—Ahora tengo que marcharme. Y que no se preocupe tu amiga, encontraré a su marido aunque tenga que remover cielo y tierra, mañana mismo me pongo a ello. Tendréis noticias mías.
Se puso la gorra, se montó al volante y se alejó, dejando una estela de polvo y humo desprendido del tubo de escape.
Teresa había soñado muchas veces con el momento del regreso a casa de sus hermanos; sin embargo, todo estaba siendo desconcertante: voces rudas que parecían dar órdenes constantemente, caras serias, frentes ceñudas, susurros entre varones que parecían maquinar asuntos turbios amparados por el secretismo de puertas cerradas a cal y canto.
El primer conflicto fue el que provocó Juan nada más entrar a su cuarto y comprobar que, además de faltarle algunos muebles, ropa, libros y otros objetos, estaba ocupado por las cosas de Mercedes.
—¿Quién ha estado utilizando mi habitación? —preguntó sin disimular su contrariedad.
Teresa entraba en ese momento en el piso, y se adelantó a Mercedes que se encontraba en la cocina con Joaquina, cuchicheando la llegada de los tres hermanos.
—Mercedes ha ocupado tu habitación todo este tiempo.
—¿Y quién es Mercedes? —su voz fue tan áspera, que Teresa alzó la barbilla y miró a Mario.
—Mario, díselo tú. Fuiste el primero que la conociste.
Mario miró con desgana.
—Es de fiar, Juan, no te preocupes.
—Quiero mi habitación limpia y dispuesta en media hora. Y ha llegado la hora de que cada cual regrese al sitio que le corresponde.
Sus palabras resultaron tan tajantes y tan desagradables que Teresa fue incapaz de replicar. Entre las tres mujeres, sacaron las cosas personales de Mercedes y arreglaron la alcoba.
Mercedes permaneció callada y seria todo el rato. Se sentía incómoda con la presencia de todos aquellos hombres por un espacio que, durante muchos meses, había hecho suyo, en una estrecha complicidad con Teresa y con Joaquina, que en ningún momento dejó de tratar a Teresa de usted y de llamarla «señorita», a pesar de las largas conversaciones, de los miedos compartidos, del hambre apenas paliada a base de una eficaz imaginación, y las largas horas de soledad acompañada, acorraladas por la escasez, el retumbar de las bombas y la oscuridad de las interminables noches de sirenas y esperas. Ahora, de repente, como el que despierta de un sueño profundo, le zarandeaba la realidad de su no pertenencia a ese mundo, anhelaba con tristeza un pasado ya perdido, e imaginaba con incertidumbre el futuro que llegaba. Se instaló en la habitación de Charito por empeño de Teresa, que insistió en que la utilizara hasta decidir su regreso definitivo a Móstoles. Mercedes accedió pero con la idea de marcharse cuanto antes, aunque fuera a vivir con el viejo Manolo, ya que no tenía otro sitio a donde ir por el momento. La situación había cambiado, se encontraba totalmente fuera de lugar; si no se marchaba de inmediato era porque Teresa le suplicó que esperase sólo unos días.
El silencio amargo por la carestía de todo, cauteloso, cargado del ahogado miedo a cualquier ruido desconocido al que se habían acostumbrado durante tantos meses, se desvaneció de repente, y la casa se transformó en una especie de cuartel, engullendo a todos sus habitantes en una actividad frenética de constantes entradas y salidas de hombres uniformados que atravesaban el pasillo en circunspecto sigilo, de jóvenes flechas que, solícitos, descargaban en la casa comida, sábanas, mantas, colchas, mantelerías, enseres y todo cuanto se lo ocurría pedir a Mario o Juan, con el fin de rellenar el vacío casi absoluto que habían ocasionado la necesidad (muchos bártulos y chismes, y gran parte del ajuar habían sido moneda de cambio para obtener comida y otras cosas imprescindibles para sobrevivir) y la rapiña de ladrones metidos a milicianos (o de milicianos metidos a ladrones, como afirmaba Mario, despectivo). Teresa apenas pudo cruzar alguna palabra con sus hermanos, encerrados en el despacho de su padre, siempre reunidos con media docena de hombres vestidos como ellos, o con uniforme militar de alto rango. Sus botas resonaban huecas en la madera del pasillo, sus voces graves, roncas, firmes, parecían dirigir el mundo. Era Juan quien recibía a los que llegaban y despedía a los que se iban, acompañándoles hasta la puerta, mascullando frases entre dientes, serios, generalmente ceñudos como si la suerte del mundo dependiera de sus decisiones. Juan era también el que respondía al teléfono, que no dejaba de sonar insistente a medida que avanzaba el día; apenas colgaba, volvía a oírse el timbre con estridencia, recogiendo recados cortos, concisos, que apuntaba en una libreta y que luego pasaba a Mario, o bien manteniendo una conversación que se alargaba en el tiempo, siempre con un visaje trascendente. Carlos, sin embargo, parecía ajeno a lo que le rodeaba. Le dejaron con la silla de ruedas en el salón, frente a la ventana, condenado al olvido, arrumbado en un rincón sin molestar ni ser molestado; callado, cabizbajo, cuando Teresa le hablaba sólo afirmaba o negaba con un leve movimiento de cabeza, apenas sin fuerza. Se mostraba huraño, hastiado de todos y de todo: del ruido, del silencio, incluso del aire. Tenía el pelo mucho más ralo y demasiado largo, suelto, sin la brillantina que lamía la cabellera de sus hermanos. Llevaba puesto uniforme de requeté, camisa y pantalón de color pardo, que le estaba grande, demasiado holgado, como si hubiera mermado su cuerpo dentro de la ropa. En cuanto estuvo su habitación preparada (limpia y con todas las pertenencias de Mercedes fuera) pidió que le dejasen solo en su interior, sentado frente a la ventana en su silla de ruedas.
Así transcurrieron dos días, los hombres encerrados en interminables reuniones, las mujeres trajinando por la casa para organizar todo, comida, limpieza y adecentamiento, después de meses de desidia, falta de fuerzas, ganas y productos para desempolvar y abrillantar suelos y ventanas.
La mañana del primero de abril amaneció soleada. Era sábado, y Teresa y Mercedes salieron temprano. Ese día Mercedes cumplía veintitrés años, y ni siquiera Teresa se acordó (tampoco se lo recordó, no quiso, o no tenía gana de ser felicitada, no había motivo, tan sólo el aniversario del día en que vino al mundo), los dos últimos cumpleaños no los había celebrado, nadie celebraba nada en aquella casa si no era haber conseguido algo consistente que comer.
Había mucho personal por la calle, pero la diferencia con las últimos meses se hacía evidente, parecía que todos estaban contentos; donde antes se oían los sones de
La Internacional
, el
Himno de Riego
o el ¡
No pasarán
!, ahora se cantaba el
Cara al Sol
; donde antes se levantaba el puño cerrado, prieto, ahora se alzaba el saludo romano, la mano extendida, el brazo enhiesto, con vivas a Franco y arribas a España. Las calles de la ciudad eran un hervidero de gentes que iban y venían sin un rumbo fijo, agradeciendo el sol de la recién estrenada primavera. En el aire se oía el repique de campanas, era Sábado Santo, y con él reaparecieron las beatas vestidas de negro con el velo cubriéndoles la cabeza que acudían, ya sin temores, a los oficios de aquel día de Pasión, después del obligado paréntesis de la guerra, durante el cual se vieron privadas de sus rosarios, de sus oraciones, vacías de misas o de cualquier evento religioso si no era jugándose la vida. Decenas de barrenderos se afanaban en dejar los paseos y calzadas limpias de escombros y porquería acumulada durante meses de poca escoba y mucha bomba; las fachadas de los edificios se enlucían; se retiraban los sacos terreros que durante meses habían estado protegiendo las entradas a tiendas, comercios y locales; centurias de trabajo se organizaban para descombrar los parapetos y las barricadas, ya innecesarias, que habían convertido las calles en campos de batalla. Las cafeterías y bares bullían de gente que de nuevo aspiraba el aroma de café, el pan recién tostado, el anís y los churros. Toda había pasado. Las proclamas constantes emitidos por la radio, los artículos y editoriales en los periódicos (publicados ya con signo distinto) repetían machaconamente que atrás quedaba el hambre, los cortes de luz y del agua, la escasez de papel, de jabón, se acabó la ruina y la sed, la suciedad y abyección soportados por el pueblo de Madrid de mano de la turba de rojos llenos de odio; Franco prometía recuperar para España el pan, el hogar y el trabajo; discursos resonantes de voces rimbombantes y sonoras, palabras grandilocuentes, soflamas histriónicas, vehementes, cargadas de simbolismo que penetraban en la mente agotada y hambrienta de las gentes ansiosas por creerlo, aceptarlo, aplaudirlo y vitorearlo hasta desgañitarse para que, de una vez por todas, esa paz tan deseada se convirtiera en realidad.
Sin embargo, Teresa y Mercedes caminaban ajenas a aquella algarabía; lo hacían con una prisa distinta, mirando de vez en cuando por encima de su hombro con el temor de que alguien pudiera seguirlas. Ellas, como otros muchos en Madrid, sin apenas soltarlo, volvían a sentir miedo. La noche anterior, Teresa (después de insistir en varias ocasiones sin obtener nada más que desplantes) había conseguido la atención de su hermano Mario en privado y durante apenas unos minutos. Aprovechó el momento en el que todos los hombres salían por el pasillo guiados por Juan para colarse en el despacho y cerrar la puerta. Él la miró incómodo.
—¿Qué quieres? Tengo mucho trabajo.
—He de hablar contigo.
—Luego, Teresa, ahora no tengo…
—Ahora, Mario —le interrumpió con toda la firmeza de que fue capaz—. Llevo dos días pidiéndote que me dediques unos minutos, tengo cosas importantes que decirte, y no pienso moverme de aquí hasta que no me escuches.
Mario aparentó no prestarle mucha atención, mientras revolvía papeles amontonados sobre su mesa. Alzó los ojos para mirarla un instante, y volvió su atención al contenido de esos papeles.
—¿Qué es lo que quieres?
—Cuando empezó esta maldita guerra hubo gente que nos ayudó. Ahora nos toca a nosotros ayudarles a ellos.
—No pienso salvar el pellejo a ningún rojo.
—¿Ni siquiera a los que te salvaron la vida?
—Si son rojos, ni siquiera a ellos, bastante daño que han hecho a este país.
—No te reconozco.
—No es mi problema.
Teresa sintió una punzada en la boca del estómago. No entendía a su hermano. No podía haber cambiado tanto. Era tan frío que su presencia, antes cercana y amigable, ahora le amedrentaba. Decidió ir al grano. No podía perder más tiempo; temía que Juan interrumpiera una conversación en la que no quería que interviniera.
—Mario, Arturo Erralde está en apuros…
Levantó la mirada hacia ella con una mueca de enfado.
—¿Sigues con ese malnacido?
—No hables así de él…
—Hablo como quiero.
—Tienes que ayudarle.
—¿Por qué he de hacerlo?
—Él intercedió por ti cuando te encerraron en la checa, gracias a él no te dieron el paseo.
—¿Eso te ha contado?
—Y es cierto, estás vivo gracias a él, se la jugó por ti.
—No, si ahora va a resultar que es la Virgen María vestido de marxista —añadió mordaz—. Ya veo que te has creído las patrañas de esa basura roja. No has aprendido nada, hermanita. Eres igual de estúpida que antes.
—No te permito que hables así del que va a ser mi marido.
Levantó la cabeza como si tuviera un resorte en el cuello. La miró con fijeza, fulminándola con los ojos enrojecidos de rabia.
—¿No hablarás en serio?
—Claro que sí. Es mi novio, y nos casaremos pronto, lo queráis o no, soy mayor de edad y puedo hacer lo que me venga en gana.
—Ya veo. Pues entonces salva tú su culo, si puedes. Pero no vengas a pedirme ayuda cuando caigas con él en la mierda. ¿Me has oído? Y ahora, déjame trabajar, que algunos tenemos que sacar a este país de la miseria en la que le ha metido gentuza como tu novio.
Teresa bajó los ojos derrotada. Todo estaba saliendo al revés. No podía marcharse, el único que podía ayudar a Arturo era Mario, de lo contrario, acabaría en la cárcel o muerto.
—Mario, te lo suplico, yo le quiero…
En ese momento la puerta se abrió y entró Juan. Se extrañó de ver a Teresa de pie, junto a la mesa en la que Mario seguía, en apariencia, consultando papeles.
—¿Qué pasa, hermanita? ¿Necesitas más sábanas, jabón, vestidos? Pide lo que quieras.
El silencio le indicó que no estaban hablando de necesidades básicas y materiales. Mario le contó con un visaje entre irónico y grave que Teresa seguía su relación con Arturo Erralde, y de su pretensión para que le ayudase. Juan la miró después de escuchar atento las explicaciones de Mario, la tomó del brazo con agresividad y se acercó a ella tanto que tuvo que echar el cuerpo hacia atrás.
—Ya te puedes ir olvidando de ese rojo cabrón porque no le vas volver a ver el pelo nunca, de eso me encargo yo.
—Me voy a casar con él.
Sintió el bofetón como el restallar de un látigo en su mejilla. Se puso la mano sobre la cara ardiente, mirándolo asustada, desconcertada, dolorida.
—No lo harás porque no habrá novio en la boda. Ese cabrón no va entrar a formar parte de esta familia, ¿te enteras? Lo quieras tú o no. Tu opinión en esto no interesa a nadie.
—Teresa, déjanos. —Mario le ordenó con firmeza, no supo muy bien si por librarla de la violencia de Juan o porque realmente quería terminar con aquella reunión—. Ya sabes lo que pensamos del asunto, así que olvídate de ese hombre y céntrate en organizar la casa para que todo esté a punto al regreso de los padres.
Teresa miró a uno y a otro. Juan la fulminaba con los ojos, aleteando la nariz, contenido de rabia, con los puños cerrados. Mario, sin embargo, había suavizado el gesto. Vencida, derrotada, se dio la media vuelta y se dirigió a la puerta.
—Ah, una cosa más —dijo Mario antes de que hubiera tocado el pomo de la puerta—, mañana quiero a esa chica, Mercedes, fuera de esta casa.
Teresa se volvió ceñuda. Notaba revuelto el estómago.
—Ella te cuidó cuando estabas herido.
—Se ha pasado en esta casa toda la guerra; creo que la deuda con ella está saldada.
—No te reconozco… —musitó Teresa, Sin apartar los ojos de su hermano mayor, pero él desvió su mirada en seguida y se puso a hablar con Juan, para atraer, no sin algún esfuerzo, la atención del mellizo, e ignorando la presencia de Teresa.
Cuando ya creía que no iba a recibir ni una sola palabra más de sus hermanos, y antes de que cerrara la puerta, Juan se volvió hacia ella, interrumpiendo lo que le contaba Mario y le dijo: