo la presión de sus dedos para evitar soltarlo.

—Veinte está bien. Bastante negocio has hecho con el dichoso nicho. Si no quieres, lo dejamos.

Guardé la cartera e hice amago de marcharme.

—Vale, traiga los veinte —se los di—. Espere aquí, voy por las herramientas.

Me dejó solo en aquella especie de foso. Le vi pasar por lo alto del muro hasta un cuarto que había a continuación de los nichos. Oí cómo trasteaba. Me estremecí, no sabía muy bien si de miedo o de frío al verme rodeado de una lúgubre penumbra. Aparte del trasteo de Damián, lo único que se oía procedía del motor de algún coche circulando al otro lado de la tapia, un ruido amortiguado, como si el muro repeliese cualquier quebranto infligido a los que descansan en el sueño eterno. El frío era intenso y la niebla se rompía en jirones mecida por el viento. Sonreí para mis adentros para alejar el miedo escénico; me encontraba en un escenario, tétrico y lóbrego, digno de una novela de miedo.

De repente, un haz de luz me deslumbró desde el borde del muro.

—Tenga, coja esto.

Me tendió la linterna, además de un canasto con sonidos metálicos en su interior. Lo dejé en el suelo, e iluminé a Damián que bajaba los escalones portando una ristra de rasillas. La dejó a un lado y tomó posiciones; cogió una piqueta y una maceta, y se acuclilló delante del nicho. Con el cono mortecino iluminando su espalda, empezó a picar. Sentí que se me aceleraba el corazón. Estuve a punto de detenerlo, pero algo interior me arrastraba a continuar con aquella locura. En medio del silencio, el sonido hueco y seco del metal sobre los ladrillos y el yeso resultaba estridente. Inquieto, eché un vistazo alrededor para comprobar que ningún ser extraño emergía de las yacijas a exigirnos cuentas de nuestra intromisión. Cada repique me parecía más fuerte y otra vez estuve tentado de detenerlo, temeroso de ser descubiertos. Pensé entonces que si nos pillaban podían echar a la calle a aquel muchacho. Las consecuencias para mí serían nimias. Tal vez una multa y poco más, sin embargo a Damián podría acarrearle un grave problema. Tragué saliva y le puse la mano en el hombro. Él dejó de picar y se volvió hacia mí; su rostro sombrío quedó iluminado por el haz de la linterna. Tenía la mirada desorbitada como si hubiera interrumpido algo trascendente.

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