Las uvas de la ira (66 page)

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Authors: John Steinbeck

Al cogió a la derecha una carretera de grava y las luces amarillas vibraron para dar paso a las plantas de algodón. Recorrieron veinte millas entre el algodón, torciendo por las carreteras secundarias. La carretera corría paralela a un riachuelo bordeado de matorrales y tras un puente de hormigón lo seguía por el otro lado. Y entonces, a la orilla de la corriente las luces mostraron una larga fila de furgones rojos sin ruedas. Y un gran letrero al borde de la carretera decía «Se necesitan recolectores de algodón». Al disminuyó la velocidad. Tom se asomó por entre las barras laterales del camión. Un cuarto de milla después de pasados los furgones Tom volvió a golpear en el coche. Al paró a un lado de la carretera y salió de nuevo.

—¿Qué quieres ahora?

—Apaga el motor y sube aquí —dijo Tom.

Al se montó, aparcó en la cuneta, apagó las luces y el motor. Trepó por la puerta trasera.

—Ya está —dijo.

Tom se arrastró entre los cazos y se arrodilló delante de Madre.

—Mira —dijo—. Dice que se necesitan recolectores de algodón. He visto el letrero. He estado pensando cómo voy a quedarme con vosotros sin causaros problemas. Cuando tenga bien la cara quizá pueda ser, pero ahora no. Habéis visto los coches de antes. Los recolectores viven en ellos. Tal vez haya trabajo allí. ¿Qué os parecería trabajar allí y vivir en uno de esos furgones?

—¿Y tú qué vas a hacer? —exigió Madre.

—Bueno, ¿has visto ese arroyo lleno de matorrales? Podría esconderme entre la maleza y permanecer oculto. Por la noche podrías traerme algo de comer. He visto una alcantarilla un poco antes. Tal vez podría dormir ahí.

—Sí que me gustaría poner las manos en el algodón —dijo Padre—. Ese es un trabajo que entiendo.

—Esos furgones son un buen sitio donde vivir —dijo Madre—. Y un sitio seco. ¿Crees que hay bastante maleza para ocultarte, Tom?

—Claro que sí. He estado mirando. Podría arreglarme un escondite. En cuanto se me cure la cara saldré.

—Te van a quedar cicatrices grandes —observó Madre.

—¡Diablos!, todo el mundo tiene cicatrices.

—Una vez recogí cuatrocientas libras —dijo Padre—. Claro que fue una buena cosecha. Si recogemos todos, podríamos ganar un buen dinero.

—Podríamos comprar algo de carne —dijo Al—. ¿Qué hacemos ahora?

—Volver allí y dormir en el camión hasta mañana —dijo Padre—. Por la mañana conseguiremos trabajo. Puedo ver las cápsulas de algodón hasta en la oscuridad.

—¡Qué hay de Tom? —preguntó Madre.

—Olvídate de mí, Madre. Me llevaré una manta en el camino de vuelta. Hay una alcantarilla. Puedes hacerme pan o patatas o gachas y dejarlo allí. Yo iré a buscarlo.

—¡Bien!

—A mí me parece una buena idea —dijo Padre.

—Es una buena idea —insistió Tom—. En cuanto tenga un poco mejor la cara saldré e iré a recoger algodón.

—Bueno, de acuerdo —aceptó Madre—. Pero no corras ningún riesgo. No dejes que nadie te vea durante un tiempo.

Tom se arrastró hacia la parte de atrás del camión.

—Me llevaré esta manta. Mira cuando volvamos a ver si ves la alcantarilla, Madre.

—Cuídate —le rogó ella—. Cuídate.

—Claro que sí —dijo Tom—. Claro que me cuidaré —trepó por el tablero posterior y bajó a la orilla—. Buenas noches —dijo.

Madre vio su figura desaparecer con la noche entre los arbustos junto al arroyo.

—Dios mío, espero que salga bien —dijo.

Al preguntó:

—¿Queréis volver ahora?

—Sí —respondió Padre.

—Ve despacio —pidió Madre—. Quiero asegurarme de que veo esa alcantarilla que dijo. Tengo que verla.

Al maniobró en la estrecha carretera hasta dar la vuelta. Condujo despacio hacia la fila de furgones. Las luces del camión mostraron las pasarelas que llevaban a las amplias puertas del furgón. Las puertas estaban oscuras. Nadie se movía en la noche. Al apagó los faros.

—Tú y el tío id a la parte de atrás —le dijo a Rose of Sharon—. Yo dormiré aquí en el asiento.

El tío John ayudó a la pesada joven a trepar por el tablero posterior. Madre apiló los cazos en un pequeño espacio. La familia se acostó muy junta en la trasera del camión.

Un bebé lloraba con largos sollozos espasmódicos en uno de los furgones. Un perro salió trotando, husmeando y bufando, y se movió lentamente alrededor del camión de los Joad. El tintineo del agua en movimiento venía del lecho del río.

Capítulo XXVII

S
e necesitan recolectores de algodón —letreros en la carretera, papeles distribuidos, papeles de color naranja—, se necesitan recolectores de algodón.

Por aquí, por esta carretera, dice.

Las plantas verde oscuro, fibrosas ahora, y las pesadas cápsulas apretadas en la vaina. Algodón blando derramándose como palomitas de maíz.

Me gusta tocar las cápsulas. Tiernamente, con las yemas de los dedos.

Soy un buen recolector.

Aquí mismo está el hombre.

Quiero recoger algodón.

¿Tiene bolsa?

No, no tengo.

La bolsa cuesta un dólar. Se lo descontaremos de las primeras ciento cincuenta libras. Ochenta centavos por cien libras la primera vez que salga al campo. Noventa centavos la segunda vez. Coge la bolsa de ahí. Un dólar. Si no tienes te lo descontaremos de las primeras ciento cincuenta. Es justo, tú lo sabes.

Claro que es justo. Una buena bolsa para el algodón dura toda la temporada. Y cuando esté gastada y arrastre se le da una vuelta y se usa el otro extremo. Se abre el extremo gastado. Y cuando los dos estén mal, aún es buena tela. Se pueden hacer buenos calzoncillos de verano, camisas de dormir. Y bueno, diablos… una bolsa de algodón es una cosa bonita.

Atada alrededor de la cintura. Te la pones entre las piernas y la arrastras. Al principio es ligera. Y con las puntas de los dedos coges la pelusa y las manos se retuercen en el saco entre tus piernas. Los niños vienen por detrás; no hay bolsas para los niños —tienen que usar un saco de arpillera o ponerlo en la bolsa de su padre. Ahora ya va pesando. Inclínate hacia adelante, levántala para avanzar. Soy un buen recolector de algodón. Sé manejar los dedos y abrir las cápsulas. Avanzo hablando, quizá cantando hasta que la bolsa pesa mucho. Los dedos van derechos, ellos saben. Los ojos ven el trabajo… y no lo ven.

Hablando entre hileras…

Había una señora en casa… no diré nombres… tuvo de repente un niño negro. Nadie lo sabía antes. Nunca se cazó al negro. No pudo ir con la cabeza alta nunca más. Pero te lo empecé a contar… era una buena recolectora.

Ahora que la bolsa es pesada ve dándole empujones. Afirma las caderas y llévala a remolque, como un caballo de labor. Y los chiquillos recogiendo en la bolsa del padre. Es una buena cosecha. Se vuelve delgado en los lugares bajos, delgado y fibroso. Nunca he visto un algodón como este de California. De fibra larga, el mejor algodón que he visto nunca. La tierra se echa a perder muy pronto. Como uno que quiere comprar tierra de algodón… No la compres, arriéndala. Cuando el algodón la haya agotado, busca una tierra nueva.

Filas de gente moviéndose por los campos. Manejar los dedos. Dedos inquisitivos cortan con movimiento rápido y encuentran las cápsulas. Apenas tienen que mirar.

Apuesto a que hasta ciego podría recoger algodón. Tengo algo instintivo para una cápsula de algodón. Recojo limpiamente.

El saco ya está lleno. Llévalo a las balanzas. Discute. El hombre de la balanza dice que has metido piedras para aumentar el peso. ¿Y qué hay de él? Su balanza está amañada.

A veces tiene razón y llevas piedras en el saco. A veces tienes razón, la balanza está amañada. A veces ambos tenéis razón; piedras y balanza amañada. Siempre con discusiones, siempre con peleas. Para mantener la cabeza alta. Y su cabeza también. ¿Qué son unas pocas piedras? Sólo una quizá. ¿Un cuarto de libra? Siempre discutir.

Vuelves con el saco vacío. Tenemos nuestro propio libro. Anota el peso. Tienes que hacerlo. Si saben que lo vas anotando entonces no engañan. Pero que Dios te ayude si no llevas la cuenta de tu peso.

Éste es un buen trabajo. Los críos corriendo por alrededor. ¿Has oído hablar de la máquina recolectora de algodón?

Sí, lo he oído.

¿Crees que llegará alguna vez?

Bueno, si llega… uno dice que acabará con la recogida a mano.

Llega la noche. Todos están cansados. Sin embargo, ha sido una buena recogida. Ganamos tres dólares, yo, mi mujer y los niños.

Los coches van hacia los campos de algodón. Se montan los campamentos del algodón. Los altos camiones y los remolques están cargados hasta arriba de pelusa blanca. El algodón se engancha en el alambre de las cercas y vuela en pequeñas bolas por la carretera cuando sopla el viento. Y algodón limpio y blanco, que va a la desmotadora. Y las balas grandes desiguales que van a la compresora. Y el algodón enganchándose en las ropas y pegándose en el bigote. Suénate la nariz, tienes algodón.

Dobla el cuerpo ahora, llena la bolsa antes de que se haga de noche. Dedos expertos buscando cápsulas. Las caderas dobladas tirando de la bolsa. Los niños están cansados ahora por la tarde. Se tropiezan en la tierra cultivada. Y el sol se está poniendo.

Ojalá durara. No es demasiado dinero, Dios lo sabe, pero me gustaría que durara. En la carretera los coches se hacinan, atraídos por los papeles anunciadores.

¿Tiene bolsa de algodón?

No.

Le costará un dólar entonces.

Si solo fuéramos cincuenta podríamos quedarnos una temporada, pero somos quinientos. Apenas durará nada. Conozco a uno que nunca acabó de pagar la bolsa. En cada trabajo compraba una nueva y todos los campos estaban recogidos antes de que él llegara al peso.

Intenta, por el amor de Dios, ahorrar algo de dinero. El invierno se nos echa encima. En California no hay trabajo en el invierno. Llena la bolsa antes de que oscurezca. He visto a ese meter dos terrones.

Vaya, y ¿por qué no? No hago más que nivelar la balanza amañada.

Aquí está mi libro, trescientas doce libras.

¡Exacto!

Dios, él no discutió nunca. Su balanza debe de estar amañada. Bueno, de todas formas sigue siendo un buen día.

Dicen que mil hombres vienen de camino a este campo. Mañana nos pelearemos por una hilera. Estaremos arrebatando el algodón, rápido.

Se necesitan recolectores de algodón. A más hombres recogiendo, más deprisa va a la desmotadora.

Ahora al campamento del algodón.

Carne esta noche, por Dios. Tenemos dinero para carne. Dale la mano al pequeño, está agotado. Adelante y compra cuatro libras de carne. La vieja hará esta noche galletas ricas, si no está demasiado cansada.

Capítulo XXVIII

L
os furgones, que eran doce, estaban cada uno pegado al otro en una pequeña explanada junto al río. Había dos filas de seis cada una, y no tenían ruedas. Para llegar a las grandes puertas correderas unos tablones hacían las veces de pasarela. Servían bien de casas, a prueba de agua y de corrientes, y proporcionaban espacio para veinticuatro familias, una familia en cada extremo del furgón. No tenían ventanas, pero las anchas puertas estaban abiertas. En algunos colgaba en el centro una lona, mientras que en otros solo la posición de la puerta marcaba la separación.

Los Joad tenían una mitad de un furgón del final. Algún ocupante anterior había ajustado un tubo de cocina a una lata de aceite y había hecho un agujero en la pared para el tubo. Incluso con la puerta abierta, el final del coche estaba oscuro. Madre colgó la lona en el centro del coche.

—Está bien esto —dijo—. Es casi lo mejor que hemos tenido excepto el campamento del gobierno.

Todas las noches ella desenrollaba los colchones en el suelo y cada mañana los volvía a enrollar. Y todos los días iban al campo y recogían algodón y todas las noches comían carne. Un sábado fueron a Tulare y compraron una cocina de latón y monos nuevos para Al, Padre, Winfield y el tio John, y le compraron un vestido a Madre y le dieron el mejor vestido de Madre a Rose of Sharon.

—Está tan gorda —dijo Madre— que comprarle ahora un vestido nuevo sería tirar el dinero.

Los Joad habían tenido suerte. Llegaron lo bastante pronto como para que les dieran un lugar en los furgones. Ahora las tiendas de los que habían llegado más tarde llenaban la pequeña explanada y aquellos que tenían furgón eran antiguos y en cierto modo aristócratas.

El angosto arroyo se deslizaba, salía de entre los sauces y volvía a entrar en ellos. De cada furgón partía un sendero apelmazado hasta el arroyo. Entre los furgones colgaban cuerdas de tender la ropa y todos los días las cuerdas se cubrían de ropa puesta a secar.

Al anochecer volvían caminando de los campos, llevando las bolsas de algodón dobladas debajo del brazo. Iban a la tienda, que estaba en el cruce de caminos, y había muchos recolectores en la tienda comprando suministros.

—¿Hoy cuánto?

—Nos va bien. Hoy ganamos tres y medio. Ojalá durara. Los niños están convirtiéndose en buenos recolectores. Madre les ha preparado una bolsa pequeña a cada uno. No podían arrastrar una bolsa de las grandes. Las vacían en las nuestras. Hizo las bolsas de un par de camisas viejas. Dan buen resultado.

Y Madre iba al mostrador de carne, con el índice puesto en los labios, soplándose en el dedo, muy pensativa.

—Podría comprar chuletas de cerdo —dijo—. ¿Cuánto?

—Treinta centavos la libra, señora.

—Bueno, déme tres libras. Y un buen trozo de ternera para cocer. Mi hija lo puede cocinar mañana. Y una botella de leche para mi hija. Le encanta la leche. Va a tener un niño. Una enfermera le dijo que tenía que tomar mucha leche. Veamos, ahora, tenemos patatas.

Padre se acercó, con una lata de almíbar.

—Podríamos comprar esto —dijo—. Podríamos comprar tortitas.

Madre frunció el ceño.

—Bueno… bueno, bien. Nos llevamos esto. A ver… tenemos manteca de sobra.

Ruthie se acercó con dos cajas de palomitas de maíz dulces, en sus ojos una pregunta triste que se convertiría en tragedia o alegre exitación según Madre asintiera o negara con la cabeza.

—¿Madre? —mantuvo las cajas en alto, las movió arriba para hacerlas atractivas.

—Pon esas cajas…

La tragedia comenzó a reflejarse en los ojos de Ruthie. Padre dijo:

—Sólo cuestan cinco centavos cada una. Los pequeños han trabajado bien hoy.

—Bueno… —la excitación comenzó a ocupar los ojos de Ruthie—. De acuerdo.

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