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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (3 page)

—Le ha llevado de verdad un montón de rato llegar.

El camionero no le miró.

—¿Llegar a dónde? ¿Qué quiere decir?

Joad estiró los labios por un momento sobre los largos dientes y chupó los labios como un perro, dos veces, una en cada dirección desde el medio. La voz se volvió dura.

—Ya sabe lo que quiero decir. Me miró de arriba a abajo cuando entré, me di cuenta —el conductor miró hacia adelante, agarró el volante con tanta fuerza que sus manos palidecieron mientras las palmas se abultaban. Joad continuó—. Sabe de dónde vengo —el camionero calló—. ¿No es cierto? —insistió Joad.

—Bueno… sí. Quiero decir… puede que sí. Pero no es asunto mío. Yo me ocupo de mis asuntos. No es cosa mía —ahora las palabras salieron rodando—. Yo no meto la nariz en lo que no me importa —de repente calló y esperó. Y las manos seguían blancas en el volante. Un saltamontes entró volando por la ventana y aterrizó encima del tablero de mandos, donde se sentó y procedió a rascarse las alas con las saltarinas patas dobladas en ángulo. Joad alargó la mano y aplastó con los dedos la dura cabeza en forma de calavera y lo empujó hasta que la corriente de aire se lo llevó por la ventana. Volvió a reírse mientras se sacudía de las yemas de los dedos los restos del insecto aplastado.

—Se ha equivocado conmigo, mire —dijo—. No lo estoy ocultando. Sí que he estado en McAlester. He estado cuatro años. Está claro que estas ropas son las que me dieron al salir. No me importa un comino quién lo sepa. Y vuelvo donde mi viejo para no tener que mentir para conseguir trabajo.

El conductor dijo:

—Bueno, no es asunto mío. No soy un tipo entrometido.

—¡Y un cuerno! —replicó Joad—. Su enorme nariz ha estado husmeando de mala manera. Me ha estado olfateando como haría una oveja en un bancal de verduras.

La cara del camionero se tensó.

—Me ha malinterpretado… —empezó débilmente.

Joad se rió de él.

—Se ha portado bien, me ha llevado. Bueno, qué más da. He estado en la cárcel. Y qué. Quiere saber por qué, ¿no es verdad?

—No es asunto mío.

—Su único asunto es conducir este monstruo y eso es a lo que menos se dedica. Mire, ¿ve aquella carretera allí delante?

—Sí.

—Bueno, yo me quedo allí. Ya sé que se muere de ganas de saber qué hice. No soy quién para decepcionarle —el agudo murmullo del motor se apagó y el sonido de los neumáticos bajó de tono. Joad sacó su botella y bebió otro trago corto. El camión se detuvo al principio de un camino de tierra que salía en ángulo recto de la carretera. Joad bajó y esperó de pie junto a la ventana de la cabina. El tubo de escape vertical arrojó el humo azul casi invisible. Joad se inclinó hacia el conductor—. Homicidio —dijo con rapidez—. Es una de aquellas palabras…; significa que maté a un tipo. Siete años me echaron. He salido en cuatro por buen comportamiento.

El camionero pasó los ojos sobre el rostro de Joad para memorizarlo.

—Yo no le he preguntado nada —dijo—. Yo me ocupo de mis asuntos.

—Puede decirlo en todos los garitos de aquí a Texola —sonrió—. Hasta otra, hombre. Se ha portado bien. Pero, ¿sabe?, cuando has pasado un rato en chirona, hueles las preguntas desde lejos. Usted estaba preguntando nada más abrir el pico —empujó la puerta metálica con la palma de la mano.

—Gracias por el viaje —dijo—. Adiós —dio media vuelta y echó a andar por el camino de tierra. Por un momento el camionero le vio alejarse y luego gritó:

—¡Suerte!

Joad agitó la mano sin volverse a mirar. Entonces el motor rugió, las marchas entraron y el enorme camión rojo se alejó pesadamente.

Capítulo III

E
l asfalto de la carretera estaba bordeado de una maraña de hierba seca, enredada y quebrada, y las puntas de las hierbas estaban cargadas de barbas de avena preparadas para pegarse en el pelo de los perros; con colas de zorra destinadas a enredarse en los menudillos de un caballo y tréboles espinosos listos para fijarse en la lana de las ovejas; vida latente esperando ser esparcida y dispersada, cada semilla equipada con un dispositivo de dispersión, dardos retorcidos y paracaídas para el viento, pequeños arpones y bolas de espinas diminutas, todos esperando a los animales y al viento, a los bajos de un pantalón de hombre o el borde de la falda de una mujer, pasivas todas pero armadas con mecanismos de actividad, quietas pero aptas para el movimiento.

El sol descansaba sobre la hierba calentándola y en la sombra bajo la hierba se agitaban los insectos, las hormigas y hormigas león tendiendo trampas, los saltamontes saltando en el aire y chasqueando las alas amarillas durante un instante, las cochinillas como pequeños armadillos andando con esfuerzo e impaciencia con multitud de pies tiernos. Y sobre la hierba que bordeaba la carretera avanzaba lentamente una tortuga de tierra, sin desviarse por nada, arrastrando la alta bóveda de su concha sobre la hierba. Sus duras patas y sus pezuñas de uñas amarillas trillaban la hierba lentamente, en realidad no andando, sino impulsando y arrastrando la concha por la que resbalaban las barbas de cebada al tiempo que los tréboles espinosos caían encima y rodaban hasta el suelo. Llevaba el córneo pico medio abierto y sus ojos, humorísticos y fieros, bajo cejas como uñas, miraban adelante. Avanzó por la hierba dejando un rastro batido detrás y ante ella se levantó la colina que era el terraplén de la carretera. Se detuvo un momento, manteniendo alta la cabeza. Parpadeó y miró de un lado a otro. Por último empezó a escalar el terraplén. Las pezuñas delanteras se adelantaron, pero no se apoyaron. Las traseras empujaron la concha que arañó en la hierba y la grava. Cuanto más empinado se hacia el terraplén, más frenéticos eran los esfuerzos de la tortuga. Las tensas patas traseras empujaban y resbalaban, impulsando la concha adelante y la córnea cabeza sobresalía donde el cuello podía estirarse. Poco a poco la concha se deslizó por el terraplén hasta que al final encontró un parapeto en medio de su línea de marcha, el arcén de la carretera, un muro de hormigón de diez centímetros de altura. Como si se movieran de forma independiente, las patas traseras empujaron la concha contra el muro. La cabeza se alzó y oteó por encima del muro la ancha llanura suave de cemento. Entonces las patas delanteras se apoyaron en la parte superior del muro, se tensaron e izaron y la concha surgió lentamente y descansó su extremo delantero en el muro. La tortuga reposó un instante. Una hormiga roja se metió corriendo en la concha, en la suave piel dentro de la concha y de repente la cabeza y las patas se recogieron y la cola acorazada se encajó, y la hormiga roja quedó aplastada entre el cuerpo y las patas. Y una espiga de avena loca quedó atrapada dentro de la concha por una de las patas delanteras. Durante un rato la tortuga permaneció inmóvil y luego el cuello asomó y los viejos ojos humorísticos miraron alrededor amenazadores; las patas y la cola salieron. Tensándose como patas de elefante las patas traseras empezaron a moverse y la concha se inclinó en ángulo de modo que las delanteras no alcanzaban la llanura nivelada de cemento. Pero las patas de detrás impulsaron la concha cada vez más alta, hasta que al fin alcanzó el centro de equilibrio, la parte delantera se inclinó hacia el suelo, las patas arañaron el asfalto y estuvo arriba. Pero la cabeza de avena loca se quedó enganchada por el tallo en las patas delanteras.

Ahora la marcha era cómoda, con todas las patas en movimiento, la concha avanzando impulsada y meneándose de un lado a otro. Se aproximó un sedán con una mujer de cuarenta años al volante. Ella vio la tortuga y se desvió a la derecha, fuera de la carretera, las ruedas rechinaron y una nube de polvo se levantó como hirviendo. Dos ruedas se alzaron un segundo y luego se volvieron a asentar. El coche patinó, de nuevo en la carretera, y continuó, aunque más despacio. La tortuga se había encogido en su concha, pero enseguida se apresuró porque la carretera abrasaba.

Entonces se aproximó un camión y, conforme se acercaba, el conductor vio la tortuga y viró para golpearla. La rueda de delante golpeó el borde de la concha, volteó la tortuga como a una pulga y la lanzó al aire girando como una moneda. La tortuga cayó de la carretera rodando. El camión volvió a su curso en el lado derecho.

Tumbada sobre la espalda, la tortuga permaneció encerrada en su concha mucho tiempo. Pero al final las patas se movieron en el aire, intentando agarrar algo para poder darse la vuelta. Su pezuña delantera se apoyó en un trozo de cuarzo y poco a poco la concha se dio la vuelta y se puso derecha. La espiga de avena loca cayó y tres de las semillas con cabeza de arpón se hundieron en la tierra. Mientras la tortuga bajaba por el terraplén, su concha arrastró tierra por encima de las semillas. La tortuga entró por una carretera de tierra y avanzó a tirones a lo largo del camino dibujando en el polvo un surco poco profundo y sinuoso con su concha. Los humorísticos y viejos ojos miraron adelante y el córneo pico se abrió levemente. Las uñas amarillas resbalaron apenas en el polvo.

Capítulo IV

C
uando Joad oyó cómo el camión se ponía en movimiento metiendo una marcha tras otra, la tierra latiendo bajo el roce de goma de los neumáticos, se paró y se volvió y lo miró hasta que desapareció. Cuando se hubo perdido de vista siguió mirando la distancia y el brillo azul del aire. Cogió pensativo la botella del bolsillo, quitó el tapón metálico y sorbió el whisky con delicadeza, pasando la lengua por el interior del cuello de la botella y luego por sus labios, para recoger cualquier pizca de sabor que se le pudiera haber escapado. Dijo experimentalmente: «Allí espiamos a un negro…», y esto fue todo lo que pudo recordar. Al final dio media vuelta y miró de frente la polvorienta carretera secundaria que se abría en ángulo recto a través de los campos. El sol era caliente y no había viento que agitara el polvo filtrado. La carretera estaba marcada por los surcos de polvo asentado sobre las huellas dejadas por las ruedas. Joad avanzó unos pocos pasos y el polvo harinoso se alzó delante de sus nuevos zapatos amarillos, cuyo color iba desapareciendo bajo el polvo gris.

Se agachó y, tras desatar los cordones, se quitó primero un zapato y luego el otro. Los pies húmedos pisaron el polvo seco y caliente hasta que pequeñas nubes de polvo salieron entre los dedos y la piel de las plantas se tensó al secarse. Se quitó la chaqueta y envolvió los zapatos en ella y acomodó el bulto bajo el brazo. Finalmente avanzó por la carretera, disparando el polvo delante de sí, formando una nube que colgaba baja sobre la tierra tras de él.

A la derecha el campo estaba cercado, dos líneas de alambre de púas en postes de sauce. Los postes estaban torcidos y recortados a distinta altura. Cuando las horquillas de los postes quedaban a suficiente altura el alambre pasaba por encima; si no había horquilla el alambre de púas estaba atado al poste por alambre de embalar oxidado. Más allá de la cerca, el maíz yacía vencido por el viento, el calor y la sequía, y las copas formadas por la unión de la hoja con el tallo estaban llenas de polvo.

Joad caminó pesadamente, arrastrando la nube de polvo tras él. Un poco más adelante vio la alta bóveda de la concha de una tortuga de tierra, andando lentamente por el polvo, moviendo las patas rígidas a sacudidas. Joad se detuvo a contemplarla y su sombra cayó sobre la tortuga. Al instante la cabeza y las patas se recogieron y la corta cola se deslizó de lado dentro de la concha. Joad la cogió y le dio la vuelta. Por arriba la concha era de un marrón grisáceo, como el polvo, pero por debajo era amarilla cremosa, limpia y suave. Joad se acomodó el bulto más arriba bajo el brazo y acarició con el dedo la parte de abajo de la concha y presionó. Era más blanda que por encima. La vieja y dura cabeza se asomó intentando ver el dedo que apretaba y las patas se agitaron furiosamente. La tortuga mojó la mano de Joad y luchó inútilmente en el aire. Joad la volteó del derecho y la lió con los zapatos en la chaqueta. Podía sentir cómo empujaba, peleaba y se agitaba bajo su brazo. Siguió hacia adelante, más deprisa ahora, arrastrando ligeramente los talones en el polvo fino.

Más adelante, junto a la carretera, un sauce esmirriado y polvoriento proyectaba una sombra salpicada de manchas. Joad podía verlo delante de él, las pobres ramas curvadas sobre la carretera, las ralas hojas como pingajos, igual que un pollo que está mudando las plumas. Ahora Joad estaba sudando, la camisa azul más oscura por la espalda y debajo de los brazos. Tiró de la visera de su gorra y la arrugó por el centro, rompiendo el cartón completamente: no volvería a parecer nueva. El ritmo de sus pasos se aceleró con la determinación de llegar a la sombra del distante sauce. Sabía que allí habría sombra, por lo menos una franja de sombra perfecta proyectada por el tronco, pues el sol había pasado el cénit. El sol le azotaba el cuello por detrás y zumbaba suavemente en su cabeza. No podía ver la base del árbol porque crecía en una pequeña hondonada que conservaba el agua más tiempo que la tierra llana. Joad aceleró el paso, bajo el sol, e inició el descenso por el declive. Frenó con cautela al ver que la franja de sombra perfecta estaba ocupada. Había un hombre sentado en el suelo, apoyado contra el tronco del árbol, con las piernas cruzadas y un pie descalzo llegando casi a la altura de la cabeza. No oyó aproximarse a Joad porque estaba silbando la melodía de «Yes, Sir, That's my Baby» solemnemente. El pie estirado marcaba el lento ritmo arriba y abajo. No era ritmo de baile. Cesó de silbar y cantó una fina voz de tenor

Sí señor, ese es mi salvador

Jesús es mi salvador

Jesús es mi salvador

si te portas bien

el diablo no podrá contigo

Jesús es mi salvador

Joad había entrado en la sombra imperfecta ofrecida por las hojas como pingos antes de que el hombre le oyera llegar, interrumpiera la canción y volviera la cabeza. Era una cabeza larga, huesuda, de piel tensa, colocada en un cuello tan enjuto y musculoso como un tallo de apio. Los ojos eran pesados y saltones; los párpados se estiraban para cubrirlos y eran rojos y descarnados. Las mejillas eran morenas, brillantes, lampiñas, y la boca de labios gruesos, humorística o sensual. La piel se tensaba tanto sobre la nariz, aguileña y dura, que sobre el puente era de color blanco. No había sudor en el rostro, ni siquiera en la despejada frente pálida. Era una frente anormalmente despejada, marcada por delicadas venitas azules en las sienes. La mitad de la cara quedaba por encima de los ojos. El tieso pelo gris estaba apartado de la frente hacia atrás, como si lo hubiera retirado con los dedos. Por toda ropa llevaba un mono y una camisa azul. Una chaqueta vaquera con botones de latón y un sombrero marrón, con manchas y arrugado como un acordeón descansaban en el suelo a su lado. Había cerca unas zapatillas de lona, grises de polvo, en el mismo sitio donde habían caído cuando el hombre se había descalzado.

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