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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (30 page)

—¿Podemos buscar a ver si encontramos algo?

El hombre se sonó la nariz en la palma de la mano y se limpió la mano a los pantalones. —¿Son de por aquí cerca?

—Venimos del este, vamos hacia el oeste.

—Bueno, echen un vistazo. Por mí, como si queman el maldito solar entero.

—No parece que aprecie mucho a su jefe.

El hombre se acercó arrastrando los pies, con el ojo que le quedaba llameando.

—Le odio —dijo en voz baja—. Odio a ese hijo de puta. Ahora se ha ido a casa, a descansar a su casa —las palabras le salían a golpes—. Tiene un modo… tiene un modo de meterse con una persona y destrozarla… el muy hijo de puta. Tiene una hija de diecinueve años, guapa. Me dice: «¿Qué te parecería casarte con ella?» Me lo dice a mí. Y esta noche me dice: «Hay un baile; ¿te gustaría ir?» ¡A mí, me lo dice a mí! —las lágrimas se formaron en sus ojos y cayeron de la roja cuenca vacía—. Juro que algún día, un día me voy a guardar una llave inglesa en el bolsillo. Cuando me dice esas cosas, me mira al ojo. Voy a arrancarle la cabeza del cuello con esa llave, a trozos, poco a poco —jadeó con furia—. Poco a poco, hasta sacársela del cuello.

El sol se ocultó tras las montañas. Al miró los coches destrozados que había en el solar.

—Mira allí, Tom. Ese parece de 1925 ó 1926.

Tom se volvió hacia el tuerto.

—¿Le importa si echamos una ojeada?

—Pues claro que no. Llévense cualquier cosa que les interese.

Caminaron abriéndose paso entre los automóviles muertos hasta llegar a un sedán oxidado que descansaba sobre sus ruedas pinchadas.

—Sí que es de 1925 —exclamó Al—. Oiga, ¿podemos quitar el cárter?

Tom se arrodilló y miró debajo del coche.

—Ya lo han quitado. Falta una biela. Parece que se han llevado una —se retorció para meterse debajo del coche—. Coge una manivela y gírala, Al —él empujó la biela contra el cigüeñal—. Está bloqueado de grasa —Al giró la manivela lentamente—. Despacio —indicó Tom—. Cogió una astilla de madera del suelo y rascó la capa de grasa del cojinete y de sus tornillos.

—¿Cómo está de tenso? —preguntó Al.

—Está un poco flojo, pero no demasiado.

—¿Está muy gastado?

—Tiene bastante relleno. No se lo han llevado todo. Sí, está en buen estado. Dale la vuelta despacio. Bájala, despacio, ¡ya está! Corre al camión y trae las herramientas.

El tuerto dijo:

—Yo les daré una caja de herramientas —se alejó arrastrando los pies entre los coches oxidados y al cabo de un momento regresó con una caja de herramientas de hojalata. Tom buscó hasta dar con una llave fija y se la pasó a Al.

—Sácalo tú. No pierdas relleno ni los tornillos y no te olvides de los pasadores. Date prisa. Ya se está yendo la luz.

Al reptó bajo el coche.

—Tenemos que comprarnos llaves de estas de agujero fijo —gritó—. Con la llave inglesa no vamos a ninguna parte.

—Dame un grito si necesitas que te eche una mano —dijo Tom.

El tuerto se quedó por allí, con su aire de desamparo.

—Si quieren, les ayudo —ofreció—. ¿Sabe lo que ha hecho ese hijo de puta? Viene aquí con pantalones blancos y me dice: «Venga, vámonos al yate.» Juro que un día le voy a abrir la cabeza —respiró pesadamente—. No he salido con una mujer desde que perdí el ojo. Y él me dice cosas así —los lagrimones abrían canales en la suciedad a los lados de la nariz.

Tom dijo con impaciencia:

—¿Por qué no deja esto? Nadie le vigila para que no se vaya.

—Sí, eso es fácil decirlo. Conseguir trabajo no es tan fácil… para un tuerto.

Tom se encaró con él.

—Mira, tío, llevas ese ojo abierto de par en par. Y estás sucio, apestas. Tú te lo buscas. Es lo que te gusta, te permite sentir compasión por ti mismo. Pues claro que no hay mujer que vaya contigo con ese ojo vacío aleteando a su aire. Tápalo y lávate la cara. Tú no vas a atizarle a nadie con una llave.

—Te digo que un tuerto lo tiene difícil —insistió el hombre—. No puede ver las cosas como las ven los demás. No se calcula la distancia a la que están las cosas. Todo está en un solo plano.

Tom replicó:

—Eres un cuentista. Mira, yo conocí a una puta que solo tenía una pierna. ¿Te crees que lo hacía por dos perras en un callejón? Te aseguro que no. Al contrario, cobraba medio dólar extra. Ella decía: ¿Con cuántas mujeres que solo tuvieran una pierna te has acostado? Con ninguna. Vale, decía, pues aquí tienes algo muy especial y te va a costar medio dólar extra. Y se lo daban, faltaría más, y los que se lo daban salían satisfechos pensando que eran tíos con suerte. Ella decía que daba buena suerte. Y conocí a un jorobado en… en un sitio donde estuve. Se ganaba la vida dejando que la gente le tocara la joroba para que le diera suerte. ¡Dios mío!, a ti solo te falta un ojo.

El hombre dijo vacilante:

—Es que cuando ves a la gente apartarse de ti, eso puede contigo.

—Tápalo, maldita sea. Lo vas pregonando, lo paseas como el culo de una vaca. Te gusta compadecerte. A ti no te pasa nada. Cómprate unos pantalones blancos. Apuesto a que te dedicas a emborracharte y a llorar en la cama. ¿Necesitas ayuda, Al?

—No —respondió—. Ya está suelto el cojinete. Estoy intentando bajar el pistón.

—No te vayas a dar un golpe —dijo Tom.

El tuerto preguntó quedamente:

—¿Crees que… le podría gustar a alguien?

—Pues claro —respondió Tom—. Diles que te ha crecido el pito desde que perdiste el ojo.

—¿A dónde os dirigís vosotros?

—A California. Toda la familia. Vamos a buscar trabajo por allí.

—¿Crees que un tipo como yo podría conseguir trabajo? ¿Con un parche negro en el ojo?

—¿Por qué no? No estás tullido.

—¿Podría ir con vosotros?

—¡No! Vamos tan cargados que no podemos movernos. Vete de otra forma. Arregla una de estas ruinas y vete solo.

—Sí, quizá lo haga —dijo el tuerto.

Se oyó un ruido de metal chocando.

—Ya lo tengo —anunció Al.

—Sácalo, vamos a ver cómo está —Al le alcanzó el pistón y la biela y la mitad inferior del cojinete.

Tom limpió la superficie del antifriccionante y lo observó por el lado.

—A mí me parece que está bien —dijo—. Oye, si tuviéramos un farol podríamos montarlo esta noche.

—Escucha, Tom —dijo Al—. No tenemos abrazaderas. Será difícil poner los anillos, sobre todo por debajo.

Tom replicó:

—Una vez me dijo uno que no hay más que atar alambre fino de latón alrededor del anillo para sujetarlo.

—Sí, y ¿cómo sacas luego el alambre?

—No se saca. Se funde y no le perjudica.

—El alambre de cobre sería mejor.

—No es lo bastante fuerte —dijo Tom. Se volvió hacia el tuerto—. ¿Tienes alambre fino de latón?

—No sé. Creo que hay un carrete por algún lado. ¿De dónde crees que puedo sacar un parche de esos que llevan algunos?

—No sé —respondió Tom—. Mira a ver si encuentras el alambre.

En el cobertizo de hierro rebuscaron en las cajas hasta encontrar el carrete. Tom colocó la biela en un torno y enrolló el alambre cuidadosamente alrededor de los anillos del pistón, forzándolos hasta que se encajaron hasta el fondo en las ranuras, y golpeó el alambre con el martillo hasta aplanarlo en donde se retorcía; luego giró el pistón y golpeó el alambre todo alrededor hasta alisar los lados del pistón. Pasó el dedo arriba y abajo asegurándose de que los anillos y el alambre quedaban parejos con los lados. Apenas se veía en el cobertizo. El tuerto cogió una linterna y dirigió su luz al trabajo.

—Ya está —dijo Tom—. Oye, ¿cuánto por esa linterna?

—No es gran cosa. Tiene pilas nuevas que costaron quince centavos. Te la dejo por… venga, treinta y cinco centavos.

—Bien. ¿Y qué te debemos por la biela y el pistón?

El tuerto se rascó la frente con los nudillos y una franja de porquería se le desprendió.

—La verdad es que no lo sé. Si el jefe estuviera aquí, habría ido a mirar un catálogo de piezas para averiguar lo que vale una nueva, y mientras trabajabas, se habría enterado de hasta qué punto la necesitabais y cuánta pasta tienes, y luego —pon que en el catálogo pusiera ocho dólares— te pediría cinco dólares. Si montaras un escándalo, te la llevarías por tres. Tú te quejas de mí, pero te juro que él es un hijo de puta. Se entera de cuánta falta os hace. Le he visto sacar más por una palanca de diferencial de lo que paga por un coche entero.

—Sí, sí. Pero, ¿cuánto te doy por esto?

—Bueno, dame un dólar.

—De acuerdo, y te voy a dar veinticinco centavos por esta llave fija. Hace el trabajo el doble de fácil —le dio el dinero—. Gracias. Y tápate ese puñetero ojo.

Tom y Al montaron en el camión. Era noche cerrada. Al puso en marcha el motor y encendió las luces.

—Hasta otra —gritó Tom—. Nos veremos en California, quizá —dieron la vuelta en la carretera y empezaron el camino de vuelta.

El tuerto los vio irse y después caminó a través del cobertizo hasta su chabola. El interior estaba oscuro. Llegó tanteando al colchón que estaba en el suelo, se estiró en él y se echó a llorar, y el silbido de los coches pasando por la carretera solo sirvió para fortalecer los muros de su soledad.

Tom dijo:

—Si me hubieras dicho que esta noche tendríamos la pieza, y encima montada, habría dicho que estabas chalado.

—Seguro que la ponemos bien —dijo Al—. Pero tienes que hacerlo tú. A mí me daría miedo por si la pongo demasiado apretada y se quema, o demasiado floja y se sale.

—Yo la pondré —accedió Tom—. Si se vuelve a salir, se vuelve a salir y en paz. Yo no tengo nada que perder.

Al intentó ver en el crepúsculo. Las luces apenas atravesaban la oscuridad; pero delante, los ojos de un gato cazador relucieron verdes reflejados en las luces.

—Le echaste una buena bronca a ese tío —comenzó Al—, diciéndole lo que tiene que hacer con su vida.

—Maldita sea, lo estaba pidiendo a gritos. Allí consolándose a sí mismo porque solo tiene un ojo, culpándole al ojo de todo. Es un vago, y un marrano. Tal vez pueda salir de eso si se entera de que se le ve el plumero.

Al continuó:

—Tom, yo no hice nada para que se quemara el cojinete.

Tom permaneció en silencio un momento; luego dijo:

—Te voy a hablar claro, Al. Te preocupas la leche, temiendo que alguien te eche la culpa de algo. Ya sé lo que te pasa. Un chico joven, lleno de energía, quieres ser todo el tiempo un tío cojonudo. Pero, Al, maldita sea, no te pongas en guardia si nadie te ataca, y no tendrás ningún problema.

Al no respondió. Miró fijo al frente. El camión traqueteaba y botaba ruidoso por la carretera. Un gato salió disparado de la orilla y Al viró para pillarlo, pero las ruedas fallaron y el gato saltó a la hierba.

—Casi lo pillo —dijo Al—. Oye, Tom, ¿has oído a Connie hablar de que va a estudiar por las noches? He estado pensando que quizá yo también podría estudiar. Ya sabes, radio, o televisión o motores Diesel. Uno puede empezar a abrirse camino así.

—Podría ser —dijo Tom—. Primero entérate de lo que te van a clavar por las lecciones. Y plantéate en serio si te las vas a estudiar. Había algunos en McAlester que tomaban lecciones por correspondencia. No conocí a ninguno que llegara a terminar. Se hartaban y lo dejaban correr.

—Dios Todopoderoso, nos olvidamos de comprar algo de comer.

—Bah, Madre te dio cantidad; el predicador no ha podido comérselo todo. Seguro que algo queda. Me pregunto cuánto vamos a tardar en llegar a California.

—No tengo ni puñetera idea. Tú dale caña.

Se quedaron callados y la oscuridad se extendió y las estrellas eran brillantes y blancas.

Casy salió del asiento trasero del Dodge y caminó calmoso hasta el borde de la carretera, donde se había detenido el camión.

—No pensaba que volveríais tan pronto —dijo.

Tom agrupó las piezas que traía en el saco en el suelo.

—Tuvimos suerte —dijo—. También compramos una linterna. Vamos a arreglarlo ahora mismo.

—Os dejasteis la cena —recordó Casy.

—Comeré cuando acabe. Al, apártate un poco más de la carretera y ven a sujetarme la linterna —Tom se encaminó directamente al Dodge y se metió debajo de espaldas. Al se tumbó sobre el estómago y apuntó la luz de la linterna—. No me alumbres a los ojos. Súbela un poco —Tom introdujo el pistón en el cilindro, torciéndolo y dándole vueltas. El alambre de latón se enganchó un poco en la pared del cilindro. Con un empujón brusco hizo pasar los anillos—. Es una suerte que esté flojo; de lo contrario, la compresión lo pararía. Creo que va a funcionar bien.

—Espero que el alambre no tapone los anillos —dijo Al.

—Bueno, para eso lo aplané a martillazos. No se saldrá. Creo que nada más ponerse en marcha se fundirá y dará a los lados un baño de latón.

—¿Crees que puede rayar los lados?

Tom se echó a reír.

—Esas paredes aguantarán. Ya traga más aceite que la madriguera de una ardilla. Un poco más no le hará daño —deslizó la biela por el cigüeñal y comprobó la mitad inferior—. Admite más relleno —llamó—: ¡Casy!

—Sí.

—Ahora voy a poner el cojinete. Saque esa manivela y gírela despacio cuando yo le diga —apretó los tornillos—. Ahora. Déle la vuelta lentamente —conforme el angular cigüeñal giraba apretó el cojinete contra él—. Demasiado relleno —dijo Tom—. Pare un momento, Casy—. Quitó los tornillos, sacó piezas finas de relleno de ambos lados y volvió a apretar los tornillos—. Pruebe otra vez, Casy —él volvió a colocar la biela—. Aún está un poco floja. No sé si quedaría demasiado prieta si saco más relleno… Voy a probar —una vez más quitó los tornillos y sacó otro par de láminas finas—. Inténtelo ahora, Casy.

—Tiene buen aspecto —dijo Al.

Tom gritó:

—¿Cuesta más girarlo ahora, Casy?

—No, creo que no.

—Bueno, creo que ha quedado bien. A ver si es verdad. No se puede afilar el antifriccionante sin herramientas. Esta llave de tuerca lo facilita un montón.

Al dijo:

—El dueño de aquel almacén va a ponerse bien furioso cuando busque una llave de esa medida de tuerca y no la encuentre.

—Ése es su problema —dijo Tom—. Nosotros no la hemos robado —empujó los pasadores y dobló los extremos hacia afuera—. Creo que así está bien. Oiga, Casy, sujete la linterna mientras yo y Al subimos el cárter.

Casy se puso de rodillas y cogió la linterna. Alumbró a las manos que ajustaban la junta en su sitio y llenaban los agujeros con los tornillos del cárter. Los dos hombres tensaron sus músculos ante el peso del cárter, apretaron los tornillos de los extremos y después los otros; y cuando estaban todos enganchados, Tom los fue apretando poco a poco hasta que el cárter se ajustó nivelado a la junta y los apretó fuerte contra las tuercas.

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