Las uvas de la ira (56 page)

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Authors: John Steinbeck

Tom permaneció a la puerta viendo llegar gente al baile. La luz de un foco brillaba en sus rostros. Willie Eaton dijo:

—Mantén los ojos abiertos. Voy a mandar para acá a Jule Vitela. Es medio cherokee. Un buen tipo. Manten los ojos abiertos. Mira a ver si localizas a los que buscamos.

—De acuerdo —dijo Tom. Vio a las familias de las granjas llegar, las niñas con el pelo trenzado, los chicos acicalados para el baile. Jule llegó y se detuvo junto a él.

—Estoy contigo —dijo.

Tom miró la nariz aguileña y los altos pómulos tostados y la fina y pequeña barbilla.

—Dicen que eres medio indio. A mí me pareces indio entero.

—No —dijo Jule—. Sólo medio. Ojalá fuera todo indio. Tendría mi tierra en la reserva. Algunos de esos indios lo tienen muy bien.

—Mira a esa gente —dijo Tom.

Los invitados pasaban por la entrada, familias de granjeros, emigrantes de los campamentos a orillas de las carreteras. Niños luchando porque les soltaran, padres sujetándolos con calma.

Jule dijo:

—Estos bailes tienen efectos curiosos. Nuestra gente no tiene nada, pero el poder invitar a sus amigos a venir al baile los eleva y los enorgullece. Y la gente les respeta por estos bailes. Yo trabajé para uno que tenía una pequeña propiedad. Vino a un baile aquí. Yo mismo le invité y vino. Dijo que nuestro baile era el único decente de todo el condado, donde un hombre puede traer a sus hijas y su mujer. ¡Eh! Mira.

Tres hombres jóvenes estaban entrando… jóvenes trabajadores en vaqueros. Caminaban juntos. El guarda a la entrada les preguntó, ellos contestaron y pasaron.

—Míralos atentamente —dijo Jule. Se acercó al guarda—. ¿Quién ha invitado a esos tres? —preguntó.

—Uno llamado Jackson, unidad cuatro.

Jule regresó junto a Tom.

—Creo que esos son los nuestros.

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé. Sólo lo presiento. Parecen como asustados. Sigúelos y dile a Willie que se fije en ellos y que le pregunte a Jackson, de la unidad cuatro. A ver si los ve y da el visto bueno. Yo me quedaré aquí.

Tom fue como paseando tras los jóvenes. Se acercaron a la pista de baile y tomaron posiciones en silencio al borde de la multitud. Tom vio a Willie cerca de la banda y le hizo un gesto.

—¿Qué quieres? —preguntó Willie.

—¿Ves a esos tres?

—Sí.

—Dicen que un tal Jackson de la unidad cuatro les ha invitado.

Willie alargó el cuello y vio a Huston y le llamó para que se acercara.

—Esos tres —dijo—. Será mejor llamar a Jackson, de la unidad cuatro, y averiguar si les ha invitado.

Huston dio media vuelta y echó a andar; al cabo de unos instantes volvió con uno de Kansas, delgado y huesudo.

—Este es Jackson —dijo Huston—. Mira, Jackson, ¿ves a esos tres jóvenes de allí?

—Sí.

—¿Les has invitado?

—No.

—¿Les habías visto antes?

Jackson se fijó en ellos.

—Claro. Trabajé con ellos en la propiedad de Gregorio.

—Así que sabían tu nombre.

—Claro. He trabajado a su mismo lado.

—De acuerdo —dijo Huston—. No te acerques a ellos. No les vamos a echar si se portan bien. Gracias, señor Jackson.

—Buen trabajo —le dijo a Tom—. Creo que van a ser esos.

—Jule los descubrió —dijo Tom.

—No me extraña —dijo Willie—. Su sangre india les habrá olido. Bueno, se los mostraré a los chicos.

Un chaval de dieciséis años llegó corriendo por entre la multitud. Se detuvo, jadeante, delante de Huston.

—Señor Huston —dijo—. He ido donde me dijo. Hay un coche con seis hombres aparcado en los eucaliptos y uno con cuatro hombres por esa carretera del norte. Les pedí una cerilla. Tienen armas. Las he visto.

Los ojos de Huston se tornaron duros y crueles.

—Willie —dijo—, ¿estás seguro de que tienes todo listo?

Willle sonrió alegremente.

—Se lo aseguro, señor Huston. No va a ser ningún problema.

—Bueno, no quiero heridos. Recuérdalo. Si puedes, en silencio y sin alboroto, me gustaría verles. Estaré en mi tienda.

—Veré lo que se puede hacer —dijo Willie.

El baile no había empezado formalmente, pero ahora Willie subió a la tarima.

—Elegid vuestras parejas —gritó. La música se interrumpió. Muchachos y muchachas, hombres y mujeres jóvenes corrieron de un lado a otro hasta que se formaron ocho cuadrados en la gran pista, listos y esperando. Las chicas tenían las manos delante de ellas y retorcían los dedos. Los muchachos golpeaban incesantemente con los pies. Alrededor de la pista se sentaban los viejos, sonriendo levemente, sujetando a los niños para que no entraran en la pista. Y en la distancia, los amantes de Jesús, sentados, con rostros duros y condenatorios, miraban el pecado.

Madre y Rose of Sharon se sentaron en un banco a mirar. Y a cada chico que pedía bailar a Rose of Sharon, Madre le decía: «No, no se encuentra bien.» Y Rose of Sharon se ruborizaba y tenía los ojos brillantes.

El cantor saltó al centro de la pista y puso las manos en alto.

—¿Todos listos? ¡Pues adelante!

La música arrancó con la danza del pollo, aguda y clara, el violín como una gaita, armónicas nasales y definidas y los bordones de las guitarras. El cantor decía los giros, los cuadrados se movían. Y bailaron adelante y atrás, las manos en círculo, gira a tu pareja. El cantor, en un frenesí, marcaba el ritmo con los pies, se contoneaba de un lado a otro, mostraba las figuras mientras las decía.

—Giren a las señoras y a dol ce do. Junten las manos y sigamos —la música subía y bajaba y los pies, golpeando al ritmo en la tarima, sonaban como tambores—. A la derecha y a la izquierda; sueltos ahora, espalda con espalda —cantaba el cantor, un tono monocorde agudo y brillante. Ahora se despeinaba el cabello de las muchachas. Ahora transpiraban los muchachos por la frente. Ahora los expertos mostraban los engañosos pasos interiores. Y los viejos al borde de la pista se llenaban del ritmo, daban palmas suavemente y se acompañaban rítmicamente con los pies; y sonreían con dulzura, se encontraban con los ojos de los otros y asentían.

Madre inclinó la cabeza junto al oído de Rose of Sharon.

—Quizá no te lo imaginarías, pero tu padre era un gran bailarín cuando era joven —y Madre sonrió—. Me hace pensar en los viejos tiempos —dijo. Y en los rostros de los que miraban la sonrisa era de recuerdo.

—Cerca de Muskogee, hace veinte años, había un ciego con un violín…

—Una vez vi a un chico que podía tocarse cuatro veces los talones en un salto.

—Los suecos, en Dakota… ¿sabes qué hacen a veces? Ponen pimienta en el suelo. Se sube por las faldas de las señoras y las pone tan vivas como una potrilla en celo. Los suecos hacen eso algunas veces.

En la distancia, los amantes de Jesús vigilaban a sus inquietos hijos.

—Mirad el pecado —decían—. Esa gente va al infierno montada en una escoba. Es una vergüenza que los temerosos de Dios tengan que verlo —y sus hijos permanecían en silencio y nerviosos.

—Una más y luego un pequeño descanso —entonó el cantor—. Dadle fuerte porque vamos a parar pronto —las chicas estaban sudorosas y encendidas y bailaban con la boca abierta y rostros serios
y
reverentes y los chicos se apartaban el pelo largo y saltaban, marcaban las puntas y chasqueaban los tacones. Adentro y afuera se movían los cuadrados, cruzándose, volviendo atrás, girando, y la música se estremecía.

Entonces de pronto se interrumpió. Los bailarines se quedaron quietos, jadeando de cansancio. Y los niños se soltaron, subieron a toda velocidad a la pista, se persiguieron unos a otros locamente, corrieron, resbalaron, quitaron gorras y tiraron del pelo. Los bailarines se sentaron y se abanicaron con las manos. Los miembros de la banda se levantaron y se estiraron y volvieron a sentarse. Y los guitarristas hicieron sonar suavemente las cuerdas.

Ahora Willie llamó:

—Elegid para otro cuadrado si podéis —los bailarines se pusieron en pie y otros nuevos se lanzaron a buscar pareja. Tom permaneció cerca de los tres jóvenes. Los vio meterse en la pista y en uno de los cuadrados en formación. Hizo un gesto con la mano a Willie y este habló con el violinista. El violinista hizo chirriar el arco contra las cuerdas. Veinte jóvenes se desplegaron lentamente por la pista. Los tres alcanzaron el cuadrado. Y uno de ellos dijo:

—Yo bailaré con esta.

Un muchacho rubio levantó la vista asombrado.

—Es mi pareja.

—Oye, hijo de puta…

En la oscuridad sonó un silbido estridente. Los tres hombres se vieron rodeados. Y cada uno sintió las manos que le asían. Y entonces el muro de hombres salió despacio de la pista.

Willie gritó:

—¡Vamos allá!

La música volvió a sonar aguda, el cantor entonó las figuras, los pies golpearon en la tarima.

Un turismo llegó a la entrada. El conductor llamó:

—Abrid. Hemos oído que hay disturbios.

El guarda mantuvo su posición.

—No hay ningún disturbio. Escuchad la música. ¿Quiénes sois?

—Ayudantes del sheriff.

—¿Tienen una orden?

—No nos hace falta si hay disturbios.

—Bueno, aquí no los hay —dijo el guarda de la entrada.

Los hombres del coche escucharon la música y el sonido del cantor y luego el coche se alejó lentamente y aparcó en un cruce de caminos a esperar.

En la escuadrilla que se movía, cada uno de los tres jóvenes estaba aprisionado y había una mano sobre cada boca. Cuando alcanzaron la oscuridad el grupo se abrió.

Tom dijo:

—Ha sido un buen trabajo —sujetaba ambos brazos de su víctima por detrás.

Willie llegó corriendo de la pista.

—Bien hecho —dijo—. Ahora solo hacen falta seis. Huston quiere ver a estos tipos.

El propio Huston emergió de la oscuridad.

—¿Son estos?

—Los mismos —dijo Jule—. Fueron derechos a empezar una buena. Pero no llegaron a dar ni una vuelta.

—Vamos a mirarles la cara —los prisioneros fueron dados la vuelta para que les pudiera ver. Tenían las cabezas gachas. Huston alumbró con la linterna cada rostro torvo—. ¿Por qué queríais hacerlo? —preguntó. No hubo respuesta—. ¿Quién os dijo que lo hicierais?

—Maldita sea, no hemos hecho nada. Sólo íbamos a bailar.

—No es cierto —dijo Jule—. Ibas a atizarle a aquel chiquillo.

Tom dijo:

—Señor Huston, justo cuando estos tomaron posiciones, alguien dio un silbido.

—Sí, lo sé. La policía llegó justo hasta la entrada —se volvió—. No os vamos a hacer daño. ¿Quién os mandó a reventar el baile? —esperó una réplica—. Sois nuestra propia gente —dijo Huston tristemente—. Sois de los nuestros. ¿Por qué vinisteis? Lo sabemos todo —añadió.

—Bueno, maldita sea, uno tiene que comer.

—Bien, ¿quién os mandó? ¿Quién os pagó para que vinierais?

—No nos han pagado.

—Ni os van a pagar. Si no hay pelea, no hay dinero, ¿no es eso?

Uno de los hombres aprisionados dijo:

—Haced lo que queráis. No vamos a decir nada.

La cabeza de Huston se hundió por un momento y luego él dijo quedamente:

—De acuerdo. No lo digáis. Pero mirad. No apuñaléis a vuestra propia gente. Tratamos de salir adelante, divirtiéndonos y manteniendo el orden. No lo destrocéis. Pensadlo. Os hacéis daño a vosotros mismos. Vale, chicos, sacadlos por la valla trasera. Y no les hagáis daño. No saben lo que hacen.

La escuadrilla se movió con lentitud hacia la parte de detrás del campamento y Huston se quedó mirándola.

Jule dijo:

—Démosles tan solo una buena patada.

—¡No se te ocurra! —exclamó Willie—. Dije que no lo haríamos.

—Sólo una patadita —rogó Jule—. Sólo arrojarlos por encima de la cerca.

—Ni hablar —insistió Willie.

—Oídme —dijo—, esta vez os vamos a dejar. Pero corred la voz. Si esto vuelve a pasar otra vez, naturalmente le daremos una paliza a quien venga; le romperemos todos los huesos del cuerpo. Decídselo a vuestros muchachos. Huston dice que sois como de los nuestros… tal vez. Detestaría pensarlo.

Se aproximaron a la valla. Dos de los guardas sentados se levantaron y se acercaron.

—Aquí hay unos que se van a casa temprano —dijo Willie. Los tres hombres treparon la valla y desaparecieron en la oscuridad.

Los de la escuadrilla volvieron rápidos a la pista de baile. La banda tocaba como gimiendo la música de
El viejo Dan Tucker.

Junto a la oficina los hombres seguían acuclillados y hablando y la aguda música les llegaba.

Padre dijo:

—Se aproxima un cambio. No sé qué es. Quizá no vivamos para verlo. Pero está viniendo. Hay un sentimiento de inquietud. Uno no puede pensar de lo nervioso que está.

El del sombrero negro volvió a levantar la cabeza y la luz cayó en su barba de punta. Reunió varias piedras pequeñas del suelo y las disparó como canicas, con el pulgar.

—No sé. Es cierto que se aproxima, como tú dices. Uno me dijo lo que había pasado en Akron, Ohio. Compañías de caucho. Tenían gente de las montañas porque trabajaban barato. Y estos montañeros se unieron al sindicato. Se desató el infierno. Todos esos tenderos y legionarios y gente de esa se pusieron a adiestrar y a gritar ¡Rojo! Y que iban a expulsar al sindicato de Akron. Los predicadores soltando sermones y los periódicos lanzando alaridos y las compañías sacaron matones con mangos de picos y compraron gases venenosos. Dios, uno pensaría que esos montañeros eran verdaderos diablos —calló y buscó más piedra para lanzar—. Sí, señor, fue el pasado marzo, un domingo; cinco mil montañeros organizaron un tiro al pavo a las afueras de una ciudad. Cinco mil marcharon por el pueblo con sus rifles. Se llevó a cabo el tiro al pavo y marcharon de regreso. Eso fue todo. Pues a partir de ahí se acabaron los problemas. Los comités de ciudadanos devolvieron los mangos de los picos y los tenderos se dedicaron a sus tiendas y nadie resultó golpeado, ni emplumado, ni murió nadie —hubo un largo silencio y luego el del sombrero negro dijo:

—Aquí se están poniendo mal las cosas. Quemaron aquel campamento y se están dando palizas. He estado pensando. Todos nosotros tenemos armas. He estado pensando que tal vez debíamos organizar un club de tiro y hacer reuniones cada domingo.

Los hombres levantaron la vista hacia él y luego volvieron a mirar a la tierra, y sus pies se movieron con inquietud y cambiaron el peso de una pierna a la otra.

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