Leviatán (27 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

—Ése era el primer plan, pero las cosas han cambiado desde que he llegado aquí. Ahora estamos en el Plan B.

—Creí que estaba usted intentando ser amable conmigo.

—Y lo estoy. Pero quiero que usted también lo sea conmigo. Si lo hacemos de esta manera, hay más probabilidades de que la cosa se mantenga equilibrada.

—Me está usted diciendo que no se fía de mí, ¿no es eso?

—Su actitud me pone un poco nervioso. Estoy seguro de que lo comprenderá.

—¿Y qué sucede mientras me hace esos pagos diarios? ¿Se presenta todas las mañanas a la hora acordada, me entrega el dinero y se larga, o también piensa quedarse a desayunar?

—Ya se lo he dicho antes: no quiero nada de usted. Usted recibe el dinero libre de cargas, y no me debe nada.

—Ya, bueno, más vale que dejemos las cosas claras, tío listo. No sé lo que le habrá dicho Maria de mi, pero mi coño no está en venta. Por ninguna cantidad de dinero. ¿Comprendido? Nadie me obliga a irme a la cama con él. Yo follo con quien me da la gana, y el hada madrina se guarda su varita mágica. ¿Hablo claro?

—Me está usted diciendo que no entro en sus planes. Y yo acabo de decirle que usted no entra en los míos. No veo cómo podríamos dejarlo más claro.

—Está bien. Ahora déme algún tiempo para pensar en todo esto. Estoy muerta y necesito irme a dormir.

—No tiene que pensarlo. Ya sabe la respuesta.

—Puede que sí y puede que no. Pero no voy a hablar más del asunto esta noche. Ha sido un día muy duro y estoy que me caigo. Pero sólo para demostrarle lo amable que puedo ser, voy a dejarle dormir en el sofá del cuarto de estar. En honor de Maria... y sólo por esta vez. Es tardísimo y no encontrará un motel si se pone a buscarlo ahora.

—No tiene por qué hacer eso.

—No tengo por qué hacer nada, pero eso no significa que pueda hacerlo. Si quiere quedarse, quédese. Si no, váyase. Pero más vale que se decida ya, porque yo me voy a la cama.

—Se lo agradezco.

—No me lo agradezca, agradézcaselo a Maria. El cuarto de estar es un desastre. Si algo le estorba, tírelo al suelo. Ya me ha demostrado que sabe hacerlo.

—No suelo utilizar formas de comunicación tan primitivas.

—Con tal que no se comunique más conmigo esta noche, me da igual lo que haga aquí abajo. Pero el piso de arriba queda fuera de los límites. ¿Entendido? Tengo una pistola en la mesilla de noche, y si alguien viene merodeando, sé utilizarla.

—Eso sería como matar a la gallina de los huevos de oro.

—No, no lo sería. Puede que usted sea la gallina, pero los huevos están en otra parte. Bien guardaditos en el maletero de su coche, ¿recuerda? Aunque matase a la gallina, seguiría teniendo todos los huevos que necesito.

—Así que ya estamos amenazando otra vez

—No creo en las amenazas. Solamente le estoy pidiendo que sea amable conmigo, eso es todo. Que sea muy amable. Y que no se le meta ninguna idea rara en la cabeza acerca de quién soy yo. Si es así, tal vez podamos hacer negocios juntos. No le prometo nada, pero si no jode las cosas, puede que incluso aprenda a dejar de odiarle.

A la mañana siguiente le despertó un aliento cálido que rozaba su mejilla. Cuando abrió los ojos se encontró mirando la cara de una niña, una niña inmovilizada por la concentración, que exhalaba trémulamente por la boca. Estaba de rodillas al lado del sofá y su cabeza estaba tan próxima a la de él que sus caras casi se tocaban. Por la escasa luz que se filtraba a través de su pelo, Sachs dedujo que serían sólo las seis y media o las siete. Llevaba menos de cuatro horas durmiendo, y en aquellos primeros momentos después de abrir los ojos se sentía demasiado atontado, demasiado pesado como para mover un solo músculo. Deseaba volver a cerrar los ojos, pero la niña le estaba observando demasiado atentamente, así que continuó mirándola a la cara y lentamente cayó en la cuenta de que era la hija de Lillian Stern.

—Buenos días —dijo ella al fin, interpretando su sonrisa como una invitación a hablar—. Creí que no ibas a despertarte nunca.

—¿Llevas mucho tiempo aquí sentada?

—Unos cien años, me parece. He bajado a buscar mi muñeca y entonces he visto que estabas durmiendo en el sofá. Eres muy largo, ¿lo sabías?

—Sí, lo sé. Soy lo que se llama una espingarda.

—Señor Espingarda —dijo la niña, pensativa—. Es un buen nombre.

—Y apuesto a que el tuyo es Maria, ¿no?

—Para algunas personas sí, pero a mi me gusta llamarme Rapunzel. Es mucho más bonito, ¿no crees?

—Mucho más. ¿Y cuántos años tienes, señorita Rapunzel?

—Cinco y tres cuartos.

—Ah, cinco y tres cuartos. Una edad estupenda.

—Cumpliré seis en diciembre. Mi cumpleaños es el día después de Navidad.

—Eso quiere decir que recibes regalos dos días seguidos. Debes ser muy lista para haberte inventado un sistema tan bueno.

—Hay gente con suerte. Eso es lo que dice mamá.

—Si tienes cinco años y tres cuartos, probablemente ya has empezado a ir al colegio, ¿no?

—A la guardería. Estoy en la clase de Mrs. Weir. Clase uno, cero, cuatro. Los niños la llaman señora Rara.
{3}

—¿Parece una bruja?

—No. Creo que no es lo bastante vieja para ser bruja. Pero tiene una nariz larguísima.

—¿Y no deberías arreglarte ya para ir a la guardería? No querrás llegar tarde.

—Hoy no voy, tonto. Los sábados no hay cole.

—Claro. A veces parezco idiota, ni siquiera sé qué día es hoy.

Ya estaba despierto, lo bastante despierto como para sentir la necesidad de levantarse. Le preguntó a la niña si le apetecía desayunar, y cuando ella contestó que estaba muerta de hambre, Sachs se levantó rápidamente del sofá y se puso los zapatos, contento de tener esta pequeña tarea por delante. Se turnaron para entrar en el cuarto de baño de la planta baja, y después de haber vaciado la vejiga y haberse echado agua en la cara, él entró en la cocina para empezar. Lo primero que vio allí fueron los cinco mil dólares, que estaban aún sobre la mesa, en el mismo sitio donde él los había puesto la noche anterior. Le desconcertó que Lillian no se los hubiera llevado al piso de arriba. ¿Había un significado oculto en esto, se preguntó, o era simplemente una negligencia por su parte? Afortunadamente, Maria estaba aún en el cuarto de baño, y cuando se reunió con él en la cocina, Sachs ya había retirado el dinero de la mesa y lo había guardado en el estante de un armario.

La preparación del desayuno comenzó mal. La leche se había agriado en la nevera (lo cual eliminaba la posibilidad de tomar cereales) y, puesto que las existencias de huevos también parecían haberse agotado, no podía hacer torrijas o una tortilla (la segunda y tercera elección de la niña). Sin embargo, consiguió encontrar un paquete de pan integral en rebanadas y, una vez que desechó las cuatro primeras (que estaban cubiertas de moho azulado), decidieron tomar tostadas con mermelada de fresa. Mientras el pan estaba en el tostador, Sachs desenterró del fondo del congelador una lata de zumo de naranja cubierta de una costra de escarcha, lo mezcló en una jarra de plástico (que primero tuvo que fregar) y lo sirvió con el desayuno. No había café de verdad, pero después de registrar sistemáticamente los armarios, finalmente descubrió un frasco de café instantáneo descafeinado. Mientras bebía el amargo brebaje hizo muecas y se agarró la garganta. Maria se rió de su actuación, lo cual le impulsó a tambalearse por la cocina y a emitir una serie de espantosos ruidos como náuseas.

—Veneno —murmuró, mientras se dejaba caer al suelo—, los bribones me han envenenado.

Esto la hizo reír aún más, pero una vez que él terminó su numerito y se sentó de nuevo en la silla, su diversión desapareció rápidamente y él notó una expresión preocupada en sus ojos.

—Sólo estaba fingiendo —dijo.

—Ya lo sé —dijo ella—. Es que no me gusta que la gente se muera.

Él comprendió su equivocación, pero era demasiado tarde para deshacer el daño.

—No voy a morirme —dijo.

—Sí, te morirás. Todo el mundo tiene que morirse.

—Quiero decir hoy. Ni mañana tampoco. Voy a estar por aquí mucho tiempo.

—¿Por eso has dormido en el sofá? ¿Porque te vas a quedar a vivir con nosotras?

—No creo. Pero estoy aquí para ser tu amigo. Y el amigo de tu madre también.

—¿Eres el nuevo novio de mamá?

—No, sólo soy su amigo. Si ella me deja, voy a ayudarla.

—Eso está bien. Ella necesita a alguien que la ayude. Hoy entierran a papá y está muy triste.

—¿Es eso lo que te ha dicho?

—No, pero la vi llorando. Por eso sé que está triste.

—¿Es eso lo que vas a hacer hoy? ¿Ir a ver cómo entierran a tu papá?

—No, no nos dejan ir. El abuelo y la abuela dijeron que no podíamos ir.

—¿Y dónde viven tu abuelo y tu abuela? ¿Aquí en California?

—Creo que no. Es en un sitio muy lejos. Hay que ir allí en avión.

—En el Este, quizá.

—Se llama Maplewood. No sé dónde está.

—¿Maplewood, New Jersey?

—No lo sé. Está muy lejos. Siempre que papá hablaba de ese sitio decía que estaba en el fin del mundo.

—Te pones triste cuando piensas en tu padre, ¿verdad?

—No puedo remediarlo. Mamá dice que él ya no nos quería, pero me da igual, me gustaría que volviese.

—Estoy seguro de que él quería volver.

—Eso creo yo. Lo que pasa es que no pudo. Tuvo un accidente y, en lugar de volver con nosotras, tuvo que irse al cielo.

Sachs pensó que era muy pequeña y sin embargo se comportaba con una tranquilidad casi aterradora, sus fieros ojitos taladrándole mientras hablaba, impávida, sin el menor temblor de confusión. Le asombraba que pudiera imitar la actitud de los adultos tan bien, que pudiera parecer tan dueña de sí misma, cuando en realidad no sabía nada, no sabía absolutamente nada. La compadeció por su valor, por el fingido heroísmo de su cara luminosa y seria, y deseó poder retirar todo lo que había dicho y convertirla de nuevo en una chiquilla, en algo distinto de aquel patético adulto en miniatura con huecos entre los dientes y una cinta amarilla colgada del pelo rizado.

Mientras terminaba los últimos fragmentos de sus tostadas, Sachs vio en el reloj de la cocina que eran sólo las siete y media pasadas. Le preguntó a Maria cuánto tiempo pensaba que su madre seguiría durmiendo, y cuando ella le dijo que podían ser dos o tres horas más, de pronto se le ocurrió una idea. Vamos a prepararle una sorpresa, dijo, si nos ponemos a ello ahora, tal vez podamos limpiar toda la planta baja antes de que se despierte. ¿No estaría bien? Bajará aquí y se encontrará todo ordenado y reluciente. Seguro que eso le hará sentirse mejor, ¿no crees? La niña dijo que sí. Más que eso, pareció entusiasmada con la idea, como si estuviera aliviada de que al fin hubiera aparecido alguien que se hiciera cargo de la situación. Pero debemos hacerlo en silencio, dijo Sachs, llevándose un dedo a los labios, tan silenciosos como duendes.

Así que los dos se pusieron a trabajar, moviéndose por la cocina en rápida y silenciosa armonía mientras recogían la mesa, barrían la vajilla rota del suelo y llenaban el fregadero de agua caliente jabonosa. Para reducir el ruido al mínimo, vaciaron los platos con los dedos, manchándose las manos con la basura al echar los restos de comida y colillas en una bolsa de papel. Era un trabajo sucio, y mostraron su asco sacando la lengua y fingiendo vomitar. Sin embargo, Maria hizo más de lo que le correspondía, y una vez que la cocina quedó en un estado pasable, marchó al cuarto de estar con un entusiasmo que no había disminuido, deseosa de pasar a la siguiente tarea. Eran ya cerca de las nueve y el sol entraba por las ventanas, iluminando delgados rastros de polvo en el aire. Mientras contemplaban el desastre que tenían delante, y comentaban por dónde sería mejor que empezaran a atacar, una expresión de recelo cruzó la cara de Maria. Sin decir una palabra, levantó un brazo y señaló una de las ventanas. Sachs se volvió y un instante después lo vio. Un hombre de pie en el jardincillo mirando la casa. Llevaba una corbata a cuadros y una chaqueta de pana marrón; era un hombre bastante joven que se estaba quedando prematuramente calvo y que parecía estar debatiendo consigo mismo si subir los escalones y tocar el timbre o no. Sachs le dio una palmadita a Maria en la cabeza y le dijo que se fuera a la cocina y se sirviera otro vaso de zumo. Parecía que ella iba a negarse, pero luego, no queriendo decepcionarle, asintió y obedeció de mala gana. Entonces Sachs cruzó el cuarto de estar sorteando obstáculos y fue a la puerta principal, la abrió lo más suavemente que pudo y salió fuera.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—Soy Tom Mueller —dijo el hombre—, del
San Francisco Chronicle
. Me pregunto si podría hablar un momento con Mrs. Dimaggio.

—Lo siento. No concede entrevistas.

—Yo no quiero una entrevista, sólo quiero hablar con ella. A mi periódico le interesa conocer su versión de la historia. Estamos dispuestos a pagar por un artículo en exclusiva.

—Lo siento, no hay nada que hacer. Mrs. Dimaggio no habla con nadie.

—¿No cree usted que la señora debería tener la oportunidad de rechazarme personalmente?

—No, no lo creo.

—¿Y quién es usted, el agente de prensa de Mrs. Dimaggio?

—Un amigo de la familia.

—Ya. Y es el que habla en su nombre.

—Eso es. Estoy aquí para protegerla de tipos como usted. Ahora que hemos aclarado esa cuestión, creo que es hora de que se vaya.

—¿Y cómo sugiere usted que me ponga en contacto con ella?

—Podría escribirle una carta. Eso es lo que se hace generalmente.

—Buena idea. Yo le escribo una carta y usted puede tirarla antes de que ella la lea.

—La vida está llena de decepciones, Mr. Mueller. Y ahora, si no le importa, creo que es hora de que se vaya. Estoy seguro de que no desea usted que llame a la policía. Pero está usted en la propiedad de Mrs. Dimaggio, ¿sabe?

—Sí, lo sé. Muchas gracias, hombre. Me ha ayudado usted muchísimo.

—No se preocupe tanto. Esto también pasará. Dentro de una semana, no habrá nadie en San Francisco que se acuerde de esta historia. Si alguien les menciona a Dimaggio, la única persona que les vendrá a la cabeza será Joe.

Eso puso fin a la conversación, pero incluso después de que Mueller se hubiese marchado del jardincillo, Sachs continuó de pie delante de la puerta, decidido a no moverse hasta que hubiese visto que el hombre se alejaba en su coche. El periodista cruzó la calle, se metió en el coche y arrancó. Como gesto de despedida levantó el dedo corazón de la mano derecha al pasar por delante de la casa, pero Sachs se encogió de hombros ante la obscenidad, comprendiendo que no tenía importancia, que únicamente era una prueba de lo bien que había manejado el enfrentamiento. Cuando se dio la vuelta para entrar, no pudo reprimir una sonrisa al recordar la rabia del hombre. Más que como un agente de prensa, se sentía como un alguacil y, en resumidas cuentas, no era una sensación enteramente desagradable.

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