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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (27 page)

—No, queremos comprar diez centavos de pan. Lo tenemos estrictamente calculado para llegar hasta California.

—Puede quedársela por diez centavos —dijo Mae, con acento resignado.

—Eso sería robarle, señora.

—Cójalo, venga… Al dice que se lo quede —empujó la barra envuelta por encima del mostrador. El hombre sacó de su bolsillo trasero una bolsa de cuero oscuro, desató las cuerdas y la abrió. Pesaba, llena de monedas grandes y billetes grasientos.

—Les parecerá extraño que sea tan agarrado —se disculpó—. Nos quedan mil millas por delante y no sabemos si conseguiremos llegar —hurgó en la bolsa con el dedo índice, encontró una moneda de diez centavos y la cogió. Al ponerla en el mostrador vio que había sacado un centavo al mismo tiempo. Estaba a punto de guardarlo de nuevo en la bolsa cuando su mirada cayó sobre los niños, paralizados ante el mostrador de los caramelos. Se acercó con calma a ellos. Señaló unos palos de menta, rayados, que había en la caja.

—¿Esos caramelos son de a centavo, señora?

Mae se acercó y miró.

—¿Cuáles?

—Esos de ahí, de rayas.

Los pequeños levantaron los ojos hacia el rostro de Mae y dejaron de respirar; tenían la boca ligeramente abierta y rígidos los cuerpos medio desnudos.

—¡Ah!, esos. No, no… son dos por un centavo.

—Bien, déme dos, señora —depositó el centavo de cobre cuidadosamente sobre la barra. Los niños dejaron escapar el aliento contenido suavemente. Mae les ofreció los dos palos largos de caramelo.

—Cogedlos —animó el hombre.

Alargaron la mano con timidez, cada uno cogió un palo y los sujetaron pegados a sus lados sin mirarlos. Pero se miraron el uno al otro y las comisuras de sus labios mostraron, vergonzosos, una sonrisa rígida.

—Gracias, señora —el hombre cogió el pan y salió, con los niños marchando estirados detrás de él, sosteniendo los palos a rayas rojas pegados estrechamente contra sus piernas. Saltaron como ardillas por encima del asiento delantero y se acomodaron encima de la carga, y desaparecieron de la vista como ardillas en una madriguera.

El hombre se sentó, puso en marcha el coche y, con un motor rugiente y una nube de aceitoso humo azul, el viejo Nash volvió a la carretera y siguió adelante hacia el oeste.

Desde el interior del restaurante, los camioneros, Mae y Al les siguieron con los ojos. Bill fue el primero en reaccionar.

—Esos caramelos no eran dos por un centavo —dijo.

—¿Acaso es asunto tuyo? —replicó Mae torvamente.

—Cada uno vale cinco centavos —insistió Bill.

—Hay que ponerse en marcha —dijo al otro—. Se nos está yendo el tiempo —buscaron en sus bolsillos. Bill dejó una moneda en la barra y su compañero la miró, volvió a buscar en su bolsillo y puso otra moneda. Se volvieron y caminaron hacia la puerta.

—Hasta otra —dijo Bill.

Mae le llamó:

—¡Eh! Espera un momento. Te dejas el cambio.

—Vete al cuerno —dijo Bill, y la puerta se cerró con un golpe.

Mae les contempló mientras montaban en el enorme camión, y este empezaba a moverse lento en primera; luego oyó el chirrido al cambiar marchas y el camión alcanzó su velocidad de crucero.

—Al… —llamó suavemente.

Él levantó la vista de la hamburguesa que estaba aplastando y envolviendo entre papeles encerados.

—¿Qué pasa?

—Mira —ella señaló las monedas que habían quedado junto a las tazas: dos de medio dólar. Al se acercó y miró, y luego volvió a su trabajo.

—Camioneros —dijo Mae reverentemente— y después de ellos parásitos.

Las moscas daban pequeños topetazos contra la tela metálica y se alejaban zumbando. El compresor resopló un poco y luego calló. Por la 66 corría el tráfico, camiones, coches finos de línea aerodinámica y cacharros; y pasaban con un silbido ominoso. Mae recogió los platos y sacudió las migas de pastel en un cubo. Encontró un paño húmedo y limpió la barra con movimientos circulares. Sus ojos seguían en la carretera, por donde la vida pasaba silbando.

Al se secó las manos en el delantal. Miró un papel pegado en la pared, encima de la parrilla. Había en el papel tres líneas de marcas en columnas. Al contó la línea más larga. Caminó por detrás del mostrador hasta la caja, marcó la tecla de No Venta y sacó un puñado de monedas de cinco centavos.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mae.

—El número tres está a punto de soltar el premio —dijo Al. Se dirigió a la tercera máquina tragaperras y fue metiendo sus monedas y a la quinta vez que giraron las ruedas, las tres barras subieron y el fondo se disparó. Al reunió el gran puñado de monedas y volvió al mostrador. Las dejó caer en la caja registradora y la cerró de golpe. Entonces volvió a su sitio y tachó la línea de puntos.

—Juegan más en la número tres que en las otras —comentó—. Quizá debería irlas alternando —levantó una tapadera y removió el estofado que hervía a fuego lento.

—Me pregunto qué harán cuando lleguen a California —dijo Mae.

—¿Quiénes?

—Estos que acaban de pasar por aquí.

—Sabe Dios —replicó Al.

—¿Crees que encontrarán trabajo?

—¿Cómo diablos quieres que lo sepa? —preguntó Al.

Ella miró con fijeza hacia el este, a la carretera.

—Aquí viene uno de transportes, doble. ¿Pararán? Espero que sí —y mientras el gigantesco camión se salía pesadamente de la carretera y se detenía, Mae cogió el paño y limpió la barra en toda su longitud. También le dio un par de friegas a la reluciente máquina de café y subió el gas de la máquina. Al sacó un puñado de rabanitos y comenzó a pelarlos. El semblante de Mae expresaba alegría cuando la puerta se abrió y entraron los dos camioneros uniformados.

—¿Qué hay, hermana?

—Para ningún hombre soy yo una hermana —replicó Mae. Se echaron a reír y Mae también rió—. ¿Qué vais a tomar, muchachos?

—Una taza de café. ¿Qué pasteles tienes?

—Crema de piña, de plátano, de chocolate y tarta de manzana.

—Dame uno de manzana. No, espera, ¿de qué es eso grande y gordo?

Mae levantó el pastel y lo olió.

—De crema de piña —respondió. —Bueno, córtame un trozo de ese. Los coches corrían con un silbido siniestro por la carretera 66.

Capítulo XVI

L
os Joad y los Wilson continuaron juntos hacia el oeste: El Reno y Bridgeport, Clinton, Elk City, Sayre y Texola. Allí alcanzaron la frontera y dejaron atrás Oklahoma. Ese día los coches avanzaron sin pausa por el Panhandle de Tejas. Shamrock y Alanreed, Groom y Yarnell. Pasaron por Amarillo al final de la tarde, siguieron adelante demasiado y cuando acamparon ya anochecía. Estaban cansados, polvorientos, muertos de calor. La abuela tuvo convulsiones causadas por la alta temperatura y se encontraba débil cuando se detuvieron. Esa noche Al robó un tablón de una cerca y lo colocó como una viga sobre el camión, enganchándolo a ambos extremos. Esa noche no comieron más que unas galletas, duras y frías, que habían guardado del desayuno. Cayeron como muertos en los colchones y durmieron con la ropa puesta. Los Wilson ni siquiera montaron la tienda de campaña.

Los Joad y los Wilson volaron por el Panhandle, de campos grises y ondulantes, señalados y atravesados por las huellas de viejas inundaciones. Volaron saliendo de Oklahoma y a través de Tejas. Las tortugas avanzaban lentas entre el polvo y el sol azotaba la tierra, que despedía una ola de calor de sí misma cuando en el crepúsculo el calor abandonaba el cielo.

Durante dos días, las dos familias corrieron sin cesar, pero al llegar el tercer día las distancias se hicieron demasiado grandes y les obligaron a adoptar una nueva técnica de vida; la carretera se transformó en su hogar y el movimiento en su medio de expresión. Poco a poco se fueron acomodando a una vida distinta. Primero Ruthie y Winfield, después Al, luego Connie y Rose of Sharon y, por último, los mayores. La tierra oscilaba como si de un oleaje inmóvil se tratara. Wildorado, Vega, Bosie y Glenrio: fin de Tejas. Al frente Nuevo Méjico y las montañas, que se elevaban, en la lejanía, contra el cielo. Y las ruedas de los coches rechinaban al tomar las curvas, los motores se recalentaban y el vapor salía despedido por los bordes de las tapas de los radiadores. Llegaron penosamente al río Pecos y lo cruzaron por Santa Ana. Y siguieron otras veinte millas.

Al Joad conducía el turismo, y junto a él viajaban su madre y Rose of Sharon. Delante de ellos se arrastraba el camión. El cálido aire se plegaba en olas encima de la tierra y las montañas se estremecían en el calor. Al conducía lánguidamente, acurrucado en el asiento, la mano relajada encima de la barra que cruzaba el volante; llevaba el sombrero gris inclinado sobre un ojo, dándole un aire increíblemente presumido; mientras conducía, se volvía y escupía por el lado de vez en cuando.

Madre, a su lado, había juntado las manos en su regazo y se había retirado a un lugar desde el que poder resistir el cansancio. Con el cuerpo relajado, dejaba a este y a la cabeza oscilar libremente con el movimiento del coche. Entrecerraba los ojos fijos en las montañas. Rose of Sharon se abrazaba contra el movimiento del coche, con los pies apretados contra el suelo y su codo derecho apoyado con firmeza en la puerta. Su rostro rollizo se tensaba ante el bamboleo y su cabeza oscilaba bruscamente porque los músculos del cuello estaban tensos. Trataba de arquear todo su cuerpo hasta formar un recipiente rígido en el que proteger al feto de los golpes. Volvió la cabeza hacia su madre.

—Madre —dijo. Los ojos de Madre recobraron su luz y ella dirigió su atención a Rose of Sharon. Contempló el rostro tenso, cansado, lleno, y sonrió—. Madre —dijo la muchacha—, cuando lleguemos, vais a recoger fruta todos y a vivir como en el campo, ¿verdad?

Madre sonrió con un poco de sarcasmo.

—Aún no hemos llegado —dijo—. No sabemos cómo va a ser. Hay que esperar a verlo.

—Yo y Connie no queremos vivir en el campo —dijo la joven—. Ya tenemos pensado lo que vamos a hacer.

Por un momento una leve preocupación asomó en el semblante de Madre.

—¿No os quedáis con nosotros, con la familia? —preguntó.

—Bueno, Connie y yo hemos estado hablando de todo esto. Madre, queremos vivir en una ciudad —continuó, excitada—: Connie conseguirá trabajo en una tienda o quizá en una fábrica. Y va a estudiar en casa, puede que radio, hasta convertirse en un experto y poder tener más adelante su propia tienda. E iremos al cine siempre que nos apetezca. Y Connie dice que cuando yo vaya a tener el niño vendrá un médico; y que según cómo vaya la cosa, iré a un hospital. Vamos a tener un coche, uno pequeño. Y después de que él estudie por la noche, pues… será bonito, Connie arrancó una página de un «Historias de amor del Oeste» y va a pedir que le envíen información para hacer un curso, porque mandar la hoja no cuesta nada. Lo dice allí, en el cupón. Yo lo he visto. Y, fíjate, cuando haces ese curso hasta te consiguen un trabajo, es un curso de radios, un trabajo limpio y agradable, y con futuro. Vamos a vivir en la ciudad para ir al cine cuando queramos y… bueno, yo tendré una plancha eléctrica y las cosas para el bebé serán todas nuevas. Connie dice que será todo nuevo, blanco y… Bueno, ya has visto las cosas que hay para bebés en el catálogo. Quizá justo al principio, mientras Connie tenga que estudiar en casa, no será tan fácil, pero… bueno, para cuando llegue el niño, quizá haya terminado de estudiar y tengamos una casa, pequeñita. Nada lujoso, pero queremos que esté bien para el niño… —su rostro brillaba de entusiasmo—. Y pensé… bueno, pensé que quizá podríamos todos ir a vivir a la ciudad y cuando Connie tenga la tienda… a lo mejor Al podría trabajar para él —los ojos de Madre no habían abandonado ni un instante la cara sonrojada. Madre vio crecer la estructura y la siguió.

—No queremos que estés lejos de nosotros —dijo—. No es bueno que las familias se separen.

—¿Yo, trabajar para Connie? —bufó Al—. ¿Qué tal si Connie trabaja para mí? ¿Se cree que es el único cabrón que puede estudiar por la noche?

De pronto, Madre pareció comprender que todo era un sueño. Volvió la cabeza de nuevo hacia adelante y relajó el cuerpo, pero la leve sonrisa quedó flotando alrededor de sus ojos.

—Me pregunto cómo se encontrará hoy la abuela —dijo.

Al se puso tenso al volante. El motor había empezado a vibrar ligeramente. Aumentó la velocidad y la vibración creció al tiempo. Retardó el encendido y escuchó y luego aceleró un momento y escuchó. La vibración creció hasta convertirse en un golpeteo metálico. Al tocó el claxon y sacó el coche de la carretera. Delante, el camión frenó y dio marcha atrás lentamente. Tres coches pasaron a toda velocidad, hacia el oeste, los tres hicieron sonar la bocina y el último conductor se inclinó hacia afuera y gritó: ¿Se creen que este es sitio para parar?

Tom acercó el camión, se bajó y se dirigió al turismo. Desde la parte trasera del cargado camión varias cabezas miraron hacia abajo. Al retardó el encendido y escuchó el motor al ralentí.

—¿Qué ocurre, Al? —preguntó Tom.

Al aceleró el motor.

—Escucha.

El golpeteo se hizo más audible.

Tom lo escuchó.

—Adelanta el encendido y sube el ralentí —dijo—. Él abrió el capó y metió la cabeza dentro.

—Ahora acelera —escuchó un segundo y luego cerró el capó.

—Sí, Al, creo que tienes razón —dijo.

—El cojinete de la biela, ¿verdad?

—Eso parece —dijo Tom.

—Le puse aceite en abundancia —protestó Al.

—Bueno, pues no le ha llegado. Ahora está más seco que una mona. Mira, lo único que se puede hacer es sacarla. Yo voy a seguir un poco hasta encontrar algún lugar llano donde acampar. Tú sígueme muy despacio. Que no se vaya a romper el cárter.

—¿Es serio? —preguntó Wilson.

—Mucho —respondió Tom y, tras subir al camión, se puso en marcha y avanzó lentamente.

—No sé por qué se ha salido —dijo Al—. Yo le puse bien de aceite —Al sabía que la culpa era suya. Sintió que les había fallado.

—No ha sido culpa tuya —dijo Madre—. Tú lo has hecho todo bien —y luego preguntó un poco tímidamente—: ¿Es de verdad tan grave?

—Bueno, es difícil sacarla y necesitamos una biela nueva o un antifriccionante para esta —lanzó un profundo suspiro—. Te aseguro que me alegro de que Tom esté aquí. Yo nunca he ajustado un cojinete. Espero que Tom lo haya hecho.

Había junto a la carretera un enorme cartel de anuncio rojo, un poco más adelante, que proyectaba una gran sombra rectangular. Tom desvió el camión, salió de la carretera y pasó la cuneta, poco profunda y se estacionó a la sombra. Bajó y esperó que llegara Al.

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