Las tres heridas (63 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Se colocó las gafas de nuevo y volvió a clasificar papeles y documentos.

—En cuanto a esa desagradecida —refiriéndose a Petra—, ahí se pudra. Se lo tiene bien merecido. No se muerde la mano que te da de comer.

—Me pidió que la perdonásemos.

—Mejor, así morirá en paz con Dios.

Teresa no insistió. No tenía fuerzas, su mente pensaba ya en cómo eludirlos porque, oyendo a su padre, se convenció de que le pondrían mil pegas para evitar que se quedase. Escogió la maleta más pequeña y metió en ella algo de ropa. Se sacó el trozo de papel con el número y lo guardó en el bolso (estaba segura de que ese teléfono tenía que ver con el hijo de Mercedes; al menos, tenía una pista para buscarlo). Luego, cogió una cuartilla y escribió deprisa una nota:

«Acudiré a la estación a tiempo para tomar el tren. Tengo que resolver un asunto antes de marcharme.»

Pretendía que creyeran que se iría con ellos, no quería alertarlos antes de tiempo; una vez estuvieran en la estación ya no podrían reaccionar, no les quedaría más remedio que subir al tren sin ella. Esperó el momento para desaparecer sin que nadie se diera cuenta de su ausencia. Todos estaban lo suficientemente nerviosos y ocupados para apercibirse de su ausencia.

Llegó a la pensión envuelta en sudor. Recorrió nerviosa el largo pasillo, sin mirar a Cándida, que le había abierto la puerta y se había echado a un lado para dejarle libre el paso. La puerta de la alcoba se cerró a su espalda y, en la tímida penumbra, por fin se fundieron en un abrazo deseado, tanto tiempo anhelado. Entre besos y susurros las dudas se deshicieron y se fundieron los miedos. Apenas hubo palabras, no había tiempo para ellas. Teresa se dejó llevar, permitió las caricias de Arturo, primero su espalda, su pelo, su rostro, su cuello. La ropa se deslizó lenta del cuerpo, con gestos apresurados, a veces torpes, siempre dulces. Lloró de dolor para luego pasar a un extraño placer inexperto. Cuando por fin quedaron relajados, envueltos en el alboroto de las sábanas, tenía el corazón acelerado y un poco de sangre entre sus piernas. Arturo la apretó contra su pecho, acariciando su pelo suelto.

Pasaron el resto del día tendidos sobre la cama envueltos en la tibieza de la manta. Nadie interrumpió su encuentro, como si al otro lado de la puerta cerrada el tiempo se hubiera detenido. Sin apenas darse cuenta, la luz fue haciéndose tenue y las sombras del atardecer les sorprendió abrazados. Después de que Teresa le contase todo lo que había sucedido, y de aclarar sus dudas sobre las mentiras urdidas por su hermana, con la inexplicable colaboración de Joaquina, Arturo relató su precipitada salida de Madrid con destino a Valencia. Gracias a las influencias de Draco pasó a formar parte de la organización de las milicias de la cultura para dar a los milicianos que así lo quisieran la oportunidad de instruirse en la escritura y en la lectura, además de continuar con la tarea de recopilación y protección de obras de arte de toda clase; sin embargo, algo falló en sus contactos, y, sin mediar explicación alguna, le colgaron un fusil al hombro, le subieron a un camión y le trasladaron a Cubas donde estuvo levantando fortificaciones con el fin de cortar el paso a los rebeldes que, desde Talavera de la Reina, avanzaban imparables hacia Madrid. Allí, cavando la tierra para hacer trincheras, había conocido a un poeta de Orihuela de nombre Miguel, que había aprendido a escribir poemas mientras cuidaba las cabras de su padre, con el que había hecho buenas migas. Decepcionado por el trato de los que él consideraba los suyos, se había alistado en el Batallón de Zapadores Minadores del Quinto Regimiento siguiendo a su nuevo amigo. Miguel conocía a mucha gente de la Alianza de Intelectuales, gente importante que les podrían asignar destinos más acordes a su condición de escritores. Ellos, le decía Miguel, tenían que conformar la conciencia de la revolución; con sus soflamas tenían que movilizar al pueblo a una lucha sin cuartel para detener a los que querían imponer por las armas lo que sólo debía aplicarse con las letras.

Las horas fueron transcurriendo lentas, mientras Teresa, que se dejaba mecer por las palabras de Arturo (a veces planas, otras vehementes o soliviantadas), imaginaba a sus padres y a Charito en la estación, impacientes por su tardanza. En el reloj del salón resonaron las doce campanadas que anunciaban la media noche (hora de salida del tren con destino a Valencia), una tras otra, cadentes, isócronas, sonoras, para terminar con un silencio plácido, retumbante en el mutismo de la casa, roto por alguna ráfaga lejana de ametralladora o de algún tiro disparado al amparo de la noche, acompañados de gritos de alarma, para después imponerse de nuevo el mortecino silencio en las calles, en la pensión, en el alma de los que intentan conciliar un sueño asustadizo. Teresa, envuelta en el suave perfume de Arturo, imaginaba el arranque del tren iniciando su andadura, y a su madre asomada a la ventana del vagón, mirando ansiosa hacia el andén por ver si aparecía corriendo, preocupada por la ausencia de su hija; Charito la supondría en los brazos de ese rojo, como ella lo llamaba, y su padre sentado, aparentemente ajeno a la ausencia, serio, altivo, incapaz de asumir la rebeldía de su hija, su autoridad quebrada, reventada en mil pedazos. Teresa tuvo el presentimiento de que tardaría mucho en volver a ver a su familia, o tal vez era su propio deseo de que así fuera, alejarse de ellos, de su sordidez, para evitar sentirse mezquina, de su ruindad con el fin de apartar de sí misma la vileza que la quemaba por dentro. En cuanto amaneciera, iría a buscar a Mercedes para llevarla a casa y cuidarla, era lo mínimo que podía hacer por ella. Arturo le aconsejó que no le dijera que su bebé había sido moneda de cambio para salvar la vida de su familia. «No te lo perdonaría nunca —le dijo—, y muy poco la vas a ayudar si ni siquiera sabes dónde está el niño.» Ella pensó que muerte era, al fin y al cabo, arrancar para siempre de los brazos de una madre a su hijo sin haberlo visto siquiera. Indagarían la dirección a la que pertenecía el número de teléfono que había en el cajón de su padre; cuando tuvieran alguna evidencia de dónde estaba el bebé, pensarían en la conveniencia de decírselo.

A primera hora de la mañana, Teresa y Arturo salieron juntos a la calle, ella se dirigió al hotel Ritz, y él lo hizo a las oficinas de la Telefónica para averiguar datos sobre el número de teléfono.

Teresa encontró a Mercedes en el hotel Ritz, pero no en una habitación cómoda y amplia como le había afirmado su padre, sino en un cuarto de servicio, mal iluminado y peor ventilado; se encontraba con otras tres recién paridas, solas, sin ninguna clase de atención, como si fuera un trasto arrumbado y molesto. Su estado era lamentable. La obligó a levantarse y, con la ayuda de un muchacho que conducía un coche convertido en ambulancia (al que convenció previo pago de diez pesetas), se la llevó a casa. Durante el trayecto, ninguna de las dos hablaron nada, Mercedes dormitaba, Teresa pensaba. No sabía si se encontraría a Joaquina en la casa. Desconocía las instrucciones que su madre le habría dado; era posible, porque la creía capaz, de que la hubiera dejado en la calle. Pero nada más entrar en el portal disipó sus dudas gracias a Modesto. El portero se extrañó de verla, no se esperaba ni a una ni a otra. Le informó de que sus padres y su hermana habían salido con maletas el día anterior, y que Joaquina, según indicaciones de doña Brígida, había quedado encargada de cerrar la casa previa limpieza general. Teresa llamó a la puerta. Llevaba sujeta por la cintura a Mercedes, dolorida, y hundida en una tristeza que parecía encogerla. Teresa instó a Joaquina (que se había quedado atónita al abrir la puerta y encontrarse con las dos mujeres) a que la ayudase con Mercedes. La llevaron hasta la cama, la acomodaron y dejaron que descansara.

Teresa ordenó a Joaquina que la siguiera hasta el salón, tenía que hablar con ella.

—Pero… señorita… yo pensaba…, que usted estaba camino de Valencia…

—Pues ya ves que no, Joaquina, me quedo en Madrid, y Mercedes se queda conmigo. Hasta que esto acabe, permaneceremos solas en esta casa.

—¿Y yo, señorita, qué va a ser de mí? Su madre de usted me dijo que recogiera y me marchase, no sé dónde voy a ir… no tengo sitio…

—Puedes quedarte, pero antes tú y yo tenemos que aclarar algunas cosas. Siéntate.

La criada se sentó en el borde del sillón, con las manos sobre las rodillas juntas, tensa, incómoda. Tuvo que admitir que había sido ella la que había denunciado la aparición de Mario; según sus palabras, no había tenido más remedio porque su cuñado la había amenazado de que si no avisaba se la llevarían a ella a dar el paseo. Luego, cuando se llevaron a los señores, Charito urdió la farsa sobre la traición de Arturo, y ella se dejó llevar. Teresa aceptó sus disculpas, reiteradas, llorosas, y creyó, o quiso hacerlo, en su compungido arrepentimiento. Una vez aclarada la traición, la interrogó sobre las dos personas que habían venido la noche del parto. La confirmó que la extraña visita de media noche se había llevado al niño. «No les había visto en mi vida —le decía con vehemencia—, él era un señor de pies a cabeza, alto, guapo, de unos treinta y tantos años, un señorito, se lo digo yo, señorita Teresa, un gran señor; y la chica que le acompañaba era la criada, eso seguro, las conozco yo a distancia. Ella fue la que cogió al pequeño en brazos. Pobrecito, arrancado así del vientre de su madre, qué canallada.» Teresa le advirtió que no se le podía decir nada a Mercedes, al menos hasta que averiguar alguna pista de dónde estaba el bebé. «Sería aumentar su dolor —le dijo—, es preferible que piense que está muerto a que sepa que vive criado en brazos que no son los suyos.» La conversación se zanjó con el firme compromiso de sobrevivir las tres juntas en medio de una guerra que no sabían cuánto más iba a durar. «Esperemos que para la Navidad todo haya vuelto a su cauce», musitó Teresa, pesarosa. «Dios la oiga, señorita, y la Virgen Santa, esta ciudad no va a soportar mucho más esta situación, señorita Teresa, se lo digo yo, esto tiene que acabar pronto, con los unos o con los otros, pero ha de acabar pronto.»

La sepultura

Me mantuve un buen rato agazapado en la oscuridad mirando a través de los cristales a la ventana de la fachada de enfrente. Los fraileros de la buhardilla permanecían cerrados a cal y canto, como yo los había dejado. Me atreví a plantearme la posibilidad de que la visión de mis vecinas hubiera sido producto de una quimera. Todo era tan confuso y extraño; mi única esperanza era toparme de nuevo con ellas, no dudaría entonces en hacerles algunas preguntas. Sentado ante el ordenador me dispuse a plasmar en la pantalla a través del teclado todo lo sucedido a lo largo de aquel insólito día que ya tocaba a su fin. Escribí durante mucho rato, tanto que perdí la noción del tiempo. Dejé de teclear obligado por un intenso dolor en los músculos alrededor del cuello. Apagué el ordenador. Sentí una inmensa sensación de soledad, un doloroso vacío que, de vez en cuando, me horadaba las entrañas y que apenas podía controlar. Me tumbé sobre la cama vestido, únicamente me desprendí de los zapatos. En mi mente bullía el insólito abismo abierto bajo el recuerdo perdido de Mercedes y Andrés, un abismo que me había lanzado a un insólito cúmulo de casualidades que aturdían mi entendimiento racional. No tardé en quedar embargado en un sueño profundo que interrumpió, por un tiempo, todas mis incertidumbres trufadas de dudas y recelos.

Me desperté sobresaltado con la voz suave de Rosa. Abrí los ojos y vi su cara inclinada sobre mí, mirándome con preocupación. Ni siquiera se había quitado el abrigo y desprendía un olor frío, a helada matinal.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, sí… ¿por qué? ¿Qué ocurre?

—Le he visto a usted así, vestido, encima de la cama, con la luz encendida, creí que le había pasado algo, menudo susto me ha dado. No se lo puede usted ni imaginar. No puede quedarse así sobre la colcha, lo más fácil es que se pille una pulmonía, por mucha calefacción que haya, hoy hace un frío que pela. Parece que se vaya a desplomar el cielo del peso que traen las nubes.

Una vez comprobado que no tenía nada, Rosa se había enderezado y, mientras hablaba, recogía mis zapatos tirados de cualquier manera y los colocaba a los pies del galán. Se quitó el abrigo y antes de salir se volvió hacia mí. Yo ya estaba sentado, con los pies sobre la mullida alfombrilla, todavía adormecido, derrengado y algo aturdido, escuchando la retahíla de aquella mujer con la que, normalmente, apenas cruzaba un escueto saludo.

—¿De verdad se encuentra bien?

—Sí, sí, Rosa, no se preocupe usted más. Estaba muy cansado y me quedé dormido, eso es todo. Siento haberla asustado.

Me miró alzando las cejas y salió del cuarto dispuesta a ponerse manos a la obra.

—Cuando entraba por la puerta estaba sonando su móvil —me dijo desde la cocina.

—Vale, ahora lo miro. Gracias, Rosa.

Para terminar de desperezarme, me metí bajo la ducha. Entré en la cocina vacía y me preparé un café y una tostada. Rosa volvía a ser invisible de nuevo. Pululaba por alguna parte del piso, pero no la veía, como siempre había sido.

Cogí mi móvil. Tenía tres llamadas perdidas del mismo número, un fijo de Madrid. Cuando iba a marcar para averiguar quién había insistido tanto en hablar conmigo, y tan temprano, el móvil empezó vibrar, para emitir, inmediatamente después, el sonido chillón de la llamada, la pantalla se iluminó y apareció ese mismo número.

—¿Sí? Dígame —una mujer dijo mi nombre completo—. Sí, soy yo.

—Soy Martina, la administrativa de la parroquia de la Asunción de Móstoles. Estuvo el otro día hablando con Amparo, mi compañera, sobre una sepultura del cementerio.

Pensé, con una sonrisa blanda, que si ésta era Martina, entonces, con quien había hablado era con la Vinagra, de acuerdo al mote con el que la había nombrado el Camposanto.

—Perdone que le haya llamado tan temprano, es que una vez abierto el despacho parroquial es imposible levantar el teléfono.

—Es usted muy amable. No me molesta en absoluto, se lo aseguro.

—Verá, es que Amparo me comentó que había estado usted preguntando por la sepultura de Mercedes Manrique Sánchez, y, la verdad, me sorprendió bastante, porque esta tumba tiene una historia un poco, cómo le diría yo, rocambolesca, si me permite decirlo.

—Estaría encantado de que me la contase.

—Ya, lo malo es que me queda un minuto para abrir el despacho, y ya tengo gente esperando —miré el reloj y vi que estaba a punto de dar las diez—. Por teléfono puede ser muy largo y no tengo tiempo; si quiere usted pasarse por aquí, le cuento todo lo que sé sobre este asunto.

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