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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (12 page)

—La historia se vuelve cada vez más extraña.

—Fue extraño, ciertamente. Lillian salió con una de mis cámaras y la libreta de direcciones, y la quinta o sexta persona a la que vio era el hombre que llegaría a ser su marido. Yo sabía que había una historia oculta en esa libreta. Pero era la historia de Lillian, no la mía.

—¿Y tú conociste a ese hombre? ¿No se lo estaba inventando?

—Fui testigo de su boda en el ayuntamiento. Que yo sepa, Lillian nunca le contó cómo se ganaba la vida, pero ¿por qué tenía que saberlo? Ahora viven en Berkeley, California. Él es catedrático, un tipo estupendo.

—¿Y a ti cómo te fueron las cosas?

—No tan bien. Ni mucho menos. El mismo día que Lillian salió con mi cámara de repuesto, ella tenía una cita por la tarde con uno de sus clientes habituales, Cuando llamó aquella mañana para confirmarlo, Lillian le explicó que su madre estaba enferma y ella tenía que marcharse de la ciudad. Le había pedido a una amiga que la sustituyese, y si a él no le importaba ver a otra por aquella vez, le garantizaba que no lo lamentaría. No recuerdo las palabras exactas, pero ése era más o menos el mensaje. Me puso por las nubes, y después de un poco de persuasión el hombre aceptó. Así que allí estaba yo, sola en el piso de Lillian aquella tarde, esperando a que sonara el timbre, preparándome para echar un polvo con un hombre al que no había visto nunca. Se llamaba Jerome, un hombrecito cuadrado de cuarenta y tantos años con vello en los nudillos y los dientes amarillos. Era vendedor de no sé qué. Bebidas alcohólicas al por mayor, pero lo mismo podían haber sido lápices u ordenadores. Da igual. Llamó al timbre a las tres en punto, y en el mismo momento en que entró en el piso, comprendí que no podría llegar hasta el final. Si hubiese sido medianamente atractivo tal vez habría podido reunir el valor suficiente, pero, con un tipo como Jerome, sencillamente no era posible. Él tenía prisa y no paraba de mirar el reloj, deseoso de empezar, acabar de una vez y marcharse. Le seguí la corriente, sin saber qué hacer, tratando de pensar en algo mientras entrábamos en el dormitorio y nos quitábamos la ropa. Bailar desnuda en un bar
topless
era una cosa, pero estar allí de pie con aquel vendedor gordo y peludo era algo tan íntimo que ni siquiera podía mirarle a los ojos. Yo había escondido mi cámara en el cuarto de baño y pensé que si quería sacar alguna foto de aquel fiasco tendría que actuar inmediatamente. Así que me disculpé y me fui al baño, dejando la puerta entreabierta una rendija. Abrí los dos grifos del lavabo, cogí mi cámara y empecé a hacer fotos del dormitorio. Tenía un ángulo perfecto. Podía ver a Jerome despatarrado sobre la cama, miraba al techo y se la meneaba con la mano, tratando de ponérsela dura. Era repugnante, pero también cómico, y me alegré de estar registrándolo en película. Supuse que tendría tiempo para diez o doce fotos, pero cuando había tomado seis o siete, Jerome se levantó de la cama de un salto, cruzó hasta el cuarto de baño y abrió la puerta de golpe, antes de que yo tuviese la oportunidad de cerrarla. Cuando me vio allí de pie con la cámara en las manos, se volvió loco. Quiero decir realmente loco, perdió el juicio. Empezó a gritar acusándome de hacerle fotos para poder chantajearle y arruinar su matrimonio, y antes de que yo pudiese reaccionar me había arrebatado la cámara y la machacaba contra la bañera. Traté de huir, pero él me agarró por un brazo y luego empezó a darme puñetazos. Era una pesadilla. Dos extraños desnudos pegándose en un cuarto de baño alicatado en rosa. No paraba de gruñir y gritar mientras me pegaba, chillando a pleno pulmón, y luego me dio un golpe que me dejó sin sentido. Me rompió la mandíbula, aunque te cueste creerlo. Pero eso fue sólo parte del daño. También tenía una muñeca rota, fisuras en un par de costillas y cardenales por todo el cuerpo. Pasé diez días en el hospital y después seis semanas con la mandíbula sujeta con alambres. El pequeño Jerome me dejó hecha papilla. Me pateó hasta casi matarme.

Cuando conocí a Maria en el piso de Sachs en 1979 hacia casi tres años que no se acostaba con un hombre. Tardó todo ese tiempo en recuperarse del trauma de la paliza, y la abstinencia no era tanto una elección como una necesidad, la única cura posible. Aparte de la humillación física que había sufrido, el incidente con Jerome había sido una derrota espiritual. Por primera vez en su vida, Maria había sido castigada. Había sobrepasado sus límites y la brutalidad de esa experiencia había alterado su imagen de sí misma. Hasta entonces se había imaginado capaz de cualquier cosa, cualquier aventura, cualquier transgresión, cualquier audacia. Se había sentido más fuerte que otras personas, inmunizada contra los estragos y los fracasos que afligen al resto de la humanidad. Después del intercambio con Lillian, comprendió hasta qué punto se había engañado a si misma. Descubrió que era débil, una persona confinada dentro de sus propios temores y represiones internas, tan mortal y tan confusa como cualquiera.

Fueron precisos tres años para reparar el daño (en la medida en que llegó a ser reparado), y cuando nuestros caminos se cruzaron en el piso de Sachs aquella noche, ella estaba más o menos dispuesta para salir de su concha. Y fue a mí a quien ofreció su cuerpo, fue sólo porque aparecí en el momento oportuno. Maria siempre se burló de esa interpretación e insinuó que yo era el único hombre con el que podía haberse ido, pero estaría loco si creyera que fue porque poseía algún encanto sobrenatural. Yo era únicamente un hombre entre muchos hombres posibles, mercancía averiada a mi manera, y si respondía a lo que ella buscaba en ese momento, tanto mejor para mí. Fue ella quien estableció las reglas de nuestra amistad y yo las cumplí lo mejor que pude, cómplice gustoso de sus caprichos y urgentes demandas. A petición de Maria acepté que nunca dormiríamos juntos dos noches seguidas. Acepté que nunca le hablaría de ninguna otra mujer. Acepté que nunca le pediría que me presentase a ninguno de sus amigos. Acepté actuar como si nuestra relación fuese un secreto, un drama clandestino que había que ocultarle al resto del mundo. Ninguna de estas restricciones me disgustaba. Me vestía con la ropa que Maria deseaba que llevase, satisfacía su apetito de lugares de encuentro raros (taquillas del metro, salas de apuestas, lavabos de restaurantes), comía las comidas coordinadas por el color que ella preparaba. Todo era juego para Maria, una llamada a la invención constante, y ninguna idea era demasiado disparatada como para no probarla una vez. Hicimos el amor vestidos y desnudos, con luz y sin luz, en interiores y exteriores, sobre su cama y debajo de ella. Nos pusimos togas, trajes de cavernícolas y esmóquines alquilados. Fingimos ser desconocidos, fingimos ser un matrimonio. Hicimos el número del médico y la enfermera, el número de la camarera y el cliente, el número del profesor y la alumna. Todo era bastante infantil, supongo, pero Maria se tomaba estas escenas muy en serio, no como diversiones sino como experimentos, como estudios acerca de la naturaleza cambiante del yo. Si no hubiese sido tan seria, dudo que yo hubiese podido continuar con ella como lo hice. Vi a otras mujeres durante ese tiempo, pero Maria era la única que significaba algo para mí, la única que todavía hoy forma parte de mi vida.

En septiembre de ese año (1979), finalmente se vendió la casa de Dutchess County, y Delia y David se trasladáron a Nueva York v se instalaron en un piso de Brooklyn, en la zona de Cobble Hill. Esto hizo que las cosas mejorasen y a la vez empeorasen para mí. Podía ver a mi hijo más a menudo, pero también significaba contactos más frecuentes con la que pronto sería mi ex mujer. Los trámites de nuestro divorcio estaban por entonces muy avanzados, pero Delia estaba empezando a tener dudas, y en aquellos últimos meses antes de que saliese el fallo hizo un oscuro y débil intento de reconquistarme. Si no hubiese habido un David en la escena, habría podido resistir esta campaña sin ninguna dificultad. Pero el niño claramente sufría por mi ausencia, y yo me sentía responsable de sus pesadillas, sus ataques de asma y sus lágrimas. La culpa es un poderoso persuasor, y Delia instintivamente pulsaba los botones adecuados siempre que yo estaba cerca. Una vez, por ejemplo, después de que un conocido suyo hubiese ido a cenar a su casa, me informó que David se había subido a su regazo y le había preguntado si iba a ser su nuevo papá. Delia no me estaba echando en cara este incidente, simplemente compartía su preocupación conmigo, pero yo cada vez que oía una de estas historias me hundía un poco más en las arenas movedizas del remordimiento. No era que desease vivir con Delia de nuevo, pero me preguntaba si no debería resignarme a ello, si no estaba destinado a estar casado con ella después de todo. Consideraba que el bienestar de David era más importante que el mío propio, y sin embargo, durante un año había estado jugueteando con Maria Turner y las otras, rechazando cualquier pensamiento que se refiriese al futuro. Era difícil justificar aquella vida ante mí mismo. La felicidad no era lo único que contaba. Una vez que te convertías en padre, había obligaciones que no podías rehuir, obligaciones con las que tenias que cumplir, costara lo que costara.

Fanny fue quien me salvó de lo que hubiese sido una decisión terrible. Ahora puedo decir eso, a la luz de lo que sucedió después, pero entonces nada estaba claro para mí. Cuando terminó el contrato de subarriendo de mi habitación de Varick Street, alquilé un apartamento a seis o siete manzanas de la casa de Delia en Brooklyn. No tenía intención de irme a vivir tan cerca de ella, pero los precios en Manhattan eran demasiado altos para mí, y una vez que empecé a buscar al otro lado del río, todos los pisos que me enseñaban parecían estar en su barrio. Acabé cogiendo un apartamento bastante deteriorado en Carroll Gardens, pero el alquiler era asequible y el dormitorio era lo bastante grande como para poner dos camas, una para mí y otra para David. Él empezó a pasar dos o tres noches a la semana conmigo, lo cual era un buen cambio en sí mismo, pero me ponía en una situación precaria con Delia. Me había dejado resbalar de nuevo hasta su órbita, y notaba que mi resolución empezaba a tambalearse. Por una desafortunada coincidencia, Maria estaba pasando dos meses fuera de la ciudad en la época de mi traslado, y también Sachs se había ido a California para trabajar en un guión de
El nuevo coloso
. Un productor independiente había comprado los derechos cinematográficos de su novela y Sachs había sido contratado para escribir el guión con un guionista profesional que vivía en Hollywood. Volveré a esa historia más tarde, pero ahora la cuestión es que yo estaba solo, desamparado en Nueva York sin mis habituales compañeros. Todo mi futuro estaba en juego otra vez y yo necesitaba a alguien para hablar, para oírme a mí mismo pensar en voz alta.

Fanny me llamó una noche a mi nuevo apartamento y me invitó a cenar. Supuse que se trataba de una de sus acostumbradas cenas con cinco o seis invitados más, pero cuando me presenté en su casa la noche siguiente descubrí que el único invitado era yo. Esto fue una sorpresa para mí. En todos los años que hacía que nos conocíamos, Fanny y yo no habíamos pasado nunca unas horas solos. Ben siempre había estado presente y, salvo los raros momentos en que salía de la habitación o le llamaban por teléfono, apenas habíamos hablado sin que otra persona escuchase lo que decíamos. Yo estaba tan acostumbrado a esta situación que ya ni me molestaba en cuestionaría. Fanny siempre había sido para mí una figura remota e idealizada, y me parecía adecuado que nuestras relaciones fueran indirectas, perpetuamente mediatizadas por otros. A pesar del afecto que había ido creciendo entre nosotros, aún me ponía un poco nervioso estar con ella. Mi timidez tendía a hacerme extravagante y a menudo me esforzaba desesperadamente por hacerla reír, contando chistes malos y haciendo horribles juegos de palabras, traduciendo mi incomodidad en bromas alegres y pueriles. Todo esto me turbaba, ya que nunca actuaba de ese modo con nadie. No soy una persona jocosa y sabía que le estaba dando una impresión falsa de cómo era, pero hasta aquella noche no comprendí por qué me había ocultado siempre de ella. Algunos pensamientos son demasiado peligrosos y uno no debe permitirse acercarse a ellos.

Recuerdo la blusa de seda blanca que llevaba aquella noche y las perlas blancas alrededor de su cuello moreno. Creo que ella se dio cuenta de lo desconcertado que estaba por su invitación, pero no comentó nada, y actuó como si fuese absolutamente normal que unos amigos cenasen de aquella manera. Probablemente lo era, pero no desde mi punto de vista, no con la historia de elusiones que había entre nosotros. Le pregunté si había algo especial de lo que quisiese hablarme. Me dijo que no, simplemente le apetecía verme. Había estado trabajando mucho desde que Ben se fue y al despertarse el día anterior se le ocurrió de repente que me echaba de menos. Eso era todo. Me echaba de menos y quería saber cómo estaba.

Empezamos con unas copas en el cuarto de estar, hablando principalmente de Ben durante los primeros minutos. Mencioné una carta que me había escrito la semana anterior y entonces Fanny me contó una conversación telefónica que había tenido con él aquel mismo día. Ella no creía que la película llegara a hacerse, pero Ben estaba ganando mucho dinero con el guión y eso les vendría bien. La casa de Vermont necesitaba un tejado nuevo y quizá podrían ponerlo antes de que el viejo se hundiera. Puede que después de eso hablásemos de Vermont, o de su trabajo en el museo. No lo recuerdo. Cuando nos sentamos a la mesa habíamos pasado a hablar de mi libro. Le dije a Fanny que continuaba escribiendo, pero menos que antes, ya que ahora varios días de la semana estaban dedicados por completo a David. Le dije que vivíamos como un par de solterones, chancleteando por el apartamento en zapatillas, fumando una pipa por la noche, hablando de filosofía mientras tomábamos una copa de coñac y contemplábamos las brasas de la chimenea.

—Un poco como Holmes y Watson —dijo Fanny.

—Ya llegaremos a eso. Hoy por hoy, la defecación sigue siendo un tema importante, pero una vez que mi compañero deje los pañales, estoy seguro de que abordaremos otros asuntos.

—Podía ser peor.

—Desde luego. No me habrás oído quejarme, ¿verdad?

—¿Le has presentado a alguna de tus amigas?

—¿Maria, por ejemplo?

—Por ejemplo.

—He pensado en ello, pero nunca me parece que sea un buen momento. Probablemente porque no deseo hacerlo. Temo que se haga un lío.

—¿Y qué me dices de Delia? ¿Sale con otros hombres?

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