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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (29 page)

—¡Y yo qué sé! Este coche lleva trece años en la carretera. En el cuentakilómetros pone sesenta mil millas. Eso significa ciento sesenta, y Dios sabe cuántas veces habrán retrasado los números. Se calienta —a lo mejor alguien dejó que el nivel de aceite bajara— y simplemente se sale —sacó los pasadores y ajustó la llave inglesa en un tornillo del cojinete. Hizo fuerza y la llave se le resbaló. Un desgarrón largo apareció en el dorso de su mano. Tom lo miró: la sangre fluía sin pausa de la herida y se juntaba con el aceite y caía en el cárter.

—Qué mala suerte —dijo Casy—. ¿Quieres que yo haga eso mientras te vendas la mano?

—¡Ni hablar! Nunca he arreglado un coche en mi vida sin cortarme. Ahora que me he cortado, ya no tengo que preocuparme más —volvió a ajustar la llave—. Ojalá tuviera una llave de media luna —dijo, y aporreó la llave con el canto de la mano hasta que los tornillos se aflojaron. Los sacó y los puso en el cárter junto con los tornillos de este y los pasadores. Aflojó los tornillos del cojinete y tiró del pistón hasta sacarlo. Colocó el pistón y la biela en el cárter—. ¡Ya está, por fin! —se retorció para salir de debajo del coche y tiró a la vez del cárter. Se limpió la mano con un trozo de arpillera e inspeccionó el corte—. Sangrando como un hijo de puta —dijo—. Bueno, yo sé cómo pararlo —orinó en la tierra, cogió un poco del barro resultante y lo aplicó sobre la herida. La sangre siguió manando un momento y luego el flujo se cortó—. Es lo mejor que hay en el mundo para cortar la sangre —dijo.

—También son buenas las telas de araña —dijo Casy.

—Ya lo sé, pero aquí no hay telarañas y, en cambio, siempre puedes conseguir pis.

Tom se sentó en el estribo y examinó el cojinete roto.

—Para dejarlo bien, solo hemos de encontrar un Dodge de 1925, comprar una biela de segunda mano y algunas piezas de relleno. Al debe haber ido bien lejos.

La sombra del cartel se extendía ya unos veinte metros más allá. La tarde se prolongaba. Casy tomó asiento en el estribo y miró hacia el oeste.

—Dentro de nada vamos a estar en las altas montañas —dijo, y quedó en silencio unos minutos. Luego exclamó—: ¡Tom!

—¿Sí?

—Tom, he estado controlando los coches en la carretera, los que adelantamos y los que nos han adelantado. Los he ido contando.

—¿Qué ha ido contando?

—Tom, hay cientos de familias como nosotros, todas yendo al oeste. Me he fijado. Nadie va hacia el este, nadie entre todos esos cientos. ¿Te habías dado cuenta?

—Sí, ya me he fijado.

—Pero si es como… como si huyeran de los soldados. Parece que el país entero se traslada.

—Sí —contestó Tom—. El país entero está en marcha. Nosotros también.

—Bueno, imagínate que estas familias y todos los demás… imagínate que no haya trabajo allí para ellos.

—Maldita sea —gritó Tom—, ¿qué quiere que le diga? Yo me limito a poner un pie delante del otro. Es lo que hice durante cuatro años en McAlester, nada más que celda adentro, celda afuera y comedor adentro y comedor afuera. ¡Qué barbaridad, pensé que sería distinto cuando saliera! Allí dentro no te podías permitir el lujo de pensar en nada, para que no te diera un ataque de alegría y ahora tampoco te lo puedes permitir —se volvió hacia Casy—. Ese cojinete se ha salido. No sabíamos que se estaba saliendo, así que estábamos tranquilos. Ahora está fuera y lo vamos a arreglar. Y le juro que es igual para todo lo demás.

No pienso preocuparme. No puedo. Ese trozo pequeño de hierro y antifriccionante, ¿lo ve?, ¿lo ve bien?, pues es la única puñetera cosa que tengo en la cabeza. ¿Dónde diablos estará Al?

Casy dijo:

—Mira, Tom. ¡Qué mierda! Es tan difícil decir cualquier cosa…

Tom levantó la plasta de barro de su mano y la arrojó al suelo. Los bordes de la herida estaban llenos de tierra. Miró de soslayo al predicador.

—Se está preparando para soltar un sermón —dijo Tom—. Venga, adelante. Me gustan los sermones. Había un celador que se pasaba la vida soltando sermones. A nosotros no nos hacía daño y él se quedaba la mar de satisfecho. ¿Qué está intentando decir?

Casy se pellizcó el dorso de los dedos, largos y nudosos.

—Están sucediendo cosas y la gente está haciendo cosas. Esa gente que va poniendo un pie delante del otro, como tú dices, no piensan a dónde van, como tú dices, pero todos llevan la misma dirección, exactamente la misma. Y si te paras a escuchar, podrás oír un movimiento, un deslizarse, un roce y… una inquietud. Están sucediendo cosas de las que la gente que las provoca no tiene ni la menor idea… todavía. Algo va a salir de toda esta gente yendo al oeste, de dejar las granjas abandonadas. Algo va a surgir, que cambiará todo el país.

Tom dijo:

—Yo sigo poniendo un pie cada vez.

—Sí, pero cuando tengas delante una cerca, la vas a saltar.

—Yo salto cercas cuando hay cercas que saltar —replicó Tom.

—Es el mejor sistema —suspiró Casy—. Tengo que admitirlo. Pero hay distintas clases de cercas. Hay gente como yo que salta cercas que aún no se han tendido. Y no lo puede evitar.

—¿No es Al que viene? —preguntó Tom.

—Sí, eso parece
.

Tom se puso en pie y envolvió la biela y las dos mitades del cojinete en un trozo de saco.

—Quiero asegurarme de que la que compremos sea igual —dijo.

El camión se detuvo al borde de la carretera y Al se asomó a la ventana.

—Has tardado un montón —dijo Tom—. ¿Hasta dónde habéis ido?

Al suspiró.

—¿Has sacado la biela?

—Sí —Tom levantó el saco—. El antifriccionante se quebró por las buenas.

—Vaya, no ha sido culpa mía —dijo Al.

—No. ¿A dónde has llevado a los otros?

—Se organizó un lío tremendo —dijo Al—. La abuela empezó a berrear y eso desquició a Rosasharn, que también berreó lo suyo. Escondió la cabeza debajo de un colchón y se echó a llorar. Pero la abuela dejó caer la mandíbula y se puso a aullar como podenco a la luz de la luna. Parece que ha perdido el juicio. Igual que una criatura. No habla con nadie y no parece reconocer a nadie. Pero no para de hablar, como si le hablara al abuelo.

—¿Dónde los dejaste? —insistió Tom.

—Bueno, llegamos a un campamento. Hay sombra y agua corriente. Cuesta medio dólar acampar. Pero estaban todos tan cansados y derrengados y se encontraban tan mal que nos quedamos. Madre dijo que había que parar porque la abuela estaba agotada. Levantaron la tienda de los Wilson y sacaron nuestra lona para que haga las veces de tienda. Creo que la abuela se ha vuelto loca.

Tom observó el sol poniente.

—Casy —dijo—, alguien tiene que quedarse con el coche si no queremos que se lo lleven en trozos. ¿Le importaría?

—Claro que no. Yo me quedaré.

Al cogió una bolsa de papel que había en el asiento.

—Aquí hay algo de pan y carne que manda Madre, y yo tengo un jarro de agua.

—Ella no se olvida de ninguno —dijo Casy.

Tom se sentó al lado de Al.

—Mire —le dijo—, volveremos tan pronto como nos sea posible. Pero no le puedo decir cuánto vamos a tardar.

—Aquí estaré.

—Muy bien. No se suelte sermones a usted mismo. En marcha, Al —el camión se alejó cuando la tarde empezaba a caer—. Es un buen hombre —dijo Tom—. Se pasa el día dando vueltas a las cosas.

—Qué menos… si has sido predicador, creo que lo normal es eso. Padre se puso muy furioso de que cobraran cincuenta centavos solo por acampar debajo de un árbol. No le cabe en la cabeza. Se puso a lanzar juramentos, a decir que en cuanto te descuides te van a vender el aire en pequeños tanques. Pero Madre dijo que tenían que estar cerca de la sombra y el agua por la abuela —el camión traqueteaba por la carretera y ahora que iba descargado, todas sus piezas vibraban y resonaban. Los laterales de la caja del camión, el coche partido, ahora iba fuerte y ligero. Al aceleró hasta treinta y ocho millas por hora y el motor sonó ruidosamente y un humo azul de aceite ardiendo se escapó entre las tablas del suelo.

—Reduce un poco —dijo Tom—. Vas a quemar hasta los cubos de las ruedas.

—¿Qué le preocupa a la abuela?

—No lo sé. Ya has visto que los dos últimos días ha estado como ida, sin hablar una palabra con nadie. Pues ahora grita y habla por los codos, solo que se dedica a hablar con el abuelo. Le grita a él. Da un poco de miedo. Casi le puedes ver ahí sentado riendo entre dientes, riéndose de ella como siempre hacía, manoseándose y haciendo muecas. Parece que ella lo esté viendo allí y le esté echando la bronca. Oye, Padre me ha dado veinte dólares para ti. No sabe cuánto puedes necesitar. ¿Alguna vez habías visto a Madre plantarle cara como hoy?

—No que yo recuerde. Sí que escogí un buen momento para que me dieran la libertad bajo palabra. Pensé que iba a vaguear, levantarme tarde y comer mucho cuando volviera a casa. Planeaba ir a bailar y salir con mujeres… y aún no he tenido tiempo de hacer nada de eso.

Al dijo:

—Se me había olvidado. Madre me dio un montón de recomendaciones para ti. Dijo que no bebieras nada, que no te metieras en discusiones y que no te pelees con nadie. Porque dice que teme que te vuelvan a mandar a prisión.

—Ella tiene un montón de cosas por las que ponerse nerviosa sin necesidad de meterse en mi vida —replicó Tom.

—Bueno, podríamos tomarnos un par de cervezas ¿no? Me muero por beberme una cerveza.

—No sé —dijo Tom—. Si compramos cerveza, a Padre se lo llevarán los demonios.

—Bueno, mira, Tom, yo tengo seis dólares. Podríamos comprar un par de pintas de cerveza y pasarlo bien un rato. Nadie sabe que tengo esos seis dólares. Dios, podríamos corrernos los dos una buena juerga.

—Guárdate esa pasta —dijo Tom—. Cuando lleguemos a la costa la cogemos y nos vamos a armar una buena. Quizá cuando estemos trabajando… —se volvió en el asiento—. No pensé que eras un juerguista. Pensaba que más bien te dedicabas a redimir putas.

—Pero es que aquí no conozco a nadie. Si sigo viajando mucho, me casaré. Cuando lleguemos a California me lo voy a pasar de miedo.

—Eso espero —dijo Tom.

—Tú ya no estás seguro de nada.

—No, de nada.

—Cuando mataste a aquel… ¿alguna vez soñaste con ello? ¿Te preocupaba?

—No.

—¿Y nunca pensaste sobre ello?

—Claro que sí. Sentía que hubiera muerto.

—¿No te culpaste a ti mismo?

—No. Cumplí la condena que me impusieron y mi propia condena.

—¿Fue… muy terrible?

Tom contestó, nervioso:

—Mira, Al. Cumplí la condena y ahora se ha terminado. No quiero volver sobre ello continuamente. Allí delante está el río y allí la ciudad. A ver si conseguimos una biela y a la mierda todo lo demás.

—Madre es muy parcial hacia ti —dijo Al—. Estuvo de duelo cuando te llevaron. Pero todo para ella misma. Como si llorara hacia dentro. Sin embargo, sabíamos en qué pensaba.

Tom tiró de la gorra para protegerse los ojos.

—Atiende, Al. ¿Qué tal si hablamos de otro tema?

—Sólo te estaba diciendo lo que hizo Madre.

—Ya, ya lo sé. Pero… prefiero que no me digas nada. Prefiero limitarme a ir poniendo un pie delante del otro.

Al se refugió en un silencio ofendido.

—Sólo intentaba explicártelo —dijo, transcurrido un momento.

Tom le miró y Al mantuvo la vista fija al frente. El camión aligerado avanzaba ruidosamente dando botes. Los largos labios de Tom se replegaron desde los dientes y él rió quedamente.

—Ya lo sé, Al. Quizá yo esté desquiciado. Puede que alguna vez te hable de todo aquello. Date cuenta, no es más que algo que te gustaría saber, que parece interesante. Pero yo tengo la curiosa noción de que lo mejor para mí sería olvidarlo todo durante una temporada. Quizá cuando pase algo de tiempo lo veré de otra manera. Ahora mismo, si pienso en ello se me revuelven las tripas. Mira, Al, te voy a decir una cosa… la cárcel no es más que una forma de volverle a uno loco lentamente. ¿Entiendes? Se vuelven locos, los ves y los oyes y al poco ya no sabes si tú estás chalado o no. Cuando les da por ponerse a chillar por la noche a veces te parece que eres tú el que chilla… y a veces es así.

Al dijo:

—No volveré a hablar de ello, Tom.

—Treinta días se aguantan —prosiguió Tom—. Y ciento ochenta también. Pero más de un año, no sé. Tiene algo único en el mundo, es retorcido, es una perversión la idea de encerrar a la gente. Bueno ¡al cuerno todo! No quiero hablar de ello. Mira cómo reluce el sol en esas ventanas.

El camión se acercó al área de la estación de servicio; a la derecha de la carretera había un almacén de chatarra, un solar de un acre rodeado por una cerca alta de alambre espinoso, un cobertizo de hierro galvanizado delante, con neumáticos usados amontonados al lado de las puertas y con el precio puesto. Tras el cobertizo había una pequeña chabola construida a base de retales, trozos de madera y pedazos de lata. Las ventanas eran parabrisas empotrados en las paredes. En el solar cubierto de hierba yacían las ruinas, coches con el morro retorcido y metido hacia adentro, coches heridos yaciendo de lado y sin ruedas. Motores oxidándose en el suelo y apoyados en el cobertizo. Un enorme montón de chatarra, guardabarros y laterales de camiones, ruedas y ejes; por encima de todo ello un aire de decadencia, de moho y óxido; hierro retorcido, motores medio destripados, una masa de despojos.

Al condujo el camión por el suelo cubierto de aceite hasta el cobertizo.

Tom bajó y se asomó a la entrada oscura.

—No veo a nadie —dijo, y llamó—: ¿Hay alguien?

—¡Dios!, espero que tengan un Dodge de 1925.

Por detrás del cobertizo golpeó una puerta. El espectro de un hombre se aproximó a través del oscuro cobertizo. Delgado, sucio, la piel manchada de aceite, tensa sobre músculos vigorosos. Le faltaba un ojo, y en la cuenca, descarnada y al descubierto, se movían músculos oculares cuando el ojo sano se movía. Los vaqueros y la camisa estaban tiesos y brillantes de la grasa acumulada y tenía las manos agrietadas, marcadas con líneas profundas, y llenas de cortes. Su labio inferior, pesado y colgante, mostraba una expresión malhumorada.

—¿Es usted el dueño? —preguntó Tom.

El ojo se clavó en él.

—Trabajo para el dueño —respondió, torvo—. ¿Qué quiere?

—¿Tiene restos de algún Dodge de 1925? Necesitamos una biela.

—No lo sé. Si el jefe estuviera aquí, se lo podría decir… pero no está. Se fue a casa.

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