Las uvas de la ira (62 page)

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Authors: John Steinbeck

Un segundo guarda llegó por detrás de la última casa.

—¿Qué ocurre, Mack?

—Pues nada, esos malditos okies. ¿Hay agua caliente?, dice.

El segundo guarda apoyó la culata de la escopeta en el suelo.

—Son los campamentos del gobierno —explicó—. Apuesto a que ese tipo ha estado en un campamento del gobierno. No vamos a tener paz hasta que nos quitemos a esos campamentos de enmedio. Antes de que nos demos cuenta querrán sábanas limpias.

Mack preguntó:

—¿Cómo va la cosa en la entrada principal? ¿Has oído algo?

—Han estado ahí fuera gritando todo el día. La policía federal lo controló. Están echando a esos listillos. He oído que hay un hijo de puta flaco y largo que atiza la cosa. Dijo uno que le cogerían esta noche y entonces se les derrumbará todo el tinglado.

—Si se pone demasiado fácil nos quedamos sin trabajo —dijo Mack.

—Vamos a tener trabajo, eso seguro. ¡Estos malditos okies! Hay que vigilarlos constantemente. Si la cosa se calma siempre les podemos presionar un poco.

—Habrá bronca cuando bajen aquí el jornal, supongo.

—Seguro que sí, No, no tienes que preocuparte de si vamos a tener trabajo, sobre todo con Hooper ocupándose de cerca.

El fuego ardía en casa de los Joad. Las hamburguesas salpicaban y siseaban en la grasa y las patatas burbujeanban. La casa estaba llena de humo y la luz amarilla del farol proyectaba sombras grandes y negras en las paredes. Madre trabajaba con rapidez alrededor del fuego mientras Rose of Sharon, sentada en una caja, reposaba su pesado abdomen en las rodillas.

—¿Ya te encuentras mejor? —preguntó Madre.

—El olor de la cocina me pone enferma. Y también tengo hambre.

—Ve a sentarte a la puerta —dijo Madre—. De todas formas, necesito esa caja para leña.

Los hombres entraron en tropel.

—¡Carne, por Dios! —dijo Tom—. Y café. Ya lo huelo. Dios, sí que tengo hambre. Comí un montón de melocotones, pero no sirvió de nada. ¿Dónde nos podemos lavar, Madre?

—Id al depósito de agua. Lavaos allí abajo. Acabo de mandar a Ruthie y Winfield a lavarse —los hombres volvieron a salir.

—Muévete, Rosasharn —ordenó Madre—. O te sientas en la cama o a la puerta. Tengo que romper esa caja.

La joven se levantó ayudándose con las manos. Se fue pesadamente hacia uno de los colchones y se sentó en él. Ruthie y Winfield entraron silenciosamente, intentando permanecer en la oscuridad no hablando y quedándose cerca de la pared.

Madre les miró.

—Tengo la sensación de que tenéis suerte de que no haya luz —dijo. Se precipitó sobre Winfield y palpó su cabello—. Bueno, mojaros os habéis mojado, aunque apuesto a que no estáis limpios.

—No había jabón —protestó Winfield.

—No, eso es verdad. No pude comprar jabón. Tal vez mañana pueda.

Volvió al fogón, sacó los platos y empezó a servir la cena. Dos hamburguesas por cabeza y una patata grande. Puso tres rebanadas de pan en cada plato. Cuando había sacado toda la carne de la sartén virtió un poco de grasa en cada plato. Los hombres regresaron, sus rostros chorreantes y el pelo brillando por el agua.

—A por ella —gritó Tom.

Cogieron los platos. Comieron en silencio, vorazmente y rebañaron la grasa con el pan. Los niños se retiraron a un rincón de la habitación, pusieron los platos en el suelo y se arrodillaron delante de la comida como animalillos.

Tom tragó el último trozo de pan.

—¿Hay más, Madre?

—No —contestó ella—. Eso es todo. Ganasteis un dólar y eso es lo que da de sí.

—¿Eso?

—Aquí cobran un extra. Tenemos que ir a la ciudad cuando podamos.

—No estoy lleno —dijo Tom.

—Bueno, mañana trabajaréis todo el día. Mañana por la noche habrá de sobra.

Al se limpió la boca en la manga.

—Creo que voy a dar una vuelta —dijo.

—Espera, voy contigo —Tom le siguió afuera. En la oscuridad Tom se acercó a su hermano—. ¿Estás seguro de que no quieres venir conmigo?

—No, voy a echar un vistazo como dije.

—De acuerdo —dijo Tom. Dio la vuelta y paseó calle abajo. El humo de las casas colgaba bajo, cerca de la tierra, y los faroles proyectaban sus imágenes de puertas y ventanas sobre la calle. A la puerta de las casas había gente sentada mirando en la oscuridad. Tom podía ver cómo sus cabezas giraban al seguirle con los ojos calle abajo. Al final de la calle el camino de tierra continuaba a través de un campo de hierba y las masas negras de los almiares eran visibles a la luz de las estrellas. Una hoja delgada de luna colgaba baja en el cielo, hacia el oeste, y la larga nube de la Via Láctea dejaba una clara estela. Los pies de Tom sonaban poco en la carretera polvorienta, un parche oscuro contra la hierba amarilla. Se metió las manos en los bolsillos y continuó hacia la entrada principal. Un terraplén llegaba cercano a la carretera. Tom podía oír el murmullo del agua oscura y vio los reflejos estirados de las estrellas. La carretera estatal estaba al frente. Luces de coches a toda velocidad mostraban dónde estaba. Tom enfiló en esa dirección. Podía ver la alta puerta alambrada a la luz de las estrellas.

Una figura se movió al lado de la carretera. Una voz dijo:

—Hola… ¿quién va?

Tom se detuvo y se quedó quieto.

—¿Quién es?

Un hombre se puso de pie y se acercó. Tom pudo ver la pistola en la mano. Luego una linterna le enfocó la cara.

—¿A dónde va?

—Estaba dando un paseo. ¿Hay alguna ley que lo prohíba?

—Mejor sería que paseara por otro lado.

Tom preguntó:

—¿Ni siquiera puedo salir de aquí?

—No, esta noche no puede. ¿Quiere pasear de vuelta o prefiere que silbe y pida ayuda para llevarle?

—Diablos —dijo Tom—. A mí no me importa. Si va a causar problemas no me interesa. Me vuelvo yo solo, por supuesto.

La oscura figura se relajó. La linterna se apagó.

—Mire, es por su propio bien. Esos locos de los piquetes podrían atacarle.

—¿Qué piquetes?

—Los de esos malditos rojos.

—Ah —dijo Tom—. No sabía nada.

—Los vio al venir, ¿no?

—Bueno, vi a un grupo de gente, pero había tantos policías que no sabía. Pensé que era un accidente.

—Bien, será mejor que se dé la vuelta y regrese.

—Por mi, de acuerdo —dio media vuelta y se volvió por donde había venido. Caminó silenciosamente por la carretera unos cien metros y luego se detuvo y escuchó. La llamada gorjeante de un mapache sonó cerca de la acequia y, muy lejos, se oyó el aullido furioso de un perro atado. Tom se sentó junto a la carretera y escuchó. Oyó la alta risa suave de un halcón nocturno y el movimiento furtivo de un animal que se arrastraba por la hierba. Inspeccionó el horizonte en ambas direcciones, marcos oscuros ambos, nada contra lo que reflejarse. Entonces se levantó y caminó lentamente hacia el lado derecho de la carretera hasta entrar en el campo de hierbajos y avanzó inclinado, casi tan bajo como los montones de heno. Se movió despacio, parando de cuando en cuando a escuchar. Por fin llegó a la cerca de alambre, cinco hilos de tenso alambre de espinos. Junto a la cerca se tumbó de espaldas, movió la cabeza bajo el hilo más bajo, sujetó en alto el alambre con las manos y se deslizó por debajo, empujando contra el suelo con los pies.

Estaba a punto de levantarse cuando pasó un grupo de hombres al borde de la carretera. Tom esperó hasta que estuvieron lejos antes de levantarse y seguirlos. Escudriñó el lado de la carretera buscando tiendas. Pasaron unos pocos automóviles. Un arroyo cortaba a través de los campos y la carretera lo cruzaba por un pequeño puente de cemento. Tom se asomó por el lado del puente. Al fondo del profundo barranco vio una tienda y un farol que ardía en su interior. Lo miró un momento, vio las sombras de personas contra las paredes de lona. Tom saltó una cerca y bajó por el barranco entre arbustos y sauces enanos; y en el fondo, junto a un riachuelo, encontró un sendero. Un hombre se sentaba en una caja delante de la tienda.

—Buenas noches —dijo Tom.

—¿Quién eres?

—Bueno… Pues, vaya, voy de paso.

—¿Conoces a alguien aquí?

—No. Ya te digo que pasaba por aquí.

Una cabeza se asomó por la tienda. Una voz dijo:

—¿Qué es lo que pasa?

—¡Casy! —gritó Tom—. ¡Casy! Por el amor de Dios, ¿qué hace aquí?

—¡Pero, Dios mío, si es Tom Joad! Pasa, Tommy, pasa.

—Le conoces, ¿no? —preguntó el hombre de fuera.

—¿Conocerle? Dios, sí. Le conozco desde hace años. Vine al oeste con él. Pasa, Tom —asió a Tom por el codo y tiró de él para que entrara en la tienda.

Otros tres hombres estaban sentados en el suelo y en el centro de la tienda ardía un farol. Los hombres levantaron recelosos la vista. Un hombre moreno con el ceño fruncido alargó la mano.

—Me alegro de conocerte —dijo—. He oído lo que ha dicho Casy. ¿Es este el hombre de quien nos hablabas?

—Claro. El mismo. Bien, ¡por el amor de Dios! ¿Dónde está tu familia? ¿Qué estás haciendo aquí?

—Bueno —dijo Tom—, oímos que había trabajo por aquí. Vinimos y un puñado de policías federales nos han metido en ese rancho y hemos estado recogiendo melocotones toda la tarde. Vi un grupo de gente gritando. No quisieron decirme nada, así que he salido a ver qué pasaba. ¿Cómo diablos ha llegado aquí, Casy?

El predicador se inclinó hacia adelante y la luz amarilla del farol cayó en su frente despejada y pálida.

—La cárcel es un sitio curioso —dijo—. Aquí me tienes a mí, que me había ido al desierto como Jesús a intentar encontrar algo. Algunas veces casi lo tuve. Pero fue en la cárcel donde de verdad lo encontré —sus ojos estaban brillantes y alegres—. En una celda grande, siempre llena. Unos que entraban y otros que salían. Y, por supuesto, yo hablaba con todos ellos.

—Le creo —dijo Tom—. Siempre hablando. Si estuviera en el patíbulo, pasaría el rato hablando con el verdugo. Nunca he visto a nadie que hablara tanto.

Los hombres que estaban en la tienda rieron entre dientes. Un hombrecillo marchito con el rostro arrugado se dio una palmada en la rodilla.

—Está siempre hablando —dijo—. Pero a la gente le gusta oírle.

—Solía ser un predicador —dijo Tom—. ¿Se lo habia dicho?

—Claro que sí.

Casy sonrió.

—Pues sí, señor —prosiguió—. Empecé a darme cuenta de las cosas. Algunos de aquellos presos eran borrachos, pero la mayoría estaba alli por robar cosas; y, en la mayor parte de los casos, eran cosas que necesitaban y era la única forma de conseguirlas. ¿Entiendes? —preguntó.

—No —respondió Tom.

—Eran buena gente, ¿entiendes? Lo que les hacía malos era la necesidad. Y entonces empecé a ver. La necesidad causa los problemas. Aún no lo veía muy claro. Entonces, un día nos dieron unas alubias que estaban agrias. Uno empezó a gritar y no pasó nada. Se desgañitaba. El vigilante vino, se asomó y siguió su camino. Luego empezó a gritar otro y después todos nos pusimos a gritar. Todos en el mismo tono y, te diré, parecía que la cárcel empezaba a saltar y se hinchaba. ¡Por Dios! ¡Entonces mira lo que pasó! Vinieron corriendo y nos dieron otra cosa de comer… nos lo dieron. ¿Lo ves?

—No —dijo Tom.

Casy puso la barbilla entre las manos.

—Tal vez no te lo pueda explicar —dijo—. A lo mejor lo tienes que encontrar tú mismo. ¿Dónde está tu gorra?

—Vine sin ella.

—¿Cómo está tu hermana?

—Diablos, gorda como una vaca. Apuesto a que tiene gemelos. Va a necesitar ruedas para llevar la tripa. Ahora se la sujeta con las manos. No me ha dicho lo que pasa.

El hombre arrugado dijo:

—Nos pusimos en huelga. Esto es una huelga.

—Bueno, cinco centavos por caja no es demasiado, pero se puede comer.

—¿Cinco centavos? —gritó el hombre arrugado—. ¡Cinco centavos! ¿Os pagan cinco centavos?

—Claro. Hoy ganamos un dólar y medio.

Un silencio pesado cayó en la tienda. Casy miró por la abertura de entrada a la negra noche.

—Mira, Tom —dijo finalmente—. Vinimos aquí a trabajar. Nos dijeron que iban a ser cinco centavos. Estábamos muchísimos. Fuimos allí y nos dijeron que pagaban dos y medio. Uno solo no puede comer con eso y si tiene hijos… Así que dijimos que no. Nos echaron. Y se nos vinieron encima todos los policías del mundo. Ahora os pagan cinco. Cuando revienten esta huelga… ¿Tú crees que pagarán cinco?

—No lo sé —dijo Tom—. Ahora pagan cinco.

—Mira —siguió Casy—. Intentamos acampar juntos y nos persiguieron como a cerdos. Nos dispersaron. Dieron de palos a la gente. Como a cerdos. A vosotros os metieron dentro también como a cerdos. No vamos a durar mucho más. Algunos llevan dos días sin comer. ¿Vas a volver esta noche?

—Eso pretendo —dijo Tom.

—Bueno… diles a los de dentro lo que pasa, Tom. Diles que nos están matando de hambre y apuñalándose a ellos mismos por la espalda. Porque es seguro que en cuanto se libren de nosotros bajarán a dos y medio.

—Se lo diré —dijo Tom—. No sé cómo. Nunca he visto tantos tipos con escopetas. No sé si le dejarán a uno hablar siquiera. Y la gente no se habla. Van con la cabeza baja y ni siquiera saludan.

—Intenta decírselo, Tom. Les pagarán dos y medio en el mismo momento que nosotros no estemos. Sabes lo que es esto… es una tonelada de melocotones recogidos y acarreados por un dólar —bajó la cabeza—. No, no se puede hacer. No puedes comer con eso. No se puede comer.

—Intentaré decírselo a la gente.

—¿Cómo está tu madre?

—Muy bien. Le gustaba aquel campamento del gobierno. Baños y agua caliente.

—Sí… ya lo he oído.

—Estaba muy bien aquello. Pero no pudimos encontrar trabajo. Tuvimos que irnos.

—Me gustaría ir a uno —dijo Casy—. Me gustaría verlo. Me dijo uno que no había policías.

—La gente era su propia policía.

Casy levantó la vista excitado.

—Y, ¿había algún problema? ¿Peleas, robos, borracheras?

—No —respondió Tom.

—¿Y si alguno se descarriaba… entonces qué? ¿Qué hacían?

—Echarle del campamento.

—¿Pero no había muchos?

—Diablos, no —replicó Tom—. Nosotros estuvimos allí un mes y solo hubo un caso.

Los ojos de Casy brillaban de exitación. Se volvió hacia los demás hombres.

—¿Veis? —gritó—. Os lo dije. Los policías causan más problemas de los que evitan. Mira, Tom. Intenta que los que están dentro salgan. Pueden hacerlo dentro de un par de días. Esos melocotones están maduros. Díselo.

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