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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

Leviatán (6 page)

—La cosa no fue mal al principio —dijo Mrs. Sachs—. Doris y yo dejamos que los chicos fueran delante y nos tomamos la subida con calma, agarradas al pasamanos. Llegamos hasta la corona, miramos la bahía durante un par de minutos y todo estaba en orden. Pensé que aquello era todo y que entonces empezaríamos a bajar y nos iríamos a tomar un helado en alguna parte. Pero en aquellos tiempos todavía te dejaban llegar hasta la antorcha, lo cual significaba subir otra escalera, una que iba por el brazo de la vieja gruñona. Los chicos estaban locos por subir hasta allí. No cesaban de gritar y protestar diciendo que querían verlo todo, así que Doris y yo cedimos. Resultó que esta escalera no tenía barandilla como la otra. Era la espiral de peldaños de hierro más estrecha y retorcida que había visto nunca, un poste de incendios con salientes, y cuando mirabas a través del brazo te parecía que estabas a trescientos kilómetros por encima de la tierra, era la pura nada todo alrededor, el gran vacío del cielo. Los chicos subieron corriendo hasta la antorcha ellos solos, pero cuando había hecho dos tercios de la subida, yo me di cuenta de que no iba a poder acabarla. Siempre me había considerado una chica bastante fuerte. No era una de esas mujeres histéricas que chillan cuando ven un ratón, era una joven robusta y práctica que había pasado por todo, pero de pie en aquellas escaleras me sentí débil por dentro. Tenía un sudor frío, pensé que iba a vomitar. Doris tampoco estaba ya en muy buena forma, así que las dos nos sentamos en un escalón, confiando en que eso nos calmara los nervios. Nos ayudó un poco, pero no mucho, e incluso con el trasero plantado sobre algo sólido, yo seguía teniendo la sensación de que estaba a punto de caerme, de que en cualquier momento me caería de cabeza hasta el fondo. Fue lo más espantoso que he sentido en mi vida. Estaba completamente trastocada y revuelta. Tenía el corazón en la garganta, la cabeza en las manos, el estómago en los pies. Me asusté tanto pensando en Benjamin que me puse a llamarle a gritos para que bajara. Fue terrible. Mi voz resonaba dentro de la Estatua de la Libertad como los aullidos de un espíritu atormentado. Los chicos dejaron la antorcha finalmente y entonces bajamos todos las escaleras sentados, peldaño a peldaño. Doris y yo tratamos de que a los chicos les pareciese un juego, fingiendo que aquélla era la forma más divertida de bajar. Pero por nada en el mundo me hubiese puesto de pie nuevamente en aquellas escaleras. Antes me habría tirado al vacío que hacer eso. Debimos tardar una media hora en llegar abajo, y para entonces yo era una ruina, una masa de carne y huesos. Benjy y yo nos quedamos en casa de los Saperstein aquella noche, y desde entonces he tenido un miedo mortal a las alturas. Preferiría morirme a poner los pies en un avión, y en cuanto llego al tercer o cuarto piso de un edificio, me convierto en gelatina. ¿Qué os parece? Y todo empezó aquel día cuando Benjamin era un niño, mientras subíamos a la antorcha de la Estatua de la Libertad.

—Fue mi primera lección de teoría política —dijo Sachs, apartando la vista de su madre para mirarnos a Fanny y a mí—. Aprendí que la libertad puede ser peligrosa. Si no tienes cuidado, puede matarte.

No quiero darle demasiada importancia a esta historia, pero al mismo tiempo creo que no debo pasarla por alto. En sí misma, no es más que un episodio trivial, una pequeña anécdota familiar, y Mrs. Sachs la contó con suficiente humor, burlándose de sí misma, como para borrar sus más bien terroríficas implicaciones. Todos nos reímos cuando terminó, y luego la conversación pasó a otra cosa. De no ser por la novela de Sachs (la misma que llevó por las calles nevadas a nuestra lectura abortada en 1975), tal vez la habría olvidado por completo. Pero dado que ese libro está lleno de referencias a la Estatua de la Libertad es difícil ignorar la posibilidad de una relación; como si la experiencia infantil de presenciar el pánico de su madre estuviese de algún modo en el fondo de lo que escribió veinte años más tarde. Se lo pregunté aquella noche cuando volvíamos en su coche a la ciudad, pero Sachs se rió de mi pregunta. Ni siquiera se acordaba de esa parte de la historia, dijo. Luego, desechando el tema de una vez por todas, se lanzó en una cómica diatriba contra las trampas del psicoanálisis. En última instancia, nada de eso importa. El hecho de que Sachs negase la relación, no significa que ésta no existiera. Nadie puede decir de dónde proviene un libro, y menos que nadie la persona que lo escribe. Los libros nacen de la ignorancia, y si continúan viviendo después de escritos es sólo en la medida en que no pueden entenderse.

El nuevo coloso
es la única novela que Sachs publicó en su vida. Fue la primera cosa escrita por él que leí, y no cabe duda de que desempeñó un papel significativo en hacer que nuestra amistad prosperase. Sachs me había agradado en persona, pero cuando me di cuenta de que también podía admirar su obra, sentí muchas más ganas de conocerle, estuve mucho más dispuesto a verle y hablarle de nuevo. Eso le colocó en el acto en un lugar distinto del de todas las demás personas que había conocido desde que volví a Estados Unidos. Descubrí que era más que un compañero de copas en potencia, más que simplemente otro conocido. Una hora después de abrir el libro de Sachs hace quince años, comprendí que era posible que llegásemos a ser amigos.

Acabo de pasar la mañana examinándolo de nuevo (hay varios ejemplares aquí, en la cabaña), y estoy asombrado por lo poco que han cambiado mis sentimientos respecto al libro. Creo que no necesito decir mucho más. El libro continúa existiendo, se encuentra en librerías y bibliotecas y cualquiera que desee leerlo puede hacerlo sin dificultad. Apareció en edición de bolsillo un par de meses después de que Sachs y yo nos conociésemos y desde entonces ha estado casi siempre a la venta, viviendo una vida tranquila pero saludable en los márgenes de la literatura reciente. Un libro excéntrico que ha conservado un pequeño sitio en las estanterías. La primera vez que lo leí, sin embargo, entré en él en frío. Después de escuchar a Sachs en el. bar, supuse que había escrito una primera novela convencional, uno de esos intentos apenas velados de novelar la historia de la propia vida. No pensaba reprochárselo, pero él había hablado tan despectivamente del libro, que sentí que tenía que prepararme para una especie de decepción. Me dedicó un ejemplar aquel día en el bar, pero en lo único en que me fijé entonces fue que se trataba de un libro grueso, de más de cuatrocientas páginas. Empecé a leerlo la tarde siguiente, tumbado en la cama después de beberme seis tazas de café para aliviar la resaca de la juerga del sábado. Como Sachs me habla advertido, era el libro de un hombre joven, pero no en ninguno de los sentidos que yo había supuesto.
El nuevo coloso
no tenía nada que ver con los años sesenta, nada que ver con Vietnam, ni con el movimiento antiguerra, nada que ver con los diecisiete meses que él había pasado en la cárcel. El hecho de que yo hubiese esperado encontrar todo eso se debía a una falta de imaginación por mi parte. La idea de la cárcel era tan terrible para mí que no podía imaginar que alguien que hubiese estado en ella no escribiese acerca de eso.

Como todos los lectores saben,
El nuevo coloso
es una novela histórica, un libro meticulosamente documentado situado en América entre 1876 y 1890 y basado en hechos reales. La mayoría de los personajes son seres que vivieron realmente en esa época, e incluso cuando los personajes son imaginarios, no son tanto inventos como préstamos, figuras robadas de las páginas de otras novelas. Por lo demás, todos los hechos son verdaderos —verdaderos en el sentido de que siguen el hilo de la historia— y en aquellos lugares en los que eso no queda claro, no hay ninguna manipulación de las leyes de la probabilidad. Todo parece verosímil, real, incluso banal por lo preciso de su descripción, y sin embargo Sachs sorprende al lector continuamente, mezclando tantos géneros y estilos para contar su historia que el libro empieza a parecer una máquina de juego, un fabuloso artefacto con luces parpadeantes y noventa y ocho efectos sonoros diferentes. De capítulo en capítulo, va saltando de la narración tradicional en tercera persona a diarios y cartas en primera persona, de tablas cronológicas a pequeñas anécdotas, de artículos de periódico a ensayos o diálogos teatrales. Es un torbellino, una maratón a toda velocidad desde la primera línea hasta la última, y piense lo que cada uno piense del libro en su conjunto, es imposible no respetar la energía del autor, el absoluto atrevimiento de sus ambiciones.

Entre los personajes que aparecen en la novela están Emma Lazarus, Toro Sentado, Ralph Waldo Emerson, Joseph Pulitzer, Búfalo Bill Cody, Auguste Bartholdi, Catherine Weldon, Rose Hawthorne (la hija de Nathaniel), Ellery Channing, Walt Whitman y William Tecumseh Sherman. Pero también aparece Raskolnikov (sacado directamente del epílogo de
Crimen y castigo
: puesto en libertad y recién llegado como emigrante a los Estados Unidos, donde da forma inglesa a su nombre y lo convierte en Ruskin), e igualmente está Huckleberry Finn (un hombre de mediana edad sin ocupación fija que protege a Ruskin), y lo mismo Ismael de
Moby Dick
(que tiene un brevísimo papel como tabernero en Nueva York).
El nuevo coloso
empieza en el año del primer centenario de Estados Unidos y recorre los principales acontecimientos de la siguiente década y media: la derrota de Custer en Little Bighorn, la construcción de la Estatua de la Libertad, la huelga general de 1877, el éxodo de los judíos rusos hacia América en 1881, la invención del teléfono, los disturbios de Haymarket en Chicago, la práctica de la religión de la Danza del Espíritu entre los sioux, la masacre de Wounded Knee. Pero también se registran pequeños sucesos, y son éstos los que finalmente dan al libro su forma, los que lo convierten en algo más que un rompecabezas de hechos históricos. El primer capítulo es un buen ejemplo de lo dicho. Emma Lazarus va a Concord, Massachusetts, para pasar unos días invitada en casa de Emerson. Mientras está allí, le presentan a Ellery Channing, el cual la acompaña a hacer una visita a Walden Pond y le habla de su amistad con Thoreau (muerto catorce años antes). Los dos se sienten atraídos y se hacen amigos, otra de esas extrañas yuxtaposiciones a las que tan aficionado era Sachs: el caballero canoso de Nueva Inglaterra y la joven poetisa judía de Millionaire’s Row en Nueva York. En su último encuentro, Channing le da un regalo y le dice que no lo abra hasta que esté en el tren de regreso a casa. Cuando ella desenvuelve el paquete encuentra un ejemplar del libro de Channing sobre Thoreau, junto con una de las reliquias que el anciano ha atesorado desde la muerte de su amigo: la brújula de bolsillo de Thoreau. Es un momento hermoso, tratado con mucha sensibilidad por Sachs, e introduce en la mente del lector una importante imagen que se repetirá con distintos disfraces a lo largo del libro. Aunque no se dice explícitamente, el mensaje no puede ser más claro. América ha perdido el rumbo. Thoreau era el único hombre que sabía leer la brújula, y ahora que ha muerto no tenemos ninguna esperanza de volver a encontrarnos a nosotros mismos.

Está la extraña historia de Catherine Weldon, la mujer de clase media que se va al Oeste para convertirse en una de las esposas de Toro Sentado. Hay un relato burlesco del viaje del gran duque ruso Alexis por los Estados Unidos, cazando búfalos con Bill Cody, bajando por el Mississippi con el general George Armstrong Custer y su esposa. Está el general Sherman, cuyo segundo nombre rinde homenaje a un guerrero indio, recibiendo un nombramiento en 1876 (sólo un mes después de la última resistencia de Custer) “para asumir el control militar de todas las reservas en territorio de los sioux y tratar a los indios que allí se encuentren como prisioneros de guerra” y luego, sólo un año más tarde, recibiendo otro nombramiento del Comité Americano para la Estatua de la Libertad “al objeto de decidir si la estatua debe colocarse en la isla Governor o en la de Bedloe”. Está Emma Lazarus muriéndose de cáncer a los treinta y siete años, atendida por su amiga Rose Hawthorne, la cual se transforma de tal modo a causa de la experiencia que se convierte al catolicismo, entra en la orden de Santo Domingo como la hermana Alfonsa y dedica los últimos treinta años de su vida a cuidar enfermos terminales. Hay docenas de episodios semejantes en el libro, todos auténticos, todos basados en hechos reales, y sin embargo Sachs los hilvana de tal manera que se van volviendo cada vez más fantásticos, casi como si estuviese delineando una pesadilla o una alucinación. A medida que el libro avanza adquiere un carácter más inestable —lleno de encuentros y partidas imprevisibles, caracterizado por cambios de tono que se hacen cada vez más rápidos—, hasta que uno llega a un punto en el que le parece que todo empieza a levitar, a elevarse milagrosamente del suelo como un gigantesco globo meteorológico. Al llegar al último capítulo, uno está tan arriba que se da cuenta de que no puede volver a bajar sin caerse, sin quedar aplastado.

Tiene defectos claros, sin embargo. Aunque Sachs se esfuerza por enmascararlos, hay veces en que la novela parece demasiado construida, demasiado mecánica en su orquestación de los sucesos y sólo en raras ocasiones los personajes cobran vida plenamente. Hacia la mitad de mi primera lectura, recuerdo haberme dicho que Sachs era más un pensador que un artista, y a menudo me molestaba su torpeza, la forma en que insistía en algunos puntos, manipulando los personajes para subrayar sus ideas en lugar de dejarles que creasen la acción ellos mismos. No obstante, a pesar de que no estaba escribiendo sobre sí mismo, comprendí lo profundamente personal que el libro debía de ser para él. La emoción dominante era la ira, una ira madura y lacerante que surgía casi en cada página: ira contra América, ira contra la hipocresía política, ira como arma para destruir los mitos nacionales. Pero dado que la guerra de Vietnam aún se estaba librando entonces y dado que Sachs había ido a la cárcel a causa de esa guerra, no era difícil comprender de dónde procedía su ira. Le daba al libro un tono polémico y estridente, pero creo que ése era también el secreto de su fuerza, el motor que impulsaba al libro hacia adelante y que generaba el deseo de continuar leyéndolo. Sachs sólo tenía veintitrés años cuando empezó
El nuevo coloso
y continuó con el proyecto durante cinco años, en los cuales escribió siete u ocho borradores. La versión publicada tenía 436 páginas y yo me las había leído todas cuando me fui a dormir el martes por la noche. Mi admiración por lo que había logrado empequeñecía cualquier reserva que pudiera haber tenido. Cuando llegué a casa después del trabajo el miércoles por la tarde me senté inmediatamente a escribirle una carta. Le dije que había escrito una gran novela. Cuando deseara compartir conmigo otra botella de bourbon, sería un honor para mí acompañarle vaso a vaso.

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