Las uvas de la ira (61 page)

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Authors: John Steinbeck

El hombre miró en la caja, volvió uno o dos melocotones.

—Ponlo allí. No sirve —dijo—. Te dije que no valían estropeados. Los tiraste del cubo a la caja, ¿verdad? Todos los malditos melocotones están rozados. No te puedo apuntar esta. Ponlos en la caja con calma o estarás trabajando para nada.

—Pero… maldita sea…

—Tómatelo con calma. Te avisé antes de empezar.

Tom bajó los ojos torvamente.

—De acuerdo —dijo—. De acuerdo —volvió rápidamente junto a los demás—. Ya podéis tirar lo que tenéis —les dijo—. Está igual que lo mío. No lo van a coger.

—¡Qué diablos! —empezó Al.

—Hay que recogerlos con tranquilidad. No se pueden dejar caer al cubo. Hay que ponerlos con cuidado.

Volvieron a empezar, y esta vez manejaron la fruta con delicadeza. Las cajas se llenaban más despacio.

—Creo que podemos organizar algo —dijo Tom—. Si Ruthie y Winfield y Rosasharn se limitaran a ponerlos en las cajas, podríamos trabajar con un sistema —llevó su última caja a la estación—. ¿Vale esta cinco centavos?

El empleado le echó un vistazo, rebuscó varias capas abajo.

—Esto está mejor —dijo. Anotó la caja—. Tómatelo con calma.

Tom regresó apresurado.

—Tengo cinco centavos —dijo—. Tengo cinco centavos. Sólo hay que hacer lo mismo veinte veces para ganar un dólar.

Trabajaron sin parar toda la tarde. Ruthie y Winfield los encontraron al cabo de un rato.

—Tenéis que trabajar —les dijo Padre—. Tenéis que poner los melocotones con cuidado en las cajas. Así, uno cada vez.

Los niños se acuclillaron y cogieron los melocotones del cubo extra, y una fila de cubos les esperaba preparada. Tom llevaba las cajas llenas a la estación.

—Ésa es la séptima —dijo—. Ésa la octava. Tenemos cuarenta centavos. Se puede comprar un buen trozo de carne por cuarenta centavos.

La tarde pasó. Ruthie intentó escaparse.

—Estoy cansada —gimoteó—. Tengo ganas de descansar.

—Tienes que quedarte exactamente donde estás —dijo Padre.

El tío John recogía despacio. Llenaba un cubo por cada dos de Tom, Su ritmo no cambiaba.

A media tarde Madre llegó andando penosamente.

—Habría venido antes, pero Rosasharn se desmayó —dijo—. Simplemente se desmayó.

—Habéis estado comiendo melocotones —les dijo a los niños—. Bueno, pues os harán reventar. —el cuerpo rechoncho de Madre se movía con rapidez. Abandonó enseguida el cubo y recogió en su delantal. A la caída del sol habían recogido veinte cajas.

Tom llevó la caja número veinte.

—Un dolar —dijo—. ¿Hasta cuándo trabajamos?

—Hasta la noche, siempre que podáis ver.

—Bueno, ¿podemos conseguir crédito ya? Madre debería ir a comprar alguna cosa para comer.

—Claro. Ahora te doy un vale por un dólar —escribió en una tira de papel y se lo alargó a Tom.

Él se lo llevó a Madre.

—Aquí tienes. Puedes comprar en la tienda por valor de un dólar.

Madre dejó su cubo en el suelo y enderezó los hombros.

—Se nota, la primera vez, ¿eh?

—Claro. Nos acostumbraremos enseguida. Vete ya y compra algo de comida.

Madre preguntó:

—¿Qué os gustaría comer?

—Carne —dijo Tom—. Carne y una cafetera grande con azúcar. Un trozo bien grande de carne.

Ruthie se quejó:

—Madre, estamos cansados.

—Entonces más vale que vengáis conmigo.

—Estaban cansados cuando empezaron —dijo Padre—. Se están volviendo silvestres como conejos. No van a servir para nada a menos que los atemos corto.

—En cuanto nos instalemos, irán a la escuela —dijo Madre. Se alejó cansadamente y Ruthie y Winfield la siguieron con timidez.

—¿Tenemos que trabajar todos los días? —preguntó Winfield.

Madre se detuvo y esperó. Le cogió de la mano y caminaron juntos cogidos.

—No es un trabajo duro —dijo—. Os hará bien. Y así ayudáis. Si todos trabajamos, muy pronto viviremos en una buena casa. Todos hemos de ayudar.

—Pero es que me canso mucho.

—Lo sé. Yo también. Todos se agotan. Hay que pensar en otras cosas. Piensa en cuando vayas a la escuela.

—Yo no quiero ir a ninguna escuela. Ruthie tampoco quiere. Hemos visto a esos niños que van a la escuela, Madre. ¡Mocosos! Nos llaman okies. Les hemos visto. Yo no pienso ir.

Madre miró con pena su pelo pajizo.

—No nos des problemas ahora —suplicó ella—. En cuanto nos hayamos recuperado un poco puedes portarte mal. Pero ahora no. Ya tenemos demasiado, ahora.

—Me he comido seis melocotones —dijo Ruthie.

—Pues tendrás diarrea. Y no estamos cerca de ningunos servicios.

La tienda de la compañía era una larga nave de hierro galvanizado. No tenía escaparate. Madre abrió la puerta de tela metálica y entró. Había un hombre diminuto detrás del mostrador. Estaba completamente calvo y su cabeza era blanquiazul. Unas pobladas cejas marrones le cubrían los ojos en un arco tal que su rostro parecía sorprendido y un poco asustado. Su nariz era larga y delgada y curvada como el pico de un ave y con los orificios bloqueados con vello castaño claro. Sobre las mangas de su camisa azul llevaba manguitos de raso negro. Se apoyaba con los codos en el mostrador cuando Madre entró.

—Buenas tardes —dijo ella.

Él la inspeccionó con interés. El arco sobre sus ojos se hizo más alto.

—¿Cómo está?

—Tengo aquí un vale por un dólar.

—Puede comprar por valor de un dólar —dijo él y se rió agudamente—. Sí, señor, por valor de un dólar, de un dólar —movió la mano mostrando las existencias—. De lo que quiera —tiró de los manguitos hacia arriba con pulcritud.

—Pensaba comprar un trozo de carne.

—Tengo de todas clases —respondió él—. Carne de hamburguesa, ¿le apetece? Veinte centavos la libra.

—¿No es muy caro? Me parece que la última vez que compré estaba a quince centavos.

—Bueno —rió él suavemente—, sí, es caro y al mismo tiempo no es caro. Si va a la ciudad por un par de libras de carne le cuesta un galón de gasolina. De modo que, ya ve, esto no es realmente caro porque usted no tiene ese galón de gasolina.

Madre dijo severamente:

—A ustedes no les ha costado un galón de gasolina traerlo hasta aquí.

Él rió encantado.

—Lo está mirando al revés —dijo—. Nosotros no compramos, vendemos. Si lo compráramos, pues claro, sería diferente.

Madre se llevó dos dedos a la boca y arrugó el entrecejo mientras pensaba.

—Parece que está llena de grasa y cartílagos.

—No le garantizo que no vaya a cocerse —dijo el tendero—. No le garantizo que yo me lo comiera; pero hay muchas cosas que yo no haría.

Madre levantó la vista un momento y le miró con ferocidad. Controló su voz.

—¿No tiene alguna clase de carne más barata?

—Huesos para sopa —respondió él—. Diez centavos la libra.

—Pero no son más que huesos.

—No son más que huesos —replicó—. Puede hacer una buena sopa. Sólo huesos.

—¿Tiene ternera para cocer?

—Sí, por supuesto. Eso es a veinte centavos la libra.

—Tal vez no pueda comprar carne —dijo Madre—. Pero quieren carne. Dijeron que querían carne.

—Todo el mundo quiere carne… necesita carne. Esa carne de hamburguesa es buena. Puede usar la grasa que desprende como salsa. Muy rica. No hay desperdicio. No tirará ningún hueso.

—¿A cuánto es el costillar?

—Bueno, eso es irse a lo exquisito. Cosa de Navidad. O de Acción de Gracias. Treinta y cinco centavos la libra. Le podría vender pavo más barato, si tuviera pavo.

Madre suspiró:

—Déme dos libras de carne para hamburguesa.

—Sí, señora —puso con una cuchara la pálida carne en un trozo de papel encerado—. ¿Y qué más?

—Algo de pan.

—Aquí lo tiene. Una barra grande, quince centavos.

—Eso es una barra de doce centavos.

—Claro que sí. Vaya a la ciudad y cómprela por doce centavos. Un galón de gasolina. ¿Qué más quiere, patatas?

—Sí, patatas.

—Cinco libras de patatas por veinticinco centavos.

Madre se movió amenazadora hacia él.

—Ya he oído bastante de usted. Sé lo que cuestan en la ciudad.

El hombrecillo cerró fuertemente la boca.

—Entonces vaya a comprarlas a la ciudad.

Madre se miró los nudillos.

—¿Qué es esto? —preguntó en voz baja—. ¿Esta tienda es suya?

—No, solo trabajo aquí.

—¿Hay alguna razón por la que tiene que hacer burla? ¿Eso le ayuda en algo? —ella se contempló las manos brillantes y arrugadas. El hombrecillo seguía callado—. ¿De quién es esta tienda?

—De Ranchos Hooper, Inc., señora.

—¿Y ellos deciden los precios?

—Sí, señora.

Ella levantó los ojos sonriendo levemente.

—¿Todo el que entra aquí se enfada, como yo?

Él vaciló un momento.

—Sí, señora.

—Y ¿es por eso por lo que se ríe?

—¿Qué quiere decir?

—Hacer trabajo sucio como este le avergüenza, ¿no es cierto? Tiene que actuar con ligereza, ¿eh? —su voz era afable. El empleado la miraba fascinado. No respondió—. Así es como es —dijo Madre finalmente—. Cuarenta centavos por la carne, quince por el pan, veinticinco por las patatas. Eso hacen ochenta centavos. ¿Café?

—A veinte centavos el más barato, señora.

—Y eso hace el dólar. Siete hemos estado trabajando y ahí va la cena —se estudió la mano—. Envuélvamelo —añadió con premura.

—Sí, señora —respondió él—. Gracias —puso las patatas en una bolsa y dobló la parte de arriba con cuidado. Sus ojos se deslizaron hacia Madre y luego volvieron a ocultarse en el trabajo. Ella le miró y sonrió un poco.

—¿Cómo consiguió un empleo como este? —preguntó ella.

—Uno tiene que comer —empezó él; y luego con beligerancia—: Uno tiene derecho a comer.

—¿Qué uno? —preguntó Madre.

El puso los cuatro paquetes en el mostrador.

—Carne —dijo—. Patatas, pan, café. Un dólar justo —ella le alargó la tira de papel y le miró mientras él anotaba el nombre y la cantidad en el libro—. Aquí tiene —dijo—. Ahora estamos en paz.

Madre recogió las bolsas.

—Oiga —dijo—. No tenemos azúcar para el café. Mi hijo Tom quiere azúcar. Mire —dijo—. Están trabajando ahí fuera. Déme un poco de azúcar y le traigo el vale luego.

El hombrecillo desvió la mirada… movió los ojos tan lejos de Madre como pudo.

—No puedo hacerlo —dijo quedamente—. Es la norma. No puedo. Me metería en un lío. Me meterían en la cárcel.

—Pero están allí, trabajando en el campo. Van a ganar más de diez centavos. Déme diez centavos de azúcar. Tom quería azúcar en el café. Habló de ello.

—No puedo hacerlo, señora. Es la norma. Si no hay vale, no hay comida. El encargado me lo dice continuamente. No, no puedo hacerlo. No puedo. Me pillarían. Siempre pillan a la gente. Siempre. No puedo.

—¿Por diez centavos?

—Por lo que sea, señora —la miró suplicante. Y entonces su rostro perdió el miedo. Tomó diez centavos de su bolsillo y los metió en la caja—. Así —dijo con alivio. Sacó una bolsita de debajo del mostrador, la sacudió para abrirla y metió algo de azúcar, pesó la bolsa y añadió un poco más de azúcar—. Aquí tiene —dijo—. Ahora está bien. Usted traiga el vale y yo recuperaré mis diez centavos.

Madre le miró estudiándole. Alargó ciegamente la mano y puso la bolsita de azúcar en el montón de paquetes que llevaba en el brazo.

—Le doy las gracias —dijo quedamente. Fue hacia la puerta y al llegar se volvió—. Estoy aprendiendo una cosa nueva —dijo—. Continuamente, todos los días. Si tienes problemas o estás herido o necesitado… acude a la gente pobre. Son los únicos que te van a ayudar… los únicos —la puerta se cerró con un golpe detrás de ella.

El hombrecillo apoyó los codos en el mostrador y se quedó mirándola con ojos sorprendidos. Un gato rollizo de pelaje color concha de tortuga saltó al mostrador y se acercó perezoso hacia él. Se frotó de lado contra sus brazos y él alargó la mano y se lo acercó a la mejilla. El gato ronroneó ruidosamente y la punta de su cola osciló de un lado a otro.

Tom, Al, Padre y el tío John volvieron de la huerta cuando la noche estaba entrada. Notaban los pies algo pesados contra la carretera.

—No pensaría uno que de estirarse y coger se te resentiría la espalda —dijo Padre.

—Estarás bien en un par de días —dijo Tom—. Oye, Padre, después de comer voy a salir a ver qué era aquel lío a la entrada. Me lo he estado preguntando. ¿Quieres venir?

—No —replicó Padre—. Quiero un poco de tiempo en que me limite a trabajar sin pensar en nada. Me parece haber estado devanándome los sesos un montón de tiempo. No, me voy a sentar un rato y luego me iré a la cama.

—¿Y tú, Al?

Al apartó la mirada.

—Creo que primero echaré un vistazo por aquí —dijo.

—Bueno, ya sé que el tío John no va a venir. Creo que iré solo. Tengo curiosidad.

Padre dijo:

—Yo sé que tiene que picarme mucho más la curiosidad para hacer algo… con todos esos policías ahí fuera.

—A lo mejor por la noche no están —sugirió Tom.

—Bueno, no pienso averiguarlo. Y será mejor que no le digas a Madre a dónde vas. Se moriría de preocupación.

Tom se volvió hacia Al.

—¿No sientes curiosidad?

—Creo que echaré una ojeada por este campamento —replicó Al.

—Buscando chicas, ¿eh?

—Ocupándome de mis asuntos —dijo Al con acritud.

—Pues yo voy a ir —decidió Tom.

Salieron de la huerta a la calle polvorienta entre las chabolas rojas. La baja luz amarilla de los faroles de queroseno brillaba en algunas puertas, y dentro, en la penumbra, se movían las siluetas negras de la gente. Al fondo de la calle seguía sentado un guarda, la escopeta descansando en la rodilla.

Tom hizo una pausa al pasar junto al guarda.

—¿Hay algún sitio donde uno pueda darse un baño?

El guarda le estudió a media luz. Por último dijo:

—¿Ve el depósito de agua?

—Sí.

—Allí hay una manguera.

—¿Hay agua caliente?

—Oiga, ¿quién se cree que es, J. P. Morgan?

—No —dijo Tom—. No, le aseguro que no. Buenas noches.

El guarda gruñó con desprecio.

—Agua caliente, por el amor de Dios. Y querrán bañeras, lo siguiente —siguió con la mirada sombría a los cuatro Joad.

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