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Authors: Julia Stagg

Tags: #Infantil y Juvenil

L'auberge. Un hostal en los Pirineos (31 page)

—¿Dónde estaba exactamente? —preguntó Céline desde la puerta.

—En mi escritorio, bien a la vista —respondió, rogando por que no se esforzara mucho en buscar.

—Pues ahora no está.

Oyó, regocijado, sus pasos mientras regresaba y cerraba la puerta de la oficina.

—Entonces debió de entregársela —concluyó Céline mientras tomaba los papeles firmados de manos del alcalde—. ¡Ya es raro que haga algo bien!

Serge se despidió de la secretaria, prometiéndole volver a la semana siguiente como muy tarde. Ella le preguntó con picardía si era porque esperaba el regreso de su esposa y él se las ingenió para esbozar una sonrisa de pilluelo. Una vez en las escaleras se le borró de inmediato de la cara, sustituida por la atormentada expresión de quien ha sido testigo de lo peor que puede deparar la vida y está condenado a vivir con esa carga.

Christian Dupuy, que no estaba acostumbrado a usar la estrategia de la traición, sentía ya cierto agobio el miércoles. Todas las noches, con el resguardo de la oscuridad, había ido a reunirse con René en el hostal y lo había ayudado a cambiar la caldera y el depósito de gasoil. Otras personas del municipio habían acudido a colaborar, aunque dejaban el coche en la otra punta del pueblo para evitar sospechas. Hasta el momento nadie se había dado cuenta de nada, pero era sólo cuestión de tiempo, y Christian no tenía ningunas ganas de estar presente cuando el alcalde se enterase de lo que habían estado haciendo a sus espaldas.

Con el pelo alborotado de tanto rascarse a causa de la tensión, se bajó del Panda en el patio posterior del hostal, contento de ver la furgoneta de René aparcada allí, a recaudo de las miradas. Se estiró con toda su altura, mientras los músculos le protestaban ante la perspectiva de otras cuatro horas de trabajo. De todas maneras, ya casi habían acabado. Como Paul se encargaba de todo lo relacionado con la electricidad, entre los tres habían instalado prácticamente la nueva caldera y esa noche ya podrían probarla. Más valía así, porque aparte de la chimenea del rincón del comedor, los Webster habían estado tres días sin calefacción desde que René había desconectado el antiguo sistema, y aquella temperatura no resultaba muy agradable.

Lorna no se había quejado, sin embargo. No había dejado de sonreír desde que habían aparecido el viernes de la semana anterior y cada día preparaba cena para cuantos se presentaban. Algunas noches se reunían diez personas en torno a la gran mesa y otras sólo seis o siete. Monique Sentenac a menudo tenía que hacer en su peluquería, y Josette y Véronique tenían que ir a ayudar por turnos porque, tal como señalaba Josette, la gente empezaría a sospechar si la tienda estaba cerrada todo el tiempo.

Christian se sentía orgulloso de la participación de sus vecinos. Entre unos y otros habían dado una mano de pintura a las manchas del techo y habían colocado la moqueta y la cama, pero incluso una vez que estuvo terminado el trabajo necesario para la inspección, seguían acudiendo. Limpiaban ventanas y lavaban las cortinas viejas, despejaban el sótano de los desperdicios acumulados durante años y ayudaban a Lorna a lavar y a planchar los montones de sábanas y colchas sucias que habían dejado los Loubet. Al cabo de cinco días, el hostal estaba casi irreconocible.

Habiendo reducido el peso del cansancio, subió con energía los escalones y abrió la puerta de atrás.


Bonsoir!

Las personas reunidas en torno a la barra hacían demasiado ruido para oírlo. Stephanie brincaba por la sala, René daba palmadas a Paul en la espalda, Annie reía a carcajadas y Véronique, que estaba abrazando a Lorna, se veía francamente… Christian se quedó en blanco, pues su mente se negaba a completar la frase. Volvió a mirarla después de pestañear, con el ajustado suéter y los pantalones acampanados que suponían una gran mejora en comparación con las informes faldas y jerséis que había consumido el fuego. Mientras recorría involuntariamente con la mirada sus curvas, rememoró aquel instante en el hospital en el que atisbo su perfecto… Justo entonces ella levantó la vista y al cruzarse sus miradas, él sintió que le ardía la cara.

—¡Christian! —chilló Stephanie, viéndolo inmóvil en la entrada.

Se acercó saltando, se le colgó del cuello y, agradeciendo la distracción, él la hizo girar en el aire. Cuando la depositó en el suelo reparó en Véronique, que en lugar de la alegre expresión de antes esbozaba una tensa sonrisa.

Sintiéndose como si hubiera cometido una traición que no alcanzaba a comprender, se apartó de Stephanie y dirigió la palabra a los demás.

—¿Qué se está celebrando?

Lorna le entregó dos cartas que ojeó rápidamente. La primera era del jefe de inspecciones de hoteles, en la que se les informaba de que el 26 de enero había prevista una segunda inspección para la acreditación como
hôtel de tourisme
, lo cual constituía una magnífica noticia. La segunda carta suponía un cambio fundamental en la situación.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó—. El alcalde ha solicitado una segunda inspección de seguridad para el mismo día. ¿Por qué haría eso si Pascal dijo que no era posible? No parece que le convenga obrar así…

—¡Me da igual! —constató Paul con un encogimiento de hombros—. ¡Ahora podemos pedir subvención y quizá podemos arreglar tejado!

—Esta misma noche empezaré a preparar los papeles —intervino Stephanie—, y así podremos tenerlo todo preparado a tiempo.

—Pero fijaos en esto de aquí. —Christian señaló una línea situada en el medio del texto y la leyó en voz alta.

En relación con la carta que envié con fecha del 15 de enero, tengo el gusto de informarles que he dispuesto una nueva inspección del Auberge des Deux Vallées a cargo del Comité de Seguridad y Vigilancia contra Incendios que tendrá lugar el 26 de enero…

Christian consultó el reloj para comprobar la fecha y luego efectuó un rápido cálculo.

—El 15 era el jueves pasado. ¿Recibisteis una carta del alcalde la semana pasada?

—No, nada —respondió Paul—. Ese día vamos al Ayuntamiento y él no está allí, sólo Pascal Souquet. No nos da ni ayuda ni carta.

—Eso es lo que tenía entendido. —Christian arrugó la frente—. ¿A qué se refiere, entonces?

—Probablemente se habrá confundido —apuntó Véronique—. ¡Después de todo, parece que tiene mucho en que pensar ahora que no está su mujer!

René soltó una procaz carcajada, pero Annie se apresuró a reprenderla.

—¡Vérrronique! ¡No está bien eso de prrropagarrr habladurrrías!

—¿Cómo puedes defenderlo, mamá? ¿Después de todo lo que ha hecho?

Annie frunció los labios y emitió un bufido enfurruñado.

Christian no estaba convencido, sin embargo.

—Ese viejo zorro está tramando algo, pero no sé qué es.

—¿Quizá cambia de opinión? —señaló Lorna, posándole la mano en el brazo—. Nosotros no hacemos preguntas. Sólo estamos contentos.

—Sí, claro, tenéis razón —acordó Christian, que no quería enfriar su entusiasmo—. Es una noticia excelente.

—Aunque si no acabamos no lo va a ser —advirtió René con sequedad—. Bueno, basta ya de hacer el gandul.

Acto seguido se dispersaron y cada cual fue a volcarse en su labor con renovado vigor, viendo que el esfuerzo realizado los días anteriores iba a dar su fruto.

Christian no estaba tan alegre como los otros. Conocía bien al alcalde y no se fiaba de él. Resolvió, con todo, olvidarse del asunto por el momento para concentrarse en levantar la pared que había que construir en torno a la nueva caldera. No lo logró, sin embargo. El problema era que sólo veía beneficios para todos los habitantes del municipio en el brusco viraje del alcalde, y eso era precisamente lo que más despertaba sus sospechas.

Mientras Christian hacía lo posible por indagar en los intrincados vericuetos de los procesos mentales del alcalde, éste deseaba, por primera vez en toda su existencia, que la vida fuera un poco menos complicada en ese momento en que debía afrontar la realidad de la muerte.

Era la noche previa a la inspección y se encontraba junto a la cama de su esposa. A lo largo de la semana anterior había permanecido a su lado, observando cómo se deterioraba su estado. Ahora, casi incapaz de hablar, pasaba muchos ratos inconsciente y su respiración era cada vez más débil y rasposa. No había necesitado que el médico lo advirtiera de que no le quedaba mucho tiempo de vida.

Mientras fuera comenzaba a mermar la luz, escuchando el sonido de su trabajosa respiración combinado con el golpeteo de la lluvia en los cristales, se preguntó si sentiría dolor. Pese a que las enfermeras le habían asegurado que la dosis de medicación era suficiente para aliviarle el sufrimiento, le preocupaba aquella posibilidad. Parecía tan débil… Serge estaba casi convencido de que saldría flotando de la habitación de no ser por el peso de las cuentas del rosario que mantenía entre los dedos y que la anclaba a la tierra como un lastre espiritual. Posó la mano encima de la de ella, que reposaba pálida e inánime en la colcha. Aunque deformada y gastada por los años de trabajo en las minas de tungsteno de Salau, la suya se veía rebosante de energía en comparación.

Veinticinco años. Acarició el dorso de los quietos dedos. Había transcurrido un cuarto de siglo desde que lo habían elegido alcalde. Había rechazado la vida de agricultor de su padre y sus antepasados, desdeñando los magros beneficios que reportaba su reducida extensión de tierra, casi toda en pendiente, para optar por una existencia más segura. El trabajo de minero era duro, de modo que cuando las minas comenzaron a declinar y prescindieron de él en la reducción de plantilla experimentó cierto alivio. Al cabo de seis meses del despido, logró acceder al cargo de alcalde, derrotando por escaso margen de votos al viejo Henri Estaque, y a partir de ahí tomó impulso su carrera política. No obstante, aquella capacidad para las argucias y manipulaciones que se había adherido a su persona como una segunda piel no le servía de nada entonces para socorrer a su mujer.

Frustrado hasta lo indecible, se acercó a la ventana, donde las montañas quedaban ocultas tras una masa de oscuros nubarrones preñados de una amenaza de lluvia. Abajo, las luces de St. Girons se desparramaban en el estrecho llano, alejándose de los Pirineos en dirección a las tierras más llanas, como si corriesen antes de que se desatara la tormenta. Apoyó la frente en el cristal y, apreciando el alivio de su frío contacto frente al sofocante ambiente del hospital, se puso a pensar en todos los pequeños ajustes que pronto iba a tener que realizar, en todos los detalles de una existencia en común que debería modificar. Solamente proyectándose en los pormenores alcanzaba a hacerse una idea global del cambio que su vida estaba a punto de experimentar.

—¿Monsieur Papon? —La enfermera lo llamaba desde el umbral, con expresión firme y compasiva a la vez—. Debería irse a casa. Es hora de que descanse un poco.

—Cinco minutos más —rogó.

Tras consultar el reloj la mujer asintió. Después cerró la puerta.

Thérèse había sido categórica desde el día del diagnóstico: no quería que aquella enfermedad alterase sus vidas. Ella, siempre tan discreta, que por nada quería ser el centro de las habladurías ni aun cuando fueran bienintencionadas, había insistido en que no se lo dijera a nadie, ni siquiera a la única hermana que le quedaba. Había rehusado el ofrecimiento de recibir cuidados en casa, arguyendo que no quería que su hogar se convirtiera en un hospital ni que los recuerdos de la vida que habían compartido quedaran impregnados de una aureola de muerte. De hecho, cuando él sugirió que se quedaría a pasar la noche en el hospital en el momento en que empezó a empeorar, se negó en redondo.

Recordó con pesarosa sonrisa aquel arranque de indignación que tuvo, un ejemplo de los escasos momentos en que Thérèse dejaba atisbar una fuerza interior que casi nadie sospechaba en ella. Aquello lo ponía en un dilema, sin embargo. ¿Debía respetar sus deseos y marcharse aun cuando estuviera inconsciente? ¿O debía comportarse con su egoísmo habitual y hacer lo que quería, que era quedarse allí a su lado?

Un sonido proveniente del lado de la cama interrumpió sus pensamientos.

—Thérèse —susurró, tomándole de nuevo la mano.

Los párpados se movieron y acabaron por abrirse y después, con esfuerzo, enfocó la mirada en él.

—Vete a casa —murmuró, curvando los dedos en torno a los suyos.

—¿Estás segura?

Thérèse pestañeó para confirmar con sus escasas fuerzas lo que pedía.

—De acuerdo, si así lo quieres —concedió con aire resignado—. Nos veremos mañana por la mañana.

Luego le besó la demacrada mejilla.

—Serge… Perdóname.

—¿Perdonarte? ¿Y qué tendría que perdonarte yo? —Conteniendo las lágrimas, le apretó levemente la mano—. Tú eres lo único auténtico que ha habido en mi vida.

Ella volvió a pestañear a modo de respuesta y él interpretó que habría querido negar con la cabeza.

—Lo siento… mucho…

A medida que se le apagaba la voz quedó de nuevo inconsciente.

Permaneció junto a ella unos minutos, observando los rítmicos movimientos de su pecho, hasta que oyó el carraspeo de la enfermera.

—Debería irse a casa —insistió con dulzura—. Yo me ocuparé de ella esta noche.

Asintiendo, aturdido, se encaminó a la puerta.

—Me llamará si… —No pudo acabar la frase, pero la enfermera comprendió perfectamente.

—Si se produjera algún cambio lo avisaremos enseguida.

Como un autómata llegó a la salida donde se apiñaban las visitas, en muchos casos para aspirar con fruición el primer cigarrillo que fumaban desde hacía horas. Otros, como él, se dirigían con aire estupefacto a sus vehículos.

Durante el trayecto procuró concentrarse en la carretera, aunque era difícil. El sentimiento de vergüenza que habían despertado las últimas palabras de ella se magnificó hasta obsesionarlo. ¡Thérèse pidiéndole perdón a él! Después de todas las aventuras que le había ocultado, las intrigas que había elaborado y el poco valor que había dado a veces a su compañía… Sacudiendo la cabeza para ahuyentar las imágenes, crispó los dedos en torno al volante.

Los recuerdos todavía se agolpaban en su cabeza cuando al doblar la última curva antes de La Rivière apareció ante su vista el Auberge des Deux Vallées. Lo primero que advirtió fue las luces. Parecía como si todas las habitaciones estuvieran iluminadas. Redujo la velocidad y justo al pasar por delante vio a un hombre que se asomaba a una de las ventanas de abajo para cerrar los postigos. Sus miradas se cruzaron a través de la lluvia y entonces Serge dedujo al instante el significado de su presencia.

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