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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (16 page)

El predicador suspiró:

—Iré en cualquier caso —dijo—. Están ocurriendo cosas. Subí a una colina, a mirar: las casas están vacías, las tierras están vacías y toda esta región está vacía. No puedo quedarme aquí. He de ir donde va la gente. Trabajaré en los campos y quizá logre ser feliz.

—¿No va usted a predicar? —preguntó Tom.

—No voy a predicar.

—¿Y no va a bautizar? —preguntó Madre.

—No voy a bautizar. Voy a trabajar en los campos, en los campos verdes, y a estar cerca de la gente. No intentaré enseñarles nada. Voy a tratar de aprender, voy a aprender por qué la gente camina sobre la hierba, voy a oírles hablar y cantar. Voy a oír a los niños comiendo gachas, al marido y a la mujer naciendo el amor en un colchón por la noche. Voy a comer con ellos y a aprender —sus ojos se volvieron húmedos y brillantes—. Voy a hacer el amor sobre la hierba con quien quiera tenerme, abierta y honradamente. Voy a jurar y a soltar juramentos, a oír la poesía del habla de la gente. Antes no entendía que todo eso es sagrado, que son las cosas buenas.

—Amén —dijo Madre.

El predicador se sentó mansamente en el tajo de partir leña, junto a la puerta.

—Me gustaría saber qué es lo que puede haber reservado para un hombre tan solitario como yo.

Tom tosió con delicadeza.

—Para haber dejado de predicar… —comenzó.

—Ya sé que soy muy hablador —admitió Casy—. Eso no lo puedo evitar. Pero no es lo mismo que predicar. Predicar es contarle algo a la gente. Yo le estoy preguntando. Eso no es predicar, ¿no es cierto?

—No lo sé —respondió Tom—. Predicar es un cierto tono de voz y una forma de ver las cosas, es portarse bien con gente que quiere matarte por ello. La pasada Navidad vino a McAlester el ejército de salvación y nos hizo bien. Estuvimos sentados tres horas enteras escuchando cómo tocaban las cornetas. Eso era hacernos bien. Pero si uno de nosotros hubiera querido irse, se habría ido solo. Eso es predicar. Portarse bien con una persona que está hundida y que no puede vengarse partiéndole la boca. No, usted no es un predicador. Pero por si acaso no se le ocurra tocar la corneta cerca de mí.

Madre metió unos cuantos palos en el fogón.

—Ahora le voy a dar algo de comer, aunque no es mucho.

El abuelo llevó su caja afuera, se sentó y se apoyó contra la pared, y Tom y Casy se apoyaron en la pared dentro de la casa. Y la sombra de la tarde se extendió hacia afuera desde la casa.

A media tarde regresó el camión dando tumbos y traqueteando entre el polvo, y había en la caja del camión una capa de polvo, que también cubría el capó; una harina roja oscurecía los faros. Se estaba poniendo el sol cuando volvió el camión y la luz del crepúsculo daba a la tierra una apariencia sangrienta. Al se sentaba inclinado sobre el volante, orgulloso, serio y eficiente, y Padre y el tío John ocupaban los sitios de honor junto al conductor, como correspondía a los jefes del clan. De pie en la caja del camión, agarrados a las barras laterales, venían los demás, Ruthie, de doce años y Winfield de diez, con rostros mugrientos e indómitos, los ojos cansados, pero brillantes de excitación, los dedos y las comisuras de los labios negros y pegajosos de los palos de regaliz que habían conseguido sacarle a su padre en la ciudad a base de gimotear. Ruthie llevaba un vestido de muselina rosa por debajo de las rodillas y tenía un aspecto un poco serio en su papel de joven dama. Pero Winfield era todavía un mocoso, que pensaba diabluras detrás del granero, y un inveterado recolector y fumador de colillas. Y mientras Ruthie sentía el poder, la responsabilidad y la dignidad que le conferían sus pechos desarrollándose, Winfield seguía siendo un chaval silvestre como un animalillo. Junto a ellos, asida levemente a las barras, venía Rose of Sharon, balanceando y dejando oscilar su peso sobre las puntas de los pies y recibiendo así el traqueteo de la carretera en las rodillas y las nalgas. Porque Rose of Sharon estaba embarazada y extremaba la prudencia. Llevaba el pelo trenzado y enrollado alrededor de la cabeza, formando una corona de color rubio ceniza. Su rostro, redondo y suave, que pocos meses atrás había sido voluptuoso e incitante, mostraba ya la barrera del embarazo, la sonrisa de confianza en uno mismo y la perspicaz mirada de perfección; y su cuerpo rollizo de pechos y estómago llenos y suaves, caderas firmes y nalgas que habían oscilado libre y provocativamente hasta invitar a la caricia y la palmada, todo su cuerpo había adquirido recato y seriedad. Su pensamiento y sus actos se dirigían todos hacia su interior, hacia el bebé. Ahora se balanceaba apoyándose en los dedos de los pies, buscando el bien del niño. Para ella el mundo estaba embarazado; solo pensaba en términos de reproducción y maternidad. Su marido, Connie, de diecinueve años, que se había casado con una rolliza muchacha bulliciosa y apasionada, aún estaba asustado y perplejo ante el cambio que ella había experimentado; se habían terminado las peleas de gatos en la cama, los mordiscos y arañazos acompañados de risas ahogadas, que acababan con lágrimas. En su lugar había una criatura equilibrada, cuidadosa y sabia que le sonreía con timidez, pero muy firme. Connie se enorgullecía de Rose of Sharon y la temía. Siempre que podía, ponía una mano encima de ella o permanecía a su lado, de manera que con el cuerpo se encontrara su cadera y su hombro y así creía conservar una relación que parecía estar escapándosele. Él era un joven enjuto de rostro afilado y origen tejano, y sus ojos de color azul pálido eran peligrosos algunas veces, otras veces mostraban afabilidad y otras temor. Trabajaba duro y sería un buen marido. Bebía lo bastante, pero nunca demasiado; peleaba cuando las circunstancias lo exigían y nunca presumía. En las reuniones solía permanecer callado y, sin embargo, lograba que los demás notaran su presencia y le tuvieran en cuenta.

Si no hubiera tenido cincuenta años, hecho que le convertía en uno de los jefes naturales de la familia, el tío John habría preferido no ocupar el sitio de honor junto al conductor. Le hubiera gustado que Rose of Sharon se sentara en su lugar. Eso era imposible porque ella era joven y era una mujer. No obstante, el tío John se sentía incómodo, sus solitarios ojos atormentados no estaban en calma y el cuerpo delgado y fuerte no estaba relajado. Casi todo el tiempo la barrera de la soledad mantenía al tío John apartado de la gente y de los deseos normales de los demás. Comía poco, no bebía en absoluto y era célibe. Pero en su interior los apetitos crecían y presionaban hasta encontrar salida. Entonces comía alguna comida por la que sentía un antojo hasta ponerse enfermo; o bebía jake o whisky hasta no ser más que un paralítico tembloroso con los ojos húmedos y enrojecidos; o se consumiría de lascivia por alguna prostituta de Sallisaw. Se decía de él que en una ocasión se fue derecho a Shawnee, alquiló tres putas en una sola cama y se pasó una hora resoplando como un animal en celo encima de los cuerpos impasibles. Pero cuando al fin saciaba uno de sus apetitos, volvía una vez más a sentirse triste, avergonzado y solo. Se escondía de la gente e intentaba, por medio de regalos, compensar por sí mismo a todo el mundo. A veces se deslizaba al interior de las casas y dejaba bajo las almohadas chicle para los niños; otras veces cortaba leña sin dejar que le pagasen. Entonces regalaba cualquier cosa que le perteneciera: una silla de montar, un caballo, un par de zapatos nuevos. En esas ocasiones nadie podía hablar con él, porque huía, o si alguien le abordaba se escondía en sí mismo y miraba furtivamente con ojos asustados. La muerte de su mujer, seguida de meses de estar solo, le había marcado con culpa y vergüenza y le había dejado una soledad indestructible.

Pero había ciertas cosas que no podía eludir. Por ser uno de los cabezas de familia tenía que mandar; y ahora debía sentarse en el sitio de honor junto al conductor.

Los tres hombres que ocupaban el asiento tenían un aspecto sombrío mientras se acercaban a casa por la polvorienta carretera. Al, inclinado sobre el volante, movía los ojos continuamente de la carretera al salpicadero, observando la aguja del amperímetro, que oscilaba bruscamente de forma sospechosa, vigilando el indicador del aceite y el de la temperatura. Su mente catalogaba puntos débiles y peculiaridades del funcionamiento del camión que le parecían sospechosas. Escuchaba el silbido, que podría provenir del tubo de escape, por estar seco y los alzaválvulas subiendo y bajando. Con la mano quieta en la palanca de cambios comprobaba cómo entraban las marchas. Y había dejado el embrague forcejeando contra el freno para comprobar si patinaba. Podría comportarse a veces como una cabra loca, pero el camión, su funcionamiento y el mantenimiento del mismo eran responsabilidad suya. Si algo fallara sería culpa suya y, aunque nadie iba a decirlo, todos, Al el primero, sabrían que él era el culpable. Así que estaba pendiente del camión, lo vigilaba y escuchaba. Su rostro se mostraba serio y responsable. Y todos le respetaban, a él y a su responsabilidad. Incluso Padre, que era el jefe, cogería una llave inglesa y aceptaría órdenes de Al.

Todos en el camión estaban cansados. Ruthie y Winfield estaban cansados por haber visto demasiado movimiento, demasiados rostros, por haber tenido que pelear para conseguir sus palos de regaliz; cansados también de la alegría de que el tío John hubiera metido secretamente chicle en sus bolsillos.

Y los hombres, que iban sentados, estaban cansados, enfadados y tristes, porque les habían dado dieciocho dólares por todo lo de la granja que habían podido transportar: los caballos, el carro, los utensilios y todos los muebles de la casa. Dieciocho dólares. Habían acometido al comprador, habían discutido; pero habían sido vencidos cuando el interés del comprador pareció enfriarse y les dijo que no le interesaban las cosas a ningún precio. Entonces, derrotados, le habían creído y habían aceptado vender por dos dólares menos de lo que había ofrecido en principio. Y ahora se sentían agotados y temerosos porque habían ido contra un sistema que no entendían y este les había vencido. Sabían que el tiro de caballos y el carro valían mucho más. Sabían que los compradores obtendrían mucho más, pero ellos no sabían cómo hacerlo. El comerciar era un secreto para ellos.

Al, con los ojos moviéndose con rapidez de la carretera al salpicadero, dijo:

—Ese tío no era de aquí. Hablaba de otra forma. Y la ropa que llevaba también era distinta.

Padre explicó:

—Mientras estaba en la ferretería, estuve hablando con unos hombres que conozco. Dicen que viene gente de fuera solo para comprar las cosas que tenemos que vender antes de irnos. Dicen que se están quedando con todo. Pero nosotros no podemos hacer nada. Quizá debía haber ido Tommy. Tal vez lo habría hecho mejor.

—Pero ese tipo no quería comprar en absoluto —justificó John—. No podíamos volver a traer todo.

—Esos que conozco me explicaron el sistema —dijo Padre—. Dicen que el comprador siempre hace lo mismo. Así asusta a la gente. Lo que pasa es que nosotros no sabemos qué hay que hacer. Madre se va a decepcionar. Se va a poner furiosa, y estará decepcionada.

—¿Cuándo crees que podemos salir, Padre? —preguntó Al.

—No sé. Esta noche lo hablaremos y tomaremos una decisión. Estoy muy contento de que Tom haya vuelto, me hace sentir bien. Tom es un buen chico.

—Padre, oí a unos que hablaban de Tom —dijo Al—, y dicen que está en libertad bajo palabra. Por lo visto, eso significa que no puede salir del Estado y, que si lo hace y le pillan, le mandan otros tres años a la cárcel.

Padre se sorprendió.

—¿Eso dicen? ¿Tú crees que sabían lo que decían o estaban hablando por hablar?

—No lo sé —respondió Al—. Estaban allí hablando, y yo no dije que es mi hermano. Me quedé parado escuchando.

Padre exclamó:

—¡Dios mío! Espero que no sea cierto. Necesitamos a Tom. He de preguntarle sobre eso. Ya tenemos bastantes preocupaciones para que encima nos vayan a perseguir. Espero que no sea verdad. Tenemos que hablarlo abiertamente.

—Tom debe saber si es cierto o no —dijo el tío John.

Se quedaron en silencio mientras el camión seguía traqueteando. El motor era ruidoso, lleno de sonidos metálicos y las varillas de los frenos levantaban un continuo estrépito. Las ruedas producían un crujido como de madera y un fino chorro de vapor escapaba por un agujero de la tapa del radiador. El camión levantaba tras él una alta columna de polvo rojo que giraba como un torbellino. Pasaron con estruendo por la última loma mientras todavía se veía media esfera solar por encima del horizonte y llegaron a la casa cuando acababa de desaparecer. Los frenos rechinaron al detenerse y el ruido se grabó en la cabeza de Al: las zapatas estaban completamente gastadas.

Ruthie y Winfield se encaramaron gritando por los lados y saltaron al suelo. Gritaron:

—¿Dónde está? ¿Dónde está Tom?

Y entonces le vieron, de pie junto a la puerta y se detuvieron, vergonzosos, y se acercaron a él lentamente mirándole con timidez.

Y cuando él les dijo:

—Hola, chavales, ¿cómo estáis? —ellos respondieron quedamente:

—Hola. Bien.

Se apartaron y le miraron a hurtadillas, al gran hermano que había matado a un hombre y había estado en prisión. Recordaron cómo habían jugado a las cárceles en el gallinero y habían luchado por su derecho a ser prisioneros.

Connie Rivers quitó la puerta trasera del camión, se bajó y ayudó a bajar a Rose of Sharon; y ella aceptó dignamente, dedicándole una sonrisa de las suyas, sonrisa de satisfacción consigo misma, los extremos de la boca ladeados, dándole una expresión ligeramente fatua.

Tom dijo:

—Pero si es Rosasharn. No sabía que venías con ellos.

—Veníamos caminando —dijo ella—. El camión nos alcanzó y nos recogió —después añadió—. Este es Connie, mi marido —al decir eso, Rosasharn reflejaba grandeza.

Los dos hombres se estrecharon la mano, midiéndose mutuamente, la mirada de cada uno penetrando profundamente en el otro; en un momento los dos quedaron satisfechos y Tom dijo:

—Vaya, ya he oído que no habéis perdido el tiempo.

Ella agachó la vista.

—No se ve, todavía no se nota.

—Me lo ha dicho Madre. ¿Para cuándo esperas?

—Uy, aún falta mucho. Hasta el invierno que viene.

Tom se echó a reír.

—Va a nacer en un rancho de naranjos, ¿eh? En una de esas casas blancas rodeadas de naranjos.

Rose of Sharon se tocó el estómago con las dos manos.

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