Las uvas de la ira (17 page)

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Authors: John Steinbeck

—Aún no se nota —dijo, y sonrió con sonrisa complacida y entró en casa.

La noche era cálida, y sobre el horizonte, por el oeste, aún flotaba un rayo de luz. Sin necesidad de ninguna señal la familia se reunió junto al camión, y el congreso, el gobierno familiar, puso en marcha la sesión.

La película de luz del crepúsculo daba a la tierra roja una transparencia que hacía que las dimensiones parecieran más profundas, de forma que una piedra, un poste o una casa tuvieran más profundidad y más solidez que a la luz del día; y estos objetos curiosamente veían aumentada su individualidad: un poste era más en esencia un poste, destacándose de la tierra en la que se hundía y del campo de maíz contra el que se dibujaba. Y cada planta era un individuo concreto, no solo parte de la masa del cultivo; y el descarnado sauce se alzaba independientemente de todos los demás sauces. La tierra aportó una luz al ocaso. La fachada de la casa gris, sin pintar, que miraba al oeste, tenía la luminosidad de la luna. El polvoriento camión gris, parado en el patio ante la puerta de la casa, sobresalía en esa luz como algo mágico, como bajo la perspectiva exagerada de una linterna mágica.

Las personas también eran distintas al anochecer, más reposadas. Parecían formar parte de una organización de lo inconsciente. Obedecían impulsos que la parte consciente del cerebro apenas registraba. Sus ojos en calma estaban dirigidos a su interior y también los ojos parecían transparentes en la noche, transparentes en los rostros cubiertos de polvo.

La familia se reunió en el lugar más importante, cerca del camión. La casa estaba muerta, al igual que los campos; pero el camión era algo activo, el principio viviente. El viejo Hudson, con la pantalla del radiador combada y rayada, con grasa en los glóbulos de polvo de los extremos gastados de toda parte móvil, con los tapacubos sustituidos por tapas de polvo rojo… este era el nuevo hogar, el centro de vida de la familia; mitad coche y mitad camión, de lados altos, desgarbado.

Padre caminó alrededor del camión, observándolo, y después se acuclilló en el polvo y cogió un palo con el que dibujar. Un pie se apoyaba plano sobre el suelo y el otro se apoyaba en la punta un poco retrasado, de forma que una rodilla quedaba más alta que la otra. El antebrazo izquierdo descansaba en la rodilla izquierda, más baja; el codo derecho en la rodilla derecha y el puño derecho sujetando la barbilla. Padre se acuclilló allí, mirando el camión, con la barbilla apoyada en el puño. Y el tío John se acercó a él y se agachó en cuclillas a su lado. Los ojos de ambos eran cavilosos. El abuelo salió de la casa, vio a los dos agachados lado a lado y avanzó bruscamente y se sentó en el estribo del camión, frente a ellos. Ése era el núcleo. Tom, Connie y Noah se acercaron calmosos y se pusieron en cuclillas, formando un semicírculo delante del abuelo. Y entonces Madre salió de la casa, la abuela con ella, seguidas de Rose of Sharon caminando delicadamente. Ocuparon sus puestos detrás de los hombres acuclillados, en pie y con las manos en las caderas. Los niños, Ruthie y Winfield, saltaban sobre un pie y sobre el otro junto a las mujeres, hundían los dedos de los pies en el polvo rojizo sin producir ningún sonido. Sólo faltaba el predicador que, por delicadeza se había quedado detrás de la casa, sentado en el suelo. Era un buen predicador y conocía a su gente.

La luz del crepúsculo se hizo más débil y la familia permaneció en silencio un rato. Luego, Padre, sin dirigirse a ninguno en particular, sino al grupo, hizo su informe.

—Nos han despellejado en la venta. El otro sabía que no podíamos esperar. Sólo sacamos dieciocho dólares.

Madre se revolvió inquieta, pero mantuvo la calma.

Noah, el hijo mayor, preguntó:

—¿Cuánto tenemos, juntando todo?

Padre dibujó cifras en el polvo y murmuró para sí mismo un momento.

—Ciento cincuenta y cuatro —respondió—. Pero Al dice que necesitamos neumáticos que estén mejor. Éstos no van a durar mucho.

Al participó por primera vez en la reunión. Siempre antes había permanecido detrás con las mujeres. Ahora dio su informe con solemnidad.

—Es viejo y muy corriente —empezó seriamente—. Le eché un buen vistazo antes de que lo compráramos. Hice caso omiso del vendedor diciendo qué menuda ganga era. Metí el dedo en el diferencial y vi que no había serrín. Abrí la caja de cambios y tampoco tenía serrín. Comprobé el embrague e hice girar las ruedas para ver cómo estaban de dibujo. Miré debajo del chasis y vi que el chasis no tenía golpes. Nunca ha sido arreglado. Vi que la batería estaba agrietada y le hice poner una nueva al fulano. Los neumáticos están mal, pero son de una buena medida. Fácil de encontrar. Corre como un novillo, pero no se traga el aceite. La razón por la que aconsejé comprarlo es que es un coche muy popular. Los almacenes de chatarra están llenos de Hudsons super-seis y las piezas de recambio se pueden comprar baratas. Podíamos haber comprado uno más grande o más bonito por el mismo precio, pero es difícil encontrar piezas de recambio y es demasiado caro. Así es como razoné, en cualquier caso —lo último era la prueba de su sumisión a la familia. Dejó de hablar y esperó a que opinaran.

El abuelo era aún el cabeza de familia titular, pero ya no daba órdenes. Su puesto era honorario y cuestión de costumbre. Pero tenía derecho a comentar el primero, aunque de su viejo cerebro no salieran más que tonterías. Los hombres agachados y las mujeres en pie esperaron que hablara.

—Eres un buen chico, Al —dijo el abuelo—. Yo solía ser un fanfarrón igual que tú, enseñando los dientes por ahí como un perro lobo. Pero cuando había algo que hacer, lo hacía. Ya estás hecho un hombre, un hombre como es debido —terminó con tono de bendición, y Al se ruborizó ligeramente de satisfacción.

Padre dijo:

—A mí me suena bien. Si se tratara de caballos no tendría que ser Al el único responsable. Pero es el único que entiende de automóviles.

Tom dijo:

—Yo también sé algo. Trabajé en McAlester un poco. Al tiene razón y ha hecho un buen trabajo —Al se volvió a sonrojar con el cumplido.

Tom prosiguió:

—Me gustaría decir… ese predicador… quiere acompañarnos —calló y sus palabras flotaron sobre el grupo, que permaneció en silencio—. Es un buen hombre —añadió Tom—. Le conocemos desde hace mucho tiempo. A veces dice cosas un tanto estrafalarias, pero no son tonterías —dejó que la familia estudiara la propuesta.

La luz iba desapareciendo de forma paulatina. Madre abandonó el grupo y entró en casa, y el sonido metálico del fogón les alcanzó desde dentro. Al cabo de un momento regresó al consejo meditabundo.

El abuelo dijo:

—Hay dos modos de verlo. Algunos pensaban que un predicador traía la peor suerte.

Tom le rebatió:

—Este hombre dice que ya no es predicador.

El abuelo movió la mano de un lado a otro, como desestimando lo anterior.

—Una vez que uno es predicador, sigue siendo predicador. Eso es algo que no se puede evitar. Otros pensaban que ir con un predicador les hacía más respetables. Si uno se moría, el predicador lo enterraba. Si llegaba la hora de casarse, o incluso se pasaba esa hora, ahí estaba el predicador. Llega un niño y ahí tienes quien te lo bautice, bajo tu mismo techo. Yo siempre he dicho que hay predicadores y predicadores. Hay que escogerlos. Este hombre me cae bien. No es un estirado.

Padre clavó el palo en el suelo y lo hizo girar entre los dedos hasta hacer un agujero pequeño.

—Hay que tener otras cosas en cuenta, aparte de si nos traerá suerte o si es un buen hombre —dijo Padre—. Tenemos que estudiarlo cuidadosamente, aunque sea triste. Veamos. Están el abuelo y la abuela, van dos; yo, John y Madre, hacemos cinco, ocho con Noah, Tommy y Al. Rosasharn y Connie suman diez y con Ruthie y Winfield somos doce. Tenemos que llevar a los perros, no podemos hacer otra cosa. No se le puede pegar un tiro a un buen perro y aquí no queda nadie a quien podérselo regalar. Con ellos somos catorce.

—Sin contar las gallinas que quedan y dos cerdos —dijo Noah.

—Creo que los cerdos debemos salarlos para tener comida para el viaje —dijo Padre—. Vamos a necesitar carne y tenemos que llevarnos los barriles de sal. Pero me pregunto si cabremos todos, incluido el predicador. ¿Y podemos alimentar una boca más? —sin volver la cabeza, preguntó— ¿Podemos, Madre?

Madre se aclaró la voz.

—No se trata de si podemos, sino de si estamos dispuestos —contestó con firmeza—. Lo que es «poder», no podemos hacer nada, ni ir a California ni ninguna otra cosa; pero lo que queramos hacer… vamos, que haremos lo que nos propongamos. Y en cuanto a si estamos dispuestos, en todo el tiempo que nuestras familias han estado aquí y también antes, cuando aún vivían en el este, nunca he oído decir que ni los Joad ni los Hazlett negaran comida o refugio o no echaran una mano en el camino a quien lo pidiera. Ha habido algún Joad tacaño, pero nunca ha llegado a tanto.

Padre interrumpió:

—Pero, ¿y si no hubiera sitio material? —había torcido el cuello para mirarla y estaba avergonzado. El tono de voz empleado por ella le había hecho sentir vergüenza—. ¿Y si no cupiéramos todos en el camión?

—Tampoco cabemos ahora —respondió ella—. No hay espacio más que para seis y somos ya doce que vamos seguro. Por uno más…; y un hombre, fuerte y sano, nunca es una carga. Y preguntarnos si podemos alimentar a una persona teniendo dos cerdos y más de cien dólares… —se detuvo y Padre se volvió, con el espíritu maltrecho por la reprimenda.

La abuela opinó:

—Es buena cosa llevar un predicador con nosotros. Esta mañana nos echó una bonita bendición.

Padre miró el rostro de cada uno para ver si alguno mostraba desacuerdo y luego dijo:

—¿Quieres decirle que venga, Tommy? Si va a venir, debe estar aquí presente.

Tom se puso en pie y se dirigió hacia la casa, llamando:

—Casy, ¡eh!, Casy.

Una voz amortiguada replicó desde la parte trasera de la casa. Tom llegó a la esquina y vio al predicador sentado con la espalda apoyada en la pared mirando el parpadeante lucero vespertino visible en el claro cielo.

—¿Me llamas a mí? —preguntó Casy.

—Sí. Pensamos que, puesto que va usted a venir con nosotros, debe estar allí y ayudarnos a pensar todos los detalles.

Casy se puso en pie. Conocía el modo de gobernarse las familias y sabía que había sido incorporado a la familia. Se le dio incluso una posición eminente, pues el tio John se movió hacia un lado y dejó sitio para el predicador entre él mismo y Padre. Casy se acuclilló como los demás, frente al abuelo, entronizado en el estribo.

Madre volvió a entrar en casa. Se oyó el chirrido de la tapa de un farol y la luz amarillenta parpadeó en la oscura cocina. Cuando levantó la tapadera de la enorme olla, el olor de carne de cerdo hirviendo y hojas de remolacha flotó en el aire. Esperaron a que regresara cruzando el patio, cada vez más oscuro, porque Madre era poderosa dentro del grupo.

Padre dijo:

—Tenemos que decidir cuándo nos vamos. Cuanto antes mejor. Lo que hay que hacer antes de partir es matar los cerdos y salarlos, y empaquetar las cosas. Cuanto más deprisa acabemos, mejor.

Noah se mostró de acuerdo:

—Si nos ponemos a ello y trabajamos bien, lo podemos hacer todo mañana y estar listos para salir pasado mañana.

El tío John objetó:

—No se puede enfriar la carne con el calor del día. No es buena época para hacer matanza. La carne se quedará blanda si no podemos enfriarla.

—Bueno, pues lo haremos esta noche. Luego se enfriará un poco la noche. Todo lo fría que puede ser en esta época. Lo haremos después de cenar. ¿Hay sal?

Madre contestó.

—Sí, hay sal en abundancia. Tenemos dos buenos barriles llenos.

—Bien, pues entonces hagámoslo —dijo Tom.

El abuelo comenzó a tantear alrededor intentando encontrar apoyo para levantarse.

—Está oscureciendo —dijo—. Me está entrando hambre. Cuando estemos en California tendré constantemente un gran racimo de uvas en la mano, y estaré dándole mordiscos todo el día —se levantó y los hombres le imitaron. Ruthie y Winfield brincaban excitados sobre el polvo, como locos. Ruthie, con la voz ronca, le susurró a Winfield:

—Matar cerdos y partir a California. Matar cerdos y partir… todo al mismo tiempo.

Winfield estaba completamente enloquecido. Rodeó su cuello con los dedos, hizo una mueca espantosa y se tambaleó al tiempo que chillaba débilmente.

—Soy un cerdo viejo. ¡Mira! Soy un cerdo viejo. ¡Mira la sangre, Ruthie!

Vaciló y cayó al suelo, donde agitó los brazos y las piernas débilmente.

Pero Ruthie era mayor y se daba cuenta de la importancia tremenda del momento.

—Y partir a California —repitió. Y supo que era la ocasión más importante de su vida hasta el momento.

Los adultos fueron hacia la cocina iluminada a través del oscuro crepúsculo, y Madre les sirvió verduras y carne de cerdo en platos de hojalata. Antes de empezar a comer, Madre puso el cubo de lavar grande sobre el fogón y atizó el fuego hasta conseguir que ardiera furiosamente. Acarreó cubos de agua hasta llenar el cubo grande y luego agrupó los pequeños alrededor del grande, llenos de agua. La cocina se convirtió en un pantano de calor y la familia comió a toda prisa y fueron saliendo y sentándose a la puerta esperando a que el agua estuviera caliente. Sentados penetraron la oscuridad con la mirada y contemplaron el cuadrado de luz que el farol de la cocina proyectaba sobre el suelo delante de la puerta, con la sombra encorvada del abuelo en el medio. Noah se escarbaba los dientes concienzudamente con una paja de escoba. Madre y Rose of Sharon lavaron los platos y los apilaron en la mesa.

Y entonces, repentinamente, la familia se puso a funcionar. Padre se levantó y encendió otro farol. Noah sacó de una caja de la cocina el cuchillo de carnicero de hoja curvada y lo afiló con una piedra de carborundo, pequeña y gastada. Dejó el rascador sobre el tajo, y el cuchillo junto a él. Padre trajo dos palos fuertes, cada uno de un metro de largo y afiló los extremos con el hacha, y luego ató cuerdas gruesas por el centro de los palos pasando dos veces la cuerda alrededor de los palos y luego alrededor de la propia cuerda sacando el extremo por el lazo.

—No debimos vender las barras de los arneses, al menos no todas —refunfuñó.

El agua de los cubos humeaba y bullía.

Noah preguntó:

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