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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (32 page)

El propietario se inclinó en la silla para ver mejor al hombre sucio y andrajoso. Se rascó entre los pelos grises del pecho. Dijo con frialdad:

—¿No será usted uno de esos agitadores? ¿De esos charlatanes que rodean a los jornaleros?

Y el hombre gritó:

—Le juro por Dios que no.

—Hay muchos de esos —dijo el propietario—. Van de un sitio a otro montando bronca. Soliviantando a la gente. Metiéndoles mentiras en la cabeza. Son muchos los que hay. Llegará el día en que los atemos, a todos esos agitadores, y los echemos del país. Si uno quiere trabajar, bien. Si no, que se vaya al cuerno. Pero no le vamos a consentir que vaya mareando y causando problemas.

El hombre roto recuperó su sobriedad.

—He intentado advertirles —dijo—. De algo que tardé un año en comprender. Dos hijos y mi mujer tuvieron que morir para que me diera cuenta. Pero no se lo puedo contar a ustedes. Debí haberlo sabido. Nadie me pudo convencer a mí tampoco. No les puedo hablar de mis pequeños, acostados en la tienda con los vientres hinchados y nada más que piel cubriendo sus huesos; temblaban y gimoteaban como cachorrillos y yo corriendo como loco de aquí para allá, buscando trabajo, no por dinero, ¡no por salario! —gritó—. Dios mío, solo por una taza de harina y una cucharada de manteca. Y luego vino el forense. «Estos niños han muerto de un fallo cardíaco», dijo. Lo escribió en el papel. Ellos tiritaban con los vientres hinchados como la vejiga de un gorrino.

El círculo estaba en silencio, las bocas ligeramente entreabiertas. Los hombres respiraban agitados y observaban.

El hombre miró dando la vuelta al círculo y luego se volvió y se alejó rápidamente en la oscuridad. La negrura lo absorbió, pero sus pasos arrastrados se pudieron oír mucho tiempo después de que se hubiera ido, pasos por la carretera; un coche se acercó y sus faros iluminaron al hombre andrajoso que iba arrastrando los pies, con la cabeza colgando baja y las manos en los bolsillos de su chaqueta negra.

Los hombres estaban incómodos. Uno dijo:

—Bueno, se hace tarde. Habrá que ir a dormir un poco.

El propietario comentó:

—Seguramente era un vago. Hay por las carreteras un montón de vagos desgraciados —y luego calló. Y echó la silla atrás apoyándola en la pared y se tocó el cuello con los dedos.

Tom dijo:

—Voy un momento a ver a Madre y luego nos vamos —los Joad se alejaron.

Padre dijo:

—¿Creéis que decía la verdad el tipo ese?

El predicador respondió:

—Pues claro que decía la verdad. Lo que es la verdad para él. No se inventaba nada.

—¿Qué hay de nosotros? —exigió Tom—. ¿Es esa la verdad para nosotros?

—No lo sé —contestó Casy.

—No lo sé —dijo Padre.

Caminaron hasta la tienda, la lona extendida encima de una cuerda. El interior estaba oscuro y silencioso. Al acercarse, una mancha gris se agitó junto a la puerta y adquirió estatura humana. Madre salió a recibirles.

—Todos duermen —dijo—. Por fin la abuela se quedó traspuesta —entonces vio que era Tom—. ¿Cómo has llegado aquí? —exigió saber ansiosamente—. ¿No os habréis metido en líos?

—Ya tenemos el coche arreglado —dijo Tom—. Estamos listos para salir cuando queráis.

—Doy gracias a Dios por eso —dijo Madre—. Estoy deseando seguir. Quiero llegar a la tierra rica y verde. Quiero llegar pronto.

Padre carraspeó.

—Había un tipo que estaba contándonos…

Tom le agarró del brazo y le dio un tirón.

—Es curioso lo que cuenta —interrumpió Tom—. Dice que hay muchísima gente en la carretera.

Madre intentó verles en la oscuridad. Dentro de la tienda Ruthie tosió y soltó un bufido en el sueño.

—Los he lavado —dijo Madre—. Es la primera vez que tenemos agua suficiente para darles un repaso. He dejado los cubos fuera para que os lavéis vosotros también. No hay manera de mantener nada limpio estando en la carretera.

—¿Todos están dentro? —preguntó Padre.

—Todos menos Connie y Rosasharn. Se fueron a dormir al raso: dicen que hace demasiado calor para dormir a cubierto.

—Esta Rosasharn se está volviendo la mar de asustadiza y quisquillosa.

—Espera el primero —disculpó Madre—. Ella y Connie están muy ilusionados. Tú estabas igual.

—Ahora nos vamos —dijo Tom—. Nos detendremos un poco más adelante. Estad atentos por si no os vemos. Estaremos a la derecha de la carretera.

—¿Al se queda?

—Sí. El tío John viene con nosotros. Buenas noches, Madre.

Se alejaron atravesando el campamento dormido. Delante de una tienda ardía un fuego bajo y caprichoso y una mujer vigilaba una olla donde se guisaba un desayuno temprano. El olor de judías cocidas era fuerte y agradable.

—Me gustaría comer un plato de eso —dijo Tom cortésmente al pasar.

La mujer sonrió.

—No están hechas aún; si no, serías bienvenido —dijo—. Pásate por aquí al alba.

—Gracias, señora —replicó Tom. Él, Casy y el tío John pasaron por delante del porche. El propietario seguía sentado en la silla y el farol silbaba y relucía. Les miró mientras pasaban—. Se está quedando sin gas —dijo Tom.

—Bueno, de todas formas ya es hora de cerrar.

—No más medios dólares por hoy, ¿no? —volvió a hablar Tom.

Las patas de la silla golpearon en el suelo.

—No te vayas de la lengua conmigo. Me acuerdo de ti. Eres uno de esos agitadores.

—Tiene toda la razón —replicó Tom—. Soy un bolchevique.

—Hay demasiados desgraciados como tú por aquí.

Tom se rió mientras cruzaban la puerta y subían al Dodge… Cogió un puñado de tierra y lo arrojó a la luz. Vieron cómo se estrellaba en la casa y el propietario se ponía en pie de un salto y escudriñaba en la oscuridad. Tom puso el coche en marcha y enfiló la carretera. Escuchó el rugido del motor con atención para detectar estallidos. La carretera se extendía difusa bajo las débiles luces del coche.

Capítulo XVII

L
os coches de los emigrantes que salían de las carreteras secundarias fueron desembocando en la gran carretera que atravesaba el país y tomaron la ruta migratoria hacia el oeste. Durante el día corrían como insectos en dirección oeste; y cuando la oscuridad les alcanzaba, se reunían como insectos, refugiándose junto al agua. Se arrimaban juntos porque todos estaban solos y confusos, porque todos provenían de un lugar de tristeza y preocupación y derrota y porque todos se dirigían a un sitio nuevo y misterioso; hablaban juntos; compartían sus vidas, su comida y las esperanzas que tenían puestas en su destino. Así, se daba el caso de que una familia acampaba a la orilla de un arroyo, y otra acampaba allí por el arroyo y por la compañía, y una tercera lo hacía porque dos familias habían sido pioneras en la acampada y habían encontrado que era un buen lugar. Y al ponerse el sol, quizá se hubieran reunido allí veinte familias con sus veinte coches.

Al atardecer ocurría algo extraño: las veinte familias se convertían en una sola, los niños acababan siendo hijos de todos. La pérdida del hogar se transformaba en una única pérdida y el sueño dorado del oeste era un solo sueño. Y podía ser que la enfermedad de un niño llenara de desesperanza los corazones de veinte familias, de un centenar de personas; que un parto en una tienda tuviera aturdidas y calladas a cien personas a lo largo de la noche y les invadiera por la mañana la dicha del nacimiento. Una familia que la noche anterior se sentía perdida y atemorizada rebuscaría entre sus pertenencias para encontrar un regalo para el recién nacido. A la caída de la tarde, sentadas alrededor de las hogueras, las veinte llegaban a ser una. Se integraban en las unidades de los campamentos, de los atardeceres y de las noches. Aparecía una guitarra envuelta en una manta… y las canciones, que eran de todos, sonaban en las noches. Los hombres cantaban las letras y las mujeres tarareaban las melodías.

Todas las noches se creaba un mundo, completo, con todos los elementos: se hacían amistades y se juraban enemistades; un mundo completo con fanfarrones y cobardes, con hombres tranquilos, hombres humildes, hombres bondadosos. Todas las noches se establecían las relaciones que conforman un mundo; y todas las mañanas el mundo se desmontaba como un circo.

Al principio las familias levantaban y desmantelaban los mundos con timidez, pero paulatinamente hicieron suya la técnica de construir mundos. Entonces surgieron líderes, se hicieron leyes y aparecieron los códigos. Y conforme los mundos se movían hacia el oeste, eran más completos y estaban mejor equipados, porque los constructores tenían más experiencia.

Las familias aprendieron los derechos que debían respetar: el derecho a la intimidad en la tienda; a mantener los pasados negros ocultos en sus corazones; el derecho a hablar y a escuchar; a rehusar o aceptar ayuda, a ofrecerla o no; el derecho de un hijo a cortejar y de una hija a ser cortejada; el derecho del hambriento a recibir alimento; los derechos de las mujeres embarazadas y de los enfermos, que trascendían todos los demás derechos.

Y las familias aprendieron, aunque nadie se lo dijo, que hay derechos monstruosos que hay que destruir; el derecho a invadir la intimidad, a hacer ruido mientras el campamento dormía, a seducir o violar, al adulterio, el robo y el asesinato. Estos derechos eran aplastados porque los pequeños mundos no podrían existir ni una noche con semejantes derechos vigentes.

Y conforme los mundos avanzaban en dirección al oeste, las normas se convirtieron en leyes, aunque nadie se lo dijo a las familias. Va contra la ley ensuciar cerca del campamento; es ilegal contaminar de cualquier forma el agua potable; es ilícito comer buenos alimentos cerca de uno que tiene hambre, a menos que se le ofrezca compartirlos.

Y con las leyes venían los castigos, y solo había dos: una lucha rápida y a muerte o el ostracismo; y este era el peor.

Porque si uno infringía las leyes, su nombre y su rostro iban con él y ya no había sitio para él en ningún mundo, cualquiera que fuese el lugar en el que se crease.

En los mundos, la conducta social se volvió rígida y fija; así, un hombre debía decir «Buenos días» cuando se le saludara; un hombre podía tener una chica que estuviera dispuesta si se quedaba con ella, si se portaba como un padre con sus hijos y los protegía. Pero un hombre no podía tener una chica una noche, y otra la noche siguiente, porque esto haría peligrar los mundos.

Las familias se movían hacia el oeste y la técnica de levantar mundos mejoró para que la gente se sintiera segura en ellos; y el patrón era tan fijo que una familia que se atuviera a las normas, sabía que podía sentirse segura.

Se desarrolló en los mundos un gobierno, con líderes, con ancianos respetados por todos. Un hombre sabio se dio cuenta de que su sabiduría era necesaria en todos los campamentos; la estupidez de un tonto era la misma en todos los mundos. Y una especie de seguro surgió en estas noches. Uno que tenía comida alimentaba a un hambriento y así se aseguraba contra el hambre. Y cuando un bebé moría un montón de monedas crecía a la puerta de la tienda, porque un niño debe tener un buen entierro, ya que no ha tenido nada más de la vida. A un viejo se le puede enterrar en la fosa común, pero a un bebé no.

Es necesario un patrón físico determinado para levantar un mundo: agua, la orilla de un río, un arroyo, un riachuelo, incluso un grifo sin guardar. Y se necesita suficiente tierra llana para montar las tiendas, algo de maleza o leña para alimentar las fogatas. Si hay un basurero no muy lejos, tanto mejor, porque en un basurero se encuentran utensilios: tapaderas de ollas, un guardabarros curvado para resguardar el fuego, y latas donde cocinar y en las que comer.

Y los mundos se levantaban al final de la tarde. La gente, dejando la carretera, los hacía con sus tiendas y sus corazones y sus cerebros.

Por la mañana se desmontaban las tiendas, se plegaba la lona y se ataban los palos en los estribos, las camas se colocaban en su sitio en los coches, las ollas en el suyo. La técnica de levantar un lugar por la noche y desmantelarlo al amanecer se convirtió en una rutina al ir acercándose las familias al oeste; la lona plegada iba a un sitio, se contaban las ollas en su caja. Cada miembro de la familia encontró su puesto, aceptó sus deberes; cada uno, viejos y jóvenes, tenía su lugar en el coche; en los cálidos atardeceres, cansados, cuando los coches se detenían en los campamentos, cada miembro debía cumplir una tarea y se ponía a ello sin necesidad de instrucciones: los niños a recoger leña, a acarrear agua; los hombres a levantar las tiendas y bajar las camas; las mujeres a preparar la cena y vigilar mientras la familia se alimentaba. Y esto se hacía sin órdenes. Las familias, que habían sido unidades cuyos límites eran una casa por la noche, una granja durante el día, cambiaron esos límites. Durante los días largos y calurosos permanecían silenciosos en los coches, avanzando lentamente al oeste; pero por la noche se integraban en cualquier grupo que encontraran.

De esta forma su vida social cambió: cambió como solo es capaz de hacerlo el hombre entre todas las criaturas del universo. Dejaron de ser granjeros para convertirse en emigrantes. Y la reflexión, el planear, los largos silencios de mirada fija que habían ido a los campos, se dirigieron ahora a las carreteras, a la distancia, al oeste. El hombre cuya mente había estado ligada a los acres, vivía con estrechas millas de asfalto. Y sus pensamientos y preocupaciones no tenían ya como objeto la lluvia, el viento y el polvo, el crecimiento de las cosechas. Los ojos miraban los neumáticos, los oídos escuchaban los ruidosos motores y las mentes luchaban con aceite, gasolina, con la goma que se iba adelgazando entre el aire y la carretera. Entonces un engranaje roto equivalía a una tragedia. Por la noche, el agua y comida sobre un fuego eran el anhelo. Entonces lo necesario era la salud para poder continuar, y la fuerza y el ánimo. Las voluntades viajaban hacia el oeste delante de ellos y los temores una vez asociados con la sequía o la inundación, se cernían ahora sobre cualquier cosa que pudiera detener el largo viaje hacia el oeste.

Los campamentos fueron haciéndose fijos: cada uno a distancia de la corta jornada diaria del anterior.

Y en la carretera el pánico se apoderaba de algunas familias, de modo que viajaban día y noche, paraban a dormir en los coches y seguían en dirección oeste, huyendo de la carretera y el movimiento. En estos, el deseo de llegar y establecerse era tan grande que dirigieron sus rostros hacia el oeste y viajaron hacia allá, forzando quejumbrosos motores, sin dejar la carretera.

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