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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (7 page)

A partir de entonces empezamos a vernos con regularidad. Sachs no tenía empleo y eso hacía que estuviera más disponible que la mayoría de la gente que yo conocía, que fuese más flexible en sus hábitos. La vida social en Nueva York tiende a ser demasiado rígida. Una simple cena puede requerir semanas de planificación, y los mejores amigos pueden pasar meses sin tener ningún contacto. Con Sachs, sin embargo, los encuentros improvisados eran la norma. Trabajaba cuando el espíritu le impulsaba a ello (generalmente de noche) y el resto del tiempo vagabundeaba libremente, deambulando por las calles de la ciudad como un
flâneur
del siglo XIX, dejándose guiar por su instinto. Paseaba, iba a museos y galerías de arte, veía películas a cualquier hora del día, leía libros en los bancos del parque. No estaba sometido al reloj como lo están otras personas. En consecuencia, nunca tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo. Eso no significa que no fuese productivo, pero el muro que separa el trabajo y el ocio se había desmoronado para él hasta tal punto que apenas se daba cuenta de su existencia. Esto le ayudaba como escritor, creo, ya que las mejores ideas siempre se le ocurrían cuando estaba lejos de su mesa. En ese sentido, para él todo entraba en la categoría de trabajo. Comer era trabajar, ver un partido de baloncesto era trabajar, sentarse con un amigo en un bar a medianoche era trabajar. A pesar de las apariencias, apenas había un momento en que no estuviese trabajando.

Mis días no estaban ni mucho menos tan abiertos como los suyos. Había regresado de París el verano anterior con nueve dólares en el bolsillo, y antes que pedirle un préstamo a mi padre (que probablemente no me habría dado de todas formas), me había apresurado a aceptar el primer empleo que me ofrecieron. Cuando conocí a Sachs yo trabajaba para un comerciante de libros raros en el Upper East Side, principalmente sentado en la trastienda escribiendo catálogos y contestando cartas. Entraba todas las mañanas a las nueve y salía a la una. Por las tardes traducía en casa, en ese momento una historia de la China moderna de un periodista francés que había estado destinado en Pekín, un libro chapucero y mal escrito que exigía más esfuerzo del que merecía. Mi esperanza era dejar el empleo con el librero y empezar a ganarme la vida como traductor, pero todavía no estaba claro que mi plan fuese a dar resultado. Mientras tanto, también escribía relatos y hacía alguna que otra reseña de libros, y entre unas cosas y otras no dormía mucho. Sin embargo, veía a Sachs más a menudo de lo que me parece posible ahora, teniendo en cuenta las circunstancias. Una ventaja era que vivíamos en el mismo barrio, y nuestros apartamentos estaban a una distancia que se podía recorrer fácilmente a pie. Esto nos llevó a bastantes citas nocturnas en los bares de Broadway y luego, después de que descubriésemos nuestra respectiva pasión por los deportes, también las tardes del fin de semana, puesto que en los bares siempre ponían los partidos y nosotros no teníamos televisión. Casi enseguida empecé a ver a Sachs una media de dos veces por semana, mucho más que a ninguna otra persona.

Poco después de que empezasen estas citas me presentó a su mujer. Fanny era entonces una estudiante graduada en el departamento de historia del arte de la Columbia, que daba clases en unos cursos de estudios generales y estaba terminando su tesis sobre paisajismo norteamericano del siglo XIX. Ella y Sachs se habían conocido en la universidad de Wisconsin diez años antes, tropezando literalmente el uno con el otro en una manifestación pacifista que se había organizado en el campus de la universidad. Cuando Sachs fue arrestado en la primavera de 1967 ya llevaban casi un año casados. Vivieron en casa de los padres de Ben en New Canaan durante el período del juicio, y una vez que se dictó sentencia y Ben fue a prisión (a principios de 1968), Fanny regresó al piso de sus padres en Brooklyn. En esa época solicitó una plaza en el programa para posgraduados de la Columbia y le concedieron una beca de facultad que incluía enseñanza gratuita, una pensión de varios miles de dólares y la obligación de dar un par de cursos. Pasó el resto de ese verano trabajando en una oficina de Manhattan, encontró un pequeño apartamento en la calle 112 Oeste a finales de agosto y comenzó las clases en septiembre. Cada domingo iba a Danbury en tren para visitar a Ben. Menciono todo esto ahora porque por casualidad la vi bastantes veces durante ese año sin tener la menor idea de quién era. Por entonces, yo estudiaba en la Columbia y mi apartamento estaba sólo a cinco manzanas del suyo, en la calle 107 Oeste. Casualmente, dos de mis mejores amigos vivían en su mismo edificio y en varias de mis visitas me tropecé con ella en el ascensor o en el portal. Además, en ocasiones la veía andando por Broadway, otras me la encontraba delante de mí en el mostrador del estanco, y a veces la veía fugazmente entrar en un edificio de la universidad. En primavera incluso estuvimos juntos en una clase, un curso de conferencias muy concurrido sobre historia de la estética que daba un catedrático del departamento de filosofía. Me fijé en ella en todos estos lugares porque la encontraba atractiva, pero nunca pude reunir el valor necesario para hablarle. Había algo en su elegancia que intimidaba, una cualidad amurallada que parecía desalentar a los desconocidos. Supongo que en parte se debía al anillo de boda en su mano izquierda, pero aunque no hubiese estado casada no estoy seguro de que la cosa hubiese sido diferente. Sin embargo, hice un esfuerzo consciente para sentarme detrás de ella en esa clase de filosofía, simplemente con objeto de pasar una hora todas las semanas observándola por el rabillo del ojo. Nos sonreímos una o dos veces cuando salíamos del aula, pero yo era demasiado tímido para ir más allá. Cuando finalmente Sachs me la presentó en 1975, nos reconocimos inmediatamente. Fue una experiencia perturbadora y tardé varios minutos en recobrar la serenidad. Un misterio del pasado había quedado resuelto de repente. Sachs era el marido ausente de la mujer que yo había observado con tanta atención seis o siete años antes. Si me hubiese quedado en el barrio es casi seguro que le habría visto después de su salida de la cárcel. Pero yo me gradué en junio y Sachs no volvió a Nueva York hasta agosto. Para entonces yo ya había dejado mi apartamento y estaba camino de Europa.

No hay duda de que formaban una extraña pareja. En casi cualquier sentido que se me ocurra, Ben y Fanny parecían existir en reinos mutuamente excluyentes. Ben era todo brazos y piernas, un conjunto de ángulos agudos y huesudas protuberancias, mientras que Fanny era baja y redonda, con una cara suave y la piel aceitunada. En comparación con Fanny, Ben era rubicundo, con el pelo rizado y despeinado y una piel que se quemaba fácilmente al sol. Ocupaba mucho espacio, parecía estar constantemente en movimiento, cambiaba de expresión facial cada cinco o seis segundos, mientras que Fanny era equilibrada, sedentaria, gatuna en su forma de habitar su propio cuerpo. No me parecía bella tanto como exótica, aunque tal vez ésa sea una palabra muy fuerte para lo que estoy tratando de expresar. La expresión capacidad de fascinación probablemente se aproximaba más a lo que quiero decir, cierto aire de autosuficiencia que hacía que desearas mirarla, incluso cuando estaba sentada sin hacer nada. No era graciosa en el sentido en que podía serlo Ben, no era rápida, nunca hablaba demasiado. Y, sin embargo, yo siempre tenía la sensación de que era la más lógica de los dos, la más inteligente, la más analítica. La mente de Ben era toda intuición, osada pero no especialmente sutil, una mente a la que le gustaba correr riesgos, penetrar en la oscuridad, hacer conexiones improbables. Fanny, por el contrario, era concienzuda y desapasionada, perseverante en su paciencia, nada propensa a los juicios rápidos o los comentarios infundados. Ella era una erudita, él era un tipo listo; ella era una esfinge, él era una herida abierta; ella era una aristócrata, él era un hombre del pueblo. Estar con ellos era como observar el matrimonio entre una pantera y un canguro. Fanny, siempre magníficamente vestida, con mucho estilo, caminando al lado de un hombre casi treinta centímetros más alto que ella, un niño grande con camiseta negra, pantalones vaqueros y una sudadera gris con capucha. En la superficie no parecía tener sentido. Les veías y tu primera reacción era pensar que no se conocían.

Pero eso era sólo en la superficie. Debajo de su aparente torpeza, Sachs tenía una notable comprensión de las mujeres. No sólo de Fanny, sino de casi todas las mujeres que conocía, y yo me sorprendía una y otra vez al ver con qué naturalidad se sentían atraídas por él. Tal vez tenía algo que ver el hecho de haber crecido con tres hermanas, como si las intimidades aprendidas en la infancia le hubiesen impregnado de un conocimiento oculto, un acceso a los secretos femeninos que otros hombres pasan toda su vida tratando de descubrir. Fanny tenía sus momentos difíciles, y me imagino que la convivencia con ella no había de ser fácil. Su calma exterior era una máscara que ocultaba la turbulencia interior, y en varias ocasiones vi por mí mismo lo rápidamente que podía caer en estados de ánimo sombríos y depresivos, abrumada por una indefinible angustia que de pronto la empujaba al borde de las lágrimas. En esas ocasiones Sachs la protegía, tratándola con una ternura y discreción que podía ser conmovedora, y creo que Fanny aprendió a depender de él por eso, a darse cuenta de que nadie era capaz de entenderla tan profundamente como él. Con mucha frecuencia, esta compasión se expresaba indirectamente, en un lenguaje impenetrable para los extraños. La primera vez que fui a su apartamento, por ejemplo, la conversación durante la cena nos llevó al tema de los niños: tenerlos o no tenerlos, cuál era el mejor momento si los querías, cuántos cambios significaban, etc. Recuerdo haber hablado rotundamente a favor de tenerlos. Sachs, en cambio, se enfrascó en una larga perorata acerca de por qué estaba en desacuerdo conmigo. Los argumentos que utilizó eran bastante convencionales (el mundo es un lugar demasiado terrible, la población es demasiado numerosa, perderían demasiada libertad), pero los expuso con tanta vehemencia y convicción que supuse que hablaba también en nombre de Fanny y que ambos eran totalmente opuestos a convertirse en padres. Años más tarde descubrí que la verdad era justamente la contraria. Habían deseado desesperadamente tener hijos, pero Fanny no podía concebir. Tras numerosos intentos de conseguir que se quedase embarazada, habían consultado con los médicos, habían probado tratamientos de fertilidad, habían utilizado diversos remedios de herbolario, pero nada había servido. Sólo unos días antes de aquella cena en 1975 les habían dado la confirmación definitiva de que nada serviría nunca. Fue un golpe tremendo para Fanny. Según me confesó más adelante, fue su pena más grande, una pérdida que continuaría llorando el resto de su vida. Para evitar que ella tuviese que hablar del asunto delante de mí aquella tarde, Sachs había confeccionado una mezcolanza de mentiras espontáneas, una olla de vapor y cháchara para oscurecer el tema en la mesa. Yo sólo oí un fragmento de lo que realmente dijo, pero eso fue porque pensé que me estaba dirigiendo sus comentarios a mí. Según comprendí más tarde, le había hablado a Fanny todo el rato. Le estaba diciendo que no tenía que darle un hijo para que él siguiera queriéndola.

Yo veía a Ben más a menudo que a Fanny. Cuando la veía a ella Ben estaba siempre presente, pero poco a poco conseguimos formar una amistad propia. En cierto sentido, mi antiguo enamoramiento hacía que esta proximidad pareciese inevitable, pero también se interponía como una barrera entre nosotros, y pasaron varios meses hasta que pude mirarla sin sentirme azorado. Fanny era un viejo sueño, un fantasma de secreto deseo enterrado en mi pasado, y ahora que se había materializado en un nuevo papel —como mujer de carne y hueso, como esposa de mi amigo— reconozco que estaba desconcertado. Esto me llevó a decir algunas estupideces cuando la conocí, y estas meteduras de pata aumentaron mi sensación de culpa y confusión. Durante una de las primeras tardes que pasé en su apartamento incluso le dije que no había escuchado una sola palabra en las clases a las que habíamos asistido juntos.

—Todas las semanas me pasaba la hora entera mirándote —le dije—. La práctica es más importante que la teoría, después de todo, y pensé que para qué iba a perder el tiempo escuchando conferencias sobre estética cuando la belleza estaba sentada allí, justo delante de mí.

Creo que era un intento por mi parte de disculparme por mi comportamiento anterior, pero sonó fatal. Esas cosas no deberían decirse nunca, en ninguna circunstancia, y menos aún en un tono de voz desenfadado. Ponen una carga terrible sobre la persona a quien van dirigidas y no puede salir nada bueno de ello. En cuanto pronuncié esas palabras, vi que a Fanny le sobresaltaba mi brusquedad.

—Sí —dijo, forzando una sonrisita—, recuerdo aquella clase. Era bastante árida.

—Los hombres son monstruos —dije, incapaz de contenerme—. Tienen hormigas en los pantalones y la cabeza llena de porquerías. Sobre todo cuando son jóvenes.

—No son porquerías —dijo Fanny—. Simplemente hormonas.

—También. Pero a veces es difícil advertir la diferencia.

—Siempre tenias una expresión grave en la cara —dijo—. Recuerdo haber pensado que debías ser una persona muy seria. Uno de esos jóvenes que van a suicidarse o a cambiar el mundo.

—Hasta ahora no he hecho ninguna de las dos cosas. Supongo que eso quiere decir que he renunciado a mis viejas ambiciones.

—Lo cual es bueno. No conviene quedarse anclado en el pasado. La vida es demasiado interesante para eso.

A su manera críptica, Fanny me estaba liberando... y también haciéndome una advertencia. Mientras me comportara bien, no me reprocharía mis antiguos pecados. Me hizo sentir como si estuviese sometido a juicio, pero lo cierto es que tenía muchas razones para desconfiar del nuevo amigo de su marido, y no la culpo por mantenerme a distancia. A medida que íbamos conociéndonos mejor, la incomodidad empezó a desvanecerse. Entre otras cosas, descubrimos que el día de nuestro cumpleaños coincidía, y aunque ninguno de los dos creía en la astrología, la coincidencia contribuyó a formar un vínculo entre nosotros. El hecho de que Fanny fuese un año mayor que yo me permitía tratarla con burlona deferencia siempre que surgía el tema, una broma que nunca dejó de arrancarle una risa. Dado que no era persona que se riese fácilmente, lo tomé como señal de progreso por mi parte. Y, más importante, estaba su trabajo. Mis conversaciones con ella sobre pintura norteamericana primitiva condujeron a una duradera pasión por artistas tales como Ryder, Church, Blakelock y Cole, a los cuales apenas había oído nombrar antes de conocer a Fanny. Ella defendió su tesis en la Columbia en el otoño de 1975 (una de las primeras monografías publicadas sobre Albert Pinkham Ryder) y luego fue contratada como conservadora ayudante de arte norteamericano en el Museo de Brooklyn, donde ha continuado trabajando desde entonces. Mientras escribo estas palabras (11 de julio), ella aún no tiene ni idea de lo que le ha sucedido a Ben. Se marchó de viaje por Europa el mes pasado y su regreso no está previsto hasta el Día del Trabajo. Supongo que podría ponerme en contacto con ella, pero no veo de qué serviría. A estas alturas ella no puede hacer nada por él y, a menos que el FBI dé con alguna respuesta antes de que vuelva, probablemente lo mejor es que me calle. Al principio pensé que tal vez era mi deber llamarla, pero ahora que he tenido tiempo de rumiarlo he decidido no estropearle las vacaciones. Ya ha sufrido suficiente, y el teléfono no es la forma más apropiada de darle una noticia como ésta. Me mantendré alejado hasta que vuelva, y entonces la sentaré delante de mí y le contaré en persona lo que sé.

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