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Authors: Paloma Sánchez-Garnica

Tags: #Drama

Las tres heridas (47 page)

Hablaba con voz queda, lánguida, lenificada por el paso de los días. Le atormentaba el inquietante temor de que algo muy grave le hubiera pasado a su familia, y la ignorancia de lo sucedido hacía mucho más pesada su culpa, una tortura que lo abrumaba mucho más que estar allí encerrado, mucho más que la certeza de la muerte, una muerte que tal vez lo ayudase a no encarar la evidencia de una realidad inquietante.

El lejano zumbido de un motor sonoro, constante y ronco, precedió a un terrible estruendo que estremeció el edificio; gritos y voces asustadas se filtraban por las rendijas de puertas y ventanas.

—¿Qué ha sido eso? —acertó a preguntar, don Eusebio, asustado.

—Una bomba, y ha debido de caer muy cerca, y la ha soltado un Junker alemán, me juego lo que quieras.

—¿Una bomba? ¿En el centro de Madrid?

—Es la guerra.

—Pero ¿qué van a conseguir bombardeando a civiles?

—Las guerras es lo que tienen, muere siempre gente inocente.

En seguida se oyeron sirenas, más voces, más gritos atropellados. En la oscuridad, intentaban captar cualquier noticia que sus oídos pudieran alcanzar, hasta que las voces que sonaban por encima de sus cabezas enmudecieron y se hizo el silencio, roto por el rugido de alguna moto o la bocina de algún coche que circulaba por Alcalá.

—Como haya habido muertos ya nos podemos atar los machos —dijo el militar, taciturno—. Nosotros seremos los que recojamos las iras de los de fuera.

Don Eusebio no dijo nada, atento a los ruidos del exterior. ¿Qué estaría pasando? ¿Dónde habría caído? Con toda seguridad tenía que haber muertos porque el estallido había sido monumental. Durante los días anteriores hubo amagos de ataques aéreos, amenazantes para unos, persuasivos para otros; en los que los aviones de los sublevados, generalmente alemanes, sobrevolaban la ciudad y lanzaban pasquines con consignas dirigidas a la población, propaganda destinada a minar la moral de los habitantes de Madrid, y enardecer el ánimo de los que esperaban con ansia la llegada de los hombres que liberasen la ciudad de la barbarie atea y partidista. A principios de agosto había estallado un obús en una calle céntrica matando a varias mujeres que hacían cola para comprar leche; se decía que había sido un avión de los rebeldes, pero nada se había confirmado; los rumores corrían como la pólvora, y de la nada en seguida se hacía un mundo. Sin embargo, aquella noche se había roto una línea peligrosa, se trataba de una bomba de verdad, según los cálculos a voleo de Emilio, ciento cincuenta kilos de explosivo como mínimo.

Las horas continuaron pasando, lánguidas, sin más contratiempos que algún ruido producido en el piso superior. Nadie bajó hasta después de mucho rato y sólo para llevarles una jarra de agua y media barra de pan duro. Don Eusebio bebió el agua, pero apenas royó el chusco con los dientes; no tenía hambre. De repente, se encendió una luz y los dos hombres, deslumbrados, taparon con las manos sus ojos acostumbrados a una serena oscuridad. Don Eusebio los abrió poco a poco, atisbando a través de sus dedos el lugar en el que estaba, y fue entonces cuando comprendió las palabras de Emilio Bartolomé al preferir la opacidad a la luz. Era un cuarto minúsculo, mucho más pequeño de lo que había imaginado, vacío, sin ventanas, con las paredes llenas de humedad que rezumaba ronchones fuscos por los rincones; el terrazo del suelo apenas se distinguía de lo sucio que estaba. Frente a él, el cubo con el que había tropezado nada más entrar; era de cinc y mostraba en sus bordes restos de heces resecas. Sintió una arcada y retiró la vista, y por primera vez vio el rostro de Emilio Bartolomé. Después de tanto tiempo de charla a ciegas uno se hace una idea del rostro desconocido al que ha escuchado durante horas, dirigido por su forma de hablar, su tono, e intuyendo sus movimientos. Los dos hombres se observaron un rato, con un amago de sonrisa, como si cada uno estuviera recomponiendo en su mente la nueva imagen del que tenía a su lado.

—Encantado de verte, Cifuentes.

Don Eusebio respondió con un visaje lacónico; el silencio volvió a instalarse entre ellos, un silencio largo, como si les avergonzase hablar ahora que el otro podía ver sus gestos, sin el amparo de la oscuridad que todo lo amortigua. Se oyeron una voces que se acercaban.

—Vienen a por alguno de nosotros —murmuró Emilio—. Te deseo suerte, Cifuentes.

No supo qué decir. Don Eusebio se quedó perplejo, mirando la puerta, con el latido del corazón acelerado, esperando saber quién era el elegido y para qué, para morir o para seguir viviendo aquel encierro, para la manumisión o para la condena definitiva.

—¡Cifuentes!

Su nombre sonó hueco. No reaccionó al principio. Emilio le dio un codazo.

—Ánimo, compañero, puede que esta gente tan amable te lleve de copas al Chicote.

—Vamos —le instó el hombre que permanecía armado en el quicio de la puerta—, rapidito, que no tenemos todo el día.

Se levantó con cierta dificultad, y antes de salir, don Eusebio se giró y miró al que había sido durante horas su confidente, su compañero de encierro. Sus ojos reflejaron una extraña complicidad. Le estremeció pensar en la posibilidad de que pudiera ser el final para él, y le resultó una paradoja que la última charla amigable de su vida hubiera sido con un desconocido.

Escoltado por dos guardias de asalto, salió a la calle y le hicieron subir a un coche negro, elegante; su dueño, antes de caer en manos ajenas, tenía que haber sido un hombre importante, de postín. Aspiró el olor de la piel de los asientos. Cada uno de los guardias se posicionó a su lado. Otro conducía y otro más iba en el puesto de copiloto; todos iban armados.

Estaba anocheciendo. La calle bullía de transeúntes, tranvías y coches pintarrajeados, con banderas rojas y negras ondeando al viento, sujetas de cualquier manera por los milicianos que asomaban sus cabezas y sus armas por las ventanillas abiertas o a través de los parabrisas con los cristales rotos. Pasaron por delante del Ministerio de Guerra. Un nutrido grupo de gente curioseaba a través de las verjas de hierro.

—¿Qué ha pasado?

La pregunta fue tan espontánea que los dos hombres que le custodiaban miraron a su izquierda para observar el gentío.

—Estarán viendo los efectos de la bomba que cayó anoche.

Don Eusebio comprendió el estruendo. Había estallado a escasos metros de donde estaban encerrados.

—¿Ha habido muertos?

—Dicen que dos, pero no lo sé muy bien. Estos hijos de perra…, como no espabilemos nos van a freír como a pollos.

Don Eusebio observaba las calles de Madrid, mientras el coche avanzaba a ritmo suave. El conductor sabía conducirlo, sin acelerones ni brusquedad en su manejo.

Cuando el vehículo se detuvo, el que iba a su derecha abrió la puerta y salió.

—¿Adónde vamos? —preguntó don Eusebio.

—Alguien quiere verte.

—¿A mí?

El guardia no respondió; movió la cabeza como si se dirigiera a un perro, y le instó:

—¡Vamos, sal del coche!

Don Eusebio obedeció, mientras el otro guardia descendía por la otra puerta. Se encontraban en el barrio de Salamanca. Conocía la zona aunque no el nombre de la calle. Uno de los guardias abrió la puerta de hierro que tenían delante; entró, y don Eusebio, apremiado por un ligero empujón del otro, lo siguió. Un corto paseo de tierra limitado por sendas líneas verdes de setos perfectamente recortados, llevaba hasta una escalinata de piedra en cuya cúspide se erguía una casa enfoscada de blanco, con dos plantas y tejado gris de pizarra. A un lado y a otro se abría un hermoso jardín con árboles frondosos que proporcionaban frescor, sombra y una sensación de aislamiento de la casa respecto de la calle. Ascendieron la escalinata y, antes de que llegaran al último peldaño, la puerta de madera se abrió y apareció otro guardia pulcramente uniformado.

—Os esperan en el piso de arriba —dijo sin más preludios.

La casa era señorial, con suelos de mármol, ricos cortinajes que vestían amplios ventanales y muebles de factura exquisita. Le sorprendió el detalle de las flores frescas en los jarrones. Subieron las escaleras de mármol que hacían una discreta curva hasta llegar a un corredor, al final del cual había un puerta semiabierta. El guardia que abría el paso, delante de don Eusebio, tocó un par de veces la madera con los nudillos; desde dentro se escuchó la voz potente de un hombre que dijo «adelante».

Cuando don Eusebio entró en la estancia, lo primero que vio fue a su esposa sentada en una silla junto a una mesa; al otro lado, sentado asimismo, como si les hubiera cogido en una conversación plácida y sosegada, el rostro ceñudo y conocido de Nicasio Salas. Ante la visión de uno y otro, don Eusebio se detuvo, inmóvil, desconcertado, pero tranquilo al comprobar que su mujer estaba viva.

Nicasio Salas se levantó y, sonriente, tendió la mano por encima de la mesa, pertrechado tras ella en una indeliberada defensa.

—Adelante, Eusebio, pasa y siéntate, te lo ruego.

Doña Brígida se mantuvo quieta, mirando a su marido con una sonrisa triste, ahogada en un sentimiento contrapuesto de complacencia y abatimiento. Su aspecto no era del todo malo. Estaba algo más despeinada de lo habitual, y sus ropas, las mismas que llevaba en el momento de su detención, algo arrugadas y astrosas. En sus ojos quedaba reflejada la vigilia, secos de llanto vertido durante horas y hundidos en unas profundas ojeras violáceas. A pesar de todo, don Eusebio la notó tranquila, como si ya se sintiera a salvo. Se acercó a ella, con un visaje grave de austera dignidad.

—¿Estás bien?

Ella sólo afirmó, cerrando los ojos y moviendo levemente el rostro. Como única muestra de cariño, tomó su mano y esbozó una sonrisa quebrada, débil, torciendo los labios blandos en un raro mohín sonriente.

Después, sus ojos se fijaron en Nicasio Salas. Incómodo por la inesperada prioridad otorgada a su esposa antes que a él, había bajado la mano tendida dispuesta para el saludo. Permanecía de pie, serio, intentando controlar la situación. Llevaba un traje de lino color tostado, con camisa clara, sin corbata y sin sombrero. Su porte delgado, casi raquítico, nada tenía que ver con la altura y la prestancia de don Eusebio. Los pómulos salientes parecían sujetarle la piel del rostro, y sus finos labios apenas dibujaban una suave línea encarnada. Era blanco como la leche, casi lívido, y su pelo rubio y ralo caía sobre su frente despejada y ancha. Profesionalmente, siempre había estado un paso por delante; cuando Cifuentes estaba convencido de que iba a ser nombrado jefe de planta, lo designaron a él; cuando pensaba que su ascenso a jefe de sección estaba hecho, el nombre del doctor Salas se inscribía para el puesto. El último nombramiento a Salas había sido a principio de año como director del hospital de la Princesa. No obstante, don Eusebio le mostraba un aprecio interesado; no le convenía enemistarse con él porque el poder de Nicasio Salas era enorme y tenía contactos de alto nivel en el Ministerio de Sanidad y en la Dirección General de Seguridad. Por eso no le extrañó demasiado que estuviera frente a él después de su detención. Sus hijas le habrían alertado y había intervenido para liberarle a él y a su esposa.

—Toma asiento, Eusebio, ponte cómodo.

Mientras se sentaba en la silla junto a su esposa, Nicasio Salas dio la orden a los dos guardias para que esperasen fuera. Cuando cerraron la puerta, se acomodó en su sillón, colocando los brazos sobre la mesa de madera de roble, forrada con un tapete de piel verde y ribeteada en todo su borde con filigranas doradas.

—Lo primero de todo, ¿cómo estás? —preguntó Nicasio, solícito.

—¿Tú qué crees? —su respuesta fue desidiosa, y con una mueca de resentimiento—. Qué puedo decir después de haberme pasado las últimas veinticuatro horas en un cuarto encerrado, lleno de inmundicias, sin saber nada de Brígida ni de lo que iba a ser de nosotros.

—Siento lo que ha pasado, en los tiempos que corren a veces no se puede controlar todo como uno desearía. Pero soy tu amigo y quiero ayudarte.

—No me quedan amigos en Madrid —le espetó con brusquedad.

—Puedes estar seguro de que, tal y como están las cosas, si sigues con vida es porque ha habido quien se ha molestado en protegerte, y yo soy uno de ellos.

—Será por esa amistad profunda que ahora me manifiestas por la que durante todo este tiempo no has querido responder a mis llamadas.

—Las cosas se han complicado mucho en las últimas semanas.

—Más para unos que para otros.

—Para todos, Eusebio, se han complicado para todos. Es cierto que no respondía a tus llamadas, pero antes tenía que asegurar mi propia situación.

—Por lo que veo —sus ojos circundaron la estancia en una rápida mirada—, la tienes muy bien asegurada.

—Se puede decir que sí.

Cifuentes venció el cuerpo un poco hacia adelante, como si quisiera acercarse algo más a la mesa para evitar la mirada de su esposa al oír sus palabras.

—Pues mientras que tú buscabas salvar tu culo, yo he estado a punto de perder la vida en varias ocasiones.

—Lo sé —hablaba serio, sin un ápice de compunción—, pero si hubiera dado un paso en falso contigo posiblemente nos hubiéramos hundido los dos en el fango.

—Ahí es precisamente donde estoy yo ahora, metido en el fango hasta el cuello, y como me descuide me hundo para siempre.

—Te repito que no tienes de qué preocuparte. Mis contactos son excelentes y están bien posicionados. Ahora es cuando puedo ayudarte, a ti y a tu familia.

Don Eusebio le miró con fijeza, escéptico, sin llegar a mostrar la confianza que se le pedía.

—La única ayuda que puedes darme es sacarnos de este infierno, que es en lo que se ha convertido esta ciudad, un maldito infierno lleno de demonios que encierran a la gente decente en cloacas oscuras durante horas.

Nicasio Salas tragó saliva.

—Ya te he dicho que siento mucho por lo que estáis pasando; sabes que te aprecio y te aseguro que he intentado que se os trate lo mejor posible.

Una sonrisa áspera se desprendió de los labios de Cifuentes.

—Dadas las circunstancias, no sé si agradecértelo.

—El tiempo dirá a quién debemos agradecer nuestra suerte y a quién reprochar las penurias pasadas; pero hablemos ahora del futuro, que es lo que interesa, de vuestro futuro —miró un instante a doña Brígida, que parecía un invitado de piedra, sin atención ninguna a su presencia como si a ninguno de los dos hombres les importase lo más mínimo.

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