Las uvas de la ira (55 page)

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Authors: John Steinbeck

—Sí.

—De acuerdo. Si se nos va de las manos estaré en el rincón de la derecha, a ese lado de la pista.

Willie saludó en plan de broma y salió.

Huston dijo:

—No sé. Sólo espero que los muchachos de Willie no maten a nadie. ¿Para qué diablos quieren los ayudantes del sheriff hacer daño al campamento? ¿Por qué no nos dejan en paz?

El chico triste de la unidad dos dijo:

—Yo viví en el campamento de la Compañía de Tierras y Ganados de Sunland. Había un policía por cada diez personas, de verdad. Y un grifo de agua para doscientos.

El hombre rechoncho intervino:

—Dios, Jeremy. No hace falta que me lo digas. Yo estuve allí. Hay un bloque de chabolas, treinta y cinco en una fila y quince de fondo. Y tienen diez cagaderos para todo el tinglado. Y ¡por Dios!, podías olerlos a una milla de distancia. Uno de los ayudantes me dijo la razón. Estaba allí sentado y me dice: Esos malditos campamentos del gobierno. Les dan agua caliente y la gente quiere agua caliente. Si les das retretes también los querrán. Dales a esos okies cosas y querrán todo. En esos campamentos hacen reuniones de rojos. Planean cómo conseguir los subsidios.

Huston preguntó:

—¿Nadie le atizó?

—No. Había un tipo pequeño que le preguntó, ¿qué es eso de subsidios?

—Subsidios, lo que los contribuyentes pagamos y os lleváis vosotros, malditos okies.

—Nosotros pagamos impuestos en lo que compramos, en la gasolina y el tabaco, dice el pequeño. Y dijo: A los granjeros les da cuatro centavos por libra de algodón el gobierno. ¿No es eso subsidio? ¿Y no tienen subsidio las compañías de ferrocarril y transportes?

—Ésos hacen cosas que hay que hacer —dice el ayudante.

—Bueno —dice el otro—, ¿cómo se iban a recoger las cosechas si no fuera por nosotros? —el hombre rechoncho miró a su alrededor.

—¿Qué dijo el ayudante? —preguntó Huston.

—Se puso furioso. Y dijo: malditos rojos, todo el día causando agitación. Mejor será que vengas conmigo. Así que se llevó al hombre y le echaron sesenta días por vagancia.

—¿Cómo hicieron eso si tenía trabajo? —preguntó Timothy Wallace.

El hombre rechoncho se echó a reír.

—Ya lo sabes —dijo—. Sabes que un vago es cualquiera que no le cae bien a un policía. Y por eso odian este campamento. La policía no puede entrar. Esto es los Estados Unidos, no California.

Huston suspiró.

—Ojalá pudiéramos quedarnos. Nos tendremos que ir pronto. Yo estoy a gusto aquí. La gente se lleva bien; y Dios Todopoderoso, ¿por qué no nos dejan hacerlo en lugar de tratarnos mal y meternos en la cárcel? Juro que nos van a empujar a luchar si no nos dejan en paz —entonces su voz se apaciguió—. Tenemos que seguir siendo pacíficos —se recordó a sí mismo—. El comité no tiene derecho a echarlo a perder.

El hombre de la unidad tres dijo:

—Cualquiera que piense que ser del comité es coser y cantar debería probarlo. Hubo una pelea hoy en mi unidad: mujeres. Se pusieron a insultarse y luego empezaron a tirarse basura. El comité de señoras no pudo con ellas y me llamaron. Querían que tratáramos la pelea en este comité. Les dije que debían ocuparse ellas mismas de los problemas entre mujeres. Este comité no va a ensuciarse con peleas de basura.

Huston asintió.

—Hiciste bien —decidió.

Ahora caía el atardecer, y al hacerse la oscuridad más profunda, las prácticas de la banda parecieron crecer en volumen. Las linternas parpadearon y dos hombres inspeccionaron el cable remendado de la pista de baile. Los niños se amontonaban alrededor de los músicos. Un chico con una guitarra cantó «Down home Blues», escuchando con delicadeza los acordes y en el segundo estribillo tres armónicas y un violín se le unieron. La gente acudió de las tiendas a la tarima, los hombres en sus vaqueros azules y limpios y las mujeres con sus vestidos de algodón. Se acercaron a la tarima y permanecieron silenciosamente en pie, esperando, sus rostros brillantes y resueltos bajo la luz.

Alrededor de la reserva había una alta valla de alambre, y a lo largo de la misma, a intervalos de dieciséis metros, los guardas estaban sentados en la hierba esperando.

Empezaron a llegar los coches de los invitados, pequeños granjeros y sus familias, emigrantes de otros campamentos. Y al pasar por la entrada cada uno mencionaba el nombre del que le había invitado.

La banda tocó una danza escocesa, bien alto, porque ya no estaban practicando. Delante de sus tiendas los amantes de Jesús escuchaban sentados, sus rostros duros y despectivos. No hablaban unos con otros, vigilaban buscando el pecado y sus rostros condenaban todo lo que pasaba a su alrededor.

En la tienda de los Joad, Ruthie y Winfield habían comido a toda prisa la escasa cena y habían marchado hacia la tarima. Madre les hizo regresar, sujetó sus caras altas con una mano bajo la barbilla y les miró las narices, tiró de sus orejas y miró el interior y los mandó a la unidad sanitaria a lavarse las manos una vez más. Le dieron esquinazo por la parte de atrás del edificio y salieron disparados hacia la tarima, para unirse a los niños, apretados alrededor de la banda.

Al terminó de cenar y se pasó media hora afeitándose con la cuchilla de Tom. Al llevaba un traje de lana ajustado y una camisa a rayas, y se había bañado y lavado, y peinado su cabello liso hacia atrás. Y cuando el servicio se quedó vacío un momento se sonrió de forma encantadora en el espejo y se volvió y trató de verse de perfil mientras sonreía. Se puso las bandas violetas en los brazos y la ajustada chaqueta. Y frotó sus zapatos amarillos con un trozo de papel higiénico. Un rezagado que iba a bañarse entró y Al se apresuró a salir y caminó temerario hacia la tarima, ojo avizor a las muchachas. Cerca de la pista de baile vio a una bonita chica rubia sentada delante de una tienda. Se aproximó y abrió su chaqueta para mostrar la camisa.

—¿Vas a bailar esta noche? —preguntó.

La muchacha miró a otro lado y no contestó.

—¿No se te puede dirigir la palabra?, ¿qué tal si bailamos tú y yo? —y dijo con aplomo—: Sé bailar el vals.

La chica levantó los ojos con timidez y dijo:

—Vaya cosa… todo el mundo sabe.

—No como yo —dijo Al. Surgió la música y él siguió el ritmo con un pie—. Venga —animó.

Una mujer muy gorda asomó la cabeza por la tienda y le puso mal gesto.

—Sigue adelante —dijo con fiereza—. Esta chica está comprometida. Va a casarse y su novio va a venir por ella.

Al le dirigió un guiño achulado y echó a andar, los pies siguiendo la música y ondulando los hombros y girando los brazos. La muchacha se quedó mirándole con expresión resuelta.

Padre dejó su plato y se levantó.

—Vamos, John —dijo; y le explicó a Madre—: Vamos a hablar con algunos hombres sobre el trabajo —y Padre y el tío John se alejaron hacia la casa del director.

Tom metió un trozo de pan de la tienda de comestibles en la salsa del estofado de su plato y comió el pan. Le alargó el plato a Madre y ella lo metió en el cubo de agua caliente y lo lavó y se lo alcanzó a Rose of Sharon para que lo secara.

—¿No vas al baile? —preguntó Madre.

—Claro —contestó Tom—. Estoy en un comité. Vamos a entretener a unos tipos.

—¿Ya estás en un comité? —dijo Madre—. Supongo que es porque tienes trabajo.

Rose of Sharon se volvió para guardar el plato. Tom la señaló.

—Dios mío, se está poniendo gorda —dijo.

Rose of Sharon se ruborizó y le cogió otro plato a Madre.

—Claro que sí —dijo Madre.

—Y más guapa —dijo Tom.

La muchacha se puso más colorada y bajó la cabeza.

—Déjalo ya —dijo suavemente.

—Pues claro —dijo Madre—. Una chica esperando siempre se pone más guapa.

Tom se echó a reír.

—Si se sigue hinchando así va a necesitar una carretilla para llevarlo.

—Déjame ya —dijo Rose of Sharon, y entró en la tienda, fuera de su vista.

Madre se rió.

—No deberías molestarla.

—A ella le gusta —dijo Tom.

—Ya lo sé, pero también le molesta. Y está triste por Connie.

—Bueno, debería olvidarse de él. Seguramente a estas alturas estará estudiando para presidente de los Estados Unidos.

—No la molestes —dijo Madre—. No lo tiene nada fácil.

Willie Eaton se acercó y sonrió y dijo:

—¿Tú eres Tom Joad?

—Sí.

—Yo soy presidente del comité de entretenimientos. Te vamos a necesitar. Uno me ha hablado de ti.

—Sí, jugaré con vosotros —dijo Tom—. Esta es Madre.

—¿Cómo está? —saludó Willie.

—Encantada de conocerte.

Willie dijo:

—Te voy a poner a la entrada para empezar y luego en la pista. Quiero que te fijes en los que entren e intentes localizarlos. Estarás con otro. Luego quiero que bailes y vigiles.

—De acuerdo. Eso lo puedo hacer —dijo Tom.

Madre preguntó con aprensión:

—¿Hay algún problema?

—No, señora —respondió Willie—. No va a haber ningún problema.

—Nada en absoluto —dijo Tom—. Bueno, voy contigo. Te veré en el baile, Madre —los dos jóvenes se dirigieron con rapidez a la entrada principal.

Madre apiló los platos lavados en una caja.

—Sal de ahí —llamó, y al no recibir respuesta—. Rosasharn, sal ya.

Su hija salió de la tienda y continuó secando platos.

—Tom solo te estaba tomando el pelo.

—Ya lo sé. No me importa; es solo que detesto que la gente me mire.

—Eso no tiene remedio. La gente te va a mirar. Pero la gente se alegra de ver a una muchacha embarazada, les pone sonrientes y contentos. ¿No vas a ir al baile?

—Iba a ir… pero no sé. Ojalá estuviera Connie aquí —su voz subió de tono—. Madre, ojalá estuviera él aquí. Apenas puedo resistirlo.

Madre la miró con atención.

—Lo sé —dijo—. Pero, Rosasharn… no avergüences a tu familia.

—No lo pretendo, Madre.

—Bien, no te avergüences tú. Ya tenemos demasiado, sin vergüenzas que añadir.

Los labios de la joven empezaron a temblar.

—No voy a ir al baile. No podría… ¡Madre, ayúdame! —se sentó y ocultó la cabeza en los brazos.

Madre se secó las manos en el trapo de los platos y se acuclilló delante de su hija y puso las dos manos en el cabello de Rose of Sharon.

—Eres una buena chica —dijo—. Siempre lo has sido. Yo te cuidaré. No te preocupes —puso interés en el tono de su voz—. ¿Sabes lo que vamos a hacer tú y yo? Vamos a ir al baile y nos vamos a sentar a mirar. Si viene alguien que quiera bailar contigo, pues le diré que no estás fuerte. Diré que te encuentras mal. Y puedes oír la música y todo eso.

Rose of Sharon levantó la cabeza.

—¿No me dejarás bailar?

—No, no te dejaré.

—Y no dejes que nadie me toque.

—No.

La joven suspiró. Dijo en tono desesperado:

—No sé lo que voy a hacer, Madre. Es que no lo sé. No sé.

Madre le dio unos golpecitos en la rodilla.

—Mira —dijo—. Mírame. Yo te lo voy a decir. Dentro de algún tiempo no será tan malo. Dentro de poco. Es la verdad. Venga. Vamos a lavarnos y a ponernos los vestidos bonitos y nos sentaremos en el baile —llevó a Rose of Sharon hacia la unidad sanitaria.

Padre y el tío John estaban con un grupo de hombres acuclillados en el porche de la oficina.

—Hoy estuvimos a punto de conseguir trabajo —dijo Padre—. Llegamos unos minutos tarde. Ya tenían a otros dos. Y, vaya, fue curioso. Había allí un hombre de paja que dijo: solo tenemos unos pocos hombres baratos. Claro que nos vendrían bien hombres de veinte centavos. Muchos hombres. Decid en el campamento que damos trabajo a muchos por veinte centavos.

Los hombres acuclillados se removieron nerviosos. Un hombre de anchos hombros con el rostro completamente ensombrecido por un sombrero negro, se dio en la rodilla con la palma de la mano.

—¡Lo sé, maldita sea! —exclamó—. Y conseguirán hombres. Hombres hambrientos. No se puede alimentar a la familia con veinte centavos la hora, pero se coge cualquier cosa. Te llevan por donde quieren. Subastan los trabajos sin más. Dios mío, dentro de nada nos harán pagar por trabajar.

—Nosotros lo habríamos tomado —dijo Padre—. No hemos tenido ningún empleo. Lo hubiéramos cogido sin dudarlo, pero había allí unos que miraban de tal forma que nos dio miedo.

El del sombrero negro dijo:

—¡Es de locos! He trabajado para uno que no puede recoger su cosecha. Le cuesta más recogerla de lo que le darán por ella y no sabe qué hacer.

—A mí me parece… —Padre se interrumpió. El círculo en silencio esperando—. Bueno, pensaba que teniendo un acre… Vaya, mi mujer podría cultivar un huerto y criar un par de cerdos y algunas gallinas. Nosotros podríamos salir, encontrar trabajo y volver. Los chicos podrían quizá ir a la escuela. Nunca he visto escuelas tan buenas como estas.

—Nuestros hijos no son felices en esas escuelas —dijo el del sombrero negro.

—¿Por qué no? Tienen muy buena pinta.

—Bueno, un crío andrajoso, sin zapatos, al lado de esos otros con calcetines y buenos pantalones, que les gritan
okie
. Mi hijo fue a la escuela. Se peleaba todos los días. Pero bien. Es un pequeño muy duro. Todos los días se peleaba. Volvía a casa con las ropas hechas jirones y la nariz sangrando. Y su madre le daba palizas. La hice parar. No hacía falta que todo el mundo le sacudiera, pobre pequeño. ¡Dios! Pero les pegaba buenas palizas a algunos de aquellos hijos de puta con buenos pantalones. No sé. No sé.

Padre exigió:

—Bueno, ¿qué diablos voy a hacer yo? No nos queda dinero. Uno de mis hijos consiguió un trabajo por poco tiempo, pero con eso no comemos. Pienso ir y coger veinte centavos. No me queda otro remedio.

El del sombrero negro levantó la cabeza y en su barbilla sobresalió la barba a la luz y en su cuello nervudo se veía la barba pegada al pellejo como si fuera la piel de un animal.

—Sí —dijo con amargura—. Eso harás. Y yo soy un hombre barato. Te llevarás mi empleo por veinte centavos. Y luego estaré hambriento y lo recuperaré por quince. Sí. Adelante. Hazlo.

—Bueno, ¿qué diablos puedo hacer? —dijo Padre—. Yo no me puedo morir de hambre para que tú ganes tu miseria.

El otro volvió a hundir la cabeza y su barbilla volvió a las sombras.

—No sé —dijo—. Es que no lo sé. Ya es bastante malo trabajar doce horas al día y acabar solo con un poco de hambre para encima tener que estar pensando todo el tiempo. Mi hijo no se alimenta lo suficiente. ¡No puedo pensar continuamente, maldita sea! Se vuelve uno loco —en el círculo, los hombres movieron los pies nerviosamente.

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