Las uvas de la ira (54 page)

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Authors: John Steinbeck

Y la gente asentía y quizá el fuego arrojara algo de luz y mostrara sus ojos vueltos hacia sí mismos.

Contra el sol, con los brazos abiertos. Y parecía grande… igual que Dios.

Y tal vez un hombre sopesara veinte centavos entre comida y placer y fuera a una película en Marysville o Tulare, en Ceres o Mountain View. Y volviera al campamento de la ribera con la memoria llena. Y dijera cómo había sido:

Había uno rico y se hace pasar por pobre y una chica rica que también se hace pasar por pobre y se conocen en un puesto de hamburguesas.

¿Por qué?

No sé por qué… así es como era.

¿Por qué simulaban ser pobres?

Estaban cansados de ser ricos.

¡Chorradas!

¿Quieres oírlo o no?

Bueno, sigue. Claro que quiero oírlo, pero si yo fuera rico, si yo fuera rico compraría un montón de chuletas de cerdo, me las anudaría alrededor y escaparía comiéndomelas. Sigue.

Bueno, cada uno piensa que el otro es pobre. Y les arrestan y les meten en la cárcel y no salen porque se darían cuenta de que el otro es rico. Y el carcelero les trata mal porque cree que son pobres. Debías ver su cara cuando se entera. Casi se desmaya, nada menos.

¿Por qué van a la cárcel?

Los pillan en una especie de reunión de radicales, pero ellos no lo son. Sólo que estaban allí. Y no quieren casarse por dinero ninguno de los dos, ¿entiendes?

Así que los muy hijos de puta empiezan a mentirse desde el principio.

Bueno, en la película parecía que hacían bien, se portan bien con la gente, ¿entiendes?

Yo fui una vez a una película y como si saliera yo y más que yo; y mi vida y más que vida, todo como más grande.

Bueno, yo tengo bastantes penas. Me gusta olvidarme de ellas.

Claro… siempre que te lo puedas creer.

Así que se casaron y luego se enteraron, y toda esa gente que les había tratado tan mal… Había uno que era un arrogante y casi se desmaya cuando el otro llega con un sombrero de copa de seda. Le faltó poco para desmayarse. Y pusieron un noticiario con los alemanes levantando los pies… una juerga.

Y siempre que tuviera un poco de dinero, un hombre podía emborracharse. Las aristas ablandadas y el calor. Entonces no existía la soledad, porque un hombre podía poblar su cerebro de amigos y encontrar a sus enemigos y destruirlos. Sentado en una zanja, la tierra se suavizaba debajo de él. Los fracasos se disimulaban y el futuro dejaba de ser una amenaza. Y el hambre no acechaba, sino que el mundo era suave y fácil y un hombre podía llegar a donde se había propuesto. Las estrellas, tan bajas, estaban maravillosamente cerca y el cielo era blando. La muerte era un amigo y el sueño el hermano de la muerte. Los viejos tiempos regresaban, una niña de pies bonitos que bailó una vez en casa, un caballo, hace mucho tiempo. Un caballo y una silla. Y el cuero era repujado. ¿Cuándo fue aquello? Debo encontrar una chica para hablar con ella. Eso está bien. También podría acostarme con ella. Pero caliente, aquí. Y las estrellas tan bajas y cercanas y la tristeza y el placer tan juntos, en realidad la misma cosa. Me gustaría estar borracho siempre. ¿Quién dice que es malo? ¿Quién se atreve a decir que es malo? Los predicadores… pero ellos tienen su propia clase de borrachera. Las mujeres flacas y estériles, pero son demasiado miserables para saber. Los reformadores… que no se meten en la vida lo suficiente como para saber. No… las estrellas son cercanas y queridas y yo me he unido a la hermandad de los mundos. Y todo es sagrado… todo, incluso yo.

Una armónica es fácil de llevar. Sácala del bolsillo de la cadera, dale contra la palma para sacudir la porquería y pelusas del bolsillo y hebras de tabaco. Ahora está preparada. Puedes hacer cualquier cosa con una armónica: tono único tenue, de lengüetas, o acordes o melodía con acordes rítmicos. Puedes modelar la música con las manos curvadas, haciéndola gemir y llorar como gaitas, haciéndola llena y redonda como un órgano, haciéndola tan aguda y amarga como los caramillos de las colinas. Y puedes tocar y volvértela a guardar en el bolsillo. Y al tocar, vas aprendiendo trucos nuevos, formas nuevas de moldear el tono con las manos, de afinar el tono con los labios y nadie te enseña. Vas tanteándola, a veces solo en la sombra, al mediodía, a veces a la puerta de la tienda después de la cena cuando las mujeres están fregando. Tu pie golpea suavemente la tierra. Tus cejas suben y bajan al ritmo. Y si la pierdes o la rompes, pues no es una gran pérdida. Te puedes comprar otra por veinticinco centavos.

Una guitarra es algo más preciado. Hay que aprender a tocarla. Los dedos de la mano izquierda deben tener las yemas callosas. El pulgar de la derecha un callo enorme. Estirar los dedos de la mano izquierda, estirarlos como patas de araña para ponerlos en los trastes.

Ésta era la de mi padre. No era más grande que un insecto la primera vez que me mostró un acorde de do. Y cuando aprendí a tocar tan bien como él, apenas volvió a tocar. Solía sentarse a la puerta, a escuchar y seguir el ritmo con el pie. Si yo intentaba algo nuevo él fruncía el ceño con ferocidad hasta que lo sacaba y luego se volvía a acomodar y asentía. Toca, solía decir. Toca algo bonito. Es una buena guitarra. Mira lo gastada que está la caja. Hay millones de canciones que gastaron la madera y la ahuecaron. Algún día se encogerá como un huevo. Pero no se le pueden poner parches ni preocuparla de ninguna forma porque se desafinará. Tócala al atardecer, y hay uno que toca la armónica en la tienda de al lado. Quedan muy bien a la vez.

El violín es raro, difícil de aprender. No hay trastes ni maestros.

Escucha simplemente a un viejo e intenta cogerlo. No te dirá cómo doblar. Dice que es un secreto. Pero yo le observé. Así es como lo hace.

Agudo como el viento, el violín, rápido y nervioso y agudo.

Este violín no es gran cosa. Pagué dos dólares por él. Dice uno que hay violines de cuatrocientos años y que se vuelven añejos como el whisky. Dice que cuestan cincuenta mil o sesenta mil dólares. Yo no sé. Parece mentira. Vaya cabrón de violín, ¿eh?, áspero. ¿Quieres bailar? Frotaré bien el arco con colofonia. ¡Así! Ahora sí que va a chillar. Se oirá a una milla de distancia.

Estos tres al anochecher, armónica y violín y guitarra. Tocando una viva danza escocesa y marcando el ritmo de la melodía, y las fuertes cuerdas profundas de la guitarra palpitando como un corazón y los acordes agudos de la armónica y el sonido como la gaita y el chillido del violín. La gente se acerca, no puede evitarlo. Ahora la «Danza del pollo», los pies golpean al ritmo y un cervatillo joven y delgado da tres pasos rápidos, los brazos colgando muertos. El cuadrado se cierra y el baile empieza, pies sobre tierra desnuda, golpeando monótonos, clavando talones. Manos en círculo y a dar vueltas. El cabello cae, respiraciones jadeantes. Inclínate ahora hacia un lado.

Mira a ese chico de Tejas, largas piernas sueltas, golpea cuatro veces en cada maldito paso. Nunca he visto a ningún chico bailar de esa forma. Mira cómo lleva a esa chica cherokee, de mejillas rojas, y las puntas de sus pies apuntan hacia afuera. Mira cómo jadea ella, cómo se ondula. ¿Crees que está cansada? ¿Sin resuello? Pues no. El chico de Tejas con el pelo caído sobre los ojos, la boca bien abierta, le falta el aire, pero sigue con los cuatro golpes por cada maldito paso y seguirá bailando con la chica cherokee.

El violín chilla y la guitarra hace bong. El hombre de la armónica tiene el rostro encendido. El chico de Tejas y la niña cherokee, jadeando como perros y batiendo la tierra. Los viejos observan en pie haciendo palmas. Sonriendo ligeramente, siguiendo el ritmo con los pies.

En casa, se hacían en el edificio de la escuela. La gran luna navegaba hacia el oeste. Y nosotros caminamos, él y yo… un poco. No hablamos porque las gargantas estaban ahogadas. No hablamos en absoluto. Y bien cerca había un montón de heno. Fuimos derechos hacia él y nos tumbamos. Viendo al chico de Tejas y a esa chica apartarse en la oscuridad… pensando que nadie les veía irse. Oh, Dios. Ojalá pudiera ir yo con ese chico de Tejas. La luna estará arriba antes de nada. Vi al padre de la muchacha moverse para detenerlos, pero luego no lo hizo. Él sabía. Tanto como intentar que no llegara el otoño, que la savia no se moviera en los árboles. Y la luna habrá salido pronto.

Tocad más, tocad las canciones de historias, «Mientras caminaba por las calles de Laredo».

El fuego está bajo. Es una pena atizarlo. La lunita estará alta muy pronto. Junto a una acequia de riego un predicador trabajaba y la gente gritaba. Y el predicador caminaba como un tigre, azotando a la gente con su voz, y ellos se humillaban y gemían en el suelo. El calculaba cómo iban, los medía, jugaba con ellos y cuando se retorcían por el suelo él se inclinaba y con su gran fortaleza los cogía uno a uno en sus brazos y gritaba ¡Tómalos, Cristo! al tiempo que los arrojaba al agua. Y cuando estaban todos dentro, con el agua por la cintura y mirando con ojos asustados al maestro, él se arrodillaba en la orilla y oraba por ellos; y, oraba para que todos los hombres y mujeres se humillaran y gimieran en el suelo. Hombres y mujeres, las ropas chorreantes bien pegadas al cuerpo, miraban; luego gorgoteando y chapoteando con sus zapatos, regresaban al campamento, a las tiendas, y hablaban suavemente y con asombro:

Hemos sido salvados, decían. Estamos lavados, tan blancos como la nieve. No volveremos a pecar.

Y los niños, atemorizados y húmedos, susurraban juntos:

Hemos sido salvados. No volveremos a pecar.

Ojalá supiera lo que son pecados, así podría cometerlos.

Los emigrantes buscaban placer humildemente en las carreteras.

Capítulo XXIV

E
l sábado por la mañana los lavaderos estaban llenos. Las mujeres lavaban vestidos de algodón rosa y floreados y los colgaban al sol y estiraban la tela para suavizarla. Al llegar la tarde el campamento entero se aceleraba y la gente comenzaba a excitarse. A los niños se les contagiaba la fiebre y se ponían más ruidosos de lo acostumbrado. Alrededor de media tarde empezaba el baño de los niños y, conforme cada uno era cogido, sometido y bañado, el ruido del campo de juegos remitía gradualmente. Antes de las cinco, los niños estaban bien fregados y advertidos de no volverse a ensuciar; y paseaban por ahí, rígidos en sus ropas limpias, tristes con tanto cuidado.

En la gran tarima de baile al aire libre se atareaba un comité. Todo el hilo eléctrico había sido recogido. Se había hecho una visita al basurero de la ciudad en busca de cable, todas las cajas de herramientas habían aportado cinta aislante. Y ahora el cable remendado y empalmado estaba extendido por la pista de baile con cuellos de botella como aislantes. Esta noche la pista estaría iluminada por primera vez. Para las seis volvían los hombres del trabajo o de buscar trabajo y empezaba una nueva ronda de baños. A las siete, las cenas ya concluidas, los hombres estaban vestidos con sus mejores ropas: monos recién lavados, camisas azules limpias, a veces las dignas camisas negras. Las muchachas estaban listas con sus vestidos estampados, estirados y limpios, sus cabellos trenzados y con lazos. Las preocupadas mujeres miraban a sus familias y fregaban los platos de la cena. En la tarima la banda practicaba, rodeada de un muro doble de niños. La gente se sentía resuelta y excitada.

En la tienda de Ezra Huston, presidente, se reunió el Comité Central, compuesto por cinco hombres. Huston, un hombre alto y enjuto, atezado por el viento, con ojos como pequeñas espadas, se dirigió a su comité, un hombre por cada unidad sanitaria.

—Ha sido una maldita suerte que nos enteráramos de que iban a intentar reventar el baile —dijo.

El rechoncho representante de la unidad tres habló.

—Creo que deberíamos darles una buena para que aprendieran.

—No —dijo Huston—. Eso es lo que quieren. No señor. Si consiguen que se organice una pelea entonces puede entrar la policía y decir que no mantenemos el orden. Lo han intentado antes… en otros sitios —se volvió hacia el chico triste y oscuro de la unidad dos—. ¿Has organizado a los hombres para que vigilen las vallas y que no se cuele nadie?

El chico triste asintió.

—¡Sí! Doce. Les dije que no pegaran a nadie. Que solo les volvieran a echar fuera.

Huston dijo:

—¿Quieres salir y buscar a Willie Eaton? Es el presidente de entretenimientos, ¿no?

—Sí.

—Bien, dile que queremos verle.

El chico salió y volvió al cabo de un momento con un nervudo hombre de Tejas. Willie Eaton tenía la mandíbula larga y frágil y pelo de color castaño.

Sus brazos y piernas eran largos y desmadejados y tenía los ojos grises, quemados por el sol. Entró en la tienda y esperó, sonriendo, con las manos girando incesantes en las muñecas.

Huston dijo:

—¿Te has enterado de lo de esta noche?

—¡Sí! —Willie sonrió.

—¿Has hecho algo al respecto?

—Sí.

—Dinos lo que has hecho.

Willie Eaton sonrió con satisfacción.

—Bien, normalmente el comité de entretenimientos es de cinco hombres. Hoy tengo veinte más, todos chicos fuertes. Van a estar bailando con los ojos y los oídos abiertos. Al primer signo de discusión se cierran todos. Lo hemos planeado bien. Ni siquiera se ve nada. Ellos van como saliendo y el tipo saldrá con ellos.

—Diles que no debe haber heridos.

Willie rio alegremente.

—Ya se lo dije —respondió.

—Bueno, diselo y que quede claro.

—Ya lo saben. Tengo cinco hombres a la entrada para vigilar a los que entran. Para intentar localizarlos antes de que empiecen.

Huston se puso en pie. Sus ojos color acero eran severos.

—Mira, Willie. No queremos hacer daño a esos tipos. Va a haber ayudantes del sheriff en la puerta principal. Si los otros salen ensangrentados, los ayudantes irán por nosotros.

—Ya hemos pensado en eso —dijo Willie—. Los sacaremos por detrás, al campo. Algunos de los muchachos vigilarán que se marchen.

—Parece un buen plan —dijo Huston preocupado—. Pero no dejes que pase nada, Willie. Tú eres responsable. No les hagáis daño. No uséis palos ni cuchillos o cualquier otra arma.

—No, señor —dijo Willie—. No les quedarán marcas.

Huston recelaba.

—Ojalá supiera que puedo confiar en ti, Willie. Si hay que atizarles, atízales donde no sangren.

—¡Sí, señor! —dijo Willie.

—¿Estás seguro de los hombres que has escogido?

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