Las tres heridas (8 page)

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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Luis de la Torre se levantó y alzó la mano para avisar al camarero de que le cobrase.

—A esta ronda os invito yo.

Don Eusebio lo miró extrañado.

—¿Ya te vas?, pero si faltan todos por venir.

—No va a venir nadie más, Eusebio. Las cosas se están poniendo muy mal. Yo me voy a casa, a ver qué se oye en la radio, y no descarto salir mañana mismo de Madrid. Seguramente me iré a Burgos, Marta tiene allí unos tíos y podremos quedarnos hasta que la cosa se aclare un poco. No creo que esto dure mucho, pero prefiero salir de aquí, ahora que se puede.

—Espera —dijo Emeterio—, me voy contigo.

—Hala, hala, dejad que estos perdularios os alteren la vida; si cedemos en nuestras costumbres nos van a comer…

—Eusebio, no te confíes —le interrumpió Luis—. Tú también deberías irte a casa, hazme caso.

Don Eusebio no se movió, dando a entender que se quedaba.

—Haz lo que puedas por Isidro —replicó Luis—. Es tu amigo.

Los dos hombres salieron deprisa sin llegar a ponerse el sombrero en la cabeza. Don Eusebio los observó desde el ventanal.

—Atajo de cobardes —masculló.

Luego, se dirigió al camarero.

—Prudencio, acércame el teléfono, he de hacer una llamada urgente.

Marcó el número del domicilio de Nicasio Salas, director del hospital de la Princesa, pero nadie contestó.

—Qué raro…

Dejó el auricular sobre la horquilla. Consultó el reloj que llevaba en el bolsillo de su chaleco con la leontina de oro colgando, reluciente, sobre la tela oscura. A la vista de que nadie más aparecía a tomar el aperitivo de cada domingo, decidió regresar a casa. Desde allí volvería a llamar a su amigo Nicasio, él tenía contactos con gente importante de la Dirección General de Seguridad, y conocía a varios mandamases de la guardia de Asalto. Estaba seguro de que podría arreglar la situación de Isidro, fuera la que fuere. Mientras se calaba el sombrero que le había entregado el camarero, pensó en la alegría que le iba a dar a Brígida al verle de regreso tan temprano. Se despidió de Prudencio y se dirigió a la salida. Al flanquear la puerta rotatoria, se quedó helado. Media docena de hombres vestidos con monos de faena con cremallera, algunos enjaezados con correajes militares, rodeaban su coche, apoyados sobre él como si estuvieran a la espera. Sintió que le hervía la sangre por dentro y, sin ser consciente de que llevaban fusiles en la mano, se fue hacia ellos, increpándolos.

—Eh, eh, apartaos de ahí. Este coche se mira, pero no se toca.

Su arrogancia no tuvo efecto porque ninguno se inmutó.

—¿Es tuyo este carro? —preguntó uno de ellos.

—Usted a mí no me conoce para tutearme.

—Yo a ti te tuteo porque me da la gana, ¿te enteras?

Don Eusebio lo miró con gesto altivo. Otro, dio un salto y se subió en el capó.

—¡Bájate de ahí inmediatamente! —le gritó con denuedo.

A su espalda, alguien le dio un golpe en el sombrero que cayó al suelo rodando. Don Eusebio se volvió entre la alteración que lo fundía por dentro y el desconcierto. Mascullando frases de reprobación, se agachó para recogerlo, pero antes de que lo alcanzase, una patada se lo arrebató y empezaron a juguetear con el gorro como si fuera un balón, mientras su dueño intentaba alcanzarlo con un vaivén ridículo.

—Voy a llamar a los guardias y os van…

—Aquí nosotros somos la autoridad —le espetó el que parecía el cabecilla del grupo—. Este coche queda requisado para la causa de la República.

La indignación pudo con él y se lanzó contra el miliciano que le hablaba, dándole un empujón.

—De eso nada. Este coche es mío…

Don Eusebio ni siquiera supo qué fue lo que le impactó en la mejilla. El golpe lo dejó inconsciente. Cuando recuperó la conciencia, lo primero que sintió fue un intenso olor a orines. Intentó incorporarse, pero el dolor en la cara le hizo quedarse quieto. Se encontraba tumbado en una especie de catre con una colchoneta de donde procedía el hedor que le provocaba arcadas. Se sentó a pesar del escozor de la mejilla y el fuerte dolor de cabeza. Miró a su alrededor. Estaba en un cuarto pequeño, oscuro y húmedo, con un ventanuco por el que apenas entraba claridad. Las paredes estaban sucias. Frente a él había una puerta cerrada. Había sangrado por la nariz y el flujo oscuro se le había resecado alrededor de los labios, por la mejilla y por el cuello. Estaba sin zapatos y le faltaba la chaqueta, el chaleco y la corbata. Se palpó los bolsillos y se dio cuenta de que no tenía ni el reloj ni la cartera con el dinero.

—Hatajo de ladrones…

Se levantó y fue hacia la puerta, intentó abrirla pero estaba cerrada. La aporreó con el puño.

—Eh… ¿hay alguien ahí? —gritó con desespero—. ¿Puede oírme alguien? Eh, ¿alguien puede oírme?

El sonido de la cerradura le hizo dar un paso hacia atrás. La puerta se abrió y un hombre de aspecto zafio y dejado, con un cigarrillo amarillento colgando en los labios, le habló sin ninguna consideración.

—¿Por qué gritas tanto?

—¿Dónde estoy?

—Detenido.

—¿Por qué?

—No estoy autorizado para darte esa información.

—Pero…

—No hay más preguntas —sentenció el hombre, con ínfulas de guardia.

Iba a cerrar la puerta, pero don Eusebio se lo impidió.

—¿Y mi coche, y mi cartera, y mis zapatos? Esto es inconcebible. ¿Sabe usted quién soy yo?

Aquel hombre metido a miliciano desde hacía unas horas, que por primera vez en su vida sentía el placer de tener el control por el simple hecho de llevar una pistola terciada en el cinto, lo miró de arriba abajo, con desprecio.

—Claro que sé quién eres tú, una mierda, eso es lo que eres, una puta mierda.

Don Eusebio no reaccionó. No comprendía nada. La confusión le bloqueaba.

—Y ahora, te vas a estar calladito hasta que vengan a buscarte, ¿entendido?

Iba a cerrar la puerta de nuevo, pero don Eusebio preguntó algo, con la voz más sumisa.

—¿Qué hora es?

El hombre lo miró entre la sorpresa y la desidia. Encogió los hombros.

—Hora de que te calles.

—¿Puedo avisar a mi esposa? Estará muy preocupada.

—Ya te he dicho que tienes que esperar a que vengan a buscarte.

Don Eusebio se arrojó hacia el miliciano, clamando que no podían hacerle eso. Al sentirse agredido, el guardia lo empujó con fuerza sin ningún miramiento y cerró la puerta. Don Eusebio trastabilló con torpeza y cayó al suelo. El portazo y el sonido hueco del cerrojo le causaron un terrible estado de ansiedad. Con dificultad para respirar, se levantó y se lanzó a la puerta para aporrearla, sin obtener ninguna respuesta. Al cabo de un rato, cansado y aturdido, se sentó en una esquina de la cama, con las manos metidas entre los muslos, encogido y acobardado. Hacía mucho calor y la humedad le provocaba una sensación pegajosa. Comenzó a tiritar de manera descontrolada a pesar de la canícula del ambiente. Sentía que se ahogaba en aquel lugar cerrado y hostil. Recordó la insistencia de su esposa. Avergonzado, reconoció para sí mismo (nunca lo haría en público) que ella tenía razón. Si le hubiera hecho caso, ahora estaría en casa, tranquilamente, enfundado en su batín de seda granate y sus cómodas zapatillas de piel, fumando un buen puro y disfrutando de una plácida tarde de domingo.

La ventana indiscreta

Me levanté temprano. Me había acostumbrado a madrugar para desayunar solo, antes de que llegase Rosa. Apagué la radio de la cocina que escupía noticias y anuncios sin parar; me puse un café muy caliente y me senté frente a la ventana para disfrutar del silencio, percibiendo lejano el murmullo de la ciudad que empezaba a desperezarse. Mirando mi rostro reflejado en el cristal impoluto con el fondo oscuro del día, todavía envuelto en la cerrazón nocturna, sorbí mi café humeante con delicada lentitud, sin la presión de un tiempo que para mí todavía no había empezado. Cuando me sentí algo más despierto, me di una ducha y me puse ropa cómoda. Me encerré en mi estudio y me senté ante mi mesa de trabajo. Encendí el flexo y puse en marcha el ordenador. Mientras arrancaba el sistema, saqué la caja de hojalata, la abrí y coloqué la foto junto a la pantalla. Mirando fijamente aquellas dos figuras estáticas, escuché mi propia voz.

—Estoy seguro de que hay algo que queréis contarme, pero ¿qué?, ¿cómo podría saber más de vosotros?

Posé los dedos sobre el teclado, abrí un archivo nuevo y escribí tres palabras:
Cuando todo acabe
. Esa frase se repetía varias veces en las cartas de Andrés, que ponía de manifiesto el futuro incierto al que deseaban llegar cuanto antes, y dejar, anclado en el pasado, la dolorosa separación que sufrían. Esperé inmóvil, aferrado a las teclas, con los ojos puestos en la pantalla blanca, hasta que me eché hacia atrás, derrotado por la insistente acinesia de mis dedos, la pesadez de mi mente, la ausencia pertinaz de ideas. Levanté los ojos por encima de la pantalla y dejé la mirada perdida. Estaba sentado frente a la ventana a través de cuyos cristales se atisbaba un trozo del cielo de Madrid (era el último piso) y al otro lado de un patio de luces no muy grande, incrustada en la pared, había una ventana algo más pequeña (perteneciente al edificio unido al mío por ese patio) con los fraileros siempre cerrados a cal y canto; era fácil deducir que allí no vivía nadie desde hacía mucho tiempo, seguramente años, teniendo en cuenta el estado de abandono que revelaba; al menos, yo, nunca vi a nadie. Sin embargo, aquel día, los viejos postigos estaban abiertos de par en par, y la tibia luz de una lámpara se deducía a través de la capa de polvo de los cristales y el encaje de unos visillos. Con curiosidad, fijé la vista más allá de mi ventana escudriñando el interior. De repente, al otro lado del cristal, apareció un rostro. Me pilló desprevenido y me sobresalté retirando los ojos un instante, pero en seguida volví la mirada a la sucia cristalera para ver la cara sonriente de una niña de unos diez o doce años que me saludaba con la mano. Algo avergonzado y con la sensación de haber sido pillado, levanté la mano y respondí al saludo. Sin dejar de mirarnos, estúpidamente inmóviles, como si ninguno de los dos supiéramos muy bien qué hacer, se retiró un mechón de pelo que le caía por la frente y se volvió para dirigirse a alguien; al momento, apareció junto a ella una anciana que me dirigió una cálida sonrisa en forma de saludo cordial. Correspondí amable. No me alegró la idea de tener vecinos nuevos, al contrario, me desconcertó, siempre tenía la persiana subida y ni siquiera tenía cortinas; con habitantes en el piso de enfrente, me sentiría observado y podría llegar a ser una incomodidad y un motivo de alteración para mi concentración. La mujer habló algo a la niña, las dos me miraron y volvieron a saludarme antes de desaparecer de mi vista. Bajé la mirada a la fotografía en blanco y negro que presidía mi mesa, miré el teclado y luego la pantalla, pero no escribí nada en el documento que había abierto; busqué en Google información sobre Móstoles.

Capítulo 3

Apostada en una de los ventanales del salón, doña Brígida manoseaba el rosario y movía los labios en un rezo callado e indeliberado. El reloj de pared, que rompía con sonido isócrono el terrible silencio en el que estaba envuelta desde hacía horas, marcó las ocho.

No se extrañó demasiado cuando su marido no llegó a la hora de la comida. Estaba acostumbrada a sus desplantes; muchas eran las veces que se quedaba en alguno de los caros restaurantes a los que acudía habitualmente con sus colegas, y nunca tenía la deferencia de llamarla. Pero aquel domingo era diferente. Según estaban las cosas, debía haberla avisado. Además de preocupada se sentía irritada por la falta de consideración. Se deshacía en aquellas tesituras ante el desdén de sus hijos, que no daban mayor importancia a sus desvelos. La única que entró en el salón para darle algo de consuelo fue Teresa.

—Madre, no te preocupes tanto por él, ya sabes cómo es, se habrá entretenido.

—Y tú hermano Mario sin aparecer. Otro que tal baila. Mira que se lo he dicho, pero aquí nadie me tiene en cuenta.

En ese momento, el sonido del teléfono interrumpió la retahíla de protestas de doña Brígida. Las dos se volvieron hacia el aparato, pero fue Teresa la que reaccionó.

—Ya lo cojo yo, Joaquina —gritó antes de descolgar, para que la criada, que ya enfilaba el pasillo con la intención de contestar a la llamada, regresara a la cocina.

—Familia del doctor Cifuentes, dígame.

Escuchó atenta lo que le decían al otro lado del aparato, y ante la ansiedad de su madre, tapó el auricular.

—Es un amigo de Mario —le dijo en voz baja; luego se giró y dio la espalda a su madre.

En realidad era Arturo, su novio oculto a los ojos de sus padres, que la llamaba desde la pensión en la que vivía.

Teresa, callada, escuchaba con atención. Al final de la conversación dijo «gracias» y colgó.

—¿Qué pasa, niña? —le preguntó su madre con gesto de súplica—. ¿Le ocurre algo a Mario?

—Era Arturo Erralde.

—Ah, ése… —el gesto de desprecio hirió a Teresa—. ¿Y qué quería? ¿Para qué llama?

—Dice que en el centro están ardiendo muchas iglesias y conventos. Que hay tiroteos en las calles. Que es mejor que no salgamos de casa.

—¿Y desde cuándo tengo que hacer caso a un mequetrefe como ése?

Teresa no contestó. No quería alterarse.

De repente, como si se hubiera dado cuenta de las palabras que le había dicho su hija, doña Brígida se llevó las manos a la boca, asustada.

—Ay, Dios Santo, tu padre…, y tu hermano, ¿dónde estarán?

—Mamá, no te preocupes por Mario, él iba hacia El Pardo y esto está ocurriendo por el centro.

La familia Cifuentes estaba formada por el matrimonio, don Eusebio y doña Brígida, y sus cinco hijos: Mario, de veintidós años, al que le faltaba un curso para obtener la licenciatura en Derecho por la Universidad Central; Teresa, de veinte, la más rebelde de todos; los mellizos, Carlos y Juan, que habían cumplido los dieciocho años y estaban terminando sus estudios en el Instituto Cervantes; los dos pretendían estudiar Medicina siguiendo la estela de su padre. La más pequeña era Rosario, a la que todos llamaban Charito, de quince años; físicamente era la que más se parecía a la madre, rubia y de ojos claros; conseguía todo aquello que se proponía, ya que, desde muy niña, se había sabido ganar el afecto incondicional de su padre, hombre de carácter frío y distante con todos excepto con ella, lo que la había convertido en una niña impertinente y caprichosa. Se pasaba el día en casa, criticando cualquier cosa que hicieran los demás y malmetiendo entre sus hermanos.

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