Read Leviatán Online

Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (14 page)

No todo fue malo para mí, sin embargo. A pesar de cómo terminó, el episodio tuvo ciertas consecuencias positivas, y ahora lo considero una coyuntura clave en mi historia personal. Para empezar, renuncié a la idea de reanudar mi matrimonio. Amar a Fanny me había demostrado lo inútil que eso habría sido y abandoné tales pensamientos de una vez por todas No hay duda de que Fanny fue directamente responsable de este cambio de actitud. De no ser por ella, nunca habría estado en situación de conocer a Iris, y a partir de entonces mi vida habría evolucionado de una forma totalmente diferente. Una forma peor, estoy convencido; una forma que me habría a la amargura contra la cual Fanny me advirtió la primera noche que pasamos juntos. Al enamorarme de Iris cumplí la profecía que ella me había hecho esa misma noche; pero antes de poder creer en la profecía tuve que enamorarme de Fanny. ¿Era eso lo que ella estaba tratando de demostrarme? ¿Era ése el motivo oculto de nuestra disparatada relación? Parece descabellado incluso sugerirlo, y sin embargo concuerda con los hechos mucho más que ninguna otra explicación. Lo que estoy diciendo es que Fanny se echó en mis brazos para salvarme de mí mismo, que hizo lo que hizo para impedirme volver con Delia. ¿Es posible tal cosa? ¿Puede una persona realmente ir tan lejos por el bien de otra? De ser así, los actos de Fanny se convertían ni más ni menos que en extraordinarios, un gesto puro y luminoso de sacrificio personal. De todas las interpretaciones que he considerado a lo largo de los años, ésta es la que más me gusta. Eso no significa que sea cierta, pero puesto que puede serlo, me complace creer que lo es. Después de once años, es la única respuesta que todavía tiene sentido.

Una vez que Sachs volvió a Nueva York, pensé evitar verle. No tenía ni idea de si Fanny iba a decirle lo que habíamos hecho, pero aunque guardase el secreto, la perspectiva de ocultárselo yo me resultaba intolerable. Nuestras relaciones habían sido siempre demasiado honestas y francas como para hacer eso, y yo no estaba de humor para empezar a contarle mentiras en aquel momento. Además, me figuraba que me calaría enseguida, y si Fanny le contaba a qué nos habíamos dedicado, yo estaría exponiéndome a toda clase de desastres. De una forma u otra, no estaba en condiciones de verle. Si lo sabía, actuar como si no lo supiera seria un insulto. Y si no lo sabía, cada minuto pasado en su compañía seria una tortura.

Trabajé en mi novela, me ocupé de David, esperé a que Maria regresase a la ciudad. En circunstancias normales, Sachs me habría llamado al cabo de dos o tres días. Rara vez pasaba más tiempo sin que nos llamásemos, y ahora que había vuelto de su aventura en Hollywood esperaba saber de él. Pero pasaron tres días, y luego otros tres, y poco a poco comprendí que Fanny le había hecho partícipe del secreto. No había ninguna otra explicación posible. Supuse que eso significaba que nuestra amistad había terminado y que nunca volvería a verle. Justo cuando estaba a punto de enfrentarme a esta idea (en el séptimo u octavo día), sonó el teléfono y allí estaba Sachs al otro extremo de la línea, al parecer en excelente forma, gastando bromas con el mismo entusiasmo de siempre. Traté de ponerme a la altura de su animación, pero estaba demasiado desconcertado para hacerlo de un modo convincente. Me temblaba la voz y dije todo lo que no debía. Cuando me invitó a cenar aquella noche, inventé una excusa y le dije que le llamaría al día siguiente para quedar en algo. No le llamé. Pasaron dos días más y entonces Sachs volvió a llamarme, aún de excelente humor, como si nada hubiese cambiado entre nosotros. Hice todo lo que pude por rechazarle, pero esta vez él no aceptó una negativa. Propuso invitarme a almorzar aquella misma tarde, y antes de que se me ocurriese un modo de escaparme, me oí aceptando su invitación. Quedamos en encontrarnos en Costello's, un pequeño restaurante de Court Street a pocas manzanas de mi casa, al cabo de dos horas. Si yo no aparecía, él sencillamente vendría a mi apartamento y llamaría a la puerta. No había sido lo bastante rápido y ahora iba a tener que dar la cara.

Él ya estaba allí cuando llegué, sentado en un compartimento al fondo del restaurante. Tenía extendido ante sí sobre la mesa de formica el
New York Times
y parecía absorto en lo que estaba leyendo, mientras fumaba un cigarrillo y sacudía distraídamente la ceniza en el suelo después de cada chupada. Esto ocurría a principios de 1980, la época de la crisis de los rehenes en Irán, de las atrocidades de los jemeres rojos en Camboya, de la guerra de Afganistán. El sol de California había aclarado el pelo de Sachs y su cara bronceada estaba salpicada de pecas. Pensé que tenía buen aspecto, parecía más descansado que la última vez que le había visto. Mientras me dirigía a la mesa, me pregunté cuánto tendría que acercarme antes de que se diese cuenta de que estaba allí. Cuanto antes suceda, peor será nuestra conversación, me dije. Que levantara la vista querría decir que estaba preocupado, lo cual demostraría que Fanny ya le había hablado. Por el contrario, si mantenía la nariz pegada a su periódico, eso indicaría que estaba tranquilo, lo cual podía significar que Fanny aún no le había hablado. Cada paso que yo diera por el restaurante lleno de gente sería una señal a mi favor, una pequeña prueba de que él todavía estaba a oscuras, de que todavía no sabía que yo le había engañado. Llegué hasta el compartimento sin recibir una sola mirada.

—Tiene usted un estupendo bronceado, Mr. Hollywood —dije.

Mientras me sentaba en el banco frente a él, Sachs levantó la cabeza bruscamente, me miró sin expresión por un momento y luego sonrió. Era como si no me esperase, como si yo hubiese aparecido de repente en el compartimento por casualidad. Eso era llevar las cosas demasiado lejos, pensé, y en el breve silencio que precedió a su respuesta, se me ocurrió que sólo había fingido estar distraído. En ese caso, el periódico no era más que un punto de apoyo. Había estado todo el tiempo esperando a que llegase, pasando las hojas simplemente, mirando ciegamente las palabras sin molestarse en leerlas.

—Tú tampoco tienes mal aspecto —dijo—. El frío debe sentarte bien.

—No me molesta. Después de pasar el invierno pasado en el campo, esto me parece el trópico.

—¿Y qué has estado haciendo desde que yo me fui a masacrar mi libro?

—Masacrando el mío —contesté—. Todos los días añado unos cuantos párrafos a la catástrofe.

—Debes tener ya bastante.

—Once capítulos de los trece que tendrá. Supongo que eso quiere decir que la meta está a la vista.

—¿Tienes idea de cuándo lo terminarás?

—En realidad, no. Tres o cuatro meses, tal vez. Pero también podrían ser doce. O dos. Cada vez me resulta más difícil hacer predicciones.

—Espero que me dejes leerlo cuando lo hayas terminado.

—Por supuesto, serás la primera persona a quien se lo dé.

En ese momento llegó la camarera a tomar nota de nuestro pedido. Por lo menos eso es lo que recuerdo: una interrupción temprana, una breve pausa en el flujo de nuestra conversación. Desde que me había trasladado a aquel barrio, había ido a almorzar a Costello's unas dos veces por semana y la camarera me conocía. Era una mujer inmensamente gorda y simpática que andaba como un pato por entre las mesas vestida de uniforme verde pálido y siempre con un lápiz amarillo metido en su pelo gris muy rizado. Nunca escribía con aquel lápiz, usaba otro que llevaba en el bolsillo del delantal, pero le gustaba tenerlo a mano para casos de emergencia. No recuerdo el nombre de esa mujer, pero ella solía llamarme “chati” y se quedaba charlando conmigo siempre que entraba; nunca acerca de nada concreto, pero siempre de un modo que me hacia sentir bienvenido. Incluso con Sachs allí aquella tarde, nos entregamos a uno de nuestros largos intercambios de palabras. Da igual de qué hablásemos, sólo lo menciono para señalar de qué humor estaba Sachs aquel día. No sólo no habló con la camarera (lo cual era sumamente insólito en él), sino que en el mismo momento en que ella se marchó con nuestro pedido, él reanudó la conversación exactamente donde la habíamos dejado, como si no hubiésemos sido interrumpidos. Sólo entonces empecé a comprender lo agitado que estaba. Más tarde, cuando nos sirvieron la comida, creo que no comió más de uno o dos bocados. Fumó y bebió café, ahogando sus cigarrillos en los platillos inundados.

—El trabajo es lo que cuenta —dijo, cerrando el periódico y echándolo sobre el banco a su lado—. Quiero que lo sepas.

—Creo que no te sigo —dije, dándome cuenta de que lo seguía bastante bien.

—Te estoy diciendo que no te preocupes, nada más.

—¿Preocuparme? ¿Por qué habría de preocuparme?

—No, no debes preocuparte —dijo Sachs, dedicándome una sonrisa cordial y asombrosamente radiante. Por un momento, su expresión fue casi beatífica—. Pero te conozco lo suficiente como para estar bastante seguro de que te preocuparás.

—¿Me he perdido algo o es que hoy hemos decidido hablar dando rodeos?

—No pasa nada, Peter. Eso es lo único que quiero decirte. Fanny me lo ha contado y no tienes por qué sentirte culpable por ello.

—¿Qué es lo que te ha contado?

Era una pregunta ridícula, pero yo estaba demasiado aturdido por su serenidad como para decir cualquier otra cosa.

—Lo que ha sucedido mientras estaba fuera. Los rayos y las centellas. Los polvos y los lodos. Toda la maldita historia.

—Ya entiendo. No ha dejado mucho espacio para la imaginación.

—No, no demasiado.

—Bueno, ¿y ahora qué pasa? ¿Es éste el momento en que me das tu tarjeta y me dices que hable con mis padrinos? Tendremos que encontrarnos al amanecer, por supuesto. En un buen sitio, un sitio con el adecuado valor escénico. La acera del puente de Brooklyn, por ejemplo, o tal vez el monumento a la guerra civil de Grand Army Plaza. Algo majestuoso. Un lugar donde el cielo pueda empequeñecernos, donde la luz del sol pueda arrancar destellos a nuestras pistolas levantadas. ¿Qué me dices, Ben? ¿Quieres hacerlo así? ¿O preferirías resolverlo ahora? Al estilo americano. Te inclinas sobre la mesa, me das un puñetazo en la nariz y te vas. A mí me vale cualquiera de las dos cosas. Lo dejo a tu elección.

—También hay una tercera posibilidad.

—Ah, la tercera vía —dije, iracundo y chistoso—. No me había dado cuenta de que tuviésemos tantas opciones.

—Por supuesto que sí. Más de las que podemos contar. En la que yo estaba pensando es muy simple. Esperamos a que nos traigan la comida, nos la comemos, luego pago la cuenta y nos vamos.

—Eso no vale. Así no hay drama. No hay confrontación. Tenemos que airear las cosas. Si ahora nos echamos atrás no me quedaré satisfecho.

—No hay ninguna razón para discutir, Peter.

—Sí que la hay. Hay muchas razones para discutir. Le he pedido a tu mujer que se case conmigo. Si eso no es motivo suficiente para una pelea, entonces ninguno de nosotros merece vivir con ella.

—Si quieres desahogarte, adelante. Estoy dispuesto a escucharte. Pero no tienes que hablar de ello si no lo deseas.

—A nadie puede importarle tan poco su propia vida. Es casi criminal ser tan indiferente.

—No soy indiferente. Simplemente era inevitable que ocurriese antes o después. No soy tonto, después de todo. Sé lo que sientes por Fanny. Siempre lo has sentido. Lo llevas escrito en la cara cada vez que te acercas a ella.

—Fue Fanny quien dio el primer paso. Si ella no hubiese querido, no habría sucedido nada.

—No te estoy echando la culpa. Si yo estuviera en tu lugar, habría hecho lo mismo.

—Eso no quiere decir que esté bien.

—No se trata de que esté bien o mal. Así es como funciona el mundo. Todos los hombres son prisioneros de su polla y no hay nada que podamos hacer para evitarlo. A veces tratamos de luchar contra ello, pero es siempre una batalla perdida.

—¿Es ésa una confesión de culpabilidad o estás tratando de decirme que eres inocente?

—¿Inocente de qué?

—De lo que Fanny me ha contado. Tus aventuras amorosas. Tus actividades extramatrimoniales.

—¿Ella te ha contado eso?

—Con todo detalle. Acabó dándome una conferencia. Nombres, fechas, descripciones de las víctimas, todo. Ha surtido efecto. Desde entonces mi idea de cómo eres ha cambiado por completo.

—No estoy seguro de que debas creer todo lo que oyes.

—¿Estás diciendo que Fanny es una mentirosa?

—Claro que no. Lo que pasa es que no siempre comprende del todo la verdad.

—Eso viene a ser lo mismo. Es otra forma de decirlo, nada más.

—No, te estoy diciendo que Fanny no puede remediar pensar lo que piensa. Ella misma está convencida de que le soy infiel, y nada de lo que le diga podrá disuadiría nunca.

—¿Quieres decir que no lo eres?

—He tenido algún desliz, pero nunca hasta el punto que ella imagina. Considerando todo el tiempo que llevamos juntos, no es un mal récord. Fanny y yo hemos tenido nuestros altibajos, pero nunca ha habido un momento en que haya deseado no estar casado con ella.

—Entonces, ¿de dónde se saca los nombres de todas esas mujeres?

—Yo le cuento historias. Forma parte de un juego. Invento historias acerca de mis conquistas imaginarias y Fanny me escucha. Eso la excita. Las palabras tienen fuerza, después de todo. Para algunas mujeres, no hay mayor afrodisíaco. Ya debes saber eso de Fanny. Le encantan las conversaciones obscenas. Y cuanto más gráfico seas, más caliente se pone.

—No me pareció que se tratara de eso. Siempre que Fanny me hablaba de ti, lo hacía totalmente en serio. Ni una palabra acerca de “conquistas imaginarias”. Eran todas muy reales para ella.

—Porque es celosa, y una parte de ella se empeña en creer lo peor. Ha sucedido ya muchas veces. En cualquier momento dado, Fanny me inventa una relación apasionada con alguien. Esto viene ocurriendo desde hace años, y la lista de mujeres con las que me he acostado se va haciendo cada vez más larga. Hace tiempo que comprendí que no servía de nada negarlo. Eso sólo aumentaba sus sospechas, así que en lugar de decirle la verdad le digo lo que quiere oír. Miento para hacerla feliz.

—Yo no le llamaría a eso felicidad.

—Para mantenernos unidos, entonces. Para mantener cierto equilibrio. Esas historias nos ayudan. No me preguntes por qué, pero una vez que empiezo a contárselas, las cosas vuelven a arreglarse entre nosotros. Tú pensabas que había dejado de escribir novela, pero sigo haciéndolo. Sólo que mi público se ha reducido a una sola persona. Pero es la única que realmente cuenta.

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