Leviatán (35 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Cuando me desperté por la mañana, el coche de Sachs había desaparecido. Supuse que había ido a la tienda del pueblo y volvería en cualquier momento, pero después de esperar más de una hora, empecé a perder las esperanzas. No quería creer que se hubiese marchado sin despedirse, sin embargo sabia que cualquier cosa era posible. Había dejado plantados a otros anteriormente, ¿por qué había de pensar que conmigo no lo haría? Primero Fanny, luego Maria Turner, luego Lillian Stern. Tal vez yo no era más que el último en una larga serie de silenciosas partidas, otra persona a la que había tachado de su lista.

A las doce y media me fui al estudio para sentarme a trabajar en mi libro. No sabía qué hacer, y antes de continuar esperando fuera, sintiéndome cada vez más ridículo allí de pie, escuchando para ver si oía el coche de Sachs, pensé que tal vez me ayudaría distraerme con el trabajo. Fue entonces cuando encontré su carta. La había colocado encima de mi manuscrito y la vi en cuanto me senté a la mesa.

»Perdóname por marcharme a hurtadillas”, empezaba, “pero creo que ya hemos cubierto casi todo. Si me quedase más tiempo, sólo serviría para causar problemas. Tú tratarías de disuadirme de lo que estoy haciendo (porque eres mi amigo, porque lo considerarías tu obligación como amigo mío), y no quiero pelearme contigo, no tengo estómago para discusiones ahora. Pienses lo que pienses de mi, te agradezco que me escucharas. Era necesario contar la historia, y mejor a ti que a ningún otro. Si llega el momento, tú sabrás cómo contársela a los demás, tú les harás entender de qué se trata. Tus libros demuestran eso y, a fin de cuentas, eres la única persona con quien puedo contar. Tú has ido mucho más lejos de lo que yo fui nunca, Peter. Te admiro por tu inocencia, por la forma en que te has mantenido fiel a esto durante toda tu vida. Mi problema era que yo no podía creer en ello. Siempre quise algo más, pero nunca supe lo que era. Ahora lo sé. Después de todas las cosas horribles que han sucedido, finalmente he encontrado algo en lo que creer. Eso es lo único que me importa ya. Continuar con esto. Por favor, no me culpes por ello y, sobre todo, no me compadezcas. Estoy bien. Nunca he estado mejor. Voy a continuar haciéndoles la vida imposible mientras pueda. La próxima vez que leas algo sobre el Fantasma de la Libertad, espero que te haga reír. Adelante y hacia arriba, compañero. Te veré en los periódicos. Ben.”

Creo que leí esta nota veinte o treinta veces. No tenía otra cosa que hacer y tardé por lo menos todo ese tiempo en asimilar el golpe de su partida. Las primeras lecturas me hicieron sentirme dolido, enfadado con él por escabullirse a mis espaldas. Pero luego, muy despacio, mientras volvía a leer la carta, empecé a admitir de mala gana que Sachs tenía razón. La siguiente conversación habría sido mucho más difícil que las otras. Era verdad que pensaba encararme con él, que había decidido hacer todo lo que pudiera por disuadirle de continuar. Él lo había intuido, supongo, y antes de permitir que hubiera amargura entre nosotros, se marchó. Realmente no podía culparle por ello. Quería que nuestra amistad sobreviviera, y puesto que sabía que aquella visita podía ser la última, no había querido que terminara de mala manera. Ese era el propósito de la nota. Puso fin a las cosas sin acabar con ellas. Fue su manera de decirme que no podía decirme adiós.

Vivió diez meses más, pero nunca volví a tener noticias suyas. El Fantasma de la Libertad atacó dos veces durante ese período —una en Virginia y otra en Utah—, pero no me reí. Ahora que conocía la historia, no podía sentir más que tristeza, un inconmensurable dolor. El mundo sufrió cambios extraordinarios en esos diez meses. El Muro de Berlín fue derribado, Havel se convirtió en el presidente de Checoslovaquia, la Guerra Fría acabó de repente. Pero Sachs seguía allí, una partícula solitaria en la noche americana, lanzado hacia su destrucción en un coche robado. Dondequiera que estuviese, yo estaba con él ahora. Le había dado mi palabra de no decir nada y cuanto más tiempo guardaba su secreto, menos me pertenecía yo. No sé de dónde venia mi obstinación, pero nunca le dije nada a nadie. Ni a Iris, ni a Fanny, ni a Charles, ni a un alma. Había asumido la carga de ese silencio por él, y al final casi me aplasta.

Vi a Maria Turner a principios de septiembre, unos días después de que Iris y yo regresásemos a Nueva York. Fue un alivio poder hablar de Sachs con alguien, pero incluso con ella me reservé lo más que pude, ni siquiera mencioné que le había visto, sólo que me había llamado y que habíamos hablado por teléfono durante una hora. Fue un baile siniestro el que bailé con Maria aquel día. La acusé de lealtad equivocada, de traicionar a Sachs al cumplir su promesa, mientras yo estaba haciendo exactamente lo mismo. A ambos nos había hecho partícipes del secreto, pero yo sabía más que ella y no iba a compartir los detalles con ella. Bastaba con que supiera que yo sabía que ella sabía. Habló de buena gana después de eso, dándose cuenta de lo inútil que habría sido tratar de engañarme. Eso ya había quedado al descubierto y acabé sabiendo más acerca de sus relaciones con Sachs de lo que éste me había contado. Entre otras cosas, aquel día vi por primera vez las fotografías que ella le había hecho, las llamadas “Jueves con Ben”. Más importante, también me enteré de que Maria había visto a Lillian Stern en Berkeley el año anterior, unos seis meses después de que Sachs se fuera. De acuerdo con lo que Lillian le había contado, Ben había vuelto a visitarla dos veces. Eso contradecía lo que él me había dicho, pero cuando le señalé esta discrepancia a Maria, ella se limitó a encogerse de hombros.

—Lillian no es la única persona que miente —dijo—. Lo sabes tan bien como yo. Después de lo que esos dos se hicieron el uno al otro, no se puede apostar por nada.

—No digo que Ben no pudiese mentir —contesté—. Simplemente no entiendo por qué iba a hacerlo.

—Parece que la amenazó. Puede que le avergonzase contártelo.

—¿Que la amenazó?

—Lillian dice que la amenazó con raptar a su hija.

—¿Y por qué diablos iba a hacer tal cosa?

—Al parecer no le gustaba la forma en que ella estaba educando a Maria. Le dijo que era una mala influencia para ella, que la niña merecía una oportunidad de crecer en un ambiente sano. Adoptó una actitud moralista y la cosa derivó en una escena desagradable.

—Eso no me parece propio de Ben.

—Puede que no. Pero Lillian estaba lo bastante asustada como para tomar medidas al respecto. Después de la segunda visita de Ben, metió a Maria en un avión y la envió al Este a casa de su madre. La niña ha estado viviendo allí desde entonces.

—Puede que Lillian tuviera sus propias razones para querer librarse de ella.

—Cualquier cosa es posible. Sólo te estoy contando lo que ella me dijo.

—¿Y qué hay del dinero que le dio? ¿Se lo gastó?

—No. Por lo menos no en ella. Me dijo que lo había puesto en un fideicomiso para Maria.

—Me pregunto si Ben llegó a contarle de dónde procedía el dinero. No lo tengo claro, y tal vez eso habría supuesto alguna diferencia.

—No estoy segura. Pero primero seria más interesante preguntarse de dónde había sacado Dimaggio el dinero. Era una cantidad fabulosa para llevarla encima.

—Ben pensaba que era robada. Por lo menos al principio. Luego pensó que tal vez se la había dado alguna organización política. Si no los Hijos del Planeta, alguna otra. Terroristas, por ejemplo. El PLO, el IRA, cualquiera de una docena de grupos. Suponía que Dimaggio podía estar relacionado con gente como ésa.

—Lillian tiene su propia opinión respecto a qué se dedicaba Dimaggio.

—Estoy seguro de ello.

—Sí, bueno, es interesante si te paras a pensarlo. En su opinión, Dimaggio trabajaba como agente secreto para el gobierno. La CIA, el FBI, una de esas bandas de espías. Ella cree que empezó cuando era soldado en Vietnam. Que le reclutaron allí y luego le pagaron la universidad y los estudios de posgrado. Para darle los títulos adecuados.

—¿Quieres decir que era un infiltrado?

—Eso es lo que Lillian cree.

—Me suena muy rebuscado.

—Por supuesto. Pero eso no significa que no sea verdad.

—¿Tiene alguna prueba, o es una suposición infundada?

—No lo sé, no se lo pregunté. En realidad no hablarnos mucho de eso.

—¿Por qué no se lo preguntas ahora?

—No estamos en muy buenas relaciones.

—Ah, ¿no?

—Fue una visita accidentada y no nos hemos llamado desde el año pasado.

—Os peleasteis.

—Sí, más o menos.

—Por Ben, supongo. Tú todavía estás colgada de él, ¿no? Debió de ser duro escuchar a tu amiga contarte que se había enamorado de ella.

De repente Maria volvió la cabeza hacia el otro lado y yo comprendí que tenía razón. Pero era demasiado orgullosa para admitirlo y un momento después había recobrado la suficiente serenidad para volver a mirarme. Me lanzó una dura e irónica sonrisa.

—Tú eres el único hombre al que he querido, cariño —dijo—. Pero me dejaste plantada para casarte con otra, ¿no? Cuando una chica tiene el corazón roto, tiene que hacer lo que pueda.

Conseguí convencerla de que me diese la dirección y el número de teléfono de Lillian. En octubre iba a salir un nuevo libro mío y mi editor me había organizado una gira para hacer lecturas en varias ciudades del país. San Francisco era la última parada del recorrido, y no tendría sentido ir allí sin intentar conocer a Lillian. No tenía la menor idea de si ella sabía dónde estaba Sachs o no —y aunque lo supiera, no era seguro que me lo dijese—, pero suponía que tendríamos muchas cosas de que hablar de todas formas. Aunque no fuera más que eso, quería echarle la vista encima para poder formarme mi propia opinión de cómo era. Todo lo que sabia de ella venía de Sachs y de Maria, y era una figura demasiado importante para que me fiase de las versiones de ellos. La llamé al día siguiente de que Maria me diese su número de teléfono. No estaba, pero le dejé un mensaje en el contestador y, para sorpresa mía, me llamó al día siguiente por la tarde. Fue una conversación breve pero cordial. Sabia quién era yo, dijo, Ben le había hablado de mí y le había regalado una de mis novelas, pero confesaba que no había tenido tiempo de leerla. No me atrevía a hacerle ninguna pregunta por teléfono. Bastaba con haber establecido contacto con ella, así que fui directo al grano y le pregunté si estaría dispuesta a encontrarse conmigo cuando fuera a Bay Area a finales de octubre. Vaciló un momento, pero cuando le expresé las ganas que tenía de verla, cedió. Llámeme cuando llegue a su hotel, dijo, y tomaremos una copa juntos en alguna parte. Fue así de sencillo. Pensé que tenía una voz interesante, más bien profunda, y me gustaba cómo sonaba. Si hubiese llegado a ser actriz, era la clase de voz que la gente habría recordado.

La promesa de ese encuentro me mantuvo durante el siguiente mes y medio. Cuando el terremoto sacudió San Francisco a primeros de octubre, mi primer pensamiento fue preguntarme si habría de cancelar mi visita. Ahora me avergüenzo de mi falta de sensibilidad, pero en aquel momento apenas me percaté de ello. Autopistas destruidas, edificios en llamas, cuerpos mutilados y aplastados; todos estos desastres no significaban nada para mi excepto en la medida en que pudieran impedirme hablar con Lillian Stern. Afortunadamente, el teatro donde tenía que hacer la lectura no sufrió daños y el viaje se realizó como estaba planeado. Después de inscribirme subí a mi habitación y llamé a la casa de Berkeley. Una mujer con una voz desconocida contestó al teléfono. Cuando le pregunté si podía hablar con Lillian Stern, me dijo que Lillian se habla marchado a Chicago tres días después del terremoto. ¿Cuándo vuelve?, pregunté. La mujer no lo sabía. ¿Quiere usted decir que el terremoto la asustó tanto como para marcharse?, pregunté. Oh, no, dijo la mujer, Lillian había planeado marcharse antes del terremoto. Había puesto el anuncio para subarrendar su casa a principios de septiembre. ¿Dejó alguna dirección?, pregunté. A ella no, dijo la mujer, ella pagaba el alquiler directamente al casero. Bueno, dije, luchando por vencer mi decepción, si alguna vez tiene noticias suyas, le agradecería me lo comunicara. Antes de colgar le di mi número de teléfono de Nueva York. Llámeme a cobro revertido, dije, a cualquier hora del día o de la noche.

Comprendí entonces que Lillian me había engañado por completo. Sabía que se habría ido antes de que yo llegara allí, lo cual significaba que nunca había tenido intención de venir a nuestra cita. Me maldije por mi credulidad, por el tiempo y la esperanza que había despilfarrado. Sólo para asegurarme, pregunté en el servicio de información de Chicago, pero no había ningún teléfono a nombre de Lillian Stern. Cuando llamé a Maria Turner a Nueva York y le pedí la dirección de la madre de Lillian, ella me dijo que había perdido el contacto con Mrs. Stern hacia muchos años y no tenía ni idea de dónde vivía. La pista había desaparecido de repente. Lillian estaba ahora tan perdida para mí como Sachs, y ni siquiera se me ocurría cómo podía empezar a buscarla. Si había algún consuelo en su desaparición venía de la palabra
Chicago
. Tenía que haber una razón para que ella no quisiera hablar conmigo, y recé para que fuese que trataba de proteger a Sachs. De ser así, tal vez su relación era mejor de lo que me habían hecho creer. O tal vez su relación había mejorado después de la visita de Sachs a Vermont. ¿Y si había ido a California y la había convencido de que se fugase con él? Él me había dicho que tenía un apartamento en Chicago y Lillian le había dicho a su inquilina que se trasladaba a Chicago. ¿Era una coincidencia? ¿Había mentido uno de ellos o los dos? Ni siquiera podía adivinarlo, pero, por Sachs, esperaba que estuvieran juntos, viviendo una loca existencia de fugitivos mientras iban y venían por el país, planeando furtivamente su siguiente operación. El Fantasma de la Libertad y su amante. Aunque no fuera más que eso, no estaría solo, y yo prefería imaginármelo con ella que solo, prefería imaginar cualquier vida antes que la que él me había descrito. Si Lillian era tan intrépida como él me había dicho, quizá estuviera con él, quizá fuera lo bastante alocada para haberlo hecho.

No supe nada más a partir de entonces. Pasaron ocho meses, y cuando Iris y yo volvimos a Vermont a finales de junio, yo prácticamente había renunciado a la idea de encontrarle. De los cientos de posibilidades que imaginaba, la que parecía más probable era que nunca volviese a dar señales de vida. Yo no tenía ni idea de cuánto tiempo continuarían las explosiones, de cuándo llegaría el final. Y aunque hubiese un final, parecía dudoso que yo me enterase de ello; lo cual significa que la historia seguiría eternamente, segregando su veneno dentro de mí para siempre. La dificultad estaba en aceptar eso, en coexistir con las fuerzas de mi propia incertidumbre. A pesar de que deseaba desesperadamente una resolución, tenía que comprender que tal vez no se produciría nunca. Después de todo, uno sólo puede contener el aliento durante un tiempo limitado. Tarde o temprano, llega un momento en que tiene que respirar de nuevo, aunque el aire esté contaminado, aunque sepa que acabará matándole.

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