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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (62 page)

Doña Brígida se levantó, sonriente ante la aparente pasividad de su hija. Había esperado una reacción más airada, y se sentía satisfecha por su mansedumbre. Se acercó a ella y la tocó el hombro.

—Anda, hija, ve a descansar, ya has oído a tu padre, mañana nos espera un día muy largo. Nuestro tren a Valencia sale por la noche.

Teresa hizo un movimiento brusco para desprenderse de la mano de su madre. La miró con rabia, los labios y los puños apretados, reteniendo a duras penas su furia. Apenas pudo reprimir el profundo desprecio que sentía, un virulento desprecio que la abocaba al odio.

—Madre, ¿dónde está el niño de Mercedes?

—Ya te he dicho que debes hacerte a la idea de que ha muerto. Deja que sea tu padre el que mañana le comunique la terrible noticia a Mercedes, él sabe cómo actuar en estos casos.

—¿Es que os habéis vuelto locos? Esta guerra os ha hecho perder la razón…

—Es posible, Teresa. La supervivencia de mi familia está por encima de cualquier cosa. Vuestra seguridad para mí es prioritaria, y si para protegeros tengo que bajar al mismísimo infierno y vender mi alma al diablo, pues lo hago y le vendo mi alma y mi vida, ¿me oyes? Esta guerra no la empecé yo…

—¡Mercedes tampoco, madre! —La interrumpió, poniéndose en pie, tan furibunda que doña Brígida se asustó y dio un paso hacia atrás—. Ni ella ni su hijo tienen la culpa de lo que nos está pasando; no podemos cargar sobre ellos nuestros males… no podemos hacerles responsables de nuestra supervivencia.

Su madre suspiró decepcionada.

—Se trata de ella o nosotros.

—¿Piensas que arrancándole a su hijo vais a salvaros? ¿Podrás dormir tranquila el resto de tu vida con ese peso sobre tu conciencia, madre? ¿Podrás hacerlo?

Doña Brígida, impertérrita, mantuvo la mirada fija sin pestañear; tomó aire y lo soltó despacio alzando el mentón.

—Será mejor que dejemos esta conversación.

—No, madre, yo no estoy de acuerdo con esta mezquindad y no la voy a permitir.

—A nadie le importa lo que tú pienses. Las cosas están como están, y ya no hay vuelta atrás.

—Conmigo no cuentes para esta canallada. Encontraré al hijo de Mercedes y se lo devolveré a su madre.

Hizo un amago de salir, pero su madre la agarró con fuerza y la obligó a sentarse de nuevo, quedando de pie, frente a ella con un ademán de autoridad.

—Tú no vas a decir nada a Mercedes, porque si lo haces y algo sale mal entonces serás tú la que tengas que cargar sobre tu conciencia la muerte de tu familia —se calló un instante, y se irguió poniendo un gesto grave, trascendente—. Yo seré capaz de llevar esto sobre mis hombros. Viviré con ello el resto de mi vida, y si tuviera algún remordimiento, te aseguro que lo sobrellevaré como un mal menor, por el bien de mi familia. Me pregunto si tú podrás asumir la culpa de la muerte de tu padre, o la mía, o la de tu hermana —un silencio denso se clavó entre las dos mujeres—. Tú eliges: la vida de tu familia, o la maternidad de esa mujer que hasta hace apenas unas semanas no significaba nada en nuestras vidas.

—Eres mucho más ruin de lo que nunca pude imaginar, madre.

Doña Brígida suspiró, asumiendo, con la dignidad medida que siempre manifestaba, los ataques de su hija.

—Me voy a la cama, estoy segura de que mañana verás las cosas con más claridad.

—No tenéis ningún derecho a hacer esto.

—Desde hace meses los derechos de unos y otros han cambiado mucho, Teresa. Aquí se trata de sobrevivir, y sólo lo hace el más fuerte. Mercedes podrá concebir otros hijos en su vida, y ese bebé va a hacer feliz a un matrimonio cristiano al que la naturaleza le negaba la posibilidad de ser padres. Piensa en su futuro; va a ser un niño querido, deseado, con un padre y una madre que le atiendan…

—¡Ya tiene padre y madre!

La madre la miró indolente. Dio un profundo suspiro y desvió la mirada.

—En este asunto ya no hay vuelta atrás. Si le dices algo a Mercedes empeorarás las cosas para todos, para Mercedes la primera. Te lo advierto. Si en algo aprecias a tu nueva amiga, deja que crea que su bebé ha muerto. Le evitarás un sufrimiento mayor. Piénsalo. Ni yo misma sé dónde está ese niño ahora. Todo se ha llevado en el más estricto secreto para que no conozcamos la identidad de los padres adoptivos con el fin de que nadie pueda seguir su rastro.

—Me cuesta creer que seas mi madre.

—No quiero hablar más sobre el asunto, Teresa, estoy muy cansada. Buenas noches.

Doña Brígida salió del salón y dejó a su hija sola, en medio de la densa penumbra. Derrotada se arrellanó en el sillón. Sintió un intenso dolor de cabeza, como si tuviera fuego en el interior de las sienes y las llamas estuvieran consumiendo su conciencia, dejando rescoldos de culpa, una terrible culpa de estar viva, de pensar, de respirar, de sentir el pálpito acompasado de su corazón. Cerró los ojos y sintió que se ahogaba. Un llanto desbordado rasgó sus entrañas. Lloró mucho, durante mucho tiempo, hecha un ovillo, intentando ocultarse de la culpa que amenazaba con tragársela. Por fin, cayó en un sueño inconsciente, profundo, un sueño perverso que la haría despertar a una terrible realidad que no aceptaba.

Capítulo 24

A la mañana siguiente de haber perdido a su madre y de traer al mundo lo único que le hubiera dado consuelo, Mercedes supo por don Eusebio que su bebé había muerto a consecuencia de graves complicaciones. Unos minutos después, salía de la casa en una camilla que llevaban dos milicianos metidos a sanitarios. Teresa fue incapaz de enfrentarse a ella, dominada por una cobardía miserable, por una culpa que le subyugaba mucho más de lo que creía soportar. Encerrada en su cuarto, oyó el lamento herido de Mercedes, su llanto ahogado, solitario, y el silencio cuando por fin se la llevaron, un silencio que parecía penetrar tan sólo en su mente, porque, una vez deshecho el obstáculo, la casa se volvió un barullo de maletas, voces, nervios y prisas para recoger todo con vistas a la partida.

—Hay que estar en la estación a las diez de la noche —repetía de vez en cuando don Eusebio, dando a entender que no anduvieran entretenidas en nimiedades y que tuvieran todo preparado con tiempo suficiente.

Doña Brígida ordenaba con voz enérgica a Joaquina que, aturdida, se movía de alcoba en alcoba, con ropa, mudas, zapatos y objetos varios.

—Esto no lo metas ahí, que se puede romper. Esta ropa a la maleta grande. Dios mío, no sé dónde voy a meter tantas cosas. Dice tu padre que allí es primavera.

—Pues si lo dice papá, será verdad —replicaba Charito con voz chillona, nerviosa, distribuyendo sus cosas en el interior de las maletas, abiertas sobre la cama o desparramadas por el suelo.

Teresa las oía hablar del clima, la moda, de lo que se llevaría o no en Buenos Aires.

—Deja eso, madre, está muy anticuado.

Doña Brígida se quedó absorta mirando el abrigo desechado por su hija pequeña.

—No está tan mal…, aunque quizá tengas razón. Esto ya no se lleva. De todas formas, compraremos ropa allí; tendremos que renovar el vestuario. No podemos llevarnos mucho, ya lo ha dicho tu padre.

Desde la taciturna soledad de su cuarto, Teresa percibía las voces huecas, envueltas en un vacío que rebotaba en su mente. No alcanzaba a comprender cómo podían seguir con su vida después de haber destrozado la de Mercedes. Le dolía su indolencia. La habían manejado como un elemento imprescindible en sus planes, y una vez utilizada, la desechaban igual que hacían con un abrigo o un sombrero pasado de moda.

—¿Se puede saber dónde está Teresa?

Oyó pasos que se acercaban por el pasillo. Se arrebujó en la cama y se hizo la dormida. La puerta se abrió de par en par.

—Teresa, levántate. Tienes que hacer el equipaje.

No le contestó. Se quedó quieta, arropada con la colcha. Pero aquel día, su madre tenía la firme convicción, movida por la emoción del viaje, de que todos siguieran su ritmo. Abrió las cortinas y se volvió hacia ella. Durante un instante sintió sus ojos clavados en su espalda. Luego, salió dejando la puerta abierta. Decidió levantarse, pero sin ninguna intención de recoger sus cosas. Deambuló por la casa esquivando las idas y venidas de las afanadas viajeras. Se detuvo ante la puerta abierta del despacho de su padre que, absorto en su mundo privado, clasificaba papeles en unas cajas. Cuando la vio, sonrió lacónico.

—Ah, ¿estás ahí? Ven, anda. Ayúdame a embalar esto.

Después de mucho tiempo lleno de sobresaltos, lo notó tranquilo. Entró sin ganas, arrastrando los pies. Oyó su propia voz temblona preguntando por el lugar al que habían trasladado a Mercedes, pero su padre no atendía sus palabras y no le contestó. Insistió alzando la voz. Sólo entonces, separó un instante los ojos de los papeles que manejaba.

—La han llevado al hotel Ritz. Estará bien, no te preocupes demasiado —sus ojos volvían a estar clavados en los folios que pasaban por sus manos—. He dado instrucciones de que la instalen en una de las habitaciones de los pisos superiores. Imagínate —esbozó una sonrisa—, no se ha visto en otra, durmiendo en una de las alcobas nada menos que del Ritz.

Lo del niño, según él, se lo tomaría como se toma esas cosas cualquier madre: los primeros días sufrirá un llanto inconsolable, después pasará un período de tristeza y, con el tiempo, a seguir viviendo sin más remedio.

—No te inquietes demasiado por ella, es una mujer joven y sana. Podrá tener todos los hijos que quiera.

Hablaba de ella como si fuera un animal, sin sentimientos.

—¿Has preparado tus cosas? Ya le he dicho a tu madre que tenemos que estar en la estación a las diez como muy tarde. A ver si luego os van a entrar las prisas.

Teresa no dijo nada. Le asustaban sus sentimientos. Abominaba de sus padres. No concebía ni un solo día conviviendo con ellos. No haría ese viaje, prefería morir en su casa que sobrevivir en un lugar tan alejado. La culpa la perseguiría toda la vida. Abrió la boca para comunicarle a su padre la decisión de quedarse, de no acompañarlos, pero en ese momento, su madre le llamó para que acudiera a la alcoba. Dejó con desgana lo que tenía en las manos, dijo un voy condescendiente, y salió de la estancia.

En ese momento el timbre del teléfono sonó. Teresa descolgó el auricular que había sobre la mesa del despacho.

—Familia Cifuentes, dígame.

—¿Teresa?

La voz de Arturo se le clavó en el alma. Lloró tan sólo de oírla. Le dijo que la quería, que la había echado de menos y, a sus reproche por haber desaparecido sin decir nada, respondió con una negativa rotunda y firme.

—Te llamé tres veces antes de salir a Valencia, hablé con tu hermana, le pedí que te dijera que me tenía que marchar, que te escribiría; y lo he hecho; hasta cinco cartas te he enviado. No puedo creer que no te haya llegado ninguna.

Teresa escuchaba entre lágrimas las explicaciones de Arturo.

—Acabo de regresar a Madrid. Necesito verte.

Teresa le prometió que iría a la pensión en cuanto pudiera, y también le dijo cuánto lo amaba. Oyó la voz de su padre desde la alcoba, preguntando quién era; ella, tragándose el llanto, contestó que se habían equivocado. Cuando colgó el auricular tuvo que reprimir un grito de emoción; se secó las lágrimas y respiró hondo para despejar su rostro de cualquier atisbo de sospecha sobre su repentino entusiasmo. Al rodear la mesa para salir, se dio un golpe en la rodilla con el pico de una cajonera entreabierta. Dolorida, se llevó la mano a la rodilla por lo que dobló el cuerpo hacia la mesa, quedando a su vista los papeles del interior del cajón abierto. Sus ojos se fijaron en una media cuartilla, con un número de teléfono; pero lo que le llamó la atención fue lo que había escrito debajo: «Avisar cuando empiece el parto.» Levantó los ojos hacia la puerta, sin dejar de frotarse la rodilla, con el cuerpo un poco inclinado hacia adelante (ya no sentía dolor, pendiente de la frase leída) urdió una idea. Cogió un lápiz de un cubilete y un trozo de papel roto de la papelera, y apuntó el número aprisa, sin dejar de mirar, una y otra vez, a la puerta, oyendo los pasos apresurados de un lado a otro del resto de los habitantes de la casa. Se guardó en la manga el trocito de papel y soltó el lapicero como si le quemase. De inmediato se alejó del cajón, justo cuando oyó el sonido del arrastre de las zapatillas en chanclas de su padre. Tomó aire intentando mantener una calma que no tenía. Inopinadamente, en el momento en el que apareció por la puerta, echó los brazos atrás para evitar que percibiera sus nervios. Se quedó quieta junto al escritorio. Tenía que decirle lo de Petra, tal vez pudiera hacer algo por ella, y había que solucionar el entierro de la señora Nicolasa, no podían abandonarla así; además deberían dejar algún recado a don Honorio o al hombre que había atendido la convalecencia de Mario hasta que se pasó al lado nacional. Su padre la miró por encima de las gafas sujetas en la parte media de su nariz, impasible, reanudando la selección de papeles para su archivo.

—La señora Nicolasa ya está en el cementerio del Este. He llamado hace un rato y me han confirmado su traslado. Será enterrada cristianamente. No podemos hacer más por ella, y no se te ocurra dar noticia de su muerte a nadie —detuvo su mano dentro de la caja y, mirándola fijamente, se puso serio—, ¿me has oído bien?, a nadie, no hasta que estemos a salvo fuera del país. Ahora mismo nos movemos en una situación muy delicada, dependemos de gente que nos puede dar la espalda en cualquier momento. No nos podemos fiar de nadie —continuó con su embalaje—. Si quieres, cuando estemos en Francia escribes una carta, aunque, según tengo entendido, no tardarán en evacuar Móstoles; el ejército de Franco está ya muy cerca. Lo mismo estamos de vuelta en una semana, ya ves tú, tanto jaleo.

—¿Por qué nos vamos entonces, si los tuyos están a punto de entrar? Hemos aguantado más de dos meses, podremos soportar una semana más.

Su padre alzó la vista y la observó retirándose lentamente las gafas.

—Teresa, creo que no entiendes lo grave de la situación. Si no salimos hoy mismo de esta casa, si no cogemos esta noche ese tren que nos saque de Madrid, antes del amanecer estaremos todos en una cuneta con un tiro en la cabeza. Tenemos un plazo para salvar el pellejo, y ese plazo se acaba hoy a media noche, justo cuando el tren inicie su marcha.

Teresa tragó saliva; se dio cuenta de que su padre estaba diciendo la verdad; no se trataba de una burda amenaza, una artimaña para amedrentar su ánimo, lo percibió en sus ojos, pequeños, agudos, en una mirada fría y pausada.

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