Las tres heridas (55 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Todavía no había amanecido cuando Teresa salió del portal, en compañía de Joaquina y la señora Nicolasa, para acudir, cada una, a la cola que esa mañana se habían asignado: la criada iría a la zona de Tetuán, donde se decía que iban a vender azúcar y patatas; Teresa y la señora Nicolasa se repartirían en Cuatro Caminos para conseguir algo de carne y arroz que, según comunicado del Gobierno a través de Unión Radio la tarde anterior, había llegado de Valencia con el fin de abastecer a los madrileños.

El dinero escaseaba, pero iban tirando gracias a las cuentas bancarias de Teresa y de Charito abiertas, cuando todavía eran niñas, por la abuela materna, con una cantidad de dinero nada despreciable, y donde se ingresaban mensualmente rentas diversas, con vistas a la dote del futuro matrimonio de sus dos nietas.

Al cruzar la calle vio a alguien en el portal de enfrente. Sin saber muy bien porqué, se inquietó. La oscuridad de la noche y la falta de iluminación de las farolas hacía de cualquier sombra algo amenazador. Apuró el paso mirando por encima de su hombro, con la señora Nicolasa en silencio a su lado. Cada vez se fiaba menos de la gente con la que se cruzaba, tenía miedo a los delatores; también temía a los ladrones; en los últimos días habían proliferado los robos del dinero que llevaba la gente cuando el canasto estaba vacío, o bien arrancaban por la fuerza los productos, ya comprados, portados en la cesta de regreso a casa. Teresa apretó contra su cuerpo el cenacho vacío, con el monedero en su interior. Apresuraron el paso por la calle Santa Engracia, para dirigirse hacia la glorieta de Cuatro Caminos. Una mujer les dijo que iban a vender leche en una lechería que se encontraba en una bocacalle de la plaza. Decidieron que la señora Nicolasa se dirigiera allí, mientras ella buscaba el lugar en el que se vendía la carne. No le costó demasiado encontrarlo, allá donde había una cola de mujeres, que ya esperaban pacientes como una hilera de tristes siluetas oscuras y silentes, era donde se expendía el producto anhelado por todos.

Se acercó hasta la última y le preguntó.

—¿Es ésta la cola para la carne?

—Ésta es.

Intentó controlar su desolación. Por delante de ella había, al menos, un centenar de personas, y ni siquiera veía la puerta del comercio. Se preguntaba a qué hora habrían llegado los primeros. Faltaban más de cuatro horas para abrir. Cada día se hacía más complicado conseguir comida. La escasez hacía que la gente perdieran toda la mañana para conseguir medio kilo de azúcar o un bote de leche. Se colocó en el último puesto de la fila y se dispuso a la larga espera, al raso. El frescor de septiembre ya se notaba, sobre todo por las noches. Así que se arrebujó la chaqueta contra el pecho, y apoyó la espalda en la pared. Al momento, una mujer con pantalones se le acercó hasta ponerse a su lado como si también ella guardase cola. No llevaba cesta y ocultaba las manos en los bolsillos. Sin decir nada, se apoyó junto a Teresa y las dos quedaron mirando al frente, a una calle todavía oscura, teñida por el gris resplandor del amanecer que empezaba a tomar vida, poco a poco, con gente vagando de un lado a otro; unos hacia el centro, armados con sus fusiles, preparados para ocupar su día en alguno de los frentes que rodeaban Madrid. Otros, sin destino fijo, mirando la fila, recelosos de todo.

—¿Eres la hermana de Mario Cifuentes?

La voz la cogió desprevenida. Miró hacia su derecha y pudo ver el perfil perfecto de la mujer que acaba de llegar. Ella se volvió y las dos mujeres se miraron a los ojos.

—¿Quién eres?

—¿Eres la hermana de Mario Cifuentes? —insistió.

—Sí. Soy su hermana. ¿Quién eres tú?

La miliciana echó un vistazo rápido a la mujer que estaba al otro lado de Teresa, en la fila, delante de ella. Luego, volvió a mirar a Teresa y se acercó todo lo que pudo a ella.

—Yo ayudé a tu hermano a salir de la Modelo —se calló, y las dos mujeres se miraron un instante en la penumbra—. Sólo quiero saber cómo está.

—¿Por qué habría de creerte?

La miliciana resopló y se volvió a la postura original, apoyando su espalda en la pared, como si no se esperase el recelo de Teresa.

—Estuve en tu casa cuando le metieron en la cárcel para avisaros de que estaba allí encerrado —hablaba en un susurro, pero mirando al frente, sin volverse hacia Teresa que, observando su perfil, continuaba dando la espalda a la que iba por delante de ella en la fila—. Nos conocimos ese mismo día —se calló un instante, y se volvió hacia ella—, fuiste a la cárcel con tu novio socialista, querías ver a Mario. ¿Lo recuerdas?

—Ah… sí, ya sé quién eres…

—Proporcioné a tu hermano un salvoconducto falso haciéndose pasar por un delincuente; a ésos les dejaban en libertad si se alistaban a las milicias. Tuvo la suficiente sangre fría de pasar la prueba. Conseguí que lo subieran a la misma camioneta en la que iba yo; nuestro destino era Talavera de la Reina. Pensé que allí le sería muy fácil pasarse al lado nacional —hizo una pausa y sonrió resoplando—, pero se me adelantó; hicimos una parada a medio camino, antes de llegar al puente del río Guadarrama; salió corriendo campo a través, aprovechando la noche. Mis compañeros lo persiguieron durante un rato, incluso hicieron algunos disparos, porque yo los oí. Según ellos, lo habían matado como a un cochino —hizo una pausa y tragó saliva, como si de repente se hubiera arrepentido de sus palabras—. Cuando les pregunté por el cuerpo, me dijeron que lo habían dejado en el campo —fijó sus ojos en Teresa, y sus palabras salieron graves de su garganta—. Sólo quiero saber si está vivo.

—¿Por qué te interesa tanto?

Ella mantuvo un silencio denso, cavilante. Encogió los hombros.

—No sé, quiero saber cuál fue su suerte. Yo lo ayudé a escapar y…, bueno, si mis compañeros dijeron la verdad, tendré que cargar con mi parte de culpa de que, en vez de a la libertad, lo llevé a la muerte.

Sus palabras salían de sus labios temblonas. Apenas podía ver su rostro, y mucho menos sus ojos, pero a Teresa le dio la sensación de que estaba a punto de llorar.

—Tú no eres responsable de los actos de mi hermano, fue una decisión suya salir corriendo.

—Es posible. Pero la conciencia de cada uno es algo que no siempre se puede controlar. Por eso tengo que saber si tu hermano está vivo.

Teresa la miró sorprendida y esbozó una leve sonrisa.

—¿Estás enamorada de mi hermano?

La miliciana levantó la cara y la miró lánguida, con los labios apretados sin llegar a decir nada.

Teresa suspiró y movió la cara de un lado a otro, incrédula. Se acercó todo lo que pudo a la miliciana para hablarle al oído.

—No te preocupes más, mi hermano está bien. Le hirieron en el hombro, pero consiguió refugiarse en un lugar seguro. Es lo único que puedo decirte.

Cuando se separó de su cara, pudo atisbar el brillo en los ojos de aquella miliciana. Sus labios temblaban entre la risa y la contención.

—Está vivo, ¿de verdad?

Hablaban en susurros, acercando sus bocas al oído de la otra para que nadie más que ellas pudiera oír las palabras musitadas.

—Yo no lo he visto todavía, pero sé que lo está. ¿Cómo te llamas?

—Luisa, Luisa Sola. ¿Le hablarás de mi cuando lo veas? Dile que me alegro mucho de que pudiera despistar a los milicianos. Que me gustaría volver a verle cuando acabe todo esto y… —calló y tragó saliva, mirando al suelo, para luego volver a subir los ojos—, bueno, dile sólo que me alegro de que esté vivo.

Otras tres mujeres acompañadas de cuatro niños se pusieron en la cola. Sus voces, las correrías de los pequeños y la luz del día hicieron desaparecer la intimidad que habían encontrado las dos mujeres.

—¿Le hablarás de mí?

—Lo haré en cuanto le vea. Te lo prometo.

—Gracias. Tengo que irme.

Antes de que se moviera, Teresa la sujetó por el brazo.

—Gracias por ayudar a mi hermano.

—Siempre es bueno tener un amigo abogado —añadió con una sonrisa fría. Azorada, esquivó la mirada y se marchó sorteando a los niños que, completamente espabilados del madrugón, correteaban alocados de un lado a otro.

Teresa la observó hasta que desapareció de su vista. Sonrió divertida. Si su madre supiera que una libertaria, ataviada con esos atuendos que tanto odiaba, bebía los vientos por Mario, su disgusto sería mucho mayor que la idea de su relación con Arturo, caería fulminada debido a la impresión.

Después de horas de espera, sólo obtuvo un trozo de carne de codillo que casi le cabía en la palma de la mano. La señora Nicolasa tuvo algo más de suerte y consiguió un litro de leche fresca. En cuanto llegó a casa, buscó a Mercedes y le contó su extraño encuentro con Luisa.

Mercedes apenas salía del cuarto de los mellizos. Intentaba evadirse de las excesivas e insustanciales atenciones que doña Brígida le brindaba y que la hacían sentirse incómoda; tampoco deseaba encontrarse con Charito, con la que no encajaba.

—No tiene nada que ver contigo, es tan… tan ñoña y a la vez tan arrogante. Parece mentira que seáis hermanas.

—No se lo digas a mi padre, que es su ojito derecho. De todas formas, creo que está muerta de celos por nuestra amistad. Se lo noto.

Las dos reían sin ninguna estridencia, mientras Charito, en su cuarto, contiguo al que ocupaban Mercedes y la señora Nicolasa, ponía oídos a todo lo que hablaban. Sabía que su madre se guardaba algún as en la manga con respecto a Mercedes y su embarazo; su padre le había insinuado que la salvación de la familia Cifuentes, incluida la vida de Mario, dependía en gran medida del embarazo de esa mujer, y que, por lo tanto, era obligación de todos cuidarla hasta el día del parto. Sin embargo, nunca obtenía respuesta de lo que pasaría tras el parto. A sus dudas sobre el futuro, su padre sólo le afirmaba que volverían a recuperar la posición social perdida por aquella guerra, y la pedía paciencia.

Era mediodía cuando el timbre resonó con insistencia. El aire de la casa, pesado por el calor acumulado, olía a guiso habitual de lentejas, ya sin patatas ni magro, ni aceite y con una pizca de sal para darle algo de gusto. Joaquina abrió la puerta. Dos guardias de asalto, perfectamente uniformados, uno de ellos con un bigote largo y frondoso, y el otro con barba de varios días, preguntaron por el doctor Cifuentes. La criada explicó que no se hallaba en casa y que no solía regresar hasta bien entrada la tarde. Teresa, al oír voces desconocidas, salió a ver de quién se trataba, apremiada por su madre que se mantuvo sentada en el salón.

—Preguntan por su señor padre, pero ya les he dicho que no está —dijo la criada al verla.

—¿La señora Cifuentes se encuentra en casa? —el guardia se dirigió a Teresa en cuanto la vieron acercarse.

—Sí, mi madre está en casa. ¿Qué quieren de ella?

—Tiene que acompañarnos.

Teresa miró a Joaquina, que se tapó la boca con las dos manos como para ocultar su horror.

—¿Adónde?, si puede saberse.

—No estamos autorizados para decirlo.

—Mi madre no se mueve de aquí. No tienen derecho. No ha hecho nada.

Doña Brígida llegaba en ese momento al umbral del recibidor como si fuera una aparición, pálida, con los ojos desorbitados por la duda, con la mano en el pecho presionando los latidos alocados de su corazón.

—Madre…

—¿Qué ocurre?

—Buenos días, señora, tiene que venir con nosotros.

—¿Cuál es la razón?

—Ya le he dicho a su hija que no estamos autorizados a decirlo.

Doña Brígida se tambaleó, y Teresa se precipitó hacia ella para sujetarla.

—No pueden hacer esto… ella no ha hecho nada…

—Puede usted acompañar a su madre.

Las palabras del guardia sorprendieron a las mujeres, y tranquilizaron en algo el ánimo y el desasosiego del primer momento.

Ante la falta de reacción, los guardias se removieron.

—Vamos, señoras, tenemos que marcharnos.

—Permítame al menos que me arregle un poco.

—No hay tiempo, señora, tenemos orden de partir de inmediato.

Teresa se volvió hacia Mercedes que, junto a su madre, permanecía agazapada en la puerta de la cocina contigua al recibidor.

—Mercedes, dame el bolso que está en mi cuarto, rápido.

Ella afirmó y aceleró sus pasos balanceantes hasta llegar a la alcoba de Teresa, cogió su bolso y una chaqueta y volvió a la entrada. Doña Brígida se colocaba un chal que le había proporcionado Joaquina, colgado del gran perchero de la entrada.

—¿Dónde está Charito? —preguntó Teresa antes de salir.

Joaquina, con gesto pesaroso, encogió los hombros y contestó:

—No lo sé, señorita, salió hace un rato y no ha regresado.

—Joaquina, que Charito avise al señor, él sabrá qué hacer —agregó doña Brígida, compungida, con la voz temblona y al punto del desmayo—. Dios mío, ¿dónde me llevarán ahora? Esto es una pesadilla…

Inevitablemente, doña Brígida no pudo contener el llanto. Sujeta por Teresa, bajaron despacio las escaleras hasta el portal, donde les esperaba Modesto, cabizbajo, mirando su paso de reojo como el que ve pasar camino del cadalso a los condenados a muerte. Teresa lo miró un instante, pendiente de sujetar a su madre y evitar su desvanecimiento, y pudo atisbar los ojos humedecidos del portero. De repente tuvo miedo de no regresar nunca a aquel portal, de que fuera la última vez que viera a Modesto, tuvo miedo de que fuera el último día de su vida, las últimas horas de su existencia. Sintió que le temblaban las piernas. Una presión dolorosa se le aferró al pecho, como si al aspirar el aire se le hubiera quedado trabado en la garganta el miedo a la muerte. Exhaló con varios soplidos para intentar expulsarlo. Alzó la frente y salió a la calle llevando a rastras a su madre; la sobrevino un sentimiento de tierna conmiseración al notarla tan avejentada, tan poco ágil, quebrada por la angustia, lenta de movimientos, encorvada, tan cobarde.

Les esperaba un coche negro, limpio, sin ninguna pintada; uno de los guardias se había sentado ya al volante, mientras el otro esperaba a que las dos mujeres subieran a la parte de atrás. Luego, se subió él delante y emprendieron la marcha en un silencio espeso de miradas esquivas, derivadas al exterior a través de las ventanillas abiertas por las que penetraba al estrecho habitáculo una suave brisa. El cielo estaba encapotado, jirones de nubes grises amenazaban una lluvia plomiza que auguraba el melancólico otoño. Dejaron la calle Santa Engracia, cruzaron la Gran Vía y llegaron hasta el puente de Segovia. Allí el coche tuvo que detenerse porque había un control. El conductor enseñó un papel y de inmediato les dejaron continuar. A Teresa se le aceleró el corazón al pensar que las podían llevar al cementerio de San Isidro para darles el paseo; pero no era una hora habitual en la que solían cometer aquellos horribles crímenes; tomó aire y lo soltó lenta, cerrando los ojos un instante al pensar, con ácida ironía, a quién tendría que exigirle cuentas sobre la alteración en el horario de la ejecución. Muy a su pesar, se mataba a plena luz del día, con guardias o sin ellos, en los cementerios o en pleno centro, rodeados de gente que, ante la visión brutal de la muerte, continuaba su paso apresurado, la cabeza gacha, obviando el espanto que quedaba a su espalda, intentando no atraer a su presencia la atención infame del verdugo exaltada de sangre. Teresa daba vueltas y más vueltas vacilantes a sus dudas mientras el avance del coche parecía imparable. Buscó consuelo en la mano de su madre, pero la encontró fría, inerte, como si llevase un cadáver a su lado, distante, incapaz de mostrarle un atisbo de cariño, ni siquiera en momentos tan terribles. La miró de reojo; su lívido perfil, altivo, quedaba constreñido por la sombría incertidumbre.

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