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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (69 page)

—No —sonrió Madre—. No es así, Padre. Y eso es otra cosa que las mujeres saben, lo he notado. El hombre vive a sacudidas… un niño nace y muere un hombre y eso es una sacudida… compra una granja y pierde su granja y eso es una sacudida. La mujer fluye, como un arroyo, con pequeños remolinos y pequeñas cascadas, pero el río sigue adelante. La mujer lo ve así. No vamos a extinguirnos. La gente sigue adelante… cambiando un poco, quizá, pero siempre adelante.

—¿Cómo lo puedes saber? —exigió el tío John—. ¿Qué es lo que va a impedir que todo se pare, que la gente se canse y se tumbe?

Madre lo consideró. Se frotó una mano brillante con la otra, empujó los dedos de la mano derecha entre los de la izquierda.

—Es difícil de decir —dijo—. Todo lo que hacemos me parece que está encaminado a seguir adelante. A mí me lo parece. Incluso estando hambrientos… incluso estando enfermos; algunos mueren, pero los que quedan se hacen más fuertes. Intentad vivir al día, solo al día.

El tío John dijo:

—Si ella no se hubiera muerto entonces…

—Vive al día —aconsejó Madre—. No te preocupes.

—Podría haber sido un buen año el año próximo, en casa —dijo Padre.

Madre dijo:

—¡Escuchad!

Había pasos furtivos por la pasarela y entonces apareció Al por la cortina.

—Hola —dijo—. Pensé que ya estaríais durmiendo.

—Al —dijo Madre—. Estamos hablando. Ven a sentarte aquí.

—Sí, de acuerdo. Yo también quiero hablar. Dentro de poco tendré que irme.

—No puedes. Te necesitamos aquí. ¿Por qué tienes que irte?

—Bueno, yo y Aggie Wainwright nos vamos a casar y yo voy a buscar empleo en un garaje y tendremos primero una casa alquilada… —levantó la vista con fiereza—. Vamos a hacerlo y no hay nadie que nos lo pueda impedir.

Los tres le contemplaron.

—Al —dijo Madre finalmente—. Nos alegramos. Nos alegramos mucho.

—¿De verdad?

—Pues claro que sí. Eres un hombre crecido. Necesitas una mujer. Pero no te vayas ahora mismo, Al.

—Se lo he prometido a Aggie —dijo—. Lo tenemos que hacer. No podemos aguantar más tiempo.

—Sólo hasta la primavera —suplicó Madre—. ¿No te quedas hasta la primavera? ¿Quién va a conducir el camión?

—Bueno…

La señora Wainwright asomó la cabeza por un lado de la cortina.

—¿Lo han oído ya? —preguntó.

—Sí. Lo hemos oído ahora mismo.

—Dios mío… ojalá tuviéramos un pastel. Ojalá tuviéramos… un pastel o algo.

—Pondré una cafetera y haré tortitas —dijo Madre—. Tenemos almíbar para ponerles.

—¡Dios mío! —dijo la señora Wainwright—. Vaya. Mire, yo traeré algo de azúcar. Se la pondremos a las tortitas.

Madre puso leña menuda en la cocina y las brasas de la cena la hicieron arder. Ruthie y Winfield salieron de su cama como los cangrejos ermitaños salen de sus conchas. Durante un momento mostraron cautela; miraron a ver si seguían siendo criminales. Al no notarles nadie se volvieron atrevidos. Ruthie fue saltando a la pata coja hasta la puerta y volvió sin tocar en la pared.

Madre estaba poniendo harina en un cuenco cuando Rose of Sharon subió la pasarela. Se estabilizó con cautela.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Escucha la noticia —gritó Madre—. Vamos a hacer una pequeña fiesta por Al y Aggie Wainwright, que van a casarse.

Rose of Sharon se quedó completamente inmóvil. Miró lentamente a Al que estaba ruborizado y avergonzado.

La señora Wainwright gritó desde el otro extremo del furgón:

—Le estoy poniendo a Aggie un vestido limpio. Voy ahora mismo.

Rose of Sharon se volvió lantamente. Volvió a la amplia puerta y bajó la pasarela. Una vez en el suelo, se dirigió despacio hacia el arroyo y el sendero que iba junto a él. Tomó el mismo camino que había hecho antes Madre… por entre los sauces. El viento soplaba ahora más regularmente y los arbustos silbaban sin pausa. Rose of Sharon se puso de rodillas y se arrastró entre la maleza. Los arbustos de bayas le arañaban la cara y le enganchaban el pelo, pero no le importaba. Sólo paró cuando notó que los arbustos la rodeaban por todas partes. Se estiró boca arriba. Y sintió el peso del hijo que llevaba dentro.

En el furgón sin luz, Madre se removió y luego apartó la manta y se levantó. La luz gris de las estrellas penetraba ligeramente por la puerta abierta. Madre caminó hasta la puerta y se quedó contemplando el exterior. Las estrellas iban palideciendo por el este. El viento soplaba suavemente sobre los arbustos de los sauces, y del pequeño arroyo venía el murmullo calmoso del agua. La mayoría del campamento dormía pero delante de una tienda ardía una hoguerita y había gente a su alrededor, calentándose. Madre los podía ver a la luz del danzante fuego nuevo mientras estaban frente a las llamas, frotándose las manos; después se dieron la vuelta y pusieron las manos a la espalda. Durante un buen rato Madre miró fuera, con las manos juntas delante de ella. El viento irregular sopló bruscamente y pasó, y el aroma de la escarcha llenó el aire. Madre tembló y se frotó las manos. Volvió adentro y tanteó las cerillas, al lado del farol. La pantalla chirrió. Ella prendió la mecha, vio cómo ardía, azul, y cómo levantaba el círculo de luz, amarillo y delicado. Llevó el farol a la cocina y lo dejó en el suelo mientras ella rompía las frágiles ramitas de sauce y las ponía en la caja de la lumbre. Al cabo de un momento el fuego ardía chimenea arriba.

Rose of Sharon rodó pesadamente y se sentó.

—Me levanto ahora mismo —dijo.

—¿Por qué no te tumbas un minuto hasta que se caliente? —preguntó Madre.

—No, me levanto ya.

Madre llenó la cafetera con agua del cubo y la puso en la cocina y puso a calentar la sartén, bien llena de grasa, para los panes de maíz.

—¿Qué te pasa? —preguntó quedamente.

—Voy afuera —dijo Rose of Sharon.

—¿Dónde afuera?

—A recoger algodón.

—No puedes —dijo Madre—. Estás demasiado avanzada.

—No. Y voy a ir.

Madre midió el café en el agua.

—Rosasharn, no estuviste ayer para las tortitas —la muchacha no contestó—. ¿Para qué quieres recoger algodón? —siguió sin responder—. ¿Es por Al y Aggie? —esta vez Madre miró con atención a su hija—. Ah. Bueno, no necesitas ir a recoger.

—Voy a ir.

—Bueno, pero no fuerces.

—Levanta, Padre. Despierta, levántate.

Padre parpadeó y bostezó.

—No he dormido lo suficiente —gimió—. Debían de ser más de las once cuando nos acostamos.

—Venga, levantaos todos y a lavarse.

Los ocupantes del furgón volvían lentamente a la vida, retiraban las mantas y se ponían la ropa. Madre cortó cerdo salado en lonchas en la segunda sartén.

—Salid a lavaros —ordenó.

Una luz surgió del otro extremo del furgón. Y llegó el sonido de cortar la leña de la parte de los Wainwright.

—Señora Joad —llegó la voz—. Nos estamos preparando. Estaremos listos.

Al gruñó:

—¿Para qué tenemos que levantarnos tan pronto?

—Son solo veinte acres —dijo Madre—. Tenemos que llegar a tiempo. Ya no queda demasiado algodón. Tenemos que llegar antes de que lo recojan. —Madre les apremió a lavarse y a tomar un apresurado desayuno—. Venga, bébete el café —dijo—. Hay que salir ya.

—No se puede recoger algodón en la oscuridad, Madre.

—Podemos estar allí cuando salga el sol.

—Quizá esté húmedo.

—No llovió lo bastante. Venga, bébete el café. Al, en cuanto hayas acabado enciende el motor.

Ella llamó:

—¿Le falta mucho, señora Wainwright?

—Estamos comiendo. Dentro de un minuto estaremos listos.

Fuera, el campamento había vuelto a la vida. Las hogueras ardían delante de las tiendas. Los tubos de las cocinas de los furgones arrojaban humo.

Al apuró su café y se llenó la boca de posos. Bajó la pasarela escupiéndolos.

—Estamos preparados, señora Wainwright —llamó Madre. Se volvió hacia Rose of Sharon. Dijo:

—Tienes que quedarte.

La joven apretó las mandíbulas con decisión.

—Voy a ir —dijo—. Madre, tengo que ir.

—Pero si no tienes bolsa de algodón. No podrías arrastrar un saco.

—Recogeré en el tuyo.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Voy a ir.

Madre suspiró.

—No te quitaré el ojo de encima. Ojalá pudiéramos tener un médico —Rose of Sharon se movió nerviosamente por el furgón. Se puso una chaqueta ligera y se la quitó—. Coge una manta —sugirió Madre—. Si quieres descansar, estarás caliente —oyeron rugir el motor del camión detrás del furgón—. Vamos a ser los primeros en llegar —dijo Madre exultante—. Venga, coged vuestros sacos. Ruthie, no os olvidéis de las camisas que os arreglé para recoger.

Los Wainwright y los Joad subieron al camión en la oscuridad. Ya llegaba la aurora, pero era lenta y pálida.

—Tuerce a la izquierda —le dijo Madre a Al—. Allí debe haber un letrero que anuncie el sitio a donde vamos —avanzaron por la oscura carretera. Y otros coches les siguieron, y detrás, en el campamento, los coches se ponían en funcionamiento con las familias apiñadas en ellos; y los coches salían a la carretera y torcían a la izquierda.

Un trozo de cartón estaba atado a un buzón a la derecha de la carretera y en él, escrito con tinta azul «Se necesitan recolectores de algodón». Al dobló para entrar y se dirigió hacia el corral. Y el corral estaba ya lleno de coches. Un globo eléctrico en un extremo del granero blanco iluminaba un grupo de hombres y mujeres que estaban cerca de la balanza con las bolsas enrolladas bajo el brazo. Algunas de las mujeres llevaban las bolsas por los hombros y cruzadas delante.

—No llegamos tan temprano como pensábamos —observó Al. Acercó el camión a una cerca y lo aparcó. Las familias bajaron y fueron a reunirse con el grupo que esperaba, y más coches llegaron de la carretera y aparcaron y más familias se unieron al grupo. Bajo la luz del extremo del granero el propietario les inscribía.

—Hawley —dijo. ¿H-A-W-L-E-Y? ¿Cuántos?

—Cuatro. Will…

—Will.

—Benton…

—Benton.

—Amelia…

—Amelia.

—Claire…

—Clarie. ¿Quién es el siguiente? ¿Carpenter? ¿Cuántos?

—Seis.

El propietario los anotaba en el libro dejando un espacio libre para el peso.

—¿Tiene bolsa? Yo tengo unas cuantas. Cuestan un dólar —y los coches inundaban el corral. El propietario se ajustó a la garganta su chaqueta de cuero forrada de borrego. Miró al camino con aprensión.

—Con toda esta gente esos veinte acres se van a recoger en un momento.

Los niños treparon al remolque grande de algodón metiendo los dedos de los pies en los dos lados de la rejilla de alambre.

—Fuera de ahí —gritó el propietario—. Vais a romper el alambre —y los niños bajaron, avergonzados y en silencio. Llegó el amanecer gris—. Les tendré que rebajar una tara de peso por el rocío —dijo el propietario—. Lo cambiaré cuando salga el sol. Bien, salgan cuando quieran. Hay luz suficiente para ver.

Los recolectores se dirigieron rápidamente hacia el campo de algodón y se cogieron sus hileras. Se ataron la bolsa a la cintura e hicieron palmas para calentar los dedos rígidos que tenían que estar ágiles. La aurora coloreó las colinas del este y la ancha línea se movió entre las hileras. Y de la carretera seguían llegando coches y aparcando en el corral hasta que estuvo lleno y luego aparcaron a ambos lados de la carretera. El viento soplaba enérgicamente sobre el campo.

—No sé cómo todos ustedes se han enterado —dijo el propietario—. Debe haber una buena radio macuto. Los veinte acres no llegarán ni al mediodía. ¿Qué nombre? ¿Hume? ¿Cuántos?

La fila de gente avanzaba sobre el campo y el fuerte y firme viento del oeste les volaba la ropa. Sus dedos volaban a las desbordantes cápsulas y luego a los largos sacos que iban pesando cada vez más, detrás de ellos.

Padre habló con el hombre que iba por la hilera de su derecha.

—En casa un viento así podía traer lluvia. Parece que hay un poco de helada, no creo que llueva. ¿Cuánto tiempo lleva por aquí? —mantenía los ojos bajos fijos en su trabajo, mientras hablaba.

Su vecino no levantó la vista.

—Llevo casi un año.

—¿Diría que va a llover?

—No lo puedo decir y no es ninguna deshonra. Gente que ha vivido toda su vida no lo puede decir. Si la lluvia puede arruinar una cosecha, seguro que llueve. Eso es lo que dicen por aquí.

Padre miró rápidamente a la colinas del oeste. Grandes nubes grises volaban sobre las cumbres, cabalgando ligeras en el viento.

—Eso parecen nubes de lluvia —dijo.

Su vecino miró de soslayo.

—No podría decirlo —dijo. Y en todas las filas la gente miró a las nubes. Y luego se inclinaron más para realizar su trabajo y sus manos volaron al algodón. Competían al recoger, competían contra el tiempo y el peso del algodón, competían contra la lluvia y entre ellos mismos… Una cantidad limitada de algodón y una cantidad de dinero a ganar. Llegaron al otro lado del campo y corrieron por una hilera nueva. Ahora iban de cara al viento y podían ver nubes altas y grises moviéndose por el cielo hacia el sol naciente. Y más coches aparcaron al borde de la carretera y más recolectores llegaban a inscribirse. La fila de gente se movía frenéticamente a través del campo, pesaban al final, apuntaban su algodón, anotaban el peso en sus propios libros y corrían a por otra hilera.

A las once el campo estaba recogido y el trabajo hecho. Los remolques de laterales de alambre estaban enganchados a camiones de laterales de alambre y salieron a la carretera en dirección a la desmotadora. El algodón se escapaba a través del alambre y pequeñas nubes de algodón volaban por el aire, e hilachas de algodón se enganchaban y agitaban en las hierbas al lado de la carretera. Los recolectores se apiñaron con aire desconsolado en el corral y se pusieron en fila para recibir su paga.

—Hume, James, veintidós centavos. Ralph, treinta centavos. Joad, Thomas, noventa centavos, Winfield, quince centavos —el dinero estaba en montones, monedas de plata, de cinco centavos y de un centavo. Y todos los hombres miraban en su propio libro mientras le pagaban—. Wainwright, Agnes, veinticuatro centavos. Tobin, sesenta y tres centavos —la línea se movía lenta. Las familias volvían a sus coches en silencio. Y se iban lentamente.

Los Joad y los Wainwright esperaron en el camión a que se despejara el camino. Mientras esperaban, empezaron a caer las primeras gotas. Al sacó la mano de la cabina para notarlas. Rose of Sharon estaba sentada en medio y Madre al otro lado. Los ojos de la joven habían perdido de nuevo el lustre.

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