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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (29 page)

Mientras Stephanie se debatía con las dudas sobre su futuro, Christian realizaba las reparaciones en el gallinero que su madre venía reclamándole desde la tempestad. Trabajaba con su ritmo habitual, metódico y centrado, sin prisas, pero su pensamiento volaba a gran velocidad y deseaba que el tiempo corriera también. Cuando hubo colocado el último clavo en el tejado, ladeó la cabeza escuchando las campanas. Faltaba poco, pensó mientras recogía las herramientas y las guardaba en el maletero del Panda. Aun cuando el cambio de bujías y de batería había insuflado nueva energía al coche, sintió la necesidad de amonestarlo.

—¡Más vale que arranques bien esta noche! —lo amenazó antes de ir a prepararse a la casa.

Con la casa llena de albañiles que trabajaban en la parte de pared destrozada, Annie padeció ese día el ruido y el trastorno de las obras. Ya comenzaba a pensar que tal vez había sido un desatino tratar de quedarse en casa mientras durasen. Había polvo por todas partes, un fino polvillo blanco que aún seguía cayendo del techo por la noche, mucho después de que los obreros se hubieran marchado, y que lo recubría absolutamente todo. Si se quedaba sentada sin moverse mucho rato, por la mañana la descubrirían como a la mujer de Lot, al lado de la mesa de la cocina.

Felicitándose con la perspectiva de pasar un fin de semana sin ellos, estaba observando cómo la furgoneta blanca de los albañiles se alejaba montaña abajo al atardecer, cuando el reloj se puso a dar la hora detrás de ella. Después de dar de comer a los perros se preparó un café, atenta por si oía el fatigado motor del Panda. En cuanto hubiera pasado, llamaría a Josette y quizás entre las dos podrían dilucidar qué estaba tramando.

Arriba en Fogas, Serge se encontraba de pie junto a la ventana de su dormitorio cuando comenzó a anochecer. No quiso encender ninguna lámpara, porque no quería que lo vieran. Una vez que Céline se hubo marchado en su Peugeot blanco, abandonó la guardia y bajó las escaleras. Esperó otra media hora a que estuviera totalmente oscuro, se puso el abrigo y salió con sigilo por la puerta de atrás. Puesto que las dos casas contiguas a la suya sólo estaban ocupadas durante las vacaciones, estaba seguro de que nadie se fijaría en él. Lo único que tenía que hacer era atravesar sus jardines para llegar a la zona de aparcamiento detrás del Ayuntamiento.

El primer jardín no le planteó ningún problema, dado que estaba separado del suyo por una hilera de arbustos y árboles. El segundo, en cambio, tenía una valla de tela metálica y Serge ya no era tan joven ni tan delgado como antes. Utilizando un contenedor para compost a modo de escalera, logró auparse para saltar al otro lado. Aterrizó pesadamente en el montón de escombros que habían dejado los albañiles cuando cambiaron el tejado del edificio anejo dañado por el temporal.

Tras desempolvarse los pantalones rodeó el edificio sin despegarse de la zona de sombra y entró por la puerta lateral. Volviéndola a cerrar con llave, permaneció quieto un minuto hasta adaptar los ojos a la penumbra. Arriba, en algún lugar, sonó un gorgoteo de tubería y un crujir de madera y después todo quedó en silencio.

Con el vello de la nuca erizado, Serge caminó hacia las escaleras y se agarró al pasamanos para subir hasta el primer piso, inmerso en una absoluta oscuridad. Cruzó a tientas la oficina de Céline para llegar a la suya y una vez dentro, encendió una lámpara, con la certeza de que el postigo cerrado impediría que reparasen en ello fuera. Mientras el círculo de luz ahuyentaba la oscuridad, inhaló a fondo, aspirando el mismo olor de siempre, una mezcla de cera para el suelo, polvo y un punto de humedad. El espacio se instaló en torno a Serge Papon como un manto, pues para él aquél era el almizclado aroma del poder.

Ahora debía ponerse manos a la obra. Lo primero que vio encima de su escritorio fue una carta del cuerpo de bomberos de Foix. La miró con aire pensativo y al final introdujo un grueso dedo bajo una punta del sobre para abrirlo.

Era lo que había previsto. Una notificación de inspección para el Auberge des Deux Vallées para el 26 de enero.

Serge soltó una carcajada que resonó en las solitarias tinieblas donde no alcanzaba la luz. ¡Estaba en lo cierto, pues! Monsieur Gaillard se estaba sumando al juego. Así resultaba más interesante aún. Había comenzado a concebir sospechas cuando al realizar la llamada diaria a Céline ésta le dijo que un tal monsieur Peloffi había dejado un mensaje disculpándose por adelantado por no poder estar presente el 26.

Perplejo, pidió a Céline que consultara la agenda. No había nada previsto para esa fecha. No obstante, sabiendo que monsieur Peloffi había participado en la anterior inspección, con su agudo instinto político Serge dedujo que alguien había organizado una inspección a sus espaldas. Su primera intención fue posponerla, tal como tenía derecho a hacer como alcalde. Aquello sólo despertaría sospechas, sin embargo, y por lo que había oído, los propietarios ingleses no disponían de los recursos financieros necesarios para tenerlo todo a punto para el 26 de enero. No, era mejor dejar que aquello siguiera su curso.

Después fue a visitar a Thérèse al hospital y todo cambió. Con un insólito y leve arrebol en las macilentas mejillas, su mujer comenzó directamente a hacerle preguntas sobre el hostal. Era evidente que alguien le había estado explicando los tejemanejes relacionados con éste, pero no quiso decirle quién y él no estaba en condiciones de adivinarlo. Obedeciendo sus estrictas instrucciones, no le había hablado a nadie de su enfermedad y todos sus amigos y vecinos estaban informados de que había ido a pasar una temporada con su familia a Toulouse. Poco importaba quién fuera. El caso era que, como de costumbre, se había tomado a pecho la difícil situación por la que pasaba la pareja de ingleses y quería saber si él podía hacer algo para ayudarlos.

A lo largo de su vida de casados, Serge siempre había dado por sentado que la percepción que su esposa tenía de él estaba condicionada por su propio talante bondadoso. Era incapaz de sospechar que él recurriera a subterfugios y creía que obraba en interés de todos. En el fondo era eso lo que sucedía. De todas maneras, él nunca había vivido como un obstáculo la confianza que su mujer le tenía; de hecho, en más de una ocasión la había aprovechado en beneficio propio. Aquel día, no obstante, le había costado encajar su inocente postura y su demanda le había llegado al corazón.

Sumado a aquello, intuía que, para su futuro político le convenía cambiar de dirección ahora que monsieur Gaillard había tomado cartas en el asunto.

Sacó del bolsillo otro sobre. Había pasado buena parte de la tarde escribiendo la carta que contenía en el viejo ordenador de Thérèse, eligiendo con cuidado las palabras que luego tecleó con sus anquilosados dedos. La colocó en el centro del escritorio, pero después corrigió la posición previendo que Céline repararía en ella el lunes por la mañana. Como no era eso lo que quería, se inclinó y la dejó caer bajo la mesa, como si hubiera ido a parar allí por descuido hacía cierto tiempo. ¡Sólo cabía esperar que no la viera hasta que llegara el momento oportuno!

Después de comprobar que todo estaba en su sitio, apagó la luz y salió despacio al pasillo, con la carta de monsieur Gaillard todavía en la mano. Se iba a arriesgar a que Céline se diera cuenta de que había desaparecido. No quería que la viera nadie más. Se presentaría en el Ayuntamiento el lunes para activar la trampa y, llegado el día 26, el asunto ya estaría resuelto. ¿Quién sabía? Quizá Thérèse tenía razón. Quizá fuera lo mejor para el municipio a fin de cuentas. De todas maneras, al menos había hecho todo lo posible para que también fuera lo mejor para él.

Serge Papon abrió la puerta y salió al frío de la noche. Al cabo de un par de minutos estaba de regreso en su casa, donde lo recibió el mismo silencio que siempre lo acogía en los últimos tiempos. Se quitó el abrigo y se sentó junto al fuego. El placer que le procuraba maniobrar contra un rival político se esfumó enseguida cuando, con la vista fija en las llamas, comenzó a preguntarse qué diantre iba a hacer con su vida cuando ya no la tuviera a ella.

En La Rivière era ya de noche y la ventana posterior del hostal era ahora un negro rectángulo que sólo reflejaba la imagen de la sala. Paul pegó la cara contra el frío vidrio tratando de ver algo, lo que fuera. Lo único que alcanzó a distinguir fueron un par de luces desparramadas en la ladera de enfrente, a la altura de Sarrat. Incluso el río, que bajaba bastante crecido las últimas semanas, resultaba sólo perceptible gracias al constante murmullo que emitía a su paso por la presa.

Corrió con aire de resignación las cortinas, como si pusiera fin a aquel largo día presidido por la espera.

—Parece que no va a llamar —dijo con voz fatigada.

Lorna despegó la mirada del ordenador. Ya había intentado advertir a Paul de que no se hiciera muchas ilusiones; al fin y al cabo ¿qué podía conseguir Christian Dupuy que no hubieran intentado ya ellos en dos meses? Después del encuentro del día anterior, Paul había depositado con todo grandes expectativas en el agricultor.

Habían pasado una velada fantástica con los Dupuy, eso era indudable, pero aquello sólo había servido para volver más dura la inevitable decisión que debían tomar. Habría sido mucho más sencillo dejar el hostal con amargura en el corazón, achacando sus problemas a desconocidos. Ahora que conocían la verdad y sabían que había personas en el municipio que se preocupaban por ellos, Lorna encontraba mucho más difícil aceptar aquel desenlace.

—¿Qué te parece? ¿He incluido todos los aspectos?

Paul dio una ojeada al anuncio de venta redactado en la pantalla del ordenador.

—Yo lo compraría —dijo con tristeza.

—¿Lo envío, entonces?

Paul asintió con aire ceremonioso. Lorna apretó la tecla Intro y de este modo, el hostal quedó oficialmente puesto en venta en Internet. Después, cuando se levantó, él la estrechó en un intenso abrazo.

—Hemos hecho todo lo posible —le murmuró al oído—. Nadie podrá decir que no lo intentamos.

Ella lo abrazó aún con más fuerza, hundiendo la cabeza en su pecho hasta que lo único que oyó fue el pulso de la sangre en sus oídos.

Bum bum, bum bum…

Cerró los ojos, sumergiéndose en los latidos de su corazón y en el consuelo de los brazos de Paul, procurando dejar a un lado la tensión, la decepción, la incertidumbre y el sentimiento de fracaso que la perseguían a todas horas. Finalmente, como si le llegara a través de una muralla de agua, tomó conciencia de la voz de su pareja, que le llegaba amortiguada a través de la persistente palpitación.

—¿Lorna?

Levantó la cabeza, oyendo aún el pulso en los oídos.
Bum bum, bum bum…

—Hay alguien en la puerta de atrás.

¡PUM PUM PUM!

Los postigos de la puerta de atrás comenzaron a tabletear con los insistentes golpes. Paul se apresuró a ir a abrir y no bien hubo levantado el pestillo, dos manazas lo impulsaron y a continuación la masa de rizos de Christian Dupuy apareció en la habitación.

—No han vendido todavía, ¿verdad? —preguntó, avanzando con paso enérgico, seguido por dos individuos más bajos y achaparrados, uno de los cuales llevaba una caja de herramientas.

»Este es René Piquemal —dijo, señalando al mayor, de cara ancha y morena, con un bigote lacio—. Y éste es su cuñado, Claude. ¡Y ellos —anunció Christian con gesto teatral— van a resolver todos sus problemas!

Josette no cabía en sí de excitación. Su plan había funcionado. Véronique la había llamado desde el bar en cuanto había visto que los dos pares de faros se encaraban hacia el hostal.

—¡Tiene que ser Christian! —exclamó Josette.

—Pero ¿qué puede hacer él? —musitó Véronique—. ¡Tampoco es que le sobre el dinero!

—¿Y el otro coche? ¿No has podido ver de quién era?

Véronique negó con la cabeza.

No estuvieron en ascuas mucho rato.

Al cabo de unos minutos sonó el teléfono. Era Annie, que había hablado con Stephanie. Christian la había llamado porque quería una lista de las mejoras necesarias para conseguir el certificado de seguridad y, de paso, le había revelado su plan. Era muy ingenioso.

Josette y Véronique siguieron apostadas en la ventana, pendientes de la oscura carretera, mientras Jacques merodeaba en la penumbra.

—Me siento inútil —murmuró Véronique, rascándose debajo del yeso—. Me encantaría estar allí ayudando.

—No eres la única —convino Josette, mirando de reojo a su marido, que se había puesto a ir de un lado a otro de la habitación con expresión ensimismada.

—Pero debe de haber algo en lo que podamos intervenir. Algo que podamos hacer, ¿no?

A Josette no se le ocurrió nada que justificara que se presentaran allí.

—Creo que tendremos que quedarnos donde estamos —respondió a Véronique, que fruncía el entrecejo como un niño, sin poder saciar su imperiosa curiosidad—. No haríamos más que molestar.

Cuando volvió a dirigir la mirada hacia la ventana, Josette vio que la cortina de encaje dispuesta en la mitad inferior del vidrio se levantaba y se volvía a posar, como por el efecto de una corriente de aire. Al volverse para comprobar que no hubiera dejado abierta la puerta por descuido, experimentó un sobresalto. Jacques se había colocado a su lado.

—¿Estás bien? Parece que hubieras visto un fantasma.

—Sí, no pasa nada —alcanzó a articular Josette, asestando una furibunda mirada a Jacques—. Es sólo un golpe de viento que me ha dado escalofríos.

La cortina se volvió a mover. Esa vez, sin embargo, resultó evidente que no era a causa de una corriente de aire. Era Jacques, que fruncía los labios para soplar con todas sus fuerzas, haciendo flotar las cortinas.

—Pero ¿qué demonios…?

Véronique observaba el frágil encaje que bailaba ante sus ojos como dotado de vida propia.

—Es sólo una corriente de aire.

Josette trató de agarrar la cortina al tiempo que dispensaba una expresión amenazadora al idiota de su marido.

—¡Compórtate, por el amor de Dios! —musitó por fin.

—¿Cómo? ¿Has dicho algo?

Véronique la miraba con recelo y Josette tuvo que encontrar rápidamente algo con que disimular su lapsus.

—Decía que quizás hay algo que podamos llevar…

Jacques se golpeó la frente con desespero. Ahora señalaba directamente las cortinas, rogando a su esposa que lo entendiera.

—¡Claro! —Josette alzó los brazos como si hubiera tenido una revelación—. ¡Algo para llevar! ¡Las cortinas!

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