Lestat el vampiro (45 page)

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Authors: Anne Rice

En un intento desesperado, Armand había tratado de imponerse a lo que no comprendía.

Y, en una reacción impulsiva, yo le había dominado y reducido casi sin esfuerzo.

Volvió entonces a mí todo el dolor que sentía por Nicolás y recordé las palabras de Gabrielle y las denuncias de aquél. Mi rabia no era nada comparada con su pesadumbre, con su desesperación.

Quizá fue ésta la razón que me impulsó a agacharme y ayudarle a incorporarse. Y tal vez lo hice también porque vi a Armand tan perdido y tan exquisitamente atractivo. Y porque, al fin y al cabo, los dos pertenecíamos a la misma raza.

Era bastante lógico, ¿no os parece?, que uno de los suyos se lo llevara de aquel lugar donde, tarde o temprano, los mortales se habrían acercado a él y le habrían obligado a huir a trompicones.

No me ofreció la menor resistencia. En unos instantes, se puso en pie y echó a andar a mi lado con aire adormilado. Le pasé un brazo por los hombros, sosteniéndole y ayudándole hasta que empezamos a alejarnos del Palais Royal en dirección a la rué St. Honoré.

Apenas eché un vistazo a las siluetas que pasaban junto a nosotros hasta que reconocí bajo los árboles una figura familiar de la que no surgía el menor aroma a mortal. Entonces comprendí que Gabrielle llevaba algún tiempo allí.

La vi acercarse titubeante y en silencio, con expresión alarmada cuando vio la camisa de encaje manchada de sangre y las huellas de los golpes en la piel lechosa de Armand. De inmediato, extendió los brazos como si quisiera ayudarme a sostener la carga que éste representaba, aunque dio la impresión de no saber cómo hacerlo.

A lo lejos, en algún rincón de los jardines en sombras, acechaban las demás criaturas. Oí su presencia mucho antes de verlas. Nicolás formaba también parte del grupo.

Las criaturas y su nuevo compañero habían acudido desde muchos kilómetros de distancia siguiendo el mismo impulso que Gabrielle, atraídos por el tumulto o por algún vago mensaje que yo era incapaz de imaginar, y ahora se limitaban a esperar y observar mientras nosotros continuábamos nuestro camino.

2

Gabrielle y yo condujimos a Armand a las caballerizas, y allí le ayudé a montar en mi yegua, pero me dio la impresión de que podía caerse en cualquier momento y decidí montar detrás de él. De este modo, los tres iniciamos nuestra cabalgada.

Mientras cruzábamos los campos al galope, medité sobre lo que me disponía a hacer. Me pregunté qué representaría llevar a Armand a mi guarida. Gabrielle no formuló la menor protesta y se limitó a dirigirle una mirada de vez en cuando. No capté ninguna reacción por su parte, y, allí sentado delante de mí, le vi menudo y reservado, liviano como un chiquillo pero en absoluto infantil.

Sin duda, Armand había sabido siempre el paradero de la torre; ¿le habían impedido el paso los barrotes y las verjas? Y ahora, yo mismo me proponía franquearle la entrada. ¿Por qué no me decía algo Gabrielle? Aquél era el encuentro que habíamos deseado, el momento que habíamos estado aguardando, pero ella conocía sin duda lo que Armand acababa de intentar.

Cuando por fin desmontamos, él se adelantó unos pasos y esperó luego a que yo alcanzara la verja. Cuando hube puesto la llave en la cerradura, me volví a observarle preguntándome qué promesas podía uno exigir de un monstruo como aquél antes de abrirle la puerta. ¿Tenían algún significado para las criaturas de la noche las antiguas leyes de la hospitalidad?

Sus grandes ojos castaños tenían un aire derrotado, casi somnoliento. Me miró en silencio durante un instante y luego extendió el brazo izquierdo y cerró los dedos en torno al barrote de hierro del centro de la verja. Contemplé imponente cómo ésta empezaba a soltarse de la piedra con un profundo sonido rechinante. Sin embargo, Armand se detuvo en ese momento y se contentó con doblar un poco el barrote. La incógnita estaba despejada: nuestro congénere podría haber entrado en la torre en cuanto lo hubiera deseado.

Examiné la barra de hierro que acababa de doblar. Yo había derrotado a Armand. ¿Sería capaz también de repetir lo que él acababa de hacer? Lo ignoraba. Y, si era incapaz de calcular mis propios poderes, ¿cómo podría nunca calcular los suyos?

—Vamos —dijo Gabrielle con cierta impaciencia, y abrió la marcha escaleras abajo hacia la cripta de las mazmorras.

En la estancia hacía el mismo frío de siempre, pues el vigorizante aire primaveral no llegaba nunca hasta allí. Gabrielle preparó un buen fuego en la vieja chimenea mientras yo encendía las velas. Armand tomó asiento en el banco de piedra, observándonos, y pude apreciar el efecto que le producía el calor, el modo en que su cuerpo parecía hacerse un poco más grande, la manera cómo aspiraba el calor y se llenaba de él.

Cuando miró a su alrededor, fue como si procediera a absorber la luz de la estancia. Su mirada era muy clara.

El efecto que producía el calor y la luz en los vampiros era indescriptible, extraordinario. Y, pese a ello, la vieja asamblea de aquellos seres había renunciado a ambas cosas.

Tomé asiento entre los bancos de piedra y dejé que mi mirada, como la de él, vagara por la amplia cámara de techo bajo.

Gabrielle había permanecido en pie hasta aquel momento y, llegados a ese punto, se acercó a Armand. Había extraído un pañuelo del bolsillo y le rozó la cara con él.

Armand la miró igual que observaba el fuego y las velas y las sombras que se agitaban en el curvo techo. Su presencia pareció interesarle tan poco como todo lo demás.

Entonces, con un escalofrío, descubrí que las heridas de su rostro habían casi desaparecido ya. Los huesos volvían a estar soldados, la forma del rostro era la misma de siempre, y sólo se le veía un poco demacrado debido a la sangre que había perdido.

El corazón se me expandió ligeramente, en contra de mi voluntad, como ya me había sucedido en las almenas de la torre al escuchar su voz.

Pensé en el dolor que había padecido hacía apenas media hora, en el Palais Royal, cuando la punzada de sus colmillos en mi cuello había puesto de relieve su falsedad.

Sentí odio hacia él.

Pero no pude dejar de mirarle. Gabrielle le peinó, tomó sus manos y las limpió de sangre. Y, mientras ella lo hacía, Armand ofreció un aspecto desvalido e impotente. En cambio, el rostro de Gabrielle no era el de un ángel auxiliador; su expresión era más bien de una gran curiosidad, de un intenso deseo de estar cerca de él y de tocarle y de examinarle. Ambos quedaron mirándose fijamente bajo la luz trémula de la estancia.

Armand se encorvó ligeramente hacia adelante y volvió de nuevo la mirada, sombría y llena de expresión ahora, hacia el fuego del hogar. De no ser por la sangre de su pechera de encaje, tal vez podría haber pasado por humano. Tal vez...

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté, para que Gabrielle fuera testigo de su respuesta—. ¿Te quedarás en París y dejarás que Eleni y los demás continúen su existencia?

No tuve respuesta. Sus ojos me repasaban, estudiaban los bancos de piedra, los sarcófagos. Los tres sarcófagos.

—Sin duda, debes saber qué andan haciendo —insistí—. ¿Abandonarás París o seguirás en la ciudad?

Me dio la impresión de que trataba de hablarme otra vez sobre la importancia y la enormidad de lo que les había hecho a él y a los componentes de la asamblea, pero tal impresión se desvaneció. Por un instante, su cara fue una mueca de dolor y pesar. Una mueca de derrota, llena de humana infelicidad. Me pregunté qué edad tendría, cuánto tiempo haría que había sido un humano con aquella apariencia juvenil.

Armand captó mi pregunta, pero no respondió. Miró a Gabrielle, que estaba de pie junto al fuego, y volvió luego la vista hacia mí. Entonces, en silencio, le oí decir:
«.Ámame. Lo has destruido todo, pero, si me amas, podrá ser restaurado bajo una nueva forma. ¡Ámame!».

Aquella muda súplica poseía, no obstante, una elocuencia imposible de expresar en palabras.

—¿Qué puedo hacer para que me quieras? —añadió en un susurro—. ¿Qué puedo ofrecerte? ¿El conocimiento de todo lo que he presenciado, los secretos de nuestros poderes, el misterio de lo que soy?

Replicarle me pareció una blasfemia, y, como ya sucediera junto a las almenas, me descubrí al borde de las lágrimas. Pese a la nitidez de sus silenciosas comunicaciones, la voz de Armand puso en eco enternecedor a sus sentimientos al hacerse audible.

Igual que en Notre Dame, se me ocurrió que hablaba como lo harían los ángeles, si existían.

Sin embargo, pronto aparté de mi cabeza aquel pensamiento irrelevante, aquella distracción. Armand se hallaba ahora justo a mi lado y me pasaba el brazo por la cintura mientras apoyaba la frente en mi mejilla. Volvió a lanzarme su invitación, no el seductor requerimiento, exuberante y profundo, de nuestro encuentro en el Palais Royal, sino aquella voz que me cantaba desde la distancia. Y me dijo que había cosas que él y yo conoceríamos y que los mortales nunca sabrían. Me dijo que si me abría a él y le entregaba mi fuerza y mis secretos, él me entregaría los suyos. Me aseguró que había sido empujado a intentar destruirme, y, que me amaba tanto que no podía hacerlo.

Era una confesión tentadora, pero presentí un peligro. La palabra que acudió espontáneamente a mi cabeza fue «cuidado». Ignoro qué vio u oyó Gabrielle. Tampoco sé qué sintió.

Instintivamente, evité la mirada de Armand. En aquel instante, fue como si no hubiera nada en el mundo que deseara tanto como mirarle de frente y comprenderle, pero, de algún modo, supiera que no debía hacerlo. Volví a ver los huesos bajo les Innocents, el parpadeo de los fuegos infernales que había imaginado en el Palais Royal. Y ni todo el encaje y el terciopelo dieciochescos lograron darle un rostro humano.

No pude ocultarle lo que sentía y me dolió no poder explicárselo a Gabrielle. Y el terrible silencio entre ella y yo resultó, en aquellos momentos, casi insoportable.

Con él, en cambio, podía hablar; sí, con él podía vivir sueños. Un sentimiento de temor y respeto me impulsó a abrir los brazos para estrecharle entre ellos y así lo hice, debatiéndome entre la confusión y el deseo.

—Deja París, sí —me susurró—. Pero llévame contigo. Ahora ya no sé cómo existir en la ciudad. Voy dando tumbos por un carnaval de horrores. Por favor...

—¡No! —me oí decir, como si me lo dijera exclusivamente a mí mismo.

—¿No tengo ningún valor para ti? —quiso saber él. Se volvió hacia Gabrielle, y ésta le miró con una expresión angustiada, sin pronunciar palabra. No tuve modo de saber qué decía su corazón y, para mi pesar, advertí que Armand estaba hablando con ella y me mantenía al margen de la conversación. ¿Qué le respondería Gabrielle?

Pero, en ese momento, Armand se puso a implorarnos a ambos.

—¿Acaso no existe nada, fuera de vosotros mismos, que os merezca respeto?

—Esta misma noche podría haberte destruido —le recordé— Si no lo he hecho, ha sido precisamente por respeto.

—No —replicó, sacudiendo la cabeza de una manera pasmosamente humana—. Tú jamás habrías podido hacer tal cosa.

Sonreí. Probablemente estaba en lo cierto, pero Gabrielle y yo le estábamos destruyendo por completo de otra manera.

—Sí, es cierto, me estáis destruyendo —reconoció Armand, y, con un susurro, añadió—: Ayudadme, concededme unos años más, unos pocos años de todos los que tenéis ante vosotros. Os lo ruego. Es lo único que os pido.

—¡No! —repetí.

Armand estaba a apenas un palmo de mí, en el banco de piedra. Me estaba mirando y presencié de nuevo el horrible espectáculo de su rostro frunciéndose, haciéndose más y más sombrío y hundiéndose en sí mismo, presa de la rabia. Era como si estuviera formado de materia real. Sólo su voluntad le mantenía fuerte y hermoso. Y, cuando el flujo de su voluntad se interrumpía, su figura se fundía como una muñeca de cera.

Con todo, como antes sucediera, se recuperó casi instantáneamente. La «alucinación» había pasado.

Se puso en pie y se apartó de mí hasta quedar frente al fuego.

La fuerza de voluntad que surgía de él era palpable. Sus ojos parecían algo ajeno a él, y a cualquier cosa terrenal. El fuego que refulgía detrás de él formaba una aureola espectral en torno a su cabeza.

—¡Yo te maldigo! —musitó.

Noté como una vaharada de miedo.

—Yo te maldigo —repitió, acercándose aún más—. Ama a los mortales, pues, y sigue viviendo como lo has hecho, temerariamente, con apetencia por todo y amor a todo, pero llegará un momento en que sólo podrá salvarte el amor de los que son de tu estirpe. —Dirigió una mirada a Gabrielle y añadió—: ¡Y no me refiero a criaturas como ésa!

Sus palabras eran tan fuertes que no pude ocultar el efecto que me producían. Me descubrí levantándome del banco y alejándome de él hacia Gabrielle.

—No vengo a ti con las manos vacías —insistió, dulcificando la voz deliberadamente—. No vengo a suplicarte sin nada que ofrecer a cambio. Mírame. Dime que no necesitas lo que ves en mí, que no necesitas a alguien con la fuerza suficiente para ayudarte a superar las penalidades que te aguardan.

Sus ojos lanzaron una mirada centelleante a Gabrielle y, por un instante, se mantuvieron fijos en ella. Noté cómo se ponía en tensión y empezaba a temblar.

—¡Déjala en paz! —exclamé.

—No sabes qué le estoy diciendo —contestó fríamente—. No pretendo hacerle daño. ¿Pero no ves lo que has hecho ya, con tu amor a los mortales?

Si no le detenía a tiempo, Armand diría algo terrible, algo que nos haría daño a mí o a Gabrielle. El sabía todo lo sucedido con Nicolás. Tuve la certeza de que así era. Y comprendí que, si en algún recóndito rincón de mi alma deseaba el fin de Nicolás, Armand lo sabría también. ¿Por qué le había dejado entrar en mí? ¿Por qué había pasado por alto lo que podía hacerme?

—¡Ah!, pero si siempre es una parodia, ¿no lo ves? —continuó con el mismo hablar reposado—. En cada ocasión, la muerte y el despertar devastarán el espíritu mortal. Uno te odiará por haberle quitado la vida, otro se lanzará a excesos que tú desprecias. Un tercero surgirá loco furioso y otro será un monstruo que no podrás controlar. Uno sentirá celos de tu superioridad y otro te cerrará sus pensamientos. —Al decir esto último, lanzó de nuevo su mirada a Gabrielle con una media sonrisa—. Y el velo siempre caerá entre vosotros. ¡Crea una legión y seguirás estando siempre solo! ¡Eternamente!

—No quiero escucharte más. Todo esto no tiene sentido —afirmé.

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